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viernes, 14 de diciembre de 2018

Cuando llegaron...


   El bote se aproximaba con rapidez a la isla. El cielo estaba ya cubierto por completo de nubes gruesas cargadas de agua, oscuras como se veían siempre en esa época del año. Las personas en el bote se sostenían con fuerza de los bordes, pues el conductor había decidido ir a toda marcha, forzando el motor a dar todo de sí. Eran solo siete personas, entre las cuales había tres mujeres y una niña pequeña que no podía conciliar el sueño. Miraba el cielo y también la superficie del agua, que parecía hecha de algún metal extraño.

 El aire olía a sal, lo que indicaba la proximidad del mar pero nadie sabía muy bien para dónde se podría encontrar una gran masa de agua. Lo cierto es que ninguno era de esa región y solo se encontraban allí por la pura necesidad de sobrevivir. Ninguno de ellos se conocía entre sí, no eran familiares ni amigos, ni siquiera vecinos o trabajadores en la misma empresa. Eran solo personas que se habían encontrado en un punto crucial en ese momento del mundo y habían decidido arriesgarse juntos para ver si sobrevivían a semejante desastre.

 Cada uno penetró el espeso bosque en un momento distinto, en circunstancias muy diferentes. Algunos habían tenido dinero en el pasado, uno de ellos en cambio había vivido en la calle durante una época de la vida. Pero nadie decía nada. No era porque no quisieran comunicarse o hablar sino porque el miedo los tenía amarrados al bote, como si de su llegada a la isla más próxima dependiera todo lo que habían apostado al unirse en un grupo tan desigual y diferente. Era todo lo que tenían.

 El agua salpicaba sus caras y manos pero ellos solo tenían cabeza para el pasado. No habían tenido un momento tan tranquilo como ese y eso que no se sentían precisamente calmados. Sin embargo era el momento adecuado para pensar en sus seres queridos, en gente que jamás volverían a ver en sus vidas. Algunos incluso habían visto como morían frente a sus ojos, algo que nunca olvidarían. Sus músculos estaban cansados y sus cuerpos pedían algunas horas de sueño pero el cerebro trataba de impulsarlos con recuerdos.

 El hombre que manejaba el motor era el único que de verdad parecía estar alerta. Estaba de pie, no como los demás que iban casi acostados en el fondo del bote. Tenía puesta una ropa que no tenía nada que ver con el frío clima del bosque, lo que denotaba que su lugar de proveniencia no era muy próximo. Sus cabello se sacudía con el viento y su cara parecía quemada de varios días. El sol y la brisa habían hecho de él una escultura viviente de lo que ocurría en esos momentos y su mirada glacial era otra prueba más de que las cosas ya no eran como antes en un mundo que había sido perdido para los seres humanos.

 Habían sido cautivados por sus hermosos colores y su aspecto gentil. Se habían dejado convencer por tonterías que ni siquiera resultarían efectivas en pájaros o insectos. Ellos llegaron de la nada y los seres humanos, como tontos, pensaron que nada pasaría, que todo era para lo mejor. Y, para ser justos, así lo fue durante un tiempo. Pasaron días y luego meses después del primer arribo y luego vinieron más y no pasaba nada, solo interacciones de algunos momentos en las que parecían aprender una cultura de la otra.

 Pero al parecer, los seres humanos no somos los únicos capaces de mentir o de hacer cosas para perseguir una meta más allá, oculta a los ojos de los demás. Pasado poco más de un año, un batallón entero de ellos llegó a la superficie del planeta, en varios puntos. Con facilidad, destruyeron todas las defensas existentes. La gente vio morir primero a soldados y generales, con o sin medallas en sus pechos. No importaba quienes fueran o que tan valientes hubiesen sido antes, morían igual, haciéndose pedazos en el suelo.

 La gente estaba tan impactada que muchos no reaccionaron en el momento. Curiosamente, todos los que iban en el barco eran personas que habían hecho algo en aquellos primeros instantes. Eso sí, ellos eso no lo sabían pero lo hubiesen comprendido si hubiesen interactuado como se esperaba de los seres humanos. Pero estaban asustados y era algo completamente comprensible. Esos seres con cara angelical habían destruido todo lo que habían conocido sus vidas en apenas horas, a veces en menos tiempo.

