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martes, 10 de febrero de 2015

Culpable

   El tren avanzaba tan lentamente, con un ritmo tan pausado y calmado, que no era extraño que Estela se hubiera dormido apenas quince minutos después de dejar la estación. Era de noche pero no se veían luces de ciudades ni de carreteras. Era como si los rieles penetraran una región de sombras y oscuridad eterna. Pero esto no asustaba a los pasajeros. De hecho casi los hacía sentir mejor porque la oscuridad exterior le daba un calor especial al interior del tren.

 Estela miró su reloj y se dio cuenta de que eran las diez de la noche. Como tenía hambre, se puso la mochila en la espalda y caminó hasta el coche restaurante. Allí encontró una mesa de dos sillas al lado de una ventana. Dejó la mochila en la otra silla y se sentó, empezando a ver lo que ofrecían para cenar. Al parecer había elegido un buen momento para venir porque no había mucha gente y porque el coche cerraría en una hora.

 Eligió comer una hamburguesa con papas fritas y un jugo de naranja bien helado. No había comido nada desde el mediodía y hasta ahora su estomago se había molestado en decir algo. Mientras esperaba, se dio cuenta de que varias personas parecían también haber caído en cuenta de que el coche restaurante iba a cerrar ya que casi todas las mesas se llenaron rápidamente. Para cuando el mesero llegó con su pedido, todas las mesas estaban ocupadas. Se dispuso entonces a comer las papas mientras miraba a los demás pasajeros.

 La mayoría era gente que prefería el tren al avión, que obviamente llegaría más rápido al destino. Muchos querían ahorrarse ese dinero o simplemente le tenían pánico a los cielos. Estela lo había elegido porque pensó que así no perdería ningún tiempo real. El tren había salido antes de las nueve de la noche y llegaría bastante temprano, alrededor de las seis de la mañana del otro día. En avión, en cambio, se perdería mucho tiempo haciendo filas y además los horarios cortarían su horario de trabajo y eso no se lo podía permitir.

 Recordando su trabajo, Estela abrió su mochila de la que sacó su celular y empezó a revisar sus correos electrónicos. Fue pasados unos minutos cuando alguien le tocó el hombro y ella, tontamente, soltó el celular que cayó con un golpe sordo sobre la mesa. Quién la había tocado era una mujer, muy hermosa por cierto. Se disculpó por haberla asustado y le preguntó si podría sentarse con ella para cenar. No había más lugar en el coche y tenía ganas de comer algo antes de dormir.

 Estela le sonrió y asintió, cogiendo su mochila y poniéndola entre su silla y la pared. El mesero vino con la carta pero la mujer no la recibió. Sin titubear ni en una silaba, pidió té negro con dos cucharaditas de azúcar blanco, tostadas francesas con bastante canela y fruta picada, de la que hubiera. El hombre asintió y se fue repitiendo la orden para sus adentros. La mujer lo miró con cierto desdén pero luego su rostro fue amable de nuevo y le preguntó a Estela si ella también iba hasta el final de la línea. Estela le respondió que sí ya que tenía asuntos relacionados al trabajo para estar allí. La mujer le respondió que ella no trabajaba pero que le hubiera gustado.

 Durante un silencio que duró algunos minutos, la mujer abrió un pequeño bolso que había traído con ella y de él sacó un cigarrillo y un encendedor. Pero antes de que pudiera hacer algo el mesero vino y le advirtió que el coche restaurante no era una zona para fumadores. De hecho, el tren no tenía ni un solo vagón en el que se pudiese fumar. La mujer no pareció recibir la noticia con mucho agrado pero tampoco dijo nada aunque por su rostro parecía haber sido capaz de estrangular con sus propias manos al pobre mesero.

 Entonces Estela y la mujer, llamada Gracia, empezaron a hablar animadamente. Hablaron de sus vidas, de lo que hacían y de lo que no y de lo interesante que podía ser viajar en un tren. Cuando el mesero trajo la cena de Gracia, ella le agradeció sin mirarlo. Luego, invitó a Estela a comer de su plata y ella hizo lo mismo. Fue bastante bueno, para las dos, encontrarse y tener una oportunidad para charlar relajadamente sin pensar en nada más sino en la comida y el ligero viaje que estaban realizando.

 Resultaba que Gracia había estudiado canto y música pero no había tenido mucho éxito con ello. Lo único medianamente bueno de todo eso, tal como ella decía, era que había conocido a su presente marido gracias a la música. Según Estela entendió, el tipo era representante de varios cantantes y grupos musicales que le propuso a Estela trabajar en el lado de la producción musical. Ella aceptó y, para cuando se casaron, se dio cuenta de que solo iba a ser un ama de casa.

