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viernes, 19 de agosto de 2016

Terminamos

   El día de hoy creo que tuvimos que parar unas diez veces en el camino entre la casa y el supermercado. Siempre he dicho que no me importa pero hoy confieso que casi pierdo la cabeza cuando todas esas personas, casi todos hombres, se le acercaron a Matías a pedirle su autógrafo. Como siempre que pasa, decidí seguir caminando y lo esperé un poco más allá, tratando de no llamar la atención sobre mí. Bajo la sombra de un árbol enorme, me di cuenta de cómo lo miraban y lo que pensaban mientras él firmaba sus camisetas, cuadernos o portátiles.

 Tenían pura lujuria en la mirada. No se puede describir de otra manera. Incluso algunos se tocaban el pantalón de manera inapropiada, obviamente conscientes de que él podría darse cuenta. Querían que se diera cuenta para crear así algún tipo de tensión sexual que ciertamente yo no iba a permitir. Sentí un impulso horrible de lanzarme encima de cada uno de esos fanáticos y arrancarles la cabeza con mis propias manos. Esa era la cantidad de rabia que tenía acumulada.

 Lo que terminé haciendo fue lo mejor: él sabía que íbamos al supermercado así que simplemente me di media vuelta y seguí caminando hacia allí. Para cuando llegó, yo ya estaba en el segundo pasillo, eligiendo los alimentos congelados. Se me acercó sin decir palabra. Luego comentó algo sobre las papas fritas que más le gustaban. Sentí otra vez mucha rabia pero me la tragué toda y seguí el día como siempre.

 Cuando volvimos a casa, el teléfono sonó justo cuando entramos. Matías dejó las bolsas que venía cargando en el suelo y corrió para contestar. Como casi siempre que sonaba el teléfono, era su agente. Casi siempre a la misma hora, todos los días, ella llamaba para recordarle todos los compromisos que tenía pendientes para la semana y todo lo que tenía que preparar para la semana siguiente, si es que lo había. Las llamadas solían demorarse, al menos, una hora.

 Organicé yo solo el mercado en la cocina. Una vez terminado, fui a la habitación y me recosté. Tenía un dolor de cabeza horrible desde hacía varias horas. Sin quererlo, me quedé dormido y desperté en la oscuridad unas dos horas más tarde. Lo llamé pero no estaba. Al parecer había salido y no me había dicho nada.

 Hice algo que casi nunca hacía. Tomé mi celular y llamé a una de mis amigas. Hablamos un buen rato, sobre todo de mi relación con Matías. Yo casi nunca pedía auxilio pero esa vez creí necesario que alguien me escuchara, poder decir las cosas en alto para no sentirme a punto de enloquecer. Mi amiga me propuso vernos en un café y acepté sin dudarlo pues no era tan tarde como pensaba.

 En el restaurante en el que quedamos había mucha gente. Quedaba más cerca de su casa que de la mía pero era lo apenas justo pues era ella quien me estaba ayudando. En un momento casi lloro cuando le expliqué que vivir con un actor era muy difícil. Y más aún uno como él. No era solo por su físico y apariencia en general, sino que su fama en el contexto de su trabajo era tremenda. Mi amiga me confesó que siempre había estado asombrado por mi decisión de tener algo con él. Le parecía que no era algo que yo pudiese soportar. No me ofendí pues era cierto.

 Le pedí que me disculpara un momento pues tenía que ir al baño. Aproveché para limpiarme la cara y refrescarme por completo. El dolor de cabeza era menos fuerte pero lo sentía debajo de la superficie. Respiré hondo varias veces y salí cuando estuve un poco más relajado pero aún no completamente tranquilo.

 Cuando volví a la mesa, mi amiga parecía preocupada por algo. Miraba a un lado y al otro como esperando a alguien más. Le pregunté si pasaba algo y me dijo que no era nada, que siguiéramos hablando de lo mío. Le dije que lo mejor era dejar el tema por esa noche pues no quería un dolor de cabeza más grande. Pero mientras yo le decía eso, ella seguía distraída, mirando a todos lados menos a mi. Le exigí que me dijera que pasaba y esa vez ya no dijo nada, solo miró por encima de mi hombro.