 Correr, huir de sus casas y lugares que frecuentaban, era lo más natural. La mayoría lo había hecho con familia pero eso casi siempre terminaba mal. Por alguna razón, las criaturas parecían tener una percepción bastante rara de lo que significaba una familia y tenían una horrible obsesión por deshacer la existencia de cualquier sociedad humana que cumpliera con esas reglas de sangre que por tanto tiempo habían enlazado a los seres humanos entre sí. Seguramente ellos creaban comunidades de otras maneras.

 Casi siempre dejaban a un solo sobreviviente y esos eran los que estaban en el bote. Todos eran los únicos sobrevivientes de sus grupos familiares, los únicos que tratarían de vivir para contar la historia de sus familias y hacerla perdurar en el tiempo, si es que tenían la oportunidad de hacerlo. Los seres seguían matando y persiguiendo a aquellos que ellos pensaban podrían hacerles algún tipo de oposición. Esa extraña muerte en la que los cuerpos eran carbonizados en vivo era su solución para todo y durante todo el proceso siempre tenían la misma horrible expresión en lo que podría llamarse sus caras.

 Pocos seres humanos tuvieron éxito al tratar de hacerles frente. La mayoría moría antes de saber lo que les había pasado. Pero algunos habían podido descifrar algunas cosas acerca de esas criaturas. una de las cosas más notables era su increíble aversión al agua. Pero no a toda el agua sino a la que estaba demasiado fría. Incluso habían quienes creían que querían hacer de la Tierra un mundo con agua casi hirviendo en todas partes. Podría ser esa la segunda parte de su plan de conquista. Sin embargo, eran todo conjeturas.

 Cuando el bote por fin toco tierra en la isla, los sobrevivientes se bajaron lentamente. Ninguno ayudó a nadie, ni siquiera a la niña. En silencio formaron un a fila y se adentraron en la isla, compuesta por pinos altos y robustos en los que no crecía nada excepto piñas ya resecas que no servirían de nada para sobrevivir. Buscaron el lugar más remoto y allí se asentaron. Pudieron hacer un fuego pequeño, no demasiado vistoso, y se sentaron a su alrededor para calentarse las manos y esperar a caer rendidos de sueño.

 Ninguno hablaba, solo hacía cada uno lo que quería. Y la mayoría quería calentarse, excepto por el hombre que había manejado el motor. Él se retiró de la zona de la hoguera y volvió al rato. Solo dijo que el agua estaba bastante fría y eso fue todo. Todos le pusieron atención pero no respondieron con nada, ni con una pregunta ni con un agradecimiento. Pasadas algunas horas, los sobrevivientes se fueron durmiendo, excepto por el hombre que había manejado el bote y por la niña, que no parecía estar muy cómoda.

 Él trataba de tallar un pedazo de palo con una navaja, pero hacía un horrible trabajo. La niña se levantó del suelo y se hizo cerca de él, sin decir una sola palabra. Parecía que quería preguntar algo. Tal vez incluso quería un abrazo para que la reconfortara o tal vez algunas palabras de aliento. Era evidente que estaba ahora sola en el mundo y que no tenía las mejores posibilidades para sobrevivir. Algo quería pero ella solo se sentó cerca y observó como el hombre intentaba tallar hasta que no intentó más.

 Al otro día, él se despertó y fue a ver a los demás. Pero ellos ya no estaban. Lo habían dejado con la niña. Cuando fue a ver si el bote estaba bien, encontró las figuras carbonizadas de los otros cinco miembros de su grupo. Las criaturas habían venido en la noche a matarlos y se habían ido sin más. Por alguna razón, lo habían dejado vivo a él y a la niña. ¿Era porque se habían hecho aparte o porque los otros habían desarrollado alguna conexión especial? Tal vez era solo una expresión de maldad pura, una crueldad que iba más allá de la comprensión humana. O tal vez solo mataban y ya. Ahora estaba solo, con la niña, y no tenía ni la más mínima idea de cómo evitar ambas muertes inminentes.

lunes, 6 de noviembre de 2017

No engañas a nadie

   El pequeño pueblo se veía a la perfección desde la parte más alta de la montaña. Desde allí, parecía ser el lugar perfecto para conseguir algo de comida y tal vez un transporte seguro hacia una ubicación algo más grande, alguna de esas urbes enormes de las que el mundo estaba hecho. Quedarse en semejante lugar tan pequeño no podía ser una opción pues eso pondría en peligro a los habitantes. Era algo que simplemente Él no quería hacer, sabiendo lo poco que sabía.

