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viernes, 27 de enero de 2017

Ama de casa

   Cuanto tuvo todo listo, Gloria contempló la mesa con orgullo. Sin embargo, no se sentía tan contenta como en otras ocasiones. Se había pasado prácticamente todo el fin de semana cocinando para su familia pero no se sentía como antes, cuando ansiaba verlos comer y saber cuales serían sus reacciones. Ahora que veía la mesa llena de fuentes y cuencos con comida, sentía un vacío extraño en su interior. Era como si algo que siempre había estado allí, de repente se hubiese esfumado.

 Apenas sus hijos y su esposo llegaron, trató de concentrarse en preguntar como les había ido buscando los últimos regalos que faltaban comprar. No estaban muy contentos. Se limitaron a decir que el centro comercial estaba lleno de gente y que casi no se podía caminar. Ella les preguntó si habían conseguido lo que faltaba pero ninguno de ellos le dijo nada más, cada uno yendo a un sitio distinto de la casa. La cena era por la noche y, al parecer, no querían ver a nadie hasta entonces.

 La gente empezó a llegar después de las siete. Fue la misma Gloria quien los recibió, después de ponerse el vestido que había comprado para la ocasión, de pelear con su marido porque él no quería vestirse de una vez y de calentar la comida que necesitaba estar a una buena temperatura. Fue recibiendo a amigos y familiares hasta que hubieron unas veinte personas en la casa. Supuse que por el ruido y las voces, sus hijos y su esposo por fin habían decido bajar a unirse a la fiesta.

La cena como tal empezó a las nueve, la idea siendo que terminarían hacia las once. Podrían entonces hacer una pausa, tal vez comer algo de postre y luego, después de medianoche, los regalos podrían ser abiertos. Había al menos uno para cada uno, Gloria había sido muy cuidadosa con ello, o al menos eso había hecho con la lista que les había dado a su esposo y a sus hijos. Quiso ir a revisar los regalos pero la gente le hablaba seguido a ella para pedir más comida o al ver que los demás no parecían tan interesados.

 La cena estuvo deliciosa. Todas las personas disfrutaron cada uno de los platillos, sin importar si eran ensaladas o algún tipo de carne. La mayoría de los invitados la felicitó por su sazón pero otros al parecer habían decidido no decir nada. A ella le gustaba pensar que se les había olvidado mencionarlo pero en su subconsciente sabía muy bien que no se trataba de eso sino de que no querían agradecerle a propósito. Trataba de no pensar en ello pero a cada rato veía algo que le indicaba que a ellos, a sus hijos y a su esposo, no les importaba mucho nada de lo que ella hiciera.

 A la hora de los regalos, la mujer casi pasa un momento de vergüenza pues uno de los niños pequeños de una familiar casi se queda sin regalo. Al parecer no le habían comprado el juguete para bebé que ella había puesto en la lista. No habiendo otra opción, se hizo la que iba al baño y entonces fue a uno de los armarios donde guardaban cosas viejas y encontró un peluche que su hijo ya no usaba. Se lo dio al bebé sin dudarlo y así pudo evitar un problema o eso creyó ella.

 Cuando fue momento de despedirse, su hijo mayor hizo un escandalo a propósito del peluche. Fue tan exagerado, que le ordenó que se fuera a su cuarto, lo que causó una airada pelea con su marido frente a los invitados que quedaban. Él había bebido demasiado y parecía estar buscando pelea, como si en verdad quisiera enfrentarse a alguien. Ella manejó primero lo de los invitados que quedaban, acompañándolos a la puerta y disculpándose en nombre de su esposo.

 Después de dejar la cocina limpia y ordenada, aprovechando así un momento lejos de su borracho marido y de sus hijos, Gloria volvió a su habitación para encontrar que su esposo se había quedado dormido encima de la cama, sin quitarse la ropa. En otro tiempo ella le habría quitado todo, puesto la pijama y acostado correctamente, pero esa noche simplemente no tenía ganas de hacer nada de eso. Estaba muy cansada y de más de una manera. Esta vez, las cosas tendrían que quedarse como eran.