 Me di la vuelta al instante y vi a Martín a través del vidrio que era la fachada del restaurante. Él estaba afuera, hablando con otro hombre muy bien parecido. Al instante pensé que de pronto era uno de los otros actores que trabajaban con él pero la verdad no lo reconocía de las fotografías que él mismo me había mostrado. Solo pensar en ese día me causó un dolor de cabeza más grande.

 No oía de que hablaban pero parecían muy contentos. De pronto se tomaron de la mano y se alejaron de allí hablando, contentos. Yo me quedé de piedra mirando a través del vidrio. No pensaba en nada ni estaba uniendo cabos. Solo me quedé ahí, vacío. Mi amiga también parecía haber perdido el don del habla. Solo me miraba y apuraba su café, dando por terminada la velada de ayuda.

 A mi casa regresé en bus, Hubiera podido tomar un taxi pero llegaría muy rápido y tenía ganas de pensar. En el bus, vi como empezaba a llover afuera y entonces pensé en lo que había pasado y como debía enfrentarlo lo más rápido posible. No era como si no me hubiera pasado algo así antes. Debía hablarlo con él y terminar las cosas pronto, antes de que todo se pusiera mucho peor.

 Al entrar a casa, casi me muero al ver que él estaba allí. Ya había llegado de su cita o de lo que fuese lo que estaba haciendo. Estaba sentado frente al televisor, viendo alguna comedia. Me le quedé mirando y me di cuenta que, aunque era algo que ya había vivido, Matías era alguien con quién ya había convivido durante algunos meses de mi vida en un mismo lugar. Era lo más lejos que había llegado en una relación y ahora tenía que terminar todo de un día para otro. Se venían muchas decisiones difíciles y momentos para los que no estaba nada listo.

 Me aclaré la garganta y, con una voz temblorosa, le dije donde había estado y que lo había visto. Describí al otro hombre al detalle para que no hubiese probabilidades de confusión, para que no me dijera que imaginaba cosas. Le dije que lo había visto tomarse de la mano. El se me quedó mirando todo el rato y, cuando terminé, soltó una carcajada. La rabia que me dio no fue normal.

 Según él, ese hombre era solo un compañero del trabajo. Yo asentí y le dije que ese era otro problema. Le expliqué lo incomodo que encontraba que lo pararan siempre que saliéramos juntos para pedirle autógrafos. Él respondió que era algo que debía hacer y quo yo sabía bien que era parte de su trabajo. La rabia salió de pronto, sin que yo pudiese hacer nada para contenerla: le dije que no era un actor de teatro ni de cine sino un actor pornográfico, que no pretendiera como si fuera lo mejor del mundo.

 Matías me respondió que tal vez no era lo mejor del mundo pero que  sí ganaba dinero que podía invertir en nuestra vida juntos. Esa vez fui yo quien se rió porque él jamás había dado dinero para nada, excepto tal vez el mercado y eso no era ni siquiera todas las veces. El dinero para los servicios y el alquiler lo daba yo con mi trabajo. Él prácticamente vivía allí gratis. Volví a lo del tipo con el que lo había visto y le exigí que me dijera la verdad.

 El abrió el portátil que tenía al lado y me mostró unas fotos tipo paparazzi que le habían tomado con el otro hombre. Al parecer era una estrategia de publicidad para vender más de su ultima película. Yo nunca había tenido problema con ello. Jamás me había sentido curioso ni preocupado por su profesión. Pero en ese momento todo cambió porque me di cuenta de que lo que hacía tapaba partes de su personalidad que yo ni conocía.

 Le pregunté porque no me había hablado de eso y me contestó que, como era algo del trabajo, pensó que no era como para contarme. Entonces me di cuenta que nada funcionaba. Le pedí que se fuera de mi casa. Por un momento estuvo dispuesto a pelear por su derecho a permanecer allí.