 Mientras bajaba por la ladera de la montaña, hacia el pueblito, se alegró un poco porque podría tal vez quitarse esas ropas untadas de sangre para ponerse algo que le quedara mejor. Las botas eran para pies más grandes y ya tenía varias llagas que habían sido insensibilizadas por el frío del suelo. Toda la región era un congelador gigante y eso era bueno y malo, muy incomodo pero también un refugio siempre y cuando Él se quedase quieto lo suficiente para que no lo vieran.

 Y es que desde su escape de la base destruida, varios helicópteros habían pasado por encima de su cabeza, sondeando cada metro del bosque, en búsqueda de sobrevivientes. Lo más probable es que buscaran el dueño de la voz que Él había oído antes de emprender su caminata, al menos eso se decía a si mismo. Pero la verdad era que todo podía ser solo una ilusión bien elaborada por  su mente para sobrevivir semejante experiencia. Tal vez todo estaba en su trastornada cabeza.

 Era probable que los helicópteros lo buscaran a Él, el único sobreviviente de la destrucción de ese horrible lugar. No sabía si llamarlo prisión u hospital o laboratorio. Era un poco de todas esas cosas. El caso era que ya estaba en el pasado y no quería volver a él. Sin embargo, estaba claro que no podría comenzar una vida común y corriente así como así. Sabía que la gente que lo buscaba, si sabían más de él que él mismo, no descansarían hasta tenerlo encerrado en una nueva celda.

 Llegó a la base de la montaña tratando de alejar los malos pensamientos de su mente y obligándose a sonreír un poco. Mientras caminaba hacia las casas más próximas, ideó en su mente la historia que diría por los días que le quedaran en la tierra. A nadie le podría decir la verdad y como no recordaba su pasado, lo más obvio era construir una realidad nueva, a su gusto. Diría que era un cazador que había sido atacado en el bosque por un oso. El golpe lo había dejado mal y ahora necesitaba comida, ropa y una manera de volver a su hogar lo más pronto posible.

 Llegó al centro de la población y pudo ver la oficina estatal que siempre existe en esos lugares. Estuvo a punto de encaminarse hacia allá cuando escuchó el grito de una niña. No era un grito de alarma sino una exclamación de sorpresa: “¡Mamá, mira!”. Y la niña señalaba con su dedo al hombre que acababa de entrar en el pueblo. “¿Quién es, mamá?”. La mujer salió corriendo de detrás de una casa. Cargaba dos bolsas llenas y, como pudo, tomó a la niña de la mano y la reprendió en voz baja.

 Él se acercó, con cuidado para no alarmar a las únicas personas que había en el lugar. La mujer levantó la mirada y no dijo nada. Se veía muy asustada, como si hubiese visto algún fantasma. Viendo su reacción, Él se presentó, con la historia que había ideado caminando hacia el lugar. La mujer lo escuchó, apretando la mano de su hija que seguía haciendo preguntas pero en voz baja. Cuando el hombre terminó de hablar, la mujer lo miró fijamente, cosa que casi dolía por el color tan claro de sus ojos.

 Una de las bolsas de papel se rompió y todo su contenido cayó sobre la nieve. La mujer se apresuró a coger las cosas pero Él la ayudó, cosa que obviamente no esperaba. Cuando tuvieron todo en las manos, la mayoría en manos del hombre, él le pidió ayuda de nuevo. La mujer miró a todos lados y con una mirada le indicó que la siguiera. Ella empezó a caminar casi corriendo, lo que hacía que la niña se quejara por no poder caminar bien. Pero al parecer la mujer tenía prisa.

 Pronto estuvieron en el lado opuesto del pueblo. La mujer le dio las llaves a la niña y fue ella quien abrió la puerta de la casa. Hizo que primero pasara su invitado para poder dar una última mirada a los alrededores. Cerró la puerta con seguro y dejo los víveres sobre un mostrador de plástico. Las casas eran tan pequeñas como se veían por fueran. Esa estaba adornadas con varios dibujos y fotografías que hacían referencia a un esposo, obviamente ausente en ese momento.

 La mujer recibió los víveres que faltaban de manos del hombre y le explicó que ese no era un poblado regular sino temporal. Era un campamento para los trabajadores de una mina de diamantes muy próxima a las montañas que había atravesado el hombre. La mujer le explicó, mientras cocinaba algo rápidamente, que hacía poco habían venido agentes estatales a revisar el campamento y a establecer allí un centro de operaciones temporal para lo que ellos llamaban una “operación secreta”, que al parecer era de vital importancia para el país.

