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lunes, 1 de octubre de 2018

Cruzar la frontera


   Cuando lo besé por segunda vez, sus labios tenían el gusto del hierro frío. Empecé a llorar en silencio, tratando de no crear una situación que pudiese atraer a aquellos que nos querían matar. No tenía ni idea si estaban cerca o lejos pero no podía arriesgarme por nada del mundo, incluso si eso significaba ver como el amor de mi vida moría en mis brazos sin yo poder hacer nada al respecto. Toqué y escuché su pecho y noté que todavía respiraba pero se estaba poniendo morado y sabía que no resistiría por mucho tiempo.

 Tenía que llegar a algún lugar donde lo pudiesen ayudar o al menos conseguir algo que detuviera la hemorragia interna que obviamente estaba sufriendo. Le di otro besos y golpecitos suaves en la mejilla para que permaneciera despierto. Era difícil para él, se le notaba, pero lo que pasaba iba mucho más allá de nosotros dos. Ya muchos habían intentado cruzar el denso bosque para cruzar la frontera y poder encontrarse en un lugar donde no fueran cazados por su sexualidad, religión o gustos políticos. Pero la mayoría fracasaba.

 Nosotros decidimos intentarlo porque nos habían querido separar, yendo tan lejos como a encarcelarnos por un año entero en prisiones diferentes. Nos demoramos un buen tiempo en reencontrarnos pero lo hicimos, cosa que ellos pensaron que sería evitada con el tratamiento inhumano al que habíamos sido sometidos. Incluso pudimos haber sido candidatos para la horca, que había vuelto a la plaza pública, o a la castración. Pero eso no pasó, tal vez creyeron que con separarnos había sido suficiente.

 Apenas nos reencontramos supimos que la única opción real era escapar. Al otro lado de la frontera tampoco estaba todo tan bien como algunos decían, pero al menos nadie del gobierno nos perseguiría por ser dos hombres en una relación amorosa. Tendríamos que protegernos, eso sí, de los mercenarios que cazaban personas para cobrar recompensas. Y esos estaban por todas partes, desde las grandes ciudades hasta la parte más profunda de los campos del país. Eran como un virus alimentado por solo odio.

 Uno de esos había sido el que nos había alcanzado, con un compañero. Nos habían descubierto durmiendo bajo las raíces de un árbol gigante. Nos arrastraron afuera y nos despertaron con patadas en el estomago. A mi creo que me rompieron una costilla, pero nunca lo supe a ciencia cierta. A él, a mi alma gemela, le clavaron un cuchillo de hoja gruesa por la espalda. Menos mal los asustó el sonido de una tormenta y nos dejaron allí solos, mojados y golpeados, al borde de nuestra capacidad como seres humanos. Pero estábamos juntos y eso era más que suficiente y ellos no lo entendían.

 Como pudimos, caminamos por el bosque para alejarnos lo más posible de los mercenarios. Cruzamos un río casi extinto y dormimos al lado de otros árboles, aunque dormir no es la palabra correcta pues casi no pudimos cerrar los ojos. Traté de curar durante ese tiempo su herida, con algunas cremas que llevaba en mi mochila y con hierbas y hojas silvestres. Había aprendido algo de eso en la universidad, antes de que me expulsaran por órdenes del gobierno. Si hubiera podido terminar mi carrera, seguro lo habría atendido mejor.

 Todos mis intentos parecieron frenar lo que pasaba al comienzo, pero días después empezó a ponerse peor y entonces fue cuando sus labios se enfriaron. La frontera no podía estar muy lejos y había oído de gente que decía que algunos grupos habían formado campamentos del otro lado para ayudar a quienes pasaban de manera ilegal. Se suponía que la ley les prohibía ayudarles con nada pero existían personas que no pensaban que dejar a alguien morir a su suerte fuese algo correcto, y menos por razones tan estúpidas.

