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viernes, 15 de septiembre de 2017

Sombras del pasado

   Mi cuerpo goteaba sobre el la alfombra de la casa. Me paré al lado del marco de la puerta, tratando de aguzar el oído. De pronto podría oír alguna voz o alguna otra cosa que no fuera el timbre que había creído percibir debajo de la ducha. No había una toalla limpia y no sabía donde había más. Como la casa estaba sola, no me importó salir de la ducha así no más, desnudo, a ver que era lo que pasaba afuera. Estuvo allí de pie por segundos, pero los sentí como si fueran varias horas.

 El sonido del timbre debía haber sido imaginario porque no hubo más ruidos extraños. Lo único que me sacó de mi ensimismamiento fue el viento, que sacudió con violencia un árbol en el exterior e hizo que varias de las hojas más débiles cayeran como granizo contra la casa y el césped de afuera. Estaba en una casa alejada de la ciudad, de cualquier pueblo. Se podía decir que era una granja pero no tenía ese aspecto. No había granero ni nada por el estilo. Debía de haber pertenecido a alguien con dinero.

 Me metí a la ducha de nuevo, tratando de quitar de mi cuerpo la gruesa capa de sudor, grasa y mugre que tenía de haber caminado por tanto tiempo. Mi ropa sucia estaba en un balde con jabón en la cocina. Y no había mirado aún si la gente que había vivido allí había dejado ropa, menos aún si algún hombre había pertenecido a esa familia. Y si eso era un hecho, podía ser que fuese un hombre más alto o más gordo o con un estilo muy diferente al mío. Aunque eso la verdad ya no me importaba.

 Estuve bajo el agua por varios minutos más, hasta que el agua caliente se acabó y se tornó tan fría como el viento nocturno que había sentido por varios meses, en el exterior. Había caminado por las carreteras, pasando por zonas desoladas por la peste que nos había golpeado, había visto pueblos destruidos o simplemente vacíos. Incluso tenía en la mente la imagen de varios cadáveres pudriéndose frente a mis ojos. Era difícil dejar de pensar en ello. Era entonces que me ponía a hacer algo con las manos.

 Puede que en mi pasado no fuese la persona más manual del mundo, pero ahora nadie me reconocería puesto que cortar leña o cazar animales pequeños y apenas cocinarlos sobre alguna lata retorcida, se había convertido en algo normal en mi día a día. Encontrar esa casita color crema en la mitas de un campo amarillento había sido casi como encontrar el paraíso. Debo reconocer que cuando la vi, pensé que había muerto. No me puse triste cuando lo pensé, más bien al contrario. Pero ningún sentimiento duró mucho, pues mis piernas siguieron caminando y entré.

 Salí de la ducha casi completamente seco. Había encontrado una pequeña toalla para manos en el cabinete del baño. No había nada más, solo unas medicinas ya muy pasadas y una cucaracha que había muerto de algo, tal vez de aburrimiento. Apenas terminé con la toalla, la lancé sobre la baranda del segundo piso y la vi caer pesadamente al primer piso. Algo en esa imagen me hizo temblar. Por primera vez pensé en la familia que tal vez vivió en la casa, de verdad creí verlos.

 Me pareció escuchar la risa de adolescentes traviesos y de algún niño pequeño quejándose por el hambre que tenía o el pañal lleno de la comida del día. También imaginé la sonrisa de la madre ante los suyos y las lágrimas que tal vez había dejado en el baño en incontables ocasiones. Pensé en mi madre y por primera vez en mucho tiempo me vi a mi mismo llorar, sin razón aparente. Ya había llorado a los míos pero no los pensaba demasiado porque dolía mucho más de lo que quería aceptar.

 Estuve allí un buen rato, en el segundo piso, mirando las habitaciones ya con el papel tapiz cayendo y los muebles pudriéndose por la humedad que había entrado por las ventanas rotas. Sin embargo, era fácil imaginar una buena vida en ese lugar. Se notaba que la persona que la había pensado, fuese un arquitecto o un dueño, lo había hecho con amor y pasión. Era muy extraño ver algo así en ese mundo desolado y sin vida al que ya me había acostumbrado, un mundo gris y marrón.

 Bajé a la cocina casi corriendo, casi feliz de golpe. Recordé mi niñez, cuando una escalera parecida en casa de mi abuela había sido el escenario perfecto para muchos de mis juegos. Allí había imaginado carreras de caballos y de carros, había jugado a la familia con mis primos y a correr por la casa y el patio como locos. Era esa época en la que los niños deben ser niños y no tienen que pensar en nada más sino en ser felices. La vida real está fuera de su alcance y por eso los envidiamos.