 Decía que eso no tenía nada de malo porque ya se había acostumbrado. Aseguraba haber aprendido a cocinar y juró ser la autora de un pie de limón que encantaría a cualquiera. Pero mientras decía todo esto, Estela pudo notar una expresión muy parecida a la que había hecho mirando al mesero hacía un rato. Estela estaba seguro que esta mujer, bella pero sombría, no era feliz con ningún aspecto de su vida. Era evidente.

 Al poco tiempo se anunció el cierre del coche restaurante por lo que todos los comensales tuvieron que terminar sus comidas, pagar y caminar hacia sus respectivas sillas o literas. Estela y Gracia caminaron juntas, todavía hablando. Estela le contaba de su trabajo y familia a la otra mujer, cosas que la hacían feliz y la llenaban de expectativas pero estaba seguro de que Gracia no le estaba poniendo mucha atención. Todo el camino hasta la silla de Estela parecía estar distraída, como ida por alguna razón. Se despidieron en el vagón de Estela y esta vio a la otra seguir por el corredor y pasar al siguiente vagón.

 Estela aprovechó que no había nadie sentado junto a ella para poder estirarse y así tener un mejor sueño. A la medianoche se apagaron todas las luces del tren, a excepción de las débiles luces del suelo, que eran para las emergencias. Estela pensó en su trabajo una vez más y luego en su familia. Finalmente recurrió al pensamiento que más le gustaba: conocer a un hombre ideal para ella. Eso la llevó a dormirse rápidamente, cubierta con una manta especialmente abrigadora que había traído al tren.

 No podía haber pasado mucho tiempo cuando se despertó de golpe. Las luces se habían encendido pero afuera todavía era de noche y el tren parecía ir más despacio, como si fueran a detenerse pronto. Lo extraño era que estaba segura que no había ninguna parada después de la una de la madrugada. Lentamente y arreglando un poco el pelo, Estela se puso de pie y miró a su alrededor. Buscó su celular para saber la hora pero no lo pudo encontrar por ningún lado.

Otros pasajeros estaban igual de confundidos que ella pero lo más raro era que algunos puestos estaban vacíos, todavía con las pertenencias de la persona que había estado sentada allí hasta hacía algunos minutos. Entonces, se escucharon unos gritos y todos los pasajeros se agolparon contra la puerta del vagón, para poder pasar al siguiente. Allí también había gente asustada y recién levantada. Otra vez un grito pero esta vez nadie se movió sino que se quedaron quietos.

 El grito se había escuchado al tiempo que sentía que el tren se detenía. Más de uno miró instintivamente hacia fuera. Parecían haberse detenido en el medio de la nada pero pronto llegaron oficiales de la policía y, dentro del tren, varios empleados obligaron a los pasajeros a volver a sus asientos y a cerrar las cortinas. Pero antes de que pudieran obligar a todo el mundo a obedecer, los pasajeros vieron como, por un lado del tren, pasaban algunos hombres cargando una camilla y, en ella, un cuerpo cubierto.

 La gente hizo más escándalo entonces. Quien había muerto? Y como? Entonces a Estela el corazón le dio un salto al ver que, siguiendo la camilla, estaba Gracia. Tenía los ojos rojos, al parecer por el llanto. Lo más extraño de todo era que tenía las manos manchadas con sangre. Un hombre la sostenía, diciéndole algo que nadie pudo escuchar. Pero entonces los empleados cerraron las cortinas y todos tuvieron que volver a sus lugares. Pero nadie podía dormir.

 Estela no podía dejar de pensar: sería el cuerpo en la camilla el marido de Gracia? Que había pasado? Porque tenía Gracia las manos cubierta de sangre? Toda la noche Estela pensó en lo sucedido. Cuando bajó del tren en su destino, un hombre la esperaba con un letrero con su nombre.  Pero no era nadie de su empresa. Era un policía quien le dijo que estaba arrestada por el asesinato de un hombre del que ella nunca había oído hablar. El asesinato había ocurrido a bordo del tren y la esposa de la víctima la había denunciado como la asesina.


 Por supuesto Gracia lo negó todo pero entonces el policía sacó una bolsa plástica y la sostuvo frente a Estela: dentro de la bolsita estaba su celular, cubierto de sangre de un lado.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Sin perdón

Fue fácil. El odio es gasolina barata y rinde bastante. Solo es necesario recordar, revivir, sentir otra vez lo que se sintió en un punto y listo. Si se hace bien, se tendrá como impulsar las más locas de las acciones, incluso matar.