 Creo que vio en mis ojos que yo también podía pelear. Con su mirada me dio la razón y simplemente buscó sus cosas y media hora después se había ido. Nunca me arrepentí de lo que dije o de lo que pasó. Era lo mejor. Lo que hacía no nunca fue la razón para separarnos sino su falta de confianza en mi e incluso en si mismo.

viernes, 8 de julio de 2016

Los muertos

   La primera flecha fue certera. Le dio justo entre las dos capas de armadura, clavándose con fuerza en la piel del hombre. Tyr se quedó con el arco tendido, esperando a recibir algún tipo de señal que le dijera que su disparo había servido de algo. Pero el hombre no se movía. De hecho, no hacía nada. Tyr alistó otra flecha y disparó con rapidez, dándole justo en la nuca. Eso hizo que la mole que había recibido el tiro cayera hacia delante, por fin dando una señal de que estaba vencido.

 El ejército liniense batallaba todavía del otro lado de las colinas pero, habiendo encontrad la debilidad de su enemigo, los tendrían a todos a sus pies en poco tiempo. Tur se acercó con el arco tendido al hombre grande. Se había quedado arrodillado, allí en medio del campo. El viento le movía el poco pelo que tenía, blanco como la nieve. Cuando por fin lo tuvo cerca, Tyr alistó otra flecha y esperó. No hubo movimiento ni indicio alguno de que seguía vivo. Sin embargo, dejó ir la flecha, directo a la frente.

 La criatura bramó con fuerza, haciendo que Tyr caminara hacia atrás y cayera torpemente. Sin embargo, el extraño hombre enorme cayó como una torre hacia delante y quedó allí tendido, sobre el pasto. No sangraba casi y Tyr se preguntó si se debía a la magia negra que lo había revivido y transformado en una criatura tan vil y sedienta de venganza. No lo sabría jamás ni hubiese querido. El punto era que todo había terminado, después de tanto esfuerzo.

 Media Linia estaba en llamas o destruida por completo. Los campesinos no tenían casa y tampoco mucho de los señores que habían enfrentado a la bestia y a su ejercito de muertos vivientes. Tyr bajó el arco y se acercó a la criatura. Estaba muerto de verdad. Con un cuchillo, fue cortando las partes que mantenían juntas su armadura y la puse toda a un lado. Esa protección había sido forjada por alguien que lo había enviado. Era obvio que había más detrás de todo.

 Tyr cargó la armadura en su caballo, que vino corriendo a su llamado, y con ella volvió a la capital para entregársela al rey en persona. Fue de camino al palacio cuando recibió noticias de la desaparición de todos los soldados muertos del ejercito que los había atacado. Ya todo estaba hecho y sin embargo Tyr no se sentía seguro ni contento. Nada parecido. Creía que las cosas apenas empezaban.

 Grok, la criatura enorme con armadura, había sido uno de los hombres más respetados del reino. Había sido un comandante, un posible rey. Pero había muerto hacía muchos años y alguien lo había revivido para causar caos e inyectar miedo en todos a través de una cara familiar. Al comienzo todos veían la cara del comandante y no sabían si disparar o dejarlo ir.

 Ahora el cuerpo muerto dos veces no se parecía mucho a nadie con tanto honor y de tan respetable origen. Era un cuerpo deforme lleno de cambios extraños por todos lados, con la piel brotada y los ojos de un color sucio, como si la magia negra que se hubiese apoderado de él hubiese despojado al pobre comandante de todo lo que lo había hecho un hombre de bien cuando estuvo vivo. Ahora no era nada, era menos que eso. Y nadie entendía como y porqué.

Sin embargo, Tyr se dio cuenta que a la gente no le importaba mucho. Apenas llegó a la capital, pudo ver que todo el mundo estaba de fiesta. Celebraciones por un lado y por otro, honrando a todos los grupos que habían tenido algo que ver con la destrucción del ejército de los muertos. Incluso se habían sellado ya alianzas con viejos enemigos por la ayuda que habían proporcionado en esos difíciles momentos cuando todo parecía perdido.