 Mientras servía una tortilla con pan tajado, la mujer explicó que los hombres nunca venían hasta la noche y que los visitantes inesperados habían sido ahuyentados por la presencia del Estado. Por eso la llegada un hombre desconocido le había causado tanta impresión. De hecho, sus manos temblaron al pasarle el plato con comida y un vaso de agua. Él solo le dio las gracias por la comida y empezó a consumir los alimentos. Todo tenía un sabor increíble, a pesar de ser una comida tan simple.

 Agradeció de nuevo a la mujer, quien se había acercado para mirar a su hija jugar sobre un sofá. Él le iba a preguntar la edad de la niña cuando la mujer le dijo que era obvio que su historia era mentira. Era algo que se veía en su cara, según ella. Apenas dijo eso, se dio la vuelta y entro en un cuarto lateral. Mientras tanto, la niña lo miraba fijamente. De la nada esbozó una sonrisa, lo que causo una también en su rostro. Sonreír era todavía algo muy extraño para él.

 Cuando la mujer volvió, su hija estaba muy cerca del hombre, mostrándole algunos de sus dibujos. La mujer traía un abrigo grueso, que según ella era parte de un uniforme viejo de su marido. Tenía también un camisa térmica que ella ya no usaba y pantalones jeans viejos. Lamentó no tener botas o zapatos que pudiese usar pero él dijo que ya era bastante con lo que tenía en los brazos. Además, lo siguiente era viajar a alguna ciudad cercana, si es que eso era posible.

 La mujer respondió con un suspiro. Sí había una ciudad relativamente cerca, a seis horas de viaje por carretera. El problema era que no había transporte directo desde allí sino desde el poblado más cercano y ese seguro estaría todavía más lleno de agentes del Estado que la propia mina. El hombre iba a decir algo pero ella le respondió que sabía que había cosas que era mejor no decir. Le indicó donde era el cuarto de baño y el hombre se cambió en pocos minutos.

 En las botas puso algo de papel higiénico, para ver si podría caminar un poco más. La mujer le indicó el camino hacia el pueblo, pasando un denso bosque que iba bajando hacia la hondonada donde habían construido todas las casas y demás edificaciones.


Se despidió con la mano de madre e hija. Apenas puso, apresuró el paso. Horas más tarde, el esposo de la mujer llegó. Ni ella ni su hija dijeron nada, y eso que el hombre vio en uno de los dibujos de su hija un hombre con gran abrigo y grandes botas, ambos con manchas de sangre. Lo atribuyó a la imaginación de la pequeña.

miércoles, 28 de junio de 2017

El coloso del desierto

   Para verlos, había que hacer un recorrido muy largo desde el embarcadero de la isla hasta su parte más central y aislada. El único poblado era el que ocasionalmente recibía los ferris con provisiones de la capital de la provincia, que estaba ubicada a dos días por mar. La razón para esta conexión era fácil de explicar: el archipiélago era tremendamente peligroso y el viaje entre ellas era difícil por todos los cambios de vientos, los torbellinos que se formaban y las anomalías electromagnéticas.

 Las historias de naufragios existían por montones y no había otra manera de llegar a la isla que no fuera por agua. La construcción de una pista de aterrizaje necesitaría una modificación profunda de alguna parte de la isla y sus habitantes no dejarían que eso pasara. Y el resto de poblados estaba tan lejos que ni construyendo mil puentes y carreteras sobre el agua sería posible llegar a ninguna parte. Además, y tal vez lo más importante, a la gente de la isla le gustaba estar aislada.

 Recibían sus provisiones y eso era todo lo que necesitaban del mundo exterior. Se trataba más que todo de medicinas, imposibles de producir en la isla. Lo normal era que trataran sus enfermedades con hierbas y ungüentos caseros, pero de vez en cuando la medicina moderna tenía que acudir en ayuda cuando simplemente no se podía hacer nada por la persona. Era difícil algunas veces pero a todo se acostumbra el ser humano y sin duda la gente se acostumbró en ese rincón del mundo.

 El turismo no era algo muy frecuente pero no era del todo extraño que, de tiempo en tiempo, algunas personas vinieran a explorar la isla. Después de todo, buena parte había sido declarada patrimonio cultural y natural del país, lo que quería decir que era una lugar único por muchas razones. Solo los turistas de aventura venían, pues sabían que venían a ver un mundo completamente distinto y que, en ese proceso, no tendrían acceso a ninguna de las ventajas del mundo moderno.