Eso fue lo que hizo él. Recordó como tuvo que huir de su hogar, recordó como lo utilizaron una y otra vez, como lo obligaron a hacer cosas que no quería. Solo tuvo que recordar como dejó de ser un ser humano para convertirse en algo más que un animal rastrero y vil que se alimentaba de los restos que los demás tenían el candor de dejarle.

Así, fue muy fácil. Solo tuvo que hacerlo con elegancia, con cierta atención al detalle que resultaba ser muy difícil ya que, si por el fuera, le hubiera pegado un tiro en la cabeza o incluso lo hubiera ahorcado con una de esas estúpidas corbatas que siempre llevaba, haciendo de alto empresario. Y como fuera que lo hubiera matado, lo hubiera disfrutado, cada momento. le habían robado su humanidad y ahora tenían que pagar. Él ya lo había hecho.

Entonces lo envenenó. Siempre tomaba algo de licor y esta vez no fue diferente. El chico simplemente fue complaciente. De esa manera pudo mezclar el licor con el veneno, sin que se dudara de él. Según le habían dicho, era un veneno muy raro, de un animal de la profunda selva del Amazonas. Con solo unas gotas se lograba el cometido. Y lo mejor de todo, para él al menos, era que el veneno actuaba lentamente y, así, no dejaba rastro alguno de su presencia en el cuerpo.

Lo vio retorcerse, pedir ayuda, tratando de hablar pero sin que ni una sola palabra saliera de su boca. Y él lo disfrutó. No había manera de que sintiera culpa, vergüenza ni mucho menos lástima. Ese hombre sabía lo que había hecho y el chico lo había investigado: había mucho más que violaciones en su historial. El hombre era un rata y las ratas son una plaga.

El chico desapareció después de eso. El cuerpo fue encontrado y se pensó que había muerto de un ataque al corazón. Obviamente encubrieron todo lo relacionado con el deceso ya que el hombre tenía mucho poder y nadie quería que se propagara el correcto rumor de que se acostaba con menores de edad.

Nuestro chico no era menor pero eso no le había impedido ser víctima de los hombres que creían que su poder y dinero les daba una inmunidad que no se habían ganado. Y por eso ahora ese hombre estaba muerto y el chico había cambiado de ciudad y, ojalá, de vida.

Durante mucho tiempo atendió en restaurantes y bares. Y lo hizo muy bien, tanto que muchos de sus jefes lo creían indispensable para el correcto funcionamiento de sus establecimientos. Lo necesitaban y, aunque no lo sabían, él a ellos. Esa nueva estabilidad era la base de lo que buscaba: vivir en paz, tranquilo y sin el afán de sentirse perseguido a cada momento.

Lamentablemente, hay vidas que nacen descarriladas. No tiene nada que ver con un dios ni con la mala suerte, sino con el azar de la vida. Alguien, una mujer dedicada a su trabajo, que siempre había querido resaltar y estar a la vista de sus superiores, había decidido investigar un poco más la muerte del politico en el motel y entonces nuevas pistas le hicieron pensar que podría haber sido un asesinato. Y como siempre, siempre hay alguien viendo y no le fue fácil concluir quien había sido y cual podría ser su paradero.

Pero a esta mujer lo que más le llamaba la atención de todo no era el crimen como tal sino las razones. Al hombre no le habían robado un centavo. De hecho, sin considerar sus indiscreciones, el hombres había ayudado con varias iniciativas para ayudar a las personas que no tenían ingresos fijos, a los pobres. Probablemente era la culpa que lo atormentaba pero era una situación que merecía una explicación.

Así fue que la joven policía llegó al restaurante en el que trabajaba el chico que al verla, creyó que su paz estaba rota, terminada de un hachazo por alguien más. No iba a mentir si la mujer preguntaba las preguntas correctas y eso hizo.

Él le confesó que ese hombre había sido su cliente por los últimos seis años, al menos una vez por mes. Le dijo cuanto lo odiaba, ya que el no tenía poder de decisión sobre que clientes tenía. Alguien más manejaba eso. De hecho, para ese momento nadie sabía que poco menos de una gota de veneno había llegado a una botella de agua consumida por la mujer dueña del motel. Una persona que vivía del sufrimiento de los demás. El chico había puesto ese poco en el agua que la mujer siempre tomaba. Lo otro que nadie sabía todavía era que había un cuerpo sin reclamar en la morgue: era esa mujer, muerta de un ataque al corazón en una sala de cine. Nadie iba nunca a reclamar ese cuerpo y con eso había contado él.

Lo que sí le contó a la mujer policía fue que él había matado con veneno al politico, él lo había planeado y no estaba arrepentido. Pero le aseguró que ella nunca tendría pruebas y que él tenía mucho más que pruebas de un asesinato. Le pidió que se fuera y que la contactaría pronto.