 Y es que los muertos casi habían ganado. Nadie lo quería decir así pero esa era la verdad. El ejército de los no vivos marchaba con firmeza hacia la capital y la hubiesen arrasado de no ser por el escudero Pike y su descubrimiento en uno de los libros que tanto leía. A la gente que celebraba en la capital no parecía importarles que el verdadero salvador era un don nadie lector de libros y no un soldado ni el preciado rey.

 Tyr llevó la armadura ante la corte y explicó lo que había sucedido. Dijo donde encontrar el cuerpo de la criatura y, antes de que pudieran preguntar nada, se retiró. No tenía ánimos de responder tonterías ni tenía el mínimo interés de unirse a sus celebraciones vacías. Prefería cabalgar de regreso a casa y tener algo de paz para poder pensar sin interrupciones. Unos momentos después, se le vio alejándose a toda velocidad de la capital, en dirección a su faro.

 Vivía allí desde que podía recordarlo. No siempre había estado solo, pues su abuela lo había criado y le había enseñado todo lo que un hombre debía aprender, las cosas que en verdad valían la pena. Pero ella había muerto hacía mucho tiempo y Tyr agradeció que, entre el ejército de los vivos, no estuviese ella. Ese golpe hubiese sido demasiado duro para él, pues todavía pensaba en ella, en su sabiduría y sus palabras.

 Cuando llegó al faro, dio de comer a su exhausto caballo y entró a la estructura ya muy cansado de todo. Subió las escaleras con pesadez y, cuando llegó al primer piso habitable, se despojó de sus flechas y de su espada y se sirvió un vaso de agua lleno hasta arriba para mojar la garganta que la tenía terriblemente seca.

 El hechizo que había revivido a todos los muertos debía ser muy poderoso, una magia no vista en el mundo hacía muchos años. Pero él de eso no sabía nada pero estaba seguro de que su abuela sí tendría alguna idea al respecto. Por eso subió a la siguiente planta, donde era su habitación, y se quitó toda la ropa que tenía encima. Todo lo que olía a muerte, a sangre y al veneno que había tenido que crear con el joven escudero para poder vencer a las fuerzas del mal.

 Ese niño, porque eso era, había encontrado un viejo libro en la biblioteca de la capital donde decía que el veneno de una rana en particular era el preciso para anular toda clase de magia oscura. Tyr fue el único que le puso atención y entre los dos buscaron los animales y los molieron en una prensa para hacer extracto de rana venenosa. Hubiese querido dejarlas vivas pero no tenían idea de cómo quitarles el veneno sin matarlas.

 El caso es que mojaron flechas y espadas en ese veneno y las repartieron por el frente, sin explicaciones. Fue entonces cuando las cosas empezaron a dar la vuelta a favor de los vivos. Y nadie se preguntaba porqué. Tyr confiaba que la explicación al rey hubiese sido suficiente pero no confiaba en ello. Al fin y al cabo, el rey era un idiota y todo el mundo lo sabía. Solo se había encerrado en su palacio y había dejado que todo ocurriera como si no fuera con él, como si no fuese su reino el arrasado por muertos.

 Desnudo, Tyr subió a la tercera planta, la que estaba en la punta del faro. Allí ardía una hoguera que no podía dejar apagar pero también había varios libros en un estante metido en la pared. Estaban protegidos del fuego y el humo por un vidrio que su propia abuela había traído de muy lejos. Jamás le explicó de donde exactamente pero siempre había sentido que ella era mucho más conocedora del mundo de lo que aparentaba.

 Uno de los libros era uno sobre la historia de Linia. Tyr lo cogió y bajó a su habitación. Allí se recostó en el alfeizar de la ventana y buscó la parte que buscaba. Iba sobre un ejército que había atacado hacía muchos años a un reino vecino. Tyr recordaba haber oído la historia de su abuela, que le leía de esos libros con frecuencia. Estaba seguro de que una de las historias era muy parecida a lo que había acabado de pasar en el mundo.

 Cuando encontró lo que buscaba, se dio cuenta que le dolía el costado. Por lo visto se había cortado y había empezado a sangrar. No recordaba esa herida de la batalla pero fue a buscar con que detener la hemorragia, dejando el libro abierto sobre una mesa. No recordaba que ese corte se lo había hecho una de las armas de los muertos, antes de atacar a Gork. No recordaba que había derribado a aquel soldado no vivo con facilidad.