 Pensando en esa posibilidad, lo obligué a caminar de noche y de día. El bosque parecía hacerse más espeso y no teníamos ninguna manera de saber para donde estábamos yendo. No teníamos aparatos electrónicos de ninguna clase y las brújulas no eran algo muy común en ningún hogar. Teníamos que adivinar y, aunque seguramente no era la mejor opción de todas, era mejor que sentarnos a esperar la muerte, que parecía estar caminando increíblemente cerca de nosotros. Más de una vez, pensé que el momento había llegado.

 Al tercer día de cargar con él, después de darle algo de agua y unas galletas trituradas, abrió los ojos como no lo había hecho en varios días y me dijo que me amaba. No fue el hecho de que me lo dijera lo que me impactó, sino que se notaba el trabajo que había tenido que hacer para poder abrir los ojos bien y mantener su mente concentrada para decirme esas palabras. En ese momento no pudo importarme nada más sino el hecho de estar allí con él. Por eso rompí en llanto y lo abracé.

 Muchas personas no lo entienden, pero él es mucho más que un hombre y mucho más que un amante para mí. Es la única persona del mundo en la que puedo confiar a plenitud y la única que me hace sonreír sin ningún tipo de esfuerzo. Sus besos y abrazos me reconfortan como el mejor de los tés y  el olor de su piel es casi como una bienvenida al hogar que nunca debo dejar. Es una suerte de la vida haberlo encontrado y por eso escucharlo decir esas palabras en semejante situación tan precaria, fue como un medicamento. De esos que duelen al comienzo pero te ayudan a estar mejor.

 Por suerte, nadie me escuchó llorar. O al menos eso parecía, puesto que no había pasado nada grave. Decidimos dormir allí mismo y, por primera vez en un largo rato, dormimos de verdad. Lo hicimos abrazados, bien juntos el uno del otro. La noche fue agradable, sin clima imprevisto ni insectos que se pararan encima nuestro a molestar. Parecía casi como si estuviésemos de campamento, salvo que por la mañana nos despertó un disparo que rompió toda la magia de la noche anterior.

 Después hubo más disparos, pero para entonces ya habíamos comenzado a movernos. Él estaba mejor que antes y no necesitaba de mi ayuda para caminar. Lo hacía despacio pero era mejor que estar los dos en el mismo punto, más vulnerables que cuando caminábamos distanciados el uno del otro. Mientras nos dirigíamos colina arriba, donde todos los árboles estaban torcidos de alguna manera, escuchamos gritos. Eran gritos desgarradores, como si a aquellos que gritaban les estuvieran arrancando el alma.

 Nos quedamos quietos por un instante pero nos dimos cuenta de que estábamos haciendo lo que los mercenarios seguramente querían. Así que apuramos el paso y pronto estuvimos en la parte más alta de la colina. Aunque había también muchos árboles allí, se podía ver un gran valle más adelante, una zona abierta y con llanuras despejadas. Me detuve de golpe y le sonreí. Lo habíamos logrado, pues los montes eran la frontera en esa región y lo recordaba de un mapa que había visto antes de salir de nuestra ciudad.

 Seguimos escuchando gritos por varias horas. Después del atardecer, cuando estuvimos seguros que habíamos cruzado la frontera, los dejamos de oír. Sin embargo, seguimos caminando y agradecimos en silencio a aquellos pobres que habían sido capturados y que habían hecho posible nuestro escape. Mientras nosotros lográbamos tocar la libertad, ellos veían sus vidas desaparecer en cuestión de segundos, entre el dolor y el sudor pegajoso, característico de todos aquellos que escapaban.

 Decidimos no dormir hasta llegar al gran valle. Llegamos allí en la madrugada y pronto alguien notó nuestra presencia. No nos habló, sino pidió que la siguiéramos en silencio. Nos llevó por callejones hasta una bodega enorme, propia de un aeródromo o algún espacio de ese estilo.