 Llegué a la cocina con una sonrisa, que se desvaneció rápidamente. Miré el balde lleno de agua sucia, ya mi ropa había dejado salir un poco de su mugre. Miré el lavaplatos y allí vertí el contenido del balde. Gasté lo poco que todavía había del jabón para lavar la ropa y me pasé un buen rato fregando y refregando. Mis medias llenas de barro, mis calzoncillos amarillos, mis jeans cubiertos de colores que ni recordaba, mi camiseta con colores ya desvanecidos y mi gruesa chaqueta que ahora pesaba el triple. Las botas las cepillé y al final me dolieron los huesos y los músculos de tanto esfuerzo.

Saqué el agua sucia, la reemplacé con agua fría limpia y dejé eso ahí pues estaba cansado y no quería hacer nada. Hacía mucho que no dejaba de hacer, de moverme, de preocuparme, de caminar, de procurar sobrevivir. Por primera vez en mucho tiempo podía relajarme, así fuese por unos momentos. Fui caminando a la sala de estar y me sorprendió que allí los muebles se habían mantenido mucho mejor. Me senté sobre un gran sofá y me alegré al sentir su suave textura en mi cuerpo.

Me acosté para sentirlo todo mejor. El sueño se apoderó de mi en segundos. Tuve un sueño, después de mucho tiempo, en el que mi madre y mi padre me sonreían y podía recordarlas las caras de mis hermanos. Solo recordaba como lucían de mayores, sobre todo como se veían la última vez que los vi, pero su aspecto juvenil parecía algo nuevo para mí. Los abracé y les dije que los amaba pero a ellos no pareció importarles mucho. Estaban en un mundo al que yo nunca iría.

 Cuando desperté, me di cuenta de que había llorado de nuevo. Me limpié la cara y, afortunadamente, no tuve más tiempo para ponerme a pensar en cosas del pasado. Mi estomago gruñó de tal manera que me pasé un brazo por encima, inconscientemente temiendo que alguien escuchara semejantes sonido. En la casa era seguro que no había nada pero era mejor mirar, por si acaso. Ya era de noche y no era buena idea salir a casar así como estaba, en un lugar aún extraño para mí.

Como lo esperaba, no había nada en la nevera. O mejor dicho, lo que había eran solo restos que olían a los mil demonios. Había una cosa verde que parecía haber sido queso y algunos líquidos que habían mutado de manera horrible. Cerré de golpe la puerta blanco y eché un ojo en cada estante de la enorme cocina. Casi me ahogo con mi propia saliva, que cada vez era más a razón del hambre que tenía, cuando encontré un paquete plástico cerrado de algo que no había visto en mucho tiempo.

 Eran pastelitos, de esos que vienen de a uno por paquete y están rellenos de vainilla o chocolate. La bolsa en la que venían estaba muy bien cerrada y cada uno parecía haber soportado el paso del tiempo sin contratiempos. Hambriento, tomé uno, lo abrí y me comí la mitad de una tarascada.


 De nuevo, me sentí un niño pequeño robando los caramelos y pasteles dulces a mi madre, cuando no se daba cuenta. No nos era permitido, era algo prohibido comer dulce antes de la cena. Y sin embargo allí estaba yo, un hombre adulto desnudo, llenándose la boca de pastelitos de crema.

lunes, 28 de agosto de 2017

Vaticano al desnudo

   Afortunadamente, era primavera. Las flores estaban en todas partes: en las terrazas de los apartamentos, en materas puestas al lado de ventanas en oficinas y en los costados de la avenida, cerca de los bancos donde era frecuente ver turistas y ancianos alimentar a las palomas. Pero de eso no había nada. No había gente, ni palomas ni se escuchaba el incesante tráfico romano. No había ningún otro ser vivo. Solo estaba Mario, desnudo en la mitad de la calle, sobre las frías piedras.

 Desde donde estaba se podía ver la majestuosidad de la basílica. Incluso en una situación tan extraña, era fácil encontrar majestuosa la arquitectura de la ciudad. El día acariciaba su piel con un sol amable, ni violento ni frío. Algunos papeles corrían por la calle empujados por el viento y, a lo lejos, se escuchaban los golpeteos de alguna ventana abierta. No todo estaba muerto, no todo se había ido. Mario caminaba despacio, hacia la iglesia, mirando hacia un lado y otro de la avenida.