Pasada una semana, la mujer recibió un paquete por correo. Adentro del sobre había un solo artículo: un celular. Era de esos que ya nadie usa, de los que pueden caer varios pisos y no se rompen ni sufren un solo rasguño. La mujer revisó el sobre y vio que la dirección de envió era en la ciudad, no en donde vivía el chico asesino.

Pero al prender el aparato y revisar un poco tuvo lo prometido: pruebas de un crimen mayor, si es que hay crímenes peores que otros. Había fotos tomadas con la cámara del aparato. Era obvio que eran tomas deficientes, borrosas, con una definición bastante baja pero se notaba con claridad quienes eran los sujetos de las fotos.

En poco tiempo, la reputación de uno de los honorables politicos del país había sido destruída. Y había sucedido gracias a la policía y al trabajo de una sola agente que fue condecorada. Todos los niños víctimas fueron encontrados y se les prometió mejorar su situación. Aunque esa fue una verdad a medias, sus vidas mejoraron respecto al pasado, a un pasado al que no tenían ninguna intención de volver.

Y él tampoco quería volver a eso. Después de volver a la ciudad para enviar el viejo celular que el hombre usaba para contactarse con la mujer que arreglaba los encuentros, un celular imposible de rastrear, el chico dejó de nuevo la ciudad, esta vez hacia un nuevo destino.

Fue al aeropuerto y viajó al país vecino, donde entró con facilidad. Allí cambió todo de su vida e hizo una nueva. Consiguió trabajo y al poco tiempo entró a estudiar. Hizo amigos por primera vez e incluso se enamoró, también por primera vez.

Pero el pasado siempre estaba allí. No importaba cuanto cambiara fisicamente, cuantos documentos falsificara o con quien se redimiera, todo lo que había sucedido estaba siempre con él. Nunca, jamás, sintió remordimiento. Eso hubiera sido traicionarse a si mismo. Lo único que sentía ahora era agradecimiento, ya que una segunda oportunidad era única.

Eso sí, nunca dejó de mirar sobre su hombro. Había tenido que dejar buena parte de su humanidad para poder seguir viviendo. Lo único que tenía por hacer era hacer que ese sacrificio valiera la pena.

jueves, 6 de noviembre de 2014

En lo alto

El ascensor se abrió y Rubén salió de él. Caminó algunos pasos, entre varios cubículos con gente muy ocupada para notarlo y siguió hasta el final del recinto donde había una puerta. Sacó la llave que le habían enviado por correo y abrió.

La oficina era impecable. Era más una sala de reuniones que otra cosa aunque él sabía que el gerente de la compañía la usaba también para otras actividades, no muy acordes a las reglas de la compañía. En todo caso, eso era cosa del pasado. Mejor dicho, ese hombre era cosa del pasado.

Rubén cerró la puerta con llave por dentro, dejó su maletín encima de la gran mesa de vidrio en el centro de la sala y se acercó a la ventana, a contemplar la vista. Era impresionante. Por estar sobre una colina, desde el edificio se podía ver por kilómetros y kilómetros, incluso en un día tan oscuro como este.

Miró hacia arriba, a las nubes, viendo que tal pintaba el clima. La lluvia sin duda podía ser un problema y más aún si había mucho viento. Pero esperaba que no fuera así. Esta era una de esas misiones de una oportunidad, y no tenía intención de arruinarlo todo.

Según la hora en su celular, todavía faltaba bastante tiempo. Abrió el maletín y sacó de él algo de comer: un sandwich, una manzana, un jugo de naranja en caja y unas papas fritas picantes. Se alegraba bastante de tener una madre tan preocupada, incluso si ya casi él llegaba a los 40 años.

Abrió la bolsa de papas y empezó a comerlas. Dio vuelta hacia la puerta y miró por una rendija de las cortinas: tal como había pensado, la gente estaba bajando para ir a almorzar.

De pronto un trueno sonó en la lejanía, lo que le hizo pensar que tenía que tener mucho cuidado. Primero por el clima y segundo porque si llovía la gente volvería más pronto y eso podría ser un problema aún más grave.

En todo caso todos en ese piso se fueron y él, tras acabar el paquete de papas, lanzó el envoltorio vacío a un cesto cercano y tomó entonces el sandwich. Estaba delicioso: jamón de pavo, queso provolone, lechuga, tomate, aceitunas y un poco de mayonesa. Su madre era una santa, sin duda.

Se sentó en una de las muchas sillas que había alrededor de la mesa de vidrio y empezó a pensar en su vida, en lo que hacía y como vivía.