 Había cientos de personas en el suelo, durmiendo. Otros hablaban en voz baja. La mujer nos llevó a un costado, donde nos dieron sopa caliente. Mientras comíamos, pude llorar libremente por fin. Y él hizo lo mismo y nos besamos una y otra vez. Nada podría separarnos jamás.

lunes, 3 de julio de 2017

El monstruo interno

   Durante mucho tiempo había aprendido a mantener la calma. No era nada fácil para él pero había tenido que esforzarse al máximo en ello. Años de experiencia le habían enseñado a que lo mejor que podía hacer era no caer en la tentación de usar lo que tenía dentro de sí. El mundo no podía saber lo que él era, fuese lo que fuese. No tenía una palabra para describirse a si mismo pero sabía muy bien que los demás encontrarían varios adjetivos para calificarlo en poco tiempo.

 Lo llamarían “monstruo” o “bestia”. De pronto algo menos radical pero seguramente una palabra que marcara con letras rojas lo poco natural de su verdadero ser. Y la realidad del caso era que él no podría contradecirlos pues estarían en lo correcto. Hasta donde él tenía conocimiento, era él único ser vivo que pudiese hacer lo que él hacía. Aunque podría haber otros, escondidos como él, viviendo vidas en las que también se estarían esforzando por mantener una fachada.

 Nadie nunca comprendería lo difícil que era. Nadie nunca sabría lo cerca que había estado, una y otra vez, de hacer cosas que luego habría lamentado. Aprender a respirar había sido una de las mejores lecciones en su vida. Sus pulmones no operaban por cuenta de su biología sino de su mente, al igual que su nariz y su boca y todos los demás órganos y apéndices que tuvieran algo que ver con respirar. Porque eso era lo que tenía que hacer y nunca podría hacer menos.

 Algunas veces, a lo largo de su vida, sintió que la gente podía ver a través de su disfraz. Una mirada acusadora o aterrorizada, alguna palabra que encendía las alarmas. Varias cosas habían encendido la alarma que tenía en su mente y que le alertaba que estaba en peligro inminente. No había sido por menos que había cambiado de escuela varias veces en su juventud. Sus padres no sabían sus razones pero siempre lo habían entendido y escuchado, a pensar de no entender sus razones.

 Ellos ahora estaban lejos y eso había sido a propósito. Apenas pudo, se fue de casa y los alejó con palabras y hechos. Y ellos jamás insistieron porque de alguna manera sabían lo que él era sin que una palabra hubiese sido jamás pronunciada. Eran buenas personas e hicieron lo mejor que pudieron o al menos eso pensaban. Él nunca se detuvo mucho en pensar en ello, porque después de adquirir su independencia todo sería por cuenta propia. Eso era precisamente lo que quería pues así sería más fácil dominar lo verdadera de su ser.

 Fue pasando de un trabajo al otro, sin estudiar. Solo cuando tuvo suficiente dinero ahorrado pudo concentrarse en adquirir cosas, algo que la mayoría de seres humanos desean toda su vida. Él no deseaba mucho pero tenía que tener un hogar y cosas propias para no perder las riendas de su vida. Por eso trabajó desde joven y, con esfuerzo y dedicación, pudo comprar un pequeño lugar del mundo para él solo. No era mucho para nadie pero para alguien como él tendría que ser suficiente.

 Era un apartamento en una zona desprotegida de la ciudad. En los alrededores había drogadictos y prostitutas pero si se caminaba un poco se llegaba a uno de los lugares más agradables de toda la urbe. Era una de esas ironías de la vida moderna en las que nadie nunca piensa demasiado, pues hacerlo puede ser perjudicial para la salud mental. Pronto, él se hizo amigo de aquellos moradores de la noche y pronto lo consideraron otro más de ellos, a pesar de que era algo más.

 Sus días giraban alrededor del trabajo. Lo hacía desde que el sol salía, y a veces un poco antes, hasta el anochecer o poco después. Las horas extra no les molestaban en el trabajo, con o sin paga. Si la mente estaba ocupada era más fácil calmar los fuegos que se atormentaban dentro de él. Cuando estaba organizando algo o ocupado en general, su mente solo se dedicaba a esa sola tarea y a ninguna más. Sus jefes siempre admiraban eso de él y se preguntaban como lo lograba. Era un secreto.