 Se acostó como pudo al lado del cuerpo inerte de su esposo y, menos mal, pudo quedarse dormida casi al instante. Al fin y al cabo estaba cansada de todo su trabajo del día. Empezó a tener un raro sueño con un insecto gigante cuando se despertó de repente en la mitad de la madrugada. Parecía que iba a amanecer pronto. Su esposo al parecer se había ido a la sala y tenía puesta música a todo volumen. Ella estaba tan cansada que solo se puso de pie para cerrar bien la puerta de su cuarto y tomar unos tapones de oídos de su mesa de noche.

 No volvió a soñar con el insecto pero sí tuvo otro tipo de pesadilla, de esas que parecen repetirse una y otra y otra vez y no dejan que la persona se libere de ella. Cuando despertó, estaba visiblemente cansada, no sentía que hubiese descansado nada. Se levantó sin embargo para hacerle el desayuno a su familia pero ninguno de ellos estaba despierto. Su marido, de hecho, ni siquiera estaba en la casa. La sala estaba desierta. Decidió que no se iba a preocupar y se puso, de nuevo, a cocinar. Sus hijos, como siempre, se sentaron a la mesa sin decirle nada, ni siquiera un “Hola”.

La Navidad pasó y también el Año Nuevo. La vida para Gloria seguía como siempre, sin cambios demasiado pronunciados pero con ese gusto extraño que seguía insistente en su boca y en su mente. Cada día sentía con más fuerza que había algo que no cuadraba para nada. Era como si algo faltara pero podía ser también que había algo de más en su vida. Era muy difícil saber que era lo que le pasaba, por lo que fue a un psicólogo pero eso solo fue una manera de tirar el dinero.

 Intentó tener relaciones sexuales con su marido, haber si lo que le hacía falta era eso pero fue más complicado llevarlo a cabo que pensarlo. Su marido no parecía tener el mínimo interés y ella se dio cuenta entonces de dos cosas: lo primero era que ella tampoco tenía ganas de acostarse con él. Lo segundo era que así no era como había sido en el pasado. Antes no había tenido que rogar para que su esposo la tocara y eso era algo que, así no quisiera, no le gustaba para nada.

 Intentó ver si era que necesitaba mantenerse ocupada pero tenía tanto que hacer en la casa que estuvo segura en poco tiempo que esa no era la razón. Se la pasaba limpiando y cocinando, haciendo cosas para los niños y para su marido, yendo de un lugar a otro, haciéndoles comprar y recibiendo a cambio respuestas frías o desproporcionadas, como si ella adivinara que por alguna razón a su hijo ya no le gustaba nada el amarillo y que a su marido nunca le había gustado su carne al horno.

 Un día, se encontró desviándose de su ruta normal al supermercado para ir a un parque lejano que no conocía bien. Paró antes de llegar para comprar algo en una tienda. Llevó la bolsita que le dieron al parque y allí la abrió mientras miraba a la gente y a la naturaleza. Se había comprado un galón de helado para ella sola y también una botella pequeña de tequila. No sabía porqué pero eso era lo que había hecho y le parecía lo más natural del mundo. No tenía deseos de volver a casa y solo quería quedarse allí por un largo rato más, disfrutando del momento.


 Cuando llegó el atardecer, Gloria se dio cuenta de la hora y regresó a su hogar sin demora. Apenas abrió la puerta, recibió un regaño de su marido por no recordarle una reunión del colegio de los niños y estos se quejaban de nuevo por alguna otra cosa. Gloria, ya sin reacción aparente, subió las escaleras, y con toda la calma del mundo, metió la mayoría de su ropa en una gran maleta y luego la bajó, sin que ellos se dieran cuenta, al automóvil. Estaban tan ocupados ignorándola, que no vieron cuando subió al coche y se alejó de sus vidas para siempre.

lunes, 9 de enero de 2017

Aquella vez

   Me enamoré de él el día que empecé a tener los síntomas de la peor gripe que había tenido ese año. De hecho, no había tenido ninguna molestia física por un largo tiempo y lo atribuía todo a la rutina de ejercicio que había comenzado a hacer. Era, al menos al comienzo, pedirle mucho a mi cuerpo pues jamás le había exigido de esa manera. Los resultados fueron tan satisfactorios que por eso pensé que ninguna gripa ni malestar de ese tipo podía aquejarme ya más porque había decidido mover mi trasero del cómodo lugar donde siempre lo había tenido.