 Por alguna razón, estaba seguro de que en algún momento alguien gritaría desde una esquina y la policía vendría corriendo a llevárselo quien sabe adonde por delitos relacionados con su desnudez. Pero no había nadie que pudiese gritar, no había policía. Cuando había despertado, hace menos de una hora, se había cubierto su pene con una mano por vergüenza. Pero mientras más se acercaba a la iglesia, más seguro estaba de que la situación no cambiaría de un momento a otro.

 Separó su mano de su miembro y la usó para formar una visera, pues el sol había empezado a brillar con más fuerza. Se sintió algo tonto al pensar que se sentía mucho placer al tomar el sol de esa manera. Además, el empedrado del suelo estaba frío y eso ayudaba a modular la temperatura del cuerpo. Una vez pisó el suelo de la plaza, sintió un frescor especial. No solo eso, se detuvo a contemplar una vez más las altas columnas y el enorme domo que se elevaba frente a él.

 El lugar en el que había despertado era un callejón al otro lado del puente Vittorio Emanuele. Yacía en el suelo, con sangre seca debajo de su cuerpo. Tenía la mejilla contra el suelo, lo que le había causado un ligero dolor de cabeza. Pero gracias al sol ese malestar se había ido. Se demoró en ponerse de pie porque creía que soñaba pero lo que sucedía era muy real. Al comienzo las piernas no le querían funcionar bien. Solo después de cruzar el puente pudo mantenerse de verdad estable. Su memoria era un caos. Había imágenes pero nada concreto.

 Ya había estaba allí antes. Eso sentía. Percibía que antes todo ese lugar había estado abarrotado de gente. Ahora no había nada. Estaban todavía los puestos de revisión de vestimenta y eso lo hizo reír. Su risa explosiva se expandió por la forma del lugar, pero nadie había allí para escucharla. En ese lugar hacían devolver a los turistas por tener pantalones cortos o camisetas que no cubrían los hombros. Y ahí estaba él, desnudo por completo, caminando como si fuera la cosa más normal.

 Pensó de inmediato en una estatua antiguo. Fue entonces cuando cayó en cuenta que él no era de Roma sino de alguna otra parte, porque había estado allí como turista. Su mente se inundó de recuerdos de varias esculturas de hombres y mujeres parcial o completamente desnudos. Sabía que todas esas obras estaban muy cerca de allí. Pero no recordaba si había venido con alguien o si había estado solo todo el tiempo. El caso era que estar desnudo, como esas esculturas, lo hacía sentir que encajaba a la perfección.

 El interior cavernoso de la basílica era impresionante. El poco sonido que había rebotaba contra todas las paredes. De hecho, se asustó al oír con claridad los latidos de su corazón. Sus pasos se dirigieron lentamente al centro del lugar, donde se quedó un rato admirando las incontables obras de arte que había por todos lados. Se sentía extraño allí, como un ser diminuto en un mundo de gigantes. Seguro era lo que millones habían sentido antes pero para él se sentía como la primera vez.

 Lo que fuera que lo dirigía, le decía ahora que caminara hacia un costado y penetrara por una puerta que ya estaba abierta. Había señales por todas partes, así que era obvio que estaba permitido que la gente utilizara esos corredores que rápidamente se convirtieron en escaleras. Poco a poco se fue cansando y una sed desesperante invadió su cuerpo. Recordó ver una fuente pública en algún lugar de la calle y se lamentó no haberse detenido allí para recuperar el aliento.

 Sin embargo, siguió ascendiendo hasta que llegó a otro pasillo que lo condujo hacia un lugar espectacular. Estaba justo debajo de la cúpula, caminando por un pasillo estrecho que recorría toda la circunferencia. Se atrevió a mirar abajo y dejó salir un gemido de sorpresa que, como el grito en el exterior, se expandió por todos lados hasta que dejó de oírse poco después. El lugar era simplemente increíble. Tanto detalle, tanta mano de obra que había recorrido esos muros y suelos y techos y ahora ninguna de esas personas existía. Ni los creadores ni los millones de turistas.

 Siguió subiendo por otra escalera y fue entonces cuando cayó en cuenta de algo: de verdad ya no había nadie en el mundo. Era eso o algo muy grave había pasado en la ciudad de Roma. Trató de recordar algo de su pasado mientras ponía un pie adelante del otro pero no recordaba nada preciso, solo imágenes, unas claras y otras borrosas. Ninguna parecía hacer referencia a lo que él quería averiguar. No recordaba gente muriendo ni una explosión fenomenal ni nada por el estilo.