 Cuando no estaba en el trabajo, sin embargo, tenía que ir a su miserable hogar. Era propio pero era un hueco escondido del mundo. Esa era la parte que le gustaba de su guarida. En ella vivía con un gato que veía con frecuencia pero que no consideraba exclusivamente suyo. Era como un ocupante que iba y venía, sin importar el alimento o el calor de hogar. Su pelaje era extremadamente blanco, como un copo de nieve, y nunca lo llevaba sucio. El animal tenía secretos propios.

 En ese hogar dormía y comía y cuando no podía hacer ninguna de esas dos cosas se dedicaba a labores que demandaran su completa atención. Así era como había aprendido a bordar, a arreglar instalaciones eléctricas y muchas otras cosas que requerían una precisión impresionante. Además, todo ello lo cansaba y lo enviaba pronto a la cama. Dormir es un premio enorme para alguien que no sabe en que momento puede surgir la tormenta que lleva en su interior. Soñar, por otro lado, es un arma de doble filo que debe usarse con cuidado.

 Pero claro, nadie puede controlar por completo sus sueños. Así fue como una noche, en la que llovía a cantaros, este pobre hombre tuvo una horrible pesadilla. En ella, una criatura con cuerpo de araña pero cara humana se le presentaba de frente, después de perseguirlo por largo tiempo. Cuando lo hizo, él estaba envuelto en su red, apunto de ser convertido en alimento. Pero fue entonces cuando la cosa le dijo algo, al oído. Nunca pudo recordar las palabras pero fueron ellas las que desencadenaron el caos.

 Despertó pero, cuando miró alrededor, todos los objetos de la habitación estaban flotando, al menos medio metro sobre el suelo. Por un momento, se sintió como si estuviese congelado en una fotografía, como si el mundo hubiese sido detenido por alguien. Pero el mundo no se detuvo para siempre. El mundo retomó su velocidad, haciendo que todo lo que había sido levantado cayera de pronto al suelo, causando un alboroto de proporciones inimaginables en toda la ciudad.

 Porque lo que pasó no ocurrió solo en su habitación o solo en su apartamento. Se sintió en todo el mundo. El dolor de cabeza que sentía al poder moverse fue la alarma que le avisó que algo no estaba bien. Sentía que la cabeza se le iba a partir en dos, que todo lo que había tratado de retener por tanto tiempo estaba a punto de salir disparado por una grieta en su cráneo, por sus ojos y por su boca. Se sentía mareado y ahogado. Intentó calmarse pero era demasiado difícil, como si él mismo se resistiera.

 De alguna manera logró oír los gritos del exterior. La luz de la mañana le brindó un sombrío panorama a través de la ventana de la habitación. Afuera, algunas personas parecían fuera de sí. Había automóviles al revés, llamas un poco por todas partes y cuerpos humanos inertes por todas partes. Por eso gritaban las personas. Algunos de los cadáveres estaban en lugares a los que no podrían haber llegado por su propia cuenta. Todo el mundo supo que algo inexplicable había ocurrido.

 Eso ocurrió hace cinco años. Buscaron respuestas por todas partes pero nadie nunca supo dar una que pudiese convencer a los millones de afectados. Familias habían sido destruidas y nadie tenía idea de porqué o de cómo. Hubo ceremonias por doquier y un luto más que doloroso.


 Con el tiempo, la gente olvidó o al menos fingió hacerlo. El único que no pudo hacerlo fue la persona que había causado semejante evento catastrófico. Nunca supo como lo hizo pero sabía que podría pasar de nuevo. Por eso seguía entrenándose, día tras día.

lunes, 23 de enero de 2017

Remoto

   Los bordes de las ventanas estaban cubiertos de escarcha. La noche había sido muy fría y todo parecía indicar que el resto del mes iba a ser exactamente igual. Alrededor de la pequeña casita, ubicada en un claro de bosque, había un sinfín de charcos, grandes y pequeños, que habían formado lodazales que hacían casi imposible el ingreso o salida de la casa. Ciertamente era un lugar remoto y nadie nunca se habían molestado en arreglar uno o dos detalles que hacía falta atender.