 Justo por el tiempo que empecé a ejercitarme, cosa que hacía en privado pues nunca podría hacer algo así en frente de todo el mundo, fue cuando lo conocí a él. Creo que fue en una librería en la que entré solo por curiosidad. Tenían muchos libros que no se encontraban en otros lugares. De historietas cómicas y novelas gráficas a novelas románticas de lo más clásico que uno se pudiera imaginar. Yo iba por las primeras, él por las segundas. No había manera de que nos conociéramos así no más. Pero el destino tiene esas cosas raras que son muy acertadas, sin importar el desenlace.

 Yo había entrado con una bolsa del supermercado. No había comprado muchas cosas pero las suficientes para hacer un hueco en el plástico y caer estrepitosamente al suelo de madera de la silenciosa librería. En ese momento tenía un libro en la mano y en la otra el celular, así que me reacción inmediata fue mirar con pánico para todos lados, a ver si alguien se había dado cuenta de mi accidente. Obviamente todas las miradas estaban sobre mí pero mis ojos se posaron en una persona, la única persona, que parecía moverse mientras todos estábamos como suspendidos en el tiempo.

 Se apresuró a ayudarme con lo que se había caído y lo metió todo en una bolsa de tela que, al parecer, había acabado de comprar. Tenía la bandera gay más grande que hubiese visto, cosa que no es muy mi estilo pero la verdad fue hasta después que me fijé en ese detalle. Mis ojos estuvieron ocupados por mucho tiempo mirándolo a él, su cara y sus ojos y, a decir verdad, su cuerpo. Todo eso pasó en primavera y la ropa de invierno ya no era la norma, así que podía ver mejor sus formas. Para serles sincero quedé completamente fascinada por él casi al instante.

 Me dio la bolsa y me dijo que creía haber recogido todo. Tontamente me di cuenta que yo no había ayudado en nada, solo me había quedado congelado allí como tonto mirándolo y no había hecho nada más. Creo que el cajero se dio cuenta porque me miraba como riéndose, cosa que no me gustó y por eso decidí no comprar nada. Estaba muy apenado.

 Iba de camino a casa y la bolsa de tela era un regalo para su primo que vivía en Alemania. Me contó esto en un momento. Me dijo que me podía acompañar a mi casa, dejar allí mis cosas para poder liberar su bolsa de tela y volver a su propia casa para guardar el regalo. Yo estaba tan sonriente que la verdad solo asentí y me dedicó a escucharlo todo el camino. Era un golpe de mala suerte, eso pensé, que mi casa quedara tan cerca de la librería. Lo invité a seguir y el aceptó, ayudándome a organizar mis compras.

 Cuando terminamos, nos quedamos mirándonos por un momento hasta que le propuse tomar café pero en un lugar en la calle porque yo no compro nunca café. Él soltó una carcajada y dijo que sí. Esa tarde la pasé muy bien, hablamos varias horas hasta que él tuvo que irse. Justo antes de despedirnos, me pidió mi número y prometió escribir o llamar pronto. Francamente no me hice muchas ilusiones: era tan guapo y tan interesante que debía ser algo pasajero en mi vida, estaba seguro.

 Sin embargo, esa misma noche me escribió diciendo que luego recordó como no había comprado nada en la librería y ahora debía volver para averiguar el libro que había estado buscando. Hablamos hasta la una de la madrugada sobre el libro, sobre sus gustos y los míos. Quería seguir pero tenía mucho sueño y tuve que ser el que se despedía esta vez. Esa noche no hubo sueños pero dormí como si me hubiese acostado sobre una nube, la más suave y más grande de ellas.