Lo que más lamentaba, sin duda, era no tener más dinero para ayudar a su madre. Toda la vida los había mantenido a él y a su hermana y seguía haciéndolo. El sueño de Rubén era comprarle una casita de campo para que viviera tranquila el resto de sus días pero no tenía el dinero. Después de tantos trabajos, no tenía como hacer que la vida de la mujer más importante de su vida fuera mejor.

Y estaba Julia, su ex esposa. Una mujer horrible pero con la que él había cometido el error de embarazarla estando embriagado. El error fue doble cuando se casaron pero lo había enmendado hacía cinco años cuando se habían separado de mutuo acuerdo.

La mujer era una zorra, no había mejor manera de decirlo. Y él simplemente no la quería, no tenía ningún interés en ella. De hecho la única razón para verla seguido era que ella tenía la custodia de su hijo Samuel. A Samuel, por otra parte, lo amaba. Era la razón de su vida y, con su madre, las dos personas más importantes en su vida. Trataba como podía de ser un buen padre para él pero como no había dinero ni trabajo estable, no tenía como pedir la custodia para él. Julia era horrible pero tenía una casa propia y lo podía alimentar bien y por eso no la odiaba.

Salió de su ensimismamiento cuando otro trueno y el sonido de lluvia en la ventana empezaron a escuchar cada vez con más fuerza. Dejó el envoltorio en papel aluminio en el que estaba el sandwich sobre la mesa y se acercó a la ventana.

Otro relámpago y el correspondiente trueno cayeron bastante cerca. Sin embargo la lluvia no era tan fuerte y todavía se podía ver por el cristal. A Rubén le gustaba cuando llovía aunque no fuera lo mejor para lo que hacía. Era algo especial para él porque bajo ese clima le habían pasado muchas cosas buenas, las pocas que había vivido: un cumpleaños memorable en familia, el nacimiento de Samuel y el primer día de su perro Animal en su casa.

Animal era de raza criolla o mejor dicho, era un perro callejero. Lo había adoptado y el primer día lo llevó a su casa durante una fuerte tormenta. Irónicamente lo baño en el garaje mientras llovía y el perro ladraba como loco. En parte por eso el nombre de Animal. Amaba a esa criatura y era con él con quien compartía su dormitorio en las noches. No necesitaba más.

Tomó el jugo y cuando cogió la manzana su celular empezó a timbrar y vibrar. Era la alarma que había puesto hacía algunas horas. Ya era hora.

Le dio un mordisco a la fruta y la dejó dentro del maletín. Mientras masticaba el pedazo, empezó a sacar partes de algo de un compartimiento cerrado del maletín. Sus manos se movían con destreza, haciendo giros y apretando y juntando una parte con otra.

Al cabo de unos minutos, tenía un rifle con mirilla en sus manos. Rubén se quedó mirando el arma y de pronto se le vinieron a la mente varios recuerdos de su juventud, cuando sirvió en el ejército. De allí había aprendido muchas cosas para su vida, incluida la destreza que últimamente le había dado de comer a él y a su familia.

Se acercó al cristal y miró hacia abajo. Había un parque pequeño pero menos mal el lugar estaba desierto, por la lluvia seguramente. Se devolvió al maletín y sacó un aparato que puso a nivel del suelo. Oprimió un botón y el aparato hizo un circulo en el cristal, cortándolo.

Rubén lo quitó y por ahí metió la punta del rifle. Por la mirilla apuntó al parque y esperó. No fue mucho tiempo. El individuo, un joven con sombrilla, entró al parque con lentitud, por el viento. En segundos, Rubén calculó todo lo necesario y disparó. Tres veces, para estar seguros. El cuerpo cayó con fuerza contra el suelo.

En minutos, Rubén lo había guardado todo en su maletín, había salido del salón de reuniones y había subido, de nuevo, en el ascensor. Antes de que se cerrara la puerta, suspiró y agachó la cabeza.

viernes, 3 de octubre de 2014

Los Méndez

Era la escena típica de un asesinato, como en una novela de Agatha Christie: la hermosa Daniela Campuzano estaba muerta. Estaba tirada en el piso del recibidor y en la mesa de centro había una copa a medio terminar de champaña.

Todos se reunieron en el lugar y vieron el cuerpo. La voz se propagó rápidamente por la enorme finca, donde ahora se alojaban miembros de una familia que no tenía el mínimo deseo de verse.

Esto lo habían hecho como un gesto de buena voluntad hacia el abuelo Méndez, el patriarca de la familia. El pobre yacía en una cama, alimentándose de raciones pequeñas y con la restricción de no poder caminar sino media hora cada día. Sus riñones le pasaban cuenta de cobro y, sabiendo que no duraría demasiado, mandó a llamar a toda su familia para que estuviesen con él un último fin de semana.