 Adentro, el único hombre con vida en varios kilómetros estaba calentando agua en una tetera vieja, bastante golpeada, que parecía haber sido sacada directamente de un museo. El hombre se calentaba las manos con el fuego que bailaba debajo de la tetera, mirándolo fijamente, como si se fuera a escapar en cualquier momento. Tan distraído estaba que demoró en reaccionar cuando la tetera empezó a pitar. No era algo bueno, pues se debían evitar los sonidos fuertes.

 Vertió el contenido de la tetera en una taza igual de vieja y trajinada que la tetera y sopló repetidas veces hasta que se atrevió a tomar. Se quemó la lengua por no saber esperar. Sostuvo la taza con las manos cubiertas por guantes y, mientras esperaba a que se enfriase, miró a su alrededor como si fuera la primera vez que se fijaba en lo que había dentro de la pequeña cabaña. Se la sabía de memoria pero le gustaba jugar a ver si había algo, algún detalle que se le hubiese escapado.

 Era solo una habitación: en una de las esquinas estaba la cama y una mesita de noche con tres cajones. Al lado de la mesita había una armario viejo y ese ocupaba el resto de la pared. La cocina, o más bien la única hornilla que tenía, estaba en la pared opuesta, junto a una pequeña mesa y dos sillas. En una de las esquina de ese lado había una nevera pequeña, de esas de hotel, conectada a la única toma eléctrica del lugar. La puerta de la casa estaba en uno de las paredes más largas. De resto, no había casi nada.

 Eso sí, había muchas cobijas y abrigos hechos de pieles de animales. Él no los había cazado ni nada por el estilo pero seguramente el dueño anterior había utilizado la cabaña como base para su afición a la cacería. Las pieles parecían ser de animales varios pero el hombre jamás había querido averiguar más allá de la cuenta porque no estaba de acuerdo con eso de matar animales por su piel. Aunque, ahora que estaba donde estaba, no podía evitar encontrar la razón en esas acciones. Si no tuviera esas pieles, estaría congelado y muerto en vida en aquel lugar perdido.

 En cuanto a cazar, lo hacía todos los días. Trataba de no pensarlo mucho o sino el estomago se le revolvía y eso siempre era un problema aún mayor pues no tenía manera de comprar medicamentos y las plantas que había por la zona poco o nada ayudaban a los sistemas internos del ser humano. Debía comer lo que había y no pensar en su vida anterior que ahora estaba muy lejos de él. Ahora debía comerse lo que encontrara, como lo encontrara, fuese una ardilla o algo más grande.

 A veces encontraba hongos y sabía que serían más abundantes en la primavera, pero todavía faltaban un par de meses para eso. Él había llegado hacía solo un par de meses, durante el otoño, así que no había experimentado nada diferente al frío y la nieve en ese lugar. Siempre que lo pensaba parecía que había estado allí desde hacía mucho más tiempo. Se sentía como una eternidad y sus recuerdos eran como sumergirse en un lago oscuro que ya no es posible reconocer.

 La cabaña, lo quisiera o no, era ahora su hogar. Lo que había tenido antes ya no existía o al menos no debía existir para él. Había tomado la decisión de perderse en el bosque y no podía ya echarse para atrás, era muy tarde para arrepentirse. En todo caso sabía que era lo mejor pues nada en el mundo era para él. Lo había tenido que aprender casi a los golpes pero por fin había comprendido que no todo es para todos, que no todos somos iguales y que algunos deben tomar rutas alternas en la vida.