 Nuestra relación avanzó rápidamente. Tan rápido de hecho que me sorprendí a mi mismo meses después, al notar como él estaba todo el tiempo en mi casa, solo en medias o incluso sin ellas, viendo películas sobre el sofá o besándonos por lo que parecían horas. Ese verano incluso hicimos un pequeño viaje juntos y fue la primera vez que hicimos el amor. Creo que nunca había disfrutado del sexo de esa manera y era porque había un ingrediente extra que nunca antes había estado allí.

 Fue después de nuestra primera Navidad juntos cuando me enfermé. Fue tan repentino que ambos nos asustamos. En un momento estaba bien y al otro me había desmayado en el baño, golpeándome el brazo contra el mostrador donde está el lavamanos. Me obligó a ir al doctor, cosa que me parecía exagerada para lo que era obviamente una gripa. Incluso con la confirmación, se puso muy serio desde el primer momento. Era algo que yo jamás había vivido y por eso no lo entendía bien.

 Prácticamente se mudó a mi casa. La verdad es que, entre mi dolor y malestar, me gustaba ver su ropa allí con la mía. Me encantaba ver como ponía sus zapatos cerca de la puerta y me hacía una sopa que su abuela le había enseñado cuando era un niño pequeño. No tenía muchas ganas de reír ni nada parecido pero la sonrisa que tenía desde que lo había conocido seguía en mi rostros pues para mí él era fascinante. Era como si no fuera de este mundo, tanto así. Era amor.

 Me dio el jarabe y las pastillas a las horas adecuadas y me acompañaba en la cama con una mascarilla sobre su boca. Era yo el que había insistido en ello, aunque él aseguraba que sus defensas eran tan buenas que un gripe de ese estilo no podía entrar en él. Eso me hacía gracia pero igual lo obligué a usar la máscara porque no quería arriesgar nada. Todas las noches me daba un beso con la máscara de por medio y con eso yo era feliz hasta el otro día, cuando inevitablemente despertaba antes que él.

 Me encantaba mirarlo dormido, aprenderme la silueta de su rostro de memoria. No tengo ni tendré la más remota idea de cómo dibujar apropiadamente a un ser humano pero quería tener al menos ese recuerdo, uno bien detallado para que nunca lo olvidara. Sin embargo, sabía que eso ya no podía pasar. Ya estaba en mí y pasara lo que pasara, seguiría allí por mucho tiempo. Cuando se despertaba por fin, me miraba y se reía. No preguntaba nada pero creo que sabía lo que yo hacía.

 La sopa de la abuela funcionó, al igual que sus dedicados cuidados. Aunque me duró una semana el virus, pudimos deshacernos de él juntos. Tal fue mi alegría el día que me sentí verdaderamente mejor, que hicimos el amor de la forma más personal y emocionante en la que jamás lo hubiese hecho. Fue después de esa noche cuando él me dijo que quería vivir conmigo permanentemente. Fue fácil arreglarlo todo, acordar como sería todo con el dinero y esos detalles.


 El día que trajo todo fue el más feliz de mi vida. Lo ayudé a guardarlo todo y luego lo celebramos cenando algo delicioso que casi nunca comíamos. Me di cuenta entonces de que lo amaba, de que él me amaba a mí y de que acababa de empezar un nuevo capítulo en mi vida. No sabía más y no era necesario puesto que todo lo que tenía era suficiente para vivir feliz y eso era lo que siempre había necesitado.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Esa casa por el parque

   En el barrio ya habían intentado deshacerse de ella varias veces. No una ni dos sino muchas más y por muchos años. Varias generaciones de vecinos habían llegado y luego se habían ido y ella todavía seguía allí, como desafiándolos a todos con su presencia. Todo el mundo la evitaba e incluso trataban de no mirarla cuando pasaban por la cuadra. Algunos hacían como que apreciaban el pavimento o el cielo. Otros sacaban sus celulares o ponían música y cerraban los ojos, al fin que el camino era derecho. Nadie quería verla ni por equivocación.