 En la isla no había servicio de teléfono ni de internet. Lo único que había era un servicio postal, que era útil solo cuando llegaba el ferri, y un par de estaciones de radio y transmisores que servían para contactar con la marina en caso de alguna calamidad como un terremoto o algo por el estilo. De resto, la gente de la isla estaba por su cuenta y eso era algo que emocionaba a la mayoría de visitantes pues era una manera perfecta de alejarse de todo por un buen tiempo. Así vivían una experiencia de verdad única y llena de cosas nuevas.

 Diego fue uno de los primeros turistas que llegó cuando se inició el servicio de ferri, que hoy tiene apenas algunos años de existir. Con anterioridades, había que llegar a la isla por medio de embarcaciones privadas. El hombre había leído acerca de la isla en una de esas revistas sobre la naturaleza que había hojeado en un consultorio dental. Las fotos eran tan hermosas en ese articulo que Diego decidió buscar una copia de la revista para su casa y así tener esas imágenes cerca por mucho tiempo.

 Sin embargo, pronto no fue suficiente tener esas fotografías cerca. Diego nunca había sido el tipo de persona que necesita la aventura para vivir y sin embargo se encontraba al borde de una decisión increíble. Después de mucho pensarlo, decidió que tenía que ir a ese lugar. Como pudo, dejó a alguien encargado en su trabajo y compró uno de los billetes de transporte más caros que jamás había pagado. Además, empezó a hacer compras para estar bien preparado.

 En un solo día, compró una de esas mochilas enorme para poner dentro todo lo demás. Compró una tienda de campaña, un abrigo para bajas temperaturas, protector solar, medias térmicas, un termo especial que conserva el agua fría por más horas, una navaja suiza y muchos otros objetos con los que fue llenando la mochila, que terminó pesando más de lo deseado pero nada que Diego no pudiese cargar. Lo otro fue entrenar un poco, para lo que el hombre tuvo apenas unas semanas.

 Iba todos los días al gimnasio y hacía una rutina bastante intensa en la que el objetivo era quemar grasa y hacer crecer los músculos par adquirir mayor fuerza. Hubo días en los que fue dos veces al gimnasio y no quería parar, tanto así que su entrenador tuvo que exigirle descanso y buena alimentación para no colapsar de un momento a otro. Había pasado con otras personas antes y pasaría con él si no se tomaba un descanso. Pero Diego estaba ciego a causa de su objetivo.

 Cuando por fin llegó el día, tomó un avión hacia la lejana capital de la provincia insular y de ahí abordó el ferri, un barco más bien pequeño pero muy curioso, pues llevaba de todo encima. Desde bolsas y bolsas de correo hasta automóviles y animales de granja. Las personas abordo eran igual de diversas: había quienes iban a visitar familiares pero también gente que claramente trabajaba para el gobierno. Abuelos y niños, hombres y mujeres. En total, eran unas cuarenta personas, tal vez más o tal vez menos, Todo estaban felices de ir a la isla.

 Cuando llegó, Diego fue recibido con curiosidad por todo el mundo. Al fin y al cabo, no era muy común ver turista por allí y menos que vinieran de la capital del país y no de la misma provincia. Incluso el encargado de la isla, una suerte de alcalde, decidió buscar a Diego para invitarlo a una cena muy especial en su honor. Diego estaba tan apenado por la sorpresa que no tuvo opción de aceptar o negarse. Esa noche bebió y comió como los reyes y se enteró de que la isla era aún más salvaje de lo que esperaba.

 Se quedó en el poblado por una semana, hablando con varias personas para planear su viaje a pie lo mejor posible. Quería visitar todos los lugares importantes. Este hecho le valió el ofrecimiento de los servicios de una chica joven, prácticamente una niña, que según decían conocía absolutamente toda la isla porque era la mano derecha de su padre. Este había muerto recientemente a causa del hundimiento de su lancha de pesca hacía no mucho tiempo. Diego aceptó su ofrecimiento.