 Apenas terminó el té, lavó la taza en un cuenco de plástico enorme lleno de agua. Luego abrió el armario y, de la parte baja, tomó una ballesta algo rudimentaria y un carcaj con unas pocas flechas que él mismo había podido tallar a partir de algunos leños que había fuera de la cabaña. Por la tormenta reciente, los maderos debían estar congelados e incluso cubiertos hasta arriba de esa mugrosa mezcla entre nieve y barro. Prefería no pensar si llegase a necesitar esa madera.

 La calefacción que usaba era la hornilla que mantenía prendida todo el tiempo, a excepción de cuando salía a cazar. El gas que alimentaba el fuego llegaba de alguna parte, pero jamás le preguntó a la persona que le brindó ese refugio de donde salía el gas. Solo lo usaba y listo. Cuando la hornilla fallara, y algún día lo haría, sería el día de hacer hogueras y depender de la madera pero ojalá pudiera pasar el invierno sin  que eso pasara. Salió de la casa pensando en ello y se internó rápidamente en el bosque, caminando torpemente pero sin detenerse.

 Caminó por una media hora. El bosque se hizo más agreste a su alrededor e incluso más blanco. La nieve parecía haber congelado todo el paisaje y eso no era nada bueno pues los animales debían estar resguardados, lo que hacía casi imposible la casa. Empezó a caminar más y más despacio hasta que llegó a otro claro, parecido al de su cabaña, pero ocupado casi en su totalidad por un lago que parecía estar hecho de metal, pues estaba congelado. Puso un pie y empujó. Todavía no había congelado por completo.

 La grieta que se formó al él apretar se fue agrandando, hasta que apareció un hueco en la superficie del lago, tras el cual se podía ver el agua fría que había debajo de la capa de hielo. Se quedó mirando ese agujero por varios minutos hasta que se fijó que el tiempo pasaba y no podía demorarse demasiado fuera de la cabaña. Bordeó el lago hasta llegar al otro lado y allí se metió en el bosque de nuevo, mirando hacia arriba con atención. Cuidaba cada paso, para no asustar a presas potenciales.

 Al sentir un movimiento, alzó la ballesta y disparó. Al instante hubo un ruido y algo cayó de un árbol. Era un hermoso ejemplar de faisán, que por alguna razón, estaba en ese bosque. Peor para él. Le sacó la flecha que tenía atravesada, lo cogió de las patas y volvió caminando a la cabaña a paso firme, justo antes de que el sol bajara y se ocultara detrás de los altos árboles que formaban el espeso bosque en el que vivía aquel hombre cazador, misterioso y solitario.

 El faisán entero fue su cena. Lo hizo en una sartén después de desplumarlo y quitarles las partes que no se comían. Al final de todo, no era mucho animal el que había para comer, pero era suficiente para sobrevivir una nueva noche. Esas eran sus jornadas ahora: desayunar, pensar, cazar, preparar y comer. Todo culminaba con un él metiéndose en la cama que tenía, sin quitarse ni una sola prenda de ropa, donde se quedaba dormido después de varias horas de mirar al techo y escuchar el bosque.


 La hornilla se contoneaba cerca de él y muchas veces las sombras que se formaban a su alrededor hacían que el hombre recordara algunos pasajes de su vida anterior, de una vida que francamente ya no parecía la suya. Era como si recordara una película que había visto muchos años, solo que eran escenas que casi nunca se ven en las películas. Lo que más recordaba era a su padre y a su madre, a sus hermanos también. Pero a nadie más. El resto de personas siempre parecían, en los recuerdos y en los sueños, como sombras y nada más. Después de un tiempo trataba de ignorar todo eso y simplemente dormir. Recordar ya no servía para nada.

lunes, 21 de noviembre de 2016

La playa

   En ese punto, era como si el río se partiera en dos: por el lado más profundo seguía bajando a toda velocidad la corriente de agua fría que bajaba de las montañas. Por el otro lado, justo al lado, había una zona de poca profundidad, llena de piedras de todos los tamaños pero con un agua quieta que casi ni se movía. El lugar estaba algo lejos de las rutas principales de los senderistas y por eso poca gente lo conocía pero quienes sabían de él le llamaban “La playa”. Se volvió un punto de encuentro para los entendidos que circulaban por la zona.

