Desde la punta de la montaña se podía ver
todo el valle, que era largo y estrecho, con el pequeño riachuelo que corría
por la parte más baja brillando bajo el sol. María tomó un sorbo de su botella
de agua, que gracias a estar en un termo estaba fría, a diferencia del día. Los
rayos de luz calentaban todo alrededor. Tanto que la joven tuvo que sentarse en
un plástico que había traído en su mochila.
Había decidido ir a escalar para apreciar
mejor este lugar, que era el que había escogido para pasar unas vacaciones
alejadas del ruido de la ciudad y de la gente que solo vivía para molestar.
Aquí no había ni gente fastidiosa, ni smog, ni el asqueroso ruido de los
automotores. Solo se escuchaban los alegres trinos de las aves y el viento que
parecía estar cansado porque soplaba a ratos.
María se hubiera quedado allí sentada toda la
tarde si no hubiera sido por el siguiente sonido que escuchó. Era sin duda de
un animal pero no podía ver bien por el sol. Había pocos árboles a su alrededor
y nada de matorrales. De todas maneras se puso de pie rápidamente, por si el
sonido era el de una serpiente. Pero de pronto lo escuchó mejor y se dio cuenta
de que era un ave la que hacía el ruido. Miró hacia el cielo, haciéndose sombra
con una mano y, después de un rato, por fin lo vio.
Arriba, casi encima de María, volaba una
enorme ave de color pardo con un pico que parecía bastante atemorizante. La
chica tomó los binoculares y miró hacia el ave. En efecto era ella que hacía
los ruidos. Flotaba suavemente sobre el viento y no aleteaba sino para
impulsarse un poco más. De pronto, el ave se dirigió hacia abajo, casi en
picada. María pensó que se dirigía hacia ella, lo que la asustó un poco pero
resultaba que se dirigía a un punto más abajo y más hacia su derecha, colina abajo.
Allí sí había muchos árboles altos y el ave se
perdió entre ellos mientras descendía. María no lo vio más y de pronto pensó
que podían haber sido cazadores, cazando deportivamente o algo por el estilo.
Metió a la mochila todo lo que había sacado y se puso de pie. Lo mejor era ir a
ver como estaba el animal y si requería ayuda. Además, podría reclamarle al
cazador por disparar a una criatura que seguramente estaba protegida.
María descendió por la montaña lo más rápido
que pudo pero no era muy fácil. Había una sección que parecía haber sido
víctima de derrumbes frecuentes y estaba completamente cubierta de piedras de
todos los tama ños. La mujer pisó con cuidado cada una de las
rocas, tratando de evitar una caída dolorosa. Pero justo cuando iba a llegar a
un terreno más amable, la piedra donde estaba apoyando uno de sus pies se movió
y ella cayó para atrás, quedando sentada sobre las piedras.
Todo el cuerpo le dolía pero sobretodo el
coxis y toda la zona posterior de su cuerpo, desde la espalda a los muslos. Su
mochila no había ayudado mucho a amortiguar la caída y ahora estaba allí, como
una tortuga que han volteado al revés. María se quitó, como pudo, la mochila y
sacó la botella de agua. Tomó un poco y, luego de guardarla, trato de ponerse
de pie pero se dio cuenta de que no podía. Le dolía mucho hacer fuerza contra
las piedras, que parecían moverse hasta con el más pequeño movimiento.
De repente, oyó pasos y recordó al cazador
tras el que había ido. Pero de los árboles cercanos no se acercó un cazador
sino un hombre de unos sesenta años con el ave que ella había visto en el
hombro, como el loro de un pirata. El ave la miraba igual que el hombre,
perplejos de verla allí en una posición tan extraña. Sin decir nada, el hombre
se acercó y le estiró una mano a María. Pero ella le dijo que no podía
levantarse. El hombre no respondió sino que insistió en ayudar a María. El
hombre le tomó un brazo, lo puso sobre su espalda y, como pudo, alzó del suelo
empedrado a María.