 Ella era una casa, como todas las otras. Bueno, eso era por afuera. Por dentro nadie sabía ya como lucía. Estaba claro que parte del techo se había caído hacía unos años por las lluvias y porque el lugar estaba tan en mal estado que no había soportado lo que todas las otras casas sí. El lugar estaba claramente maldito y cada vecino desde hacía unos cuarentas años repetía este hecho como si decirlo en voz alta los protegiera de ello pero obviamente una cosa no tenía nada que ver con la otra. Eso sí, el sitio era un símbolo del barrio.

 De hecho, del conjunto residencial de casas que habían construido hacía tantos años, era de las pocas casas que quedaban. Originalmente eran unas cincuenta casas, casi idénticas por dentro y por afuera. Había sido un proyecto ambicioso con el que habían dado hogar a muchas personas con pagos cómodos y prestamos y muchas otras facilidades de pago. Por eso, en su origen, había sido un barrio más bien humilde. Era un lugar extraño por eso y solo sus habitantes entraban en él y nadie más que ellos. Otros le tenían algo de miedo.

 El miedo de verdad surgió años después, con lo que le pasó a la familia Ruiz. Los vecinos nunca supieron todo con detalle pero el caso era que la madre, Celestina Ruiz, tomó un cuchillo de la cocina una noche y asesinó a su marido y a sus cinco hijos. Según la mejor amiga de ella, quién fue la primera en entrar a la casa luego de lo ocurrido, Celestina seguía sosteniendo el ensangrentado cuchillo mientras estaba en la mitad del patio de tender la ropa. El hedor a muerte, al parecer, era terrible. Algunas personas incluso decían que se podía oler todavía.

 Después de eso la casa estuvo vacante pro muchos años. La asociación de vecinos pagó una limpieza profunda, con variedad de químicos ahora prohibidos, y también le pagó a un sacerdote para que bendijera todo el lugar. Lo que había ocurrido allí nunca había sido completamente explicado y muchas personas estaban seguras de que algún demonio tenía algo que ver con ello. A la misa improvisada en la casa asistieron muchos curiosos que querían ver sangre y caos pero ya no había nada de eso sino un fuerte oler a desinfectante.

Desde entonces la gente quiso tumbar la casa y así ampliar el parque que quedaba justo al lado, pero eso nunca se pudo en ese entonces. La junta de vecinos lo tenía claro: su conjunto residencial se vería afectado integralmente si una de las casas originales era demolida. Tenían claro que si conservaban bien todo, la alcaldía podría darle estatus de patrimonio arquitectónico en el futuro y así los servicios básicos serían mucho más baratos, algo que a todo el mundo le vendría bien. Eso lo lograron hace apenas dos años pero no cambió nada.

 Incluso con ese descuento, la casa sigue estando abandonada. Encima que la gente ni la mira, obviamente nadie nunca ha entrado en mucho tiempo. Algunos niños traviesos se retan a entrar en ella pero ninguno a llegado nunca más allá de la reja perimetral. Y eso es porque una fuerza desconocida los controla y los hace dar media vuelta e irse. Uno de esos niños incluso se orinó encima frente a sus amigos después de tratar de meterse en la casa y las autoridades lo descartaron todo como inventos de un niño con problemas.

 Fueron uno diez años en los que la casa estuvo desocupada después de los asesinatos. Venderla era una prioridad para el consejo de vecinos de la época pues su lucha principal era por mantener la integridad de su pequeña comunidad. Contrataron los servicios de una inmobiliaria pero pronto tuvieron que cambiarla pues la mujer que mostraba la casa aseguró haber sido “tocada” un día después de mostrar la casa, cuando había decidido ir al baño antes de salir hacia su oficina. Nunca nadie supo si la mujer quiso decir que la habían atacado sexualmente o solo tocado, pero en fin.