 En la historia del libro, los muertos se multiplicaban y la única solución que los antiguos habían encontrado contra ellos era el fuego. Y Tyr necesitaría mucho de él pues las cosas apenas estaban empezando.

miércoles, 6 de julio de 2016

Quemados

   Había ventiladores en todas las habitaciones del hospital y en cada pasillo e intersección de los mismos. En parte era por el calor pero también, según decía, era para disipar los olores que pudiera haber en el ambiente. El sitio donde había más aparatos funcionando era el ala norte, donde estaba la unidad de quemados. Era un lugar que todos los trabajadores del hospital evitaban a menos que tuvieran algo que hacer allí. Los deprimía tener que ver las caras y escuchar las voces de aquellos perjudicados por el fuego.

 Pero había gente a la que eso no le importaba. A Juan, por ejemplo, le gustaba pasarse sus ratos libres leyéndoles a los enfermos. Eran gente callada, ya que hablar requería a veces mucho esfuerzo. Incluso quienes estaban curando por completo y todavía estaban allí, preferían quedarse a ser pasados a otra habitación o a salir del hospital. Al menos allí se sentían como seres humanos y todo era por el trabajo que hacían Juan y algunos médicos.

 Les había leído algunas de las obras de Shakespeare y también cuento infantiles y libros de ciencia. Incluso a veces traía su libreta electrónica y les leía noticias o cualquier cosa que quisieran. Ellos no tenían permiso para tener ningún aparato electrónico mientras estuvieran en el hospital, así que a muchos les venía bien cuando Juan tenía algún rato libre y les venía a leer, sin hacer preguntas incomodas ni revisiones trabajosas. Eso lo dejaban para otros momentos.

 Juan lo hacía porque le gustaba pero también porque, desde que había presenciado él mismo un incendio, había quedado algo traumatizado con el evento y juró ayudar a cualquier persona que sufriera de algo tan horrible. Algunos en el pabellón eran niños, otros adultos e incuso había un par de reclusos. Estaban amarrados a la cama con esposas y siempre hacían bromas bastante oscuras, que el resto de los pacientes trataban de ignorar.

 Uno de ellos, Reinaldo, se había quemado el cincuenta por ciento del cuerpo al tratar de prenderle fuego a la bodega de su primo, al que le había empezado a ir muy bien importando revista de baja circulación y especializadas. Tuvo la idea de quemarlo todo para que su primo no pudiera recuperarse jamás y dejara de echarle en cara su éxito.

 Pero no calculó bien y se asustó en un momento, en el que se echó algo de gasolina encima y ni cuenta se dio. Cuando prendió el fuego y empezó a reírse como un maniático, ni se había dado cuenta que su pierna ya ardía. Pasados unos segundo empezó a gritar del dolor y se echó al suelo a rodar. Los bomberos que acudieron a apagar el incendio lo ayudaron y fue durante su recuperación que se supo, por videos de vigilancia, que él había sido el culpable.

 Ahora se la pasaba haciendo chistes horribles y asustando a los niños. Desafortunadamente, a pesar de pedirlo mil y una veces, los directivos del hospital no había aprobado pasar a los niños a otra habitación solo para ellos. No tenía sentido alguno que compartieran espacio con asesinos y con gente mayor que manejaba todo lo sucedido de una manera muy diferente.

 Los niños, por ejemplo, casi nunca lloraban ni se quejaban de una manera explicita. Solo cuando estaban siendo revisados de cerca por los doctores era que confesaban su dolor y su tristeza. Era porque les daba pena decir como se sentían y también algo de miedo porque estaban solos, sin sus padres como apoyo todos los días. Lo peor era que un par de ellos habían sido abandonados por sus padres, que jamás se habían molestado en volver a para saber que pasaba con sus hijos.

