Cuando se dieron cuenta, el faro ya no
estaba ahí. Había sido destruido por los vientos del huracán que había barrido
la zona durante al menos dos días completos. El faro era uno de los edificios más importantes de
toda la zona: había sido allí que había
empezado el comercio de pescado. Durante al menos tres siglos los pescadores
habían obtenido todo lo necesario para sus vidas en el fondo del mar: ostras,
peces, langostas, cangrejos y otros muchos animales. Las perlas eran vendidas
en los mercados cercanos.
Las mujeres ricas de las grandes ciudades se
habían ataviado durante generaciones con las hermosas perlas pescadas en esa
región. Ellas solo preguntaban el nombre del sitio, les parecía muy exótico y
luego lo olvidaban para siempre. A nadie le importaba recordar
el nombre o el aspecto de las personas que vivían allí. A la larga, no eran
nada importante para ellos. Lo único que querían saber eran cuantas perlas
podían pescarse el año. Todas las otras consideraciones eran irrelevantes.
Claro que no era así para la gente de la
región, para ellos las ostras y sus perlas no eran sino una de las riquezas del
mar. Lo que más les gustaba a los hombres era desafiar su fuerza pescando algún
gran pez como un atún o un tiburón pequeño. No eran los presas más recurrentes
pero eran aquellos que garantizaban un gran reconocimiento por parte de la comunidad.
Lo que más anhelaban las mujeres eran las conchas diferentes tamaños y formas.
Las usaban para crear artesanías que usaban en sus propios cuerpos.
El evento más grande en la comunidad era el
festival honrando a los dioses del mar.
Armaban barcos enormes adornados con flores y conchas del mar. Quienes remaban
hacia el interior del océano en los botes eran las mujeres, los hombres en
cambio tenían el deber de construir las barcas.
Su tarea consistía en hacerlas resistentes a todo: el mar,
su sal y los vientos fuertes que castigaban la región
constantemente. La idea era que los
hombres garantizaran el retorno de sus mujeres a casa, a ellos y a sus hijos.
El festival podía durar una semana, dos e
incluso se había sabido que podía durar incluso un mes. Todo dependía del mar,
de lo que estuviera dispuesto a dar y recibir de la gente. A veces las
tormentas impedían cualquier interacción con
el agua. En cambio, otros días el sol brillaba en lo alto y el mar era
calmo, como un animal que quiere que lo acaricien. Era una relación particular
entre los seres de la tierra y aquellos que vivían en el océano. Por
generaciones se cultivó esa relación, se hizo más fuerte y se garantizó su
existencia, a través de ritos, supersticiones y diferentes medios religiosos.
Sin embargo, el mundo había cambiado de manera
drástica. Después de tantos años, las cosas habían cambiado para siempre. El
clima allí siempre había sido variado, pero lo conocían y sabían predecirlo, a
pesar de todo. Ya no es así. La naturaleza
ya poco quería tener algo que ver con el hombre. La destrucción es clara y ya
no hay manera de echar para atrás. Muchos creen que todavía había tiempo pero
ese tiempo ya se acabó. O mejor dicho, se acabó hace ya mucho rato sin que
nadie se diera cuenta.
Los hombres de las ciudades quisieron ayudar a
las comunidades de esa remota región pero su misión fue un fracaso. Único que
podían hacer era remediar algunos pocos daños ya hechos. Se podían plantar
arboles, se podía detener a los pescadores que trabajaban en zonas prohibidas e
incluso se podía ayudar a algunas especies a no morir inmediatamente. Pero para aquellos que ya no existían, ya no
había ninguna salvación. Pasarían a ser una hoja más en la larga lista de
especies desaparecidas para siempre.
Muchas de esas especies habían sido compañeras
por generaciones de los hombres y las mujeres de esa región. Habían estado allí
con ellos cuando su modo de vida apareció por primera vez. La leyenda decía que
habían venido del otro lado del mar, de un lugar lejano bañado por el sol,
lleno de arena blanca y frutos del mar abundantes. Pero un cataclismo los hizo
salir de sus tierras para siempre buscando un nuevo lugar donde asentarse. Esa
era la región que ahora muere, lentamente.
De alguna manera los hombres y las mujeres
sabiendo que iba suceder. Sabían que en algún momento la naturaleza se cansaría
de ellos o que ellos si cansarían de ella. Algo pasaría que cambiaría por
completo su concepción de la vida misma y qué haría qué todo lo que habían
conocido, sus ancestros y ellos mismos,
se convirtieran en puros recuerdos. Cosas bonitas en el cerebro pero
inútiles a la hora de salvarse. Era una
relación hermosa pero condenada al más grande fracaso. Lo habían esperado así.
Con el tiempo fueron dejando que hombres y
mujeres de otros lugares vinieran a ayudar e Incluso que vinieran a disfrutar
de lugar como si fuera un patio de recreo. Tenían que sobrevivir de alguna
manera y si la naturaleza iba a cambiar, ellos tendrían que cambiar con
ella. No había manera de que las cosas
quedaran como siempre habían sido pues ese mundo ya no existía. El mundo que veían ahora era uno muy
diferente, uno que ninguno de sus ancestros podía haber imaginado jamás. Pero
allí estaban y tenían que sobrevivir, era su obligación con los espíritus que
los protegían.
Con el tiempo fue imposible seguir viviendo
allí. Uno de los huracanes más potentes de la historia de la humanidad arrasó
con fuerza la costa, arrancando árboles, levantando piedras y destruyendo todos
los edificios que aún quedaban por ahí. Quienes no murieron, le exigieron al gobierno, por primera vez en sus vidas, que les ayudara
de alguna manera. Esto por supuesto tuvo
una larga demora. Al fin y al cabo, los hombres de las ciudades no eran
conocidos por su rapidez. Pero el caso es que ayudaron.
Fue así que la gran comunidad del mar, como se
había nombrado a si mismos durante generaciones, se fue dispersando por un lado
y por el otro. Algunos habían ido dar a la capital, otros a ciudades mucho más pequeñas y
algunos, incluso, nunca volvieron a ver el mar salvo en la televisión y en las
películas. La relación que habían tenido con este aspecto de la naturaleza
desapareció para siempre al mismo tiempo que sus casas y sus creencias más
profundas. A todo se lo fue comiendo la arena empujada por el viento.
Sin embargo,
los más ancianos trataban de ir una vez más en la región que los había
visto nacer antes de morir. Sentían que era su deber pedirle perdón al mar así
como a la naturaleza para haber salido corriendo de allí, por haber dejado que
otros hicieran con ella lo que quisieran.
Se sentían culpables pues creían que podían haber hecho algo para
detenerlos, para aconsejarles que dejaran sus fábricas, que dejaran en paz a la
naturaleza. Era muy tarde para lamentarse pero aún así lo hacían, al menos por
un tiempo.
Los hombres de las ciudades trataron de
convertir el lugar en uno de sus centros de entretenimiento falso, de esas que
están llenos de hoteles, de juego, de placeres sexuales y de todo lo que
pudiera querer una persona. Pero no les funcionó por mucho tiempo: las
tormentas parecieron quedarse allí para siempre, a pesar de que había algunos
días soleados y todavía amables. Era muy caro mantener esas construcciones con
tanto viento y tanta lluvia atacándolos a diario. Pronto sólo hubo ruinas.
Lo mismo pasó con el resto del mundo. Todo fue
desapareciendo, cambiando o evolucionando hacia algo que el ser humano jamás
había visto. Eran los resultados de sus acciones, los resultados de no haber querido
ver la realidad que nuestra relación con nuestra verdadera creadora.