Era casi increíble que la primera noche, el viernes, ya hubiera sucedido algo tan trágico como una muerte. Aunque no era tan extraño ya que no era una familia en la que el amor fuera primordial y la muerta era alguien que se había auto invitado. Eso no lo justificaba pero con gente tan dramática, era un inicio de puente festivo bastante predecible.

Entre los hombres llevaron el cuerpo de la mujer a la cama y llamaron a la policía. Un hombre gordo y su compañero vinieron con los paramédicos y revisaron el cuerpo: había sido envenenada con una sustancia desconocida. Habría que hacer exámenes. Se llevaron el cuerpo y los dejaron allí parados, en pijama y sin ganas de volver a dormir.

En la casa estaban las primas Paula y la prima Rosa, dos ancianas que vivían juntas porque nadie más las había querido. Después seguían Miguel, Melinda y Manuel. Sí, todos con M por un capricho de la difunta esposa del abuelo. Quería que todos sus hijos tuvieran nombres que empezaran por M.

Miguel estaba casado con Grecia, una mujer voluptuosa y con pocos modales pero bastante... personalidad. Melinda estaba casada con Tomás, un inútil. Y Manuel había venido desde España con su esposo Javier, quien le tenía un gran miedo a la oscuridad.

También estaba Miguelito, el hijo pequeño de Miguel, un huracán hecho niño. Sonia era hija de Melinda. Una niña tonta como ella sola. Tenía un hermano mayor, Franco, quien era el novio de la difunta Daniela.

El grupo lo cerraba el abuelo y, la más asustada de todas, Yerly, su enfermera. La mujer estaba muerta del susto y pensaba que sin duda ella sería la siguiente, por aquello de no ser de la familia.

El abuelo les propuso tomar un trago para así atraer el sueño. Todos se negaron. Se dio cuenta que la propuesta no era muy buena en vista de lo ocurrido, así que les ofreció a todos aguardiente de su gabinete personal. Los convenció de que nadie sabía de ese escondite, por lo que no había riesgo de veneno.

A regañadientes accedieron. Al fin y al cabo habían venido a ver al abuelo y se habían prometido a si mismos complacerlo hasta el martes en la mañana, día en que se devolvían a sus respectivas casas.

Dicho y hecho, durmieron como bebes hasta tarde el sábado. Sin embargo su sueño se vio interrumpido cuando oyeron los gritos de Yerly: Grecia y Miguel estaban muertos, flotando en la piscina. Los cuerpos estaban desnudos y había una botella de aguardiente en una mesa de plástico.

La policía, de nuevo, vino por los cuerpos.

- A este paso va a tocar poner un policía pa' que duerma acá.

Él rió pero el chiste no le hizo gracia a nadie más. Esta vez el muerto era un hermano y su esposa, no una niña que se había pegado a un paseo. El gordo oficial prometió también hacer pruebas, para determinar si también habían sido envenenados o si habían muerto ahogados por el trago.

Por extraño que parezca, a Miguelito parecía no hacerle falta ni su papá ni su mamá. Solo una vez preguntó por ellos a Sonia y ella, tonta como era, le había dicho que se habían ido al mercado. Miguelito no preguntó más y siguió disfrutando de la piscina.

Melinda y Manuel se sentían horrible. No lo compartían porque se detestaban pero les dolía la muerte de su hermano. El abuelo estaba igual que Miguelito, relajado aunque ya planeaba el funeral de su hijo. Habían venido a verlo morir a él y ahora el muerto era otro. Le hacía algo de gracia.

Cabe recordar que esta familia no era normal. Se soportaban, por mucho. El amor no existía y menos desde la muerte de la abuela.

El sábado fue de silencios, a excepción de Sonia y Miguelito que seguían tan despistados como siempre. Yerly se le pasaba llorando y el abuelo amenazó con despedirla si seguía con lo mismo.

Pero el domingo Yerly hizo las maletas y se fue para Istmina, su pueblo natal. Esta vez habían encontrado a Javier en el baño, pantalones abajo, muerto como tres más antes de él. Sobre el lavamanos, un frasco abierto de jarabe para la tos.

Ahora sí el abuelo estaba deprimido. No tanto por la muerte de Javier, que tenía a Manuel al borde del suicidio, sino porque Yerly se había ido. Había sido su amiga y acompañante y ahora ya no estaba. Se planteaba incluso ir a Istmina a buscarla pero en silla de ruedas eso parecía un imposible.