 El viaje por la isla tomaría otra semana para completar pero ese era el punto. Comenzaron una mañana de esas azules y volvieron durante una de las noches más hermosas que ningún hombre o mujer hubiese visto jamás. Diego se convirtió en uno de los expertos de la isla, pues tomó fotos de casi todo lo que vio y de lo que no tenía fotografías hizo más tarde dibujos, que serían replicados una y otra vez en revistas y publicaciones especializadas. Sin quererlo, se convirtió en científico.

 La imagen más curiosa, sin embargo, fue una que le tomó a la niña guía en una formación rocosa existente en un micro desierto en el centro exacto de la isla. Pero decir que era de roca no era correcto. Era más bien arena endurecida por algún proceso natural. El caso es que, crease o no, la formación de arenisca había tomado la forma de un hombre alzando los brazos hacia el cielo. Se le veía del pecho a la punta de los dedos de cada mano, Obviamente no era algo definido pero se veía con claridad.

 Ni la niña ni ninguno de los habitantes le supo decir a Diego si la formación era de verdad natural o si alguien había intervenido en algún momento para crear semejantes estructuras tan perfectas y a la vez tan bruscas. Tenían además un atractivo especial, difícil de explicar.


 Diego atrajo con sus historias a más personas, más que todo científicos, que con el tiempo descubrieron nuevos animales y plantas en la isla pero nadie nunca supo explicar la presencia de lo que pronto llamaron El coloso del desierto.

lunes, 6 de febrero de 2017

Casi, el silencio

   Cuando entró en la habitación rosa, la mujer se tomaba de las manos y sus tobillos temblaban ligeramente. La verdad era que no se sentía muy cómoda para caminar pero no tenía opción de detenerse a mirar el tiempo pasar, no podía analizar lo sucedido. Tenía que actuar y hacer lo que era su trabajo para que todo estuviera a punto por si había que actuar más rápidamente o de improviso. Nunca se sabía con personas como ellos, siempre había que estar un paso delante de todo.

 La niña, Alejandra, estaba en el suelo jugando con un par de carritos. Los hacía mover de un lado al otro, tocada por un rayo de sol que se colaba por entre las gruesas cortinas de la vieja habitación. No se trataba de una niña feliz jugando con sus juguetes sino de una pequeña que parecía querer pasar el tiempo. Se sentía como si supiera que era lo que estaba pasando pero a la mujer ya le habían indicado que los niños no tenían ni idea de lo que había ocurrido tan lejos de ellos.

 El niño, un par de años menor, estaba en una posición muy diferente. Estaba sentado en un viejo diván, de esos que tienen patas talladas con forma de garra de león. Como su espalda estaba bien recostada contra el mueble, sus pies flotaban por encima del suelo. Apenas se movían. Lo que más le atraía al niño en ese momento era ese mismo haz de luz que tocaba a su hermana. Parecía estar fascinado con ello, casi como si fuera la primera vez que viera algo así en su vida.

 La mujer les pidió que se incorporaran y le tomaran de la mano. Los niños obedecieron sin chistar, apenas mirándola. Se notaba que parecían tener cosas mucho más urgentes que pensar y no tenía sentido objetar una orden de un adulto al que conocían bien. Fueron caminando por un pasillo y luego por otro y los niños seguían tan silenciosos como siempre, sin decir nada de las personas que se les cruzaban por todas partes. Parecían llevar prisa pero se frenaban al verlos a ellos.

 Por fin llegaron al cuarto verde, donde su madre solía estar. En efecto, allí estaba ella pero no lucía como siempre. El impecable vestido que tenía, tan hermoso como todos los demás que se ponía a diario, estaba manchado de sangre. Había gotas oscuras en ciertas partes y más claras en otras. Su cabello estaba alborotado y tenía los ojos inyectados de sangre. Estaba sin zapatos. Apenas vio a los niños les indicó que quería un abrazo y ellos entendieron al instante. Se soltaron de la mujer y corrieron hacia su madre, que los apretó con fuerza.

 Estuvieron en la habitación verde todo ese día, sentados sobre otro sofá. Desde temprano habían sido vestidos con sus mejores prendas y, tras el paso del tiempo, se sentían cada vez más incomodos. Era ropa linda pero no era ropa para usar durante todo el día. Alejandra se quitó los zapatos pues le molestaban mucho y Daniel, el pequeño, dejó el abrigo tirado debajo del piano de cola que nadie en su familia sabía tocar. La madre los miraba temblando, sin decirles ni una palabra.