 Uno de ellos era Nicolás. Desde hacía un buen tiempo era aficionado a explorar los parque naturales del país a pie. A la mayoría los conocía muy bien y por supuesto uno de los lugares que más le gustaban era La Playa. Era uno de esos que conocía  como llegar al sitio de manera más rápida. Muchos otros habían descubierto el lugar por él pero no porque les dijera sino porque quienes circulaban por todo esos lugares, sabían muy bien a quien seguir y como. Pero, afortunadamente, la cantidad de gente que llegaba a ese lugar seguía siendo relativamente poca.

 En uno de sus varios viajes, Nicolás se dio cuenta que estaba completamente solo.  Era fácil saberlo pues el clima era, cuando menos, un caos. Había llovido por días seguido y la corriente del río se había vuelto tan brusca que podía ser peligroso ponerse a buscar cualquier cosa o incluso meterse a bañar. Incluso por la parte poco profunda pasaban restos árboles y otros escombros y restos de tormentas que caen al río y casi van al mar. Era peligroso estar allí en esos momentos, pero a él esa vez le atrajo quedarse por allí.

 Armó su campamento cerca de La Playa y aguantó el frío gracias a una manta especial que tenía. Se hizo lo suficientemente lejos para evitar la crecida del río, si es que sucedía. En efecto creció un poco más durante la noche pero no tanto como él lo había supuesto. Al otro día el río estaba casi como siempre y fue cuando decidió quitarse la ropa y bañarse. Hacía varios días que no se bañaba y el agua fresca del río era el lugar ideal para refrescarse, sin importar lo fría que pudiese estar el agua o las ramas y demás que flotaban en ella.

 Se metió rápidamente  y se movió un poco por el lugar. En La Playa el agua llegaba normalmente hasta los muslos, o incluso más abajo dependiendo del nivel del agua. Esta vez había bajado rápido en la noche y por eso aprovechó para bañarse. No llevaba jabón ni nada por el estilo sino una como esponja que servía para limpiar la piel . La utilizaba con fuerza y se mojaba para asegurar que la limpieza estuviese siendo bien hecha. El río estaba calmado de nuevo pero había un presentimiento extraño que Nicolás empezó a sentir, como de inseguridad.

 Terminó su baño lo mejor que pudo pero fue al ir a salir cuando lo vio. Estaba allí, justo donde La Playa empieza y el río da la vuelta hacia el lado más profundo. Se había casi clavado en las rocas lisas y frías que había por la orilla del viento. Por un momento, Nicolás dudó si debía acercarse pero, como no había nadie más en varios kilómetros a la redonda, decidió ir a mirar para cerciorarse de que lo que veía no era su imaginación sino algo lamentablemente muy real. Caminó despacio por el agua, tratando de no resbalar sobre las rocas.

Cuando estuvo casi lado, fue que se mandó la mano a la boca, como tapando un grito que jamás salió. Era un hombre, de pronto un poco más joven que él. Estaba vestido con un jean y nada más. Daba la impresión de que se había estado bañando o al menos se había caído al agua mientras se ponía la ropa. Su piel estaba toda fría y extremadamente blanca. Una de sus manos rozó las piernas de Nicolás y este no pudo evitar gritar de manera imprevista, casi como un bramido asustado. Era tonto que pasara pues era obvio que estaba muerto.

 Eso sí, se veía que no había muerto hacía tanto. El cuerpo tenía partes algo moradas pero por lo demás estaba blanco como un papel y mantenía su piel suave y delicada, sin que se hubiese hinchado aún. Nicolás no pudo evitar pensar que le había pasado al pobre y como había sido que había llegado al río. Lo dudo por un segundo pero luego, haciendo mucho esfuerzo, fue capaz de halar el cuerpo hacia fuera de La Playa, sobre el suelo normal de la zona, que era bastante árido y en ese momento parecía un congelado de lo frío que estaba.