 La escalera se fue ajustando a la curva del domo hasta que Mario tuvo que agacharse un poco para no golpearse contra el techo. Por un momento, pensó que tal vez eso habría sido algo bueno pues tal vez ayudara con su mala memoria. Sin embargo, una contusión no era algo muy atractivo en que pensar, en especial cuando no sabía nada de lo que le había pasado. Más de una hora había transcurrido desde su despertar en aquel callejón y todavía no sabía nada nuevo, nada que le diera verdadera información.

 De pronto, sintió de nuevo el sol en la cara. Estaba ahora en una terraza cerca de la punta de la cúpula desde donde podía ver toda la ciudad o al menos buena parte de ella. Podía ver la plaza abajo, las columnas, la avenida que se extendía hasta el río e incluso el puente por el que había dado tumbos. El callejón estaba oculto por edificios pero sabía donde estaba. Se quedó mirando allí, por varios minutos, como esperando a que pasara algo que le indicara que era lo que estaba pasando.

 Pero pasaron cinco minutos y después veinte y nada pasó. Sentía el viento en su cuerpo y un escalofrío lo recorrió desde la punta de los pies hasta la punta de la nariz. Su estomago gruñó con fuerza y recordó que aún no había comido nada. Allí abajo, en los alrededores de la plaza, había varios restaurantes cerrados. Seguramente podría tomar algo de allí y a nadie le importaría, estuvieran muertos o no. Era primordial aliviar sus necesidades básicas para poder investigar más.

 Quince minutos más tarde estaba allí abajo, caminando despreocupadamente. Miraba las vitrinas y se decidió por una pastelería. Tubo que romper un vidrio para entrar pero todo lo que había estaba todavía bueno. Calentó agua para tomar té y, tras terminar, hizo uso del baño del lugar.


 Por un momento pensó en conseguir ropa pero después se dio cuenta que le gustaba estar desnudo, así que ignoró la idea. Fue justo entonces cuando se fijó en un puesto de periódicos y una portada atrajo su atención. No sabía italiano pero por fin comprendió qué era lo que había ocurrido y lo siguiente que tenía que hacer.

viernes, 21 de julio de 2017

Donde Susana

   No era el mejor día de la semana para ir al mercado. Susana detestaba tener que saltar para pasar por encima de los grandes charcos y los olores que emanaban de los contenedores de basura eran peores cuando el clima se ponía de tan mal humor. En la noche había llovido por varias horas y la consecuencia era un mercado atiborrado de gente pero con ese calor humano que se hace detestable después de algunos minutos, mezclados con el calor de los pequeños restaurantes.

 Se mezclaban los olores de las castañas asándose en las esquinas, de las máquinas de expreso y capuchino que trabajan a toda máquina e incluso de las alcantarillas que recolectaban la sangre de los animales que eran rebanados allí todos los días. Era obvio que no era el mejor lugar para pasar una mañana, pero una dueña de restaurante no puede hacer nada más, al menos no si quiere ahorrarse algo de dinero. Los supermercados son abundantes pero siempre más caros y la calidad, regular.

 La sección más olorosa era, sin duda, la de pescadería. Grandes hombres y mujeres macheteaban grandes peces que antes colgaban de gruesos ganchos sobre el suelo. Pero, hábiles como eran, ya los estaban arreglando en bonitas formas, con frutas y hielo, para que los clientes se sintieran atraídos a ellos como las moscas. En ese momento de la mañana, eran más las moscas que los clientes en la zona de los frutos de mar. El olor era demasiado para el olfato de la mayoría.

 Como pudo, Susana pidió varias rodajas de sábalo, un rape grande y varias anguilas que les servirían para hacer un platillo japonés que había visto en la tele y quería probar en el restaurante. Cada cierto tiempo, le gusta intentar cosas nuevas. Se ofrecía como menú del día y el comensal podía cambiarlo por cualquier otra cosa, sin recargo ni nada por el estilo. Si el platillo era un éxito y se podía hacer barato, se quedaba. Si no, era flor de un día en su pequeño restaurante frente a la marina.