 Juan trataba de distraerlos, dándoles libros para colorear y haciéndoles jugar para que olvidaran donde estaban y porqué estaban allí. Él sabía que, al final del día, esas distracciones se desvanecían y la realidad se asentaba de nuevo en las cabezas de los niños. Pero trataba que su día a día fuera más llevadero para poder superar sus dificultades. Los niños eran mucho más fáciles de comprender que los adultos, eran muchos más tranquilos, honestos y, en cierta medida, serios. No había que hacer gran esfuerzo por convencerlos.

 El resto del pabellón de quemados era difícil, por decir lo menos. Eran amas de casa quemadas por sus maridos o por accidente. Eran hombres que habían tenido accidentes en sus trabajos y ahora no podían esperar para volver a su hogar y empezar a trabajar de nuevo. Eran personas que estaban apuradas, que querían salir de allí lo más pronto posible y no escuchaban recomendaciones pues creían que su edad les daba mayor autonomía en lo que no entendían.

 Había una mujer incluso que había sido quemada por su esposo una vez. Él le había acercado la mano a la llama de la cocina porque había quemado su cena. La quemadura, menos mal, no era grave. Pero Juan la atendió y la volvió a ver un mes después, con algo parecido por en la cara. Ya a la tercera vez fue que vino en ambulancia y supo que toda la casita donde vivía se había quemado.

Y aún así, a la mujer le urgía correr hacia su marido, quería saber como estaba y si su casa estaba funcionando bien sin ella. No escuchaba a los doctores ni a nadie que le dijera cosas diferentes de lo que quería oír. Juan pensaba que era casi seguro que volviera de nuevo si era dada de alta y tal vez incluso directamente al sótano del hospital.

 Cuando no lo soportaba más, se iba a los jardines del hospital y se echaba en el pasto. Se le subían algunos insectos y el sol lo golpeaba en la cara con fuerza, pero prefería eso a tener que soportar más tantas cosas. Era difícil tener que manejar tantas personalidades, sobre todo de aquellos que se rehusaban a entender lo que les pasaba y querían seguir haciendo con su vida exactamente lo mismo que antes.

 Incluso los niños lo cansaban después de un rato. Cuando ya había mucha confianza, algunos empezaban a hablarle como si fuera su padre o algo parecido y eso no le gustaba nada. Tenía que cortarlos con palabras duras y se sentía fatal al hacerlo pero un hospital no era un centro de rehabilitación para el alma sino para el cuerpo. No se las podía pasar de psicólogo por todos lados, tratando de salvar a la gente de si misma. Ya tenía su vida para tener que manejar las de los demás.

 Cuando alguien, otro miembro del personal, lo encontraba en el jardín, sabían que el día había sido difícil. La mayoría no le decía nada pues cada doctor en el mundo tiene su manera de distanciarse de lo que ve todos los días. Incluso los que tienen consultorios y atienden gente por cosas rutinarias, deben hacer algo para sacar de su mente tantas cosas malas y difíciles de procesar. Algunos fuman, otros comen, otros hacen ejercicio, o gritan o algo hacen para sacar de su cuerpo todo eso que consumen al ser especialistas de la salud.

 Pero Juan siempre volvía al pabellón de quemados. Era lo suyo, no importaba lo que pasara y trataba siempre de hacer el mejor trabajo posible. Cuando tenía un par de días libres, los pasaba haciendo cosas mus distintas, divirtiéndose y tratando de no olvidar que todavía era un hombre joven y que la vida era muy corta para tener que envejecer mucho más rápido por culpa de las responsabilidades y demás obligaciones.

 Cocinaba, tenía relaciones sexuales, subía a montañas rusas, hacia senderismo, tomaba fotos,… En fin, tenía más de una afición para equilibrar su mente y no perderse a si mismo en su trabajo. Esos poquísimos días libres en lo que podía ser él mismo o, al menos, otra versión de Juan, eran muy divertidos y siempre los aprovechaba al máximo.