Viendo lo que pasaba, Melinda dijo que ella y sus hijos se irían al otro día, sin incluir a su esposo. Javier dijo que él no podía cambiar su pasaje y nadie sabía que hacer con Miguelito.
El abuelo dijo que pagaría por los funerales de todos y que serían enterrados en el pueblo, como el resto de la familia. Ellos no quisieron debatir este punto.

El lunes en la mañana fue Melinda, la quejumbrosa y snob, quien amaneciera muerta en su cama. La pobre había ido a tomar un vaso de agua antes de dormir, que había sido su último.

Tomás estaba feliz y sus intentos en ocultarlo eran penosos. Tomó a Sonia, quien jugaba en el jardín, y a Franco, que parecía muerto en vida. Dejaron el pueblo y no volvieron nunca a ver al abuelo.

Se quedaron entonces solos Javier y el abuelo, recibiendo a la policía una vez más. Lo extraño fue que todo lo ocurrido tuvo algo bueno: Javier no había hablado con su padre en años y aprovecharon la ocasión para curar viejas heridas y perdonar lo dicho.

El martes Javier dejó la casa también y entonces el abuelo quedó solo para recibir a la policía.

 - Solo en casa?
 - Nueva enfermera.

Una mujer alta y más parecida a un hombre que a una mujer, más que todo por la sombra del bigote.

 - Buenas... Señor, tenemos los resultados de las autopsias.

Fueron a un estudio y allí el policía le contó al abuelo que todos habían sido muerto por el veneno de una extraña rana amarilla que había migrado de los bosques lluviosos a esta zona. Eso sí, todavía no se explicaban como había llegado el liquido a la copa de champagne, la botella de aguardiente, el jarabe para la tos y el vaso de agua.

El policía se fue y el abuelo pidió a su enfermera que lo dejara solo. Allí, junto a los matorrales, lloró en privado la muerte de sus hijos y lloró también por su pronta muerte.

De repente, detuvo el llanto al darse cuenta de algo: en una planta cercana había una pequeña rana amarilla, quieta, como observando. Y por ese mismo lado del jardín era que Sonia había jugado todos los días, hablando con las matas.

Pero el abuelo nunca concluyó nada porque al ver la rana, murió.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El Hotel Z

Todo estaba listo. Las almohadas bien puestas, los sobrecamas perfectos, los baños impecables y cada detalle arreglado para alcanzar la excelencia. Eso pensó Juan. Era uno de los trabajadores del hotel más elegante del Valle de los Pinos.

El hotel, el Z, fue sin duda uno de los mejores y más refinados establecimientos de su tipo en el mundo. No solo por estar ubicado en un lugar alejado y hermoso, sino por la calidad de cada uno de sus servicios.

Juan llevaba trabajando aquí apenas dos años años, pero se había enamorado de cada rincón del edificio. Alguna vez la gran casa fue la mansión de un conde austrohúngaro que venía a disfrutar de los veranos junto al lago que queda a solo unos pasos de la casa. La mansión perdió el brillo después de las dos guerras pero entonces un empresario francés la compró, la rehabilitó y la convirtió en el mejor establecimiento dedicado al placer y la relajación.

El dueño, el francés, todavía vivía y lo hacía en una de las tres suites presidenciales del hotel. La suite París, como él mismo la había bautizado, era perfecta en cada detalle: exquisitos cuadros de la época de Louis XIV, artesanías de los Pirineos y alfombras hechas en los Alpes. En la sala central, que separaba los dos cuartos de la suite, había una mesa circular, siempre adornada con los más exquisitos dulces franceses. Así lo disponía el dueño.

Las otras dos suites eran la Moscú y la New York, también muy solicitadas. De hecho, Juan acababa de dar los últimos toques a la suite New York. Un empresario norteamericano y su esposa venían a pasar algunos días y era imperativo que todo fuera perfecta y así lucía: hermosas fotografías de antaño colgaban por toda la suite, recordando el pasado de la gloriosa Gran Manzana.

Juan se dirigió entonces al vestíbulo al que, en pocos minutos, entrarían los esperados huéspedes. Allí estaban el jefe de la cocina, un par de camareras y un botones, esperando como si fueran miembros del ejercito. Estaban impecables, todo tan perfecto que sin duda agradaría al cliente más exigente.

El joven se ponía al lado de una de las camareras y esperaban. Entre ambas jóvenes, una rubia y la otra pelirroja, hablaban por lo bajo a gran velocidad. Juan las callaba y ellas hacían caso pero retomaban su conversación a los pocos segundos.

 - No lo podemos evitar. No ha visto a la mujer que llegó en la madrugada?