 Quedaba en un viejo edificio que había mirado al mar durante décadas. Los vecinos y dueños de los locales habían acordado limpiar toda la fachada y ahora se podía decir que parecía nuevo. Todos sus hermosos detalles saltaban a la vista, sin el mugre de los miles de coches que pasaban por la avenida de en frente. Lo malo del lugar era que los espacios eran oscuros, como cavernas, y había que iluminarlos todo el día, no importaba si era verano o invierno, de día o de noche. Era un gasto más que había que considerar, una carga más para un comerciante.

  Susana hacía el sacrificio porque sabía cuales eran las ganancias, los resultados de atreverse con su cocina y con su pequeño restaurante cerca al mar. Ver las sonrisas de los comensales, recibir halagos y saludos en el mercado, eso era todo para ella y lo había sido durante toda su vida. Su padre había tenido allí mismo un bar que los vecinos siempre habían adorado. Poco a poco, ella lo hizo propio y ahora se consumía mucha más comida que bebida en aquel lugar.

 Cuando terminó con el pescado en el mercado, se dirigió a las carnes frías. Los turistas siempre venían por sándwiches y cosas para comer casi corriendo. Le encantaba imaginarse porqué era que siempre parecían estar apurados, como si no hubiesen planeado bien su viaje o si se hubiesen levantado tarde. Claro que no era la mejor persona para hablar de vacaciones porque ella nunca las había tenido. Al menos no como Dios manda y es que con el restaurante, se le hacía imposible.

 Alguna vez cedió a los consejos de sus hijos y, por fin, salió un fin de semana entero de viaje a una región cercana. Como su marido ya no estaba, fue con una de sus mejores amigas. El viaje estuvo bien, no pasó nada malo ni nada por el estilo. Pero la comida, en su concepto, había sido la peor que había probado en su vida. Además, los sitios que visitaba siempre estaban llenos de gente corriendo y los guías, que se suponía sabían más que nadie de cada edificio, parecían estar igual de apurados.

 Por eso prefería estar en su cocina, con los olores que flotaban y sus hermosas visiones mentales que se convertían, tras un largo y dedicado proceso, en creaciones hermosas que vivían para ver la cara de un agradecido cliente. Eso era lo que más le traía alegría. Eso y beber unas copas de vino mientras atendía. Eso incluso le había hecho merecedora de varias fotografías con sus comensales e incluso canciones de hombres que ya habían bebido demasiado y debían irse a casa.

 En las noches, seguía siendo un bar como el de antaño pero, como ella lo decía siempre, con mejor comida que nunca. Su padre, descanse en paz, jamás había sido muy dedicado a cocinar. Sabía hacer cosas, cosillas mejor dicho. Pero nunca platos complejos que requirieran ir al mercado temprano para conseguir los mejores productos. Él sabía de vinos y viajaba lejos para conseguir los mejores. Nadie lo podía vencer en una cata. Y de cervezas ni se diga: había probado una en cada país que había visitado y su colección de botellas era la prueba.

 Su padre… Lo echaba de menos cada vez que veía a los clientes de más edad en su restaurante. Sabía bien que ellos, cuando visitaban, no veían el sitio que ella mantenía en la actualidad, sino que veían aquel que había visitado de más jóvenes, cuando probablemente todavía eran novios con sus esposos o esposas. En sus ojos se veían los recuerdos y a veces había lagrimas silenciosas que ellos no explicaban pero que ella podía entender bien. Por eso hacía lo que hacía.

 Compró conejo, carnes de res y bastante cerdo. A la gente le seguía gustando la carne roja más que todo. Pero incluso se había dejado influenciar por sus nietos y había integrado al menú algunos platillos alternativos para aquellos extraños clientes que no comían carne, aquellos que ni les gusta ver una gota de sangre o se les va la cabeza. A Susana le parecía gracioso escuchar de personas que vivían la vida comiendo lentejas y garbanzos pero sus nietos le habían enseñado a callar sus opiniones en ese aspecto.

 Tuvo que ir al coche, guardar las carnes y volver por las verduras. Eso era lo más rápido porque las compraba todas siempre en el mismo puesto desde hacía treinta años. Era atendida todas las mañanas por el esposo de su mejor amiga, de hecho la había conocido allí mismo en el mercado. No eran de aquellas mujeres que se juntaran para hablar chisme ni nada parecido. Ni siquiera se veían tan seguido. Pero cuando estaban juntas, se entendían a la perfección, incluso sin palabras.

 Cuando todo estuvo en el coche, condujo apenas diez minutos para llegar al estacionamiento frente al restaurante. Ella sola sacó las