 Fue a la tienda y así, desnudo como estaba, volvió con algo de ropa que usaba para él. Como no se cambiaba mucho la ropa, no le parecía un inconveniente vestir al cuerpo con una de sus camisetas y un par de medias. Se mojaron y fue obvio que no volvería nunca a ponerse esas prendas o siquiera a pensar en ellas. Lo que quería, sin embargo, era hacerle una especie de honor al difunto, protegiéndolo un poco mientras descifrara como sacarlo de allí. Recordó que tenía su celular en algún lado y tal vez podía contactar a alguien.

 Pero no servía de nada. Estaba en una zona demasiado remota como para que hubiese señal alguna para el teléfono. Tendría que cargarlo de alguna manera y eso era difícil pues un muerto siempre pesa mucho más que un vivo. Pero es que la idea de dejar ahí, a pudrirse que y los pájaros se lo coman lentamente, no era lo que quería para el pobre. La verdad era que le parecía que el muerto era guapo y por esa superficial razón se merecía, al menos, un funeral.

 Entonces tuvo una idea mejor. Buscó entre sus cosas y encontró sus herramientas para escalar. En ese parque no las usaba tan seguido porque no había mucho lugar para poder usarlas pero serían perfectas para excavar un hueco y enterrar el cuerpo allí. Tratar de arrastrarlo sería ridículo e ir él a avisar que había un muerto le parecía que era muy fácil y además se podían demorar días mientras encontraban equipo para que fueran a rescatarlo y Nicolás sentía que no había tiempo para nada de eso. Había que actuar lo más pronto posible.

 Empezó a excavar y agradeció el trabajo duro pues calentó su cuerpo de la mejor manera en varios días. La tierra allí estaba como dura, casi congelada, y era difícil sacarla. Pero después de los primeros esfuerzos, se puso más fácil. Lo malo fue que llegó la noche y hacerlo con una linterna pequeña en la boca no era nada eficiente. Decidió dejarlo por ese día. Se puso ropa especial y se acostó a dormir bastante temprano para continuar con su labor temprano al otro día. La idea tampoco era pasarse la vida haciendo algo que hacía por respeto.

 Al otro día no se quitó la ropa pues el frío se intensificó y el río empezó a crecer de nuevo. Bajaban troncos de árboles, ramas e incluso se podían percibir cuerpos de animales pequeños como conejos y demás. Menos mal, el hueco que había empezado estaba alejado del río. Había servido pues seguía intacto, aunque la mayoría de tierra que había sacado se había ido volando. Siguió el arduo trabajo toda esa mañana pues lo que más importaba en ese momento era terminar el hueco y poder enterrar al pobre joven que seguía mirando al cielo con sus ojos vacíos.

 Pasado el mediodía, la corriente aumentó más. Nicolás pudo ver que había una tormenta sobre las montañas desde donde venía el río. Apuró el paso por si la tormenta se dirigía hacia él y pronto tuvo el hueco terminado. Arrastró al cuerpo dentro de él y uso la mayor parte que pudo de la tierra que había sacado. El inconveniente era el viento, que se lo llevaba todo. Por eso apenas y pudo cubrirlo bien de tierra. Tuvo que excavar de otros sitios para tapar el cuerpo bien. Cuando terminó, clavó una de sus herramientas cerca de la cabeza del muerto y le amarró un trapo rojo que tenía.


 No podía arrastrarlo fuera del parque y decirle a nadie no tenía sentido. Pero al menos podía dejar una constancia de que a alguien le había importado lo suficiente como para enterrarlo y dejar un señal de quien podía haber sido. Nicolás recordaba a una persona de su pasado y por eso fue que no pudo evitar hacer algo por el difunto, del que se alejó pronto ese día pues La Playa sería devastada por la tormenta. Tenía que salir de allí pronto y resguardarse entre los árboles del bosque próximo.