 Pero cuando volvía al hospital lo hacía con ganas renovadas pues creía que podía hacer alguna diferencia y no se cansaba de intentarlo. De pronto la mujer no volvería más si le hablaba con franqueza, de pronto el pirómano se calmaría con sus palabras y tal vez los niños no resentirían al mundo por lo que les había pasado. Juan se esforzaba todos los días por dejar una marca, la que fuera. Esa era su meta.

viernes, 27 de mayo de 2016

"Selfie" al abismo

   Primero fue una foto. Pero pensó que se veía muy oscuro. Luego fue otra en la que no creía haber abierto los ojos los suficiente. Después parecía que tenía ojeras y así por al menos una hora en una tarde. Era obvio que no tenía nada que hacer. Apuntaba el celular a su cara dando vueltas por toda la habitación, para ver cual era el lugar en el que la luz era óptima. Pero siendo un cuarto tan pequeño, eso de lo más óptimo simplemente no existía. Le tocó tomarse unas cuantas fotos, más que suficientes, por todas partes.

 Se tomó algunas de pie y otras sentado. En unas se tomaba el pelo y se lo echaba para atrás y otras trataba de que le quedara lo más “moderno” posible pero su cabello era completamente liso y no se dejaba hacer casi nada. Se tomó algunas fotos desde un ángulo abajo y otras desde arriba. Las primeras eran horrible pero las segundas se veían extrañas, como si estuviera asustado por algo.

 Para algunas se quedó como estaba pero luego se quitó la camiseta y al final se dio cuenta que no tenía nada de ropa puesta y que, de paso, había intentado varias prendar de vestir que tenía por ahí y que consideraba que lo hacían verse mejor. Al final de la hora tenía más de cien fotografía que revisó una por una, mirando que la luz estuviese bien y que se viese como una persona sexy pero también interesante. De las más de cien quedaron poco más de diez después de un largo proceso de eliminación. Para la hora de la cena, ya tenía la elegida.

 La subió a la red social justo antes de hacerse algo de comer. Dejó el celular de lado un buen rato, tratando de no pensar en la fotografía. Pero todo el tiempo pensaba si estaba gustando o si la gente simplemente no había respondido. Trató de leer después de la comida para no obsesionarse con la foto. Pero eso fracasó pronto y decidió ponerse a ver una película. Pero no había visto ni cinco minutos de la trama cuando tomó el celular y empezó a revisar.

 Muchas personas habían puesto que les gustaba. Tenía muchos corazones para su foto y algunos comentarios de personas que ni conocía. Eso lo hizo sonreír y sentirse un poco mejor consigo mismo. Esa tarde se había sentido bien en su cuerpo y había decidido tomarse las fotos. Además hacía poco que se había cortado el pelo y afeitado, por lo que pensaba que a más de una persona la gustaría así, más arreglado.

 No había subido ninguna foto en meses pero todos los días pensaba en fotos y en poses y en qué hacer pero no tenía el impulso para tomarse las fotos. Y, tal vez lo más importante, no sentía que se viera bien en ese momento. Se sentía feo y prefería no compartir eso con el resto del mundo. Si se sentía así, seguro eso se vería en las fotografías.

 Con la foto que subió estuvo contento por al menos una semana durante la cual su celular le avisaba cada cierto tiempo que tenía más corazones y uno que otro comentario. La mayoría de comentario se pasaban un poco de lo que a él le interesaba pero le de daba igual. Comentario era comentario y no tenía porqué denigrar ninguno. Se sentía contento de que las personas sintieran la necesidad de escribirle algo. Se sentía bien y era algo que nunca le ocurría, solo en el mundo virtual.

 En la vida real nadie lo miraba o al menos no que él se diese cuenta. Durante buena parte de ese año, se había esforzado como una mula para tener un cuerpo más en línea con lo que él pensaba que era lo ideal: quería los brazos más grandes, las piernas más torneadas y definidas, el abdomen marcado, el trasero más redondo y el pecho bien definido. Esa era su meta y había decidido hacer ejercicio para lograrlo pero la verdad era que lograr su meta era imposible.

 No era un buen atleta, lejos de eso. Intentó varias técnicas y deportes hasta que dio con unos aeróbicos que parecían funcionar o al menos lo hacían sudar bastante y sentía que usaba los músculos que quería lograr que la gente viera. Todos los días se ejercitaba y lo hizo así durante al menos seis meses. Cuando fue temporada para ir a la playa, decidió comprar los resultados a como estaba cuando había empezado y tuvo una respuesta un poco mixta.