Juan estaba extrañado por el comportamiento de sus compañeras pero más porque lo que una de ellas había dicho: una dama, un dama real, jamás llegaría a un hotel tan temprano.

 - Es muy linda
 - Claro que no. Solo es alta y delgada.
 - Ya quisiera ser así.

Pero la discusión terminaba al instante al abrirse las majestuosas puertas del hotel. La pareja, un hombre bien parecido, con algunas canas en las sienes, y su mujer, con una piel excesivamente grande, entraban al lugar como cara de complacencia.

 - Te lo dije mi vida. Es el mejor de este lado del Atlántico.

La mujer sonreía a todos mientras Juan los presentaba y él mismo lo hacía con ellos.

Rápidamente, tras decirle al jefe de cocinas que deseaban para la cena, la pareja acompañada por Juan se dirigía hacia el quinto piso del edificio y se instalaba en la New York. Parecían estar algo agotados por el viaje pero complacidos. Tanto, que el norteamericano había puesto un billete de cien dólares en la mano del joven.

Como siempre, Juan bajaba por la escaleras en vez de usar el ascensor. Esta era su costumbre, para poder ver el lago por los ventanales. Lamentablemente la tarde se había tornado gris, lo que auguraba un clima difícil para la noche.

En el segundo piso, Juan iba a seguir bajando cuando vio la puerta de una de las habitaciones abierta. Siendo un atento servidor de los huéspedes, decidió ir a ver que sucedía.

La habitación era mucho más pequeña que cualquiera de las suites pero agradable en todo caso. La luz estaba apagada. La ventana de esta habitación daba hacia el bosque, por lo que estaba sumida casi en la absoluta oscuridad. Juan había dado unos pocos pasos cuando la puerta se le cerraba detrás y una mujer se le acercaba.

 - Sabía que caería.
 - Disculpe?
 - Necesito que me ayude.
 - Que necesita?
 - Tengo que hablar con alguien y usted me va a ayudar.

Juan estaba confundido. La lluvia había empezado a golpear el vidrio de la ventana con fuerza y la mujer se le había acercado más. Con la poca luz que llegaba del exterior, Juan pudo ver a la mujer con más claridad: era hermosa. Delgada y alta como la habían descrito las camareras.

 - Tiene que ser hoy.
 - No le entiendo.

La mujer se devolvía a la puerta y pulsaba el interruptor de la luz. Luego se sentaba en la cama y prendía un cigarrillo.

 - Que no entiende?
 - Si necesita hablar con otro huésped lo puede hacer en cualquiera de las zonas comunes.
 - Necesito hablar con un hombre casado. Sin que su esposa esté allí.

Juan seguía sin entender. Porque le había hecho esa trampa a él? Porque no a otro?

 - Usted se ve atento, amable.

La mujer se quitaba el abrigo y una parte de las dudas de Juan parecían disiparse. La mujer estaba embarazada.

 - Es el padre. Supe que iba a venir y llegué primero.
 - El padre? Pero si yo...
 - No usted. El hombre en la New York.
 - Como sabe que...?
 - Eso no importa. Necesito hablarle. Entiende?

La mujer entonces se ponía de pie y caminaba hacia una pequeña mesa. Sobre ella había una bandeja con medio limón y un vaso de agua.

 - Se lo pedí a una de las camareras. Tengo nauseas seguido.

Apretó el limón sobre el vaso y se limpiaba las manos en la ropa.

 - Lo siento, no soy de la clase de mujer que viene a este sitio.

Juan no decía nada.

 - Mire, solo necesito hablar con él. Es urgente, como puede ver.

 La mujer tomaba un largo sorbo de agua con limón. Mientras hacía caras, Juan se le acercaba un poco.

 - Está bien?
 - Sí... Ayúdeme, se lo ruego. Necesito que...

Pero Juan nunca supo que necesitaba la hermosa mujer. Se había empezado a ahogar y luego se había desvanecido en los brazos del joven.

De pronto, había dejado de respirar. Se había vomitado al colapsar y ahora estaba allí, inerte.

Juan no supo bien que hacer y solo encerró el cuerpo en el cuarto, con llave. Un joven botones de pronto aparecía de la nada.

- Juan! Por fin te encuentro. Es terrible.
- Que pasa?
- Hubo un deslizamiento de tierra. La carretera está bloqueada.

Ese día, algo había cambiado en Juan. Ese día sería el primero en el que iba a tomar decisiones por su propia cuenta y no basadas en las reglas o los dictámenes de nadie más. Ese día, alejados del mundo por una tormenta, los huéspedes del hotel Z conocerían al verdadero Juan y, de paso, desvelarían sus verdaderas personalidades.