 Fue después que, después de mucho trabajo, otra compañía inmobiliaria fue capaz de venderle la casas a los huéspedes aparentemente perfectos: eran dos azafatas y dos pilotos. Eran todos amigos y buscaban un lugar para vivir los días que tuvieran descanso. Eso pasaba cada dos semanas, a veces más, pero el punto era que les había gustado la casa pues el aeropuerto estaba más bien cerca. Era perfecto para ellos y se mudaron un día soleado en el que el barrio observaba, incluso cuando ellos no se dieron cuenta de ello. Todos estaban en alerta.

 Pero los días pasaron y los hombres y mujeres de la casa iban y venían sin problema por lo que muchos entendieron que la misa y la limpieza de hacía tiempo habían dado sus frutos. Ya todo estaba bien y los vecinos lentamente dejaron de hablar de la casa y de su pasado. Al menos hasta que un día vieron la noticia en la televisión de que uno de los pilotos y una de las azafatas habían muerto en un accidente aéreo. La causa, según dijeron, eran rayos caídos directamente sobre el aparato.

 A la gente le pareció raro y de nuevo empezaron a observar la casa pero para nada pues los inquilinos que quedaban se fueron por una razón simple: no tenían como pagar el alquiler sin sus compañeros. La gente creyó, de nuevo, que la casa quedaría sola por mucho tiempo después de eso. Pero se equivocaron pues no pasó ni un mes hasta que llegó la familia Robinson. Eran bastante amables y sonrientes. La familia estaba formada por el padre, la madre, un hijo adolescente, un niña pequeña y la madre de la mujer.  Parecían una familia feliz.

 La gente estuvo pendiente de ellos e incluso los invitaron a actividades del barrio, pensando que así de pronto no pasaría nada con ellos. Pero eso no evitó nada de lo que pasaría después. Todo empezó una noche de tormenta, cuando varios rayos impactaron la casa y casi la hacen arder. La lluvia lo impidió pero los vecinos estaban decididamente asustados. Los rayos no eran comunes y los hacía pensar en la tragedia aérea y en que de pronto sí estaba relacionada con la casa y lo que sea que tuviera en sus más oscuros rincones.

 Otra noche, se oyó un escandalo, cosas que se rompían y muebles lanzados contra las paredes. El ruido era tal que todo el mundo miraba por las ventanas. Salieron a la calle cuando los Robinson salieron corriendo a la calle en pijama. Estaban llorando y gritando, pues juraban haber sido testigos de algo demoniaco. Todos se había movido solo y decían que las paredes del cuarto de los niños había llorado sangre. La policía revisó y no encontró nada de eso pero sí vieron el desastre causado y los identificaron como vecinos problemáticos.

 Las noches de ruido y caos siguieron. El rumor era que todo pasaba en el cuarto de la niña pequeña. Un día llegó un coche negro y muchos dijeron haber visto a un sacerdote bajar de él. Esa semana fue intensa pues el ruido era mayor y alguna gente juró haber visto a los muertos de antes deambulando en la noche. Todo culminó una noche en la que los vecinos fueron despertados por el estruendo y luego una voz potente y ronca que los amenazaba de muerte. Cuando salieron a la calle a ver quien era, muchos aseguran haber visto a la niña flotar frente a la casa, hablando con esa voz.


 Los Robinson finalmente se fueron y eso fue lo último que se vio en esa casa. Poco a poco, el conjunto empezó a desvanecerse por la construcción de edificios y la salida de vecinos de hacía muchos años. Pocos de los vecinos originales seguían allí. Sin embargo, todo el mundo sabía de la casa y la ignoraban. Eso será al menos hasta mañana, cuando la casa amanezca en ruinas y el demonio que habita en ella haya decidido que es hora de cambiar de estrategia.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El monte de Santa Odilia

   Con una puntería inexplicablemente buena, el monje derribó con una sola piedra en su onda el pequeño aparato que había estado dando vueltas por el monte. Normalmente los religiosos no tenían reacciones de ese tipo, no se ponían como locos y derribaban el primer dron que vieron con una piedra del tamaño de un puño. Lo que pasaba entonces era que, por mucho tiempo, el templo de Santa Odilia había estado cerrado a todos los demás hombres y mujeres del mundo. Esto había sido decidido por los monjes hacía unos doscientos años y desde entonces solo se aceptaban cinco nuevos religiosos cada año. Era una cuota bastante decente pues cada año el número de jóvenes interesados bajaba drásticamente.