 Fue ya bastante tarde cuando alguien se acordó de ellos y les trajo algo de comer. No era lo que hubiesen deseado pero era mejor que aguantar el dolor de estomago. Mientras los niños se acercaban a la mesita de centro donde les pusieron dos bandejas con sopa de champiñones caliente, una mujer vino por su madre y se la llevó pero no por la puerta principal sino por una de esas laterales que parecían ser parte de los muros. Era una de las cosas que más les gustaba de esa casa.

 Algún día, no hacía mucho, habían explorado toda la casa con permiso de su padre. Era un lugar enorme y, según muchos, lleno de historia. El polvo también ocupaba buena parte de los rincones. Y donde no hubiera ni gente ni polvo, seguro que había insectos y demás bichos que llenaran los espacios vacíos. Al fin y a cabo era una casa muy vieja, que hacía más de doscientas años había sido construida y solo algunas veces se había reformado, nunca de forma profunda.

 Mientras tomaban la cremosa sopa, los niños miraban a su alrededor y escuchaban con atención. No había nadie más que ellos en la habitación pero no era muy difícil saber que justo al otro lado de la puerta estaba el pasillo por donde estarían pasando montones de personas. No era solo el ruido que hacía al caminar rápidamente, sino también que hablaban a viva voz, sin molestarse en hablar en voz baja o al menos de la manera en que normalmente se hacía por allí.

 No había que ser genio para saber que algo había ocurrido. Los niños se miraban a ratos, como para confirmar lo que suponían: los dos estaban preocupados y los dos sabían que algo grave había ocurrido. Algo tan grave que los adultos consideraban que no era apropiado para niños de la edad de ellos. No dijeron nada en voz alta porque, a diferencia de todos esos hombres y esas mujeres que pasaban deprisa, ellos sí veían la importancia de mantener un cierto volumen en sus voces y una calma que su madre siempre les había inculcado.

 Se trataba de tener paciencia y ellos la tenían, sin duda. De otros niños, se habrían tirado al piso a hacer algún berrinche o reclamar cosas que nada tenían que ver con  tal de que alguien tuviese una reacción algo más cercana a lo normal en esa casa. Pero ellos no harían nada parecido pues sabían que su hogar no era normal, no era el mismo que el de todos los demás niños. Sabían que quejarse no era la forma de ser oído ni de saber nada. La paciencia daba siempre mejores resultados. Eso y escuchar.

 La sopa estaba rica y apenas la terminaron vino un joven y se llevó ambas bandejas. Ellos le agradecieron, como su madre les había enseñado, y el joven solo los miró por un segundo, sin decir nada. Fue suficiente para ver que había estado llorando, igual que su madre. Ella volvió minutos después, con otro vestido mucho menos bonito. El otro tenía un color lila hermoso que siempre le había gustado a Alejandra por ser poco común, uno que casi ninguna mujer vestía.

 Pero el que llevaba era oscuro pero no negro sino como un tono raro de gris o de verde. La verdad era que quería saber porqué se había puesto su madre algo tan feo pero supuso que no era el lugar de preguntar nada como eso. Su madre los pidió de nuevo a su lado y ellos corrieron hacia ella. La mujer les dio besos por la frente, las mejillas e incluso sobre los parpados. Los apretaba con fuera y lloraba por montones, untándolos con el rímel corrido. Sin embargo, nadie dijo nada.

 Tuvo que pasar una hora más para que por fin se dieran cuenta que necesitaban ir a sus habitaciones, quitarse esa ropa incomoda y descansar. Era lo mejor pues, si no les iban a decir de que se trataba todo, no había razón para desvelarse ni aguantar el peso del sueño sobre el cuerpo. El pequeño Daniel solo tuvo que subir su cuerpo en la cama para quedar completamente dormido. Su madre lo cubrió bien y lo besó en la frente. Alejandra, en cambio, parecía no tener ganas de dormir. Miraba a su madre con preocupación pero no decía nada, no se atrevía a preguntar.


 La mujer le besó la frente, le pidió dormir y salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Al otro lado, la mujer se derrumbó y empezó a llorar como nunca antes lo había hecho. Alejandra la pudo oír por un buen rato, hasta que algunas personas vinieron a calmarla y se la llevaron. Luego la habitación quedó en completó silencio. La niña miraba hacia el techo y se preguntaba que pasaría con ella, su madre y su hermano al otro día. Quería saber lo que ocurría. Pero no podía saber nada. Solo podía preguntarse y esperar a que algún adulto decidiera decir la verdad.