Antes de llegar a los primeros árboles, el
hombre se sacó un silbato de debajo de la camiseta, que tenía colgado alrededor
del cuello. Lo sopló un par de veces pero no emitió sonido alguna. Antes de que
María pudiera preguntar para que era el silbato, un perro gran danés se acercó
a ellos por entre los árboles. El perro era enorme y tenía las orejas bien
erguidas, como si estuviera amaestrado para oír todo sonido en el bosque. Pero
el perro no venía solo, tenía un palo largo en el hocico.
El hombre lo recibió y lo pudo en una de las
manos de María para que pudiese caminar con normalidad o al menos por si sola.
Como pudieron, lentamente y teniendo cuidado con las ramas y las raíces.
Atravesaron el enorme bosque hasta llegar a un claro en el que había una
pequeña casa, de las que eran típicas a lo largo y ancho del valle. El hombre
se adelantó, abrió la puerta y ayudó a María a entrar.
Ya el hombre dirigió a María ha una silla que
parecía ser de madera solida. Dolió un poco al sentarse pero era mejor que un
sillón demasiado mullido. El perro enorme se le acercó y se le sentó al lado,
poniendo su cabeza sobre uno de sus muslos. María lo acarició aunque todavía la
aquejaba el dolor. El hombre salió y entonces la joven oyó el batir de unas
alas y el particular chillido del águila que, al parecer, era compañera del
dueño de la casa.
Mientras tanto y para no pensar tanto en su
dolor, María miró a su alrededor: el lugar era pequeño pero acogedor. Por las
paredes habían varias fotos, todas con el hombre del águila como protagonista.
En algunas salía también el perro que María tenía al lado y que parecía
disfrutar con sus caricias. No había muchos objetos decorativos además de las
fotos. De hecho, no parecía que nadie viviera allí aparte del hombre y el
perro. Se notaba que no había una mujer que viviera allí. María hubiera
reconocido el toque femenino.
El hombre entró entonces y, por primera vez,
le sonrió. Aunque le faltaban algunos dientes, era una sonrisa amable y dulce,
lo que hizo que los temores que María todavía tenía se desvanecieran con
facilidad. Le preguntó entonces si podría llamar a algún servicios de
emergencias para ayudarla a lo que el hombre respondió asintiendo y señalando el
cielo que se veía a través de las ventanas. María automáticamente miró afuera:
el sol brillaba como nunca. Que quería decir?
María entonces se dio cuenta y, con señas y
palabras, le preguntó al hombre si no podía hablar. El hombre asintió,
apuntando con un dedo a su garganta. Pareció ponerse triste por un momento pero
entonces recordó algo y enfiló rápidamente hacia la nevera. Un ligero viento
entró por la puerta, que había dejado abierta el hombre. Esta brisa alivió un
poco a María, que intentó moverse pero una punzada fuerte le quitó el aire de
los pulmones, como si le hubieran clavado algo en la base de la espalda.
El hombre se dio cuenta y le dio, apresuradamente,
lo que había ido a buscar a la nevera: de una jarra de vidrio había servido dos
vasos llenos de limonada helada. María le sonrió y, tratando de ignorar el
dolor, tomó el liquido despacio. Se dio cuenta que estaba delicioso y se tomó
todo el vaso de una sola sentada. El hombre le sonrió, a la vez que el tomaba
un pequeño sorbo del suyo. La orejas del perro entonces se erigieron de nuevo y
el animal salió corriendo. María miró al hombre que hacía mímica, como si
tocara una trompeta. Y luego señalaba al perro.
-
Se llama Trompeta?
El hombre asintió. Justo entonces entró de
nuevo el animal pero no estaba solo. Con él venían un hombre y una mujer que
vestían chaquetas con el logo de la Cruz Roja. Era médicos y empezaron a hablar
con el hombre, agradeciéndole por avisarles del accidente. Uno de los dos
médicos tenía al águila en el hombro que saltó a una silla cercana donde empezó
a afilarse el pico.
Los paramédicos revisaron a María y, con
cuidado, la dirigieron hacia fuera donde tenían un camilla con la que la
bajaron al pueblo, que no estaba lejos. No volvió a ver al hombre de la montaña
y se lamentó no haber podido despedirse de él con propiedad. Por la caída tuvo
que volver a su vida en la ciudad donde, cada vez que veía un ave en el cielo,
recordaba su corta aventura en el valle.
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