 Cuando los monjes habían decidido encerrarse en el monte, por allá cuando todavía no había elementos electrónicos ni nada por el estilo, eran unos ochenta los que vivían en el monasterio y lo increíble era que, para esa época, tuvieron que construir más habitaciones para que pudieran estar todos cómodos. Ahora, sin embargo, los monjes no superaban la docena y la limpieza de todo el conjunto de edificios era una tarea titánica en la que todos ayudaban con lo que podían pero era obvio que no era suficiente pues de los habitantes actuales, la mayoría eran hombres mayores de edad que no podían agacharse demasiado o se quedarían ahí sin poderse mover. Los más jóvenes debían cargar con el peso de todo y, así las cosas, era inevitable que algunas partes del monte cayeran en ruinas.

 La capilla sur, por ejemplo, era uno de aquellos edificios que estaba literalmente cayéndose a pedazos. Cada cierto tiempo, un pedacito de la piedra con la que se había construido, rodaba cuesta abajo hacia el abismo que había allí. Los monjes sabían que perderían el edificio en poco tiempo pero no era algo que en verdad discutieran porque eso requería buscar una solución y la verdad era que no había soluciones para tal cosa, al menos no para ellos pues no había dinero y las reglas eran estrictas en cuanto al ingreso de “extranjeros” y el tipo de ayuda que podían recibir. Los mayores zanjaban siempre cualquier eventual discusión, recordando a los demás que el lugar era un retiro espiritual.

 El día que el dron fue derribado, los monjes estaban terminado una semana bastante difícil. Una torrencial lluvia se había llevado uno de los muros de la capilla y con él varios artículos de gran valor. Además, el agua había revolcado la tierra de la peor manera posible, arruinado el pequeño huerto que tenían. Recuperaron lo que pudieron pero los animales que aprovecharon el momento no dejaron demasiado para ellos. La tormenta había ocurrido por la noche y por eso se sentían aún más afectados porque no había nada que hubiesen podido hacer para evitar nada de lo que había pasado.

 La semana siguiente tampoco empezó muy bien. Tuvieron una visita muy poco usual de un miembro de la policía. No había venido en automóvil sino en bicicleta, con todo y su uniforme. El hombre no eran joven ni viejo y tenía una apariencia bastante arreglada, llevaba toda su vestimenta a punto. Los monjes le hablaron a través de la puerta, sin verle la cara directamente. No podían romper todas sus reglas pero era obvio que tampoco podían ignorar que el mundo exterior tenía sus reglas propias y que una de ellas era asumir las consecuencias de sus actos. Los monjes sabían bien que derribar el dron había sido algo incorrecto, a pesar de que no supieran que era ese aparato, para que servía o como funcionaba.

 El policía fue lo más cortés que pudo y trató de no utilizar vocabulario muy confuso. Ellos entendieron todo a la perfección cuando él les explicó que el objeto que habían derribado era propiedad de un niño que había tenido curiosidad por el monte y había utilizado su juguete para poder tomar fotos y videos del lugar. Por supuesto que los monjes sabían lo que eran fotos y videos porque ninguno había nacido en el monasterio pero como todos eran mayores de cierta edad, no estaban muy al tanto de los últimos avances de la tecnología. Para ellos, el aparato que habían visto circular el monasterio era un juguete. Se disculparon con el policía pero el dijo que había un detalle más y dudó al decirlo. De hecho, los monjes tuvieron que pedirle que hablara más fuerte. El oficial aclaró la garganta y les explicó que el niño quería que le pagaran su juguete.