 No podía negar que había perdido bastante peso, eso se notaba en las fotos de entonces comparadas con las más recientes. Además, había algunas prendas de ropa que antes le quedaban apretadas que ahora le entraban mucho mejor, sobrando un poco de espacio para poder respirar cómodamente. Eso, sin duda era bueno, pues perder peso debía indicar que estaba más flaco y por lo tanto más cerca de su meta.

 Pero cuando comparó su cuerpo de antes con el actual, se decepcionó bastante: no había cambios significativos excepto que su panza parecía menos prominente. Eso era todo. Los brazos seguían igual de delgados, las piernas igual de fofas y el abdomen cubierto de la grasa que se asienta en la panza. Fue un momento muy difícil pues pensaba que todo lo que había hecho llevaría a algún lado.

 Sin embargo, subió la comparación de las dos fotos y pronto muchos dijeron que se veía bien pero que debía seguir adelante para llegar a su meta, que al fin y al cabo era la de todos. Se metió a un gimnasio, algo con lo que nunca había estado cómodo y aumento el tiempo de ejercicio cada día. No había ni uno que no fuera al gimnasio a ejercitarse.

Como su trabajo era poco exigente, podía organizar su horario con facilidad alrededor de sus horas de ejercicio. Comenzó siendo una hora pero después se quedaba más tiempo: unos diez minutos, veinte, media hora y un día estuvo allí tres horas seguidas probando casi todo lo que el lugar tenía para ofrecer. El entrenador que lo asesoraba lo impulsaba a seguir adelante, a comer bien y a nunca parar. La idea era exigirse más pues notaba que nunca se había exigido lo suficiente.

 Ahora hacía flexiones y levantaba pesas. Luego corría o hacía bicicleta o más aeróbicos. Era un ritmo casi imposible de aguantar, ridículamente difícil de mantener. Llegó un día en el que se levantó exhausto y sus piernas no tenían la capacidad de mantener el peso del cuerpo erguido. Ese día se resbaló en la ducha y se golpeó en la cabeza, por lo que estuvo lejos del gimnasio por varios días. Aprovechó ese tiempo para subir las fotos de su cuerpo que era cada vez más definido y delgado.

 Comía poco y cuando comía era lo más saludable que hubiese a mano. A su familia ese punto fue el que los alertó de que algo no estaba bien pues él siempre había sido una persona que comía bien y le encantaba comer de todo. Cocinaba seguido y hacía platillos inventados por él. Pero eso ya no ocurría. Lo máximo era que se hacía uno de esos batidos de proteínas en los que el ingrediente principal es el apio.

 Pasados otros seis meses, se tomó algunas fotos nuevas y las subió sin esperar ni intentar nada. A todo el mundo le encantó su nuevo cuerpo, sus abdominales y sus brazos y todo lo que veían. Él se sentía exhausto pero por fin había logrado su objetivo. Al día siguiente decidió ir a la playa para mostrar su nuevo cuerpo.  Trató de elegir el lugar más adecuado de todos para que la gente lo viera y se acostó allí y esperó.

 Unos chicos que jugaban voleibol golpearon la pelota con fuerza y esta rodó hasta el cuerpo del chico. Cuando el jugador se disculpó por la pelota, se le quedó mirando y salió corriendo a buscar ayuda. El chico tenía los ojos abiertos debajo de los lentes oscuros pero no los movía. Su pecho tampoco subía y bajaba, como era lo normal. La ambulancia llegó en unos pocos minutos.


 Se le declaró muerto apenas llegó al hospital. Al comienzo se creyó que había sido un grave caso de insolación pero después de revisar el historial del hombre, se dieron cuenta que casi no tenía nutrientes en su cuerpo y casi se había consumido por completo a través del ejercicio y la dieta. Su obsesión con un cuerpo que él y otros creían perfecto, lo habían llevado directamente a la tumba. No habría más fotos ni corazones. No habría nada.