 Por supuesto, era un pedido ridículo y era por eso que el policía no había tenido la valentía de decirlo en voz alta. ¿Cómo iban a pagar los monjes algo que ni siquiera sabían lo que era? Encima que no tenían ni comida ni ninguna riqueza con la que pudiesen conseguir dinero. La conversación con el representante de la ley llegó hasta allí porque no había nada más que decir. Excepto… El oficial se devolvió a la puerta y les dijo, en voz bien clara, que el niño era el hijo del alcalde del pueblo cercano y por eso era que lo habían enviado en verdad. Se devolvió a su bicicleta sin decir nada más y partió con rapidez.

 Los monjes acordaron ignorar lo sucedido. Era obvio que no podían obligarlos a pagar nada pues no tenían como pagarlo. Además, el niño debía haber sabido que no era un lugar correcto para estar jugando, por lo que el derribo del juguete no era algo completamente difícil de entender. Los monjes decidieron ignorar lo que había pasado y tratar de recuperar su huerto y todo lo que habían perdido en vez de preocuparse por un niño y un montón de personas que nunca habían visto. Tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para reformar todo el huerto y tratar de que allí creciese algo como lo que había habido antes pero era difícil saber si lo conseguirían.

 Fue en una de las cenas de las noches siguientes, en la que uno de los monjes mayores quiso explicarles su posición frente a lo sucedido con el juguete. Él entendía que la mayoría creyera ridículo querer que ellos pagaran el juguete dañado pero le parecía muy mal que los monjes parecieran darle la espalda al mundo por el que se suponía que se habían dedicado a la vida religiosa. A pesar de ser personas que habían decidido encerrarse en un montaña por su propia decisión, esa decisión no podía ser una completamente egoísta o sino, ¿de que servía estar tan adentro de la religión, tan metidos en algo que se supone es para el bien de toda la humanidad y no solo para lo que deciden vivir una vida de recogimiento?

 Las palabras del monje mayor hizo que todos reflexionaran ese día. Sin duda tenía razón. A pesar de que pagar sería ridículo pues no tenían con que, ellos ni podían darle la espalda al mundo nada más porque su decisión los había llevado a vivir aislados de todos los demás. Era algo complejo de entender, de explicar y de hacer, eso de irse a vivir lejos por el bien de la humanidad y por la mejora de la espiritualidad. Era algo complejo que ellos siempre buscaban explicarse porque los monjes no lo sabían todo y era hombres tan confundidos como los pudiese haber en las calles del mundo. Todos los problemas seguían siendo problemas en el monte de Santa Odilia, lo quisieran o no.

 La sorpresa la recibieron pasadas una semana, cuando el mismísimo alcalde del pueblo más cercano se presentó en el monasterio y exigió entrar al monasterio. Le explicaron, a través de la puerta, que eso no era posible pero que podían hablar si eso le complacía. El hombre parecía estar de ánimo para discutir, porque los monjes podían oír como sus pies iban y venían, caminaba de un lado para el otro mientras decía que su hijo estaba muy triste por su juguete. Decía que había llorado mucho desde el momento en el que la piedra le había dado de lleno y el pobre aparato se había dañado irreparablemente.


 Los monjes escucharon pero no dijeron nada. Al menos no hasta que el hombre hubiese acabado. Entonces uno de ellos, uno de los más jóvenes, le propuso algo al alcalde a través de la puerta: podía traer a su hijo, al niño, para que los visitara y ellos pudiesen explicarle por qué habían reaccionado de la manera en la que lo habían hecho. Los demás monjes lo miraron como si estuviera loco y el alcalde dejó de caminar de un lado al otro. La idea era revolucionaria, por decir lo menos. El alcalde dijo que lo pensaría y se fue sin más. Los demás monjes no quisieron alargar la conversación pero sus opiniones eran muy variadas. Sin duda era una buena solución al problema de demostrar quienes eran ellos pero también estaba el hecho de que arriesgaban parte de quienes eran para lograr aclarar su punto. Hubo muchos rezos y reflexiones esa noche y no solo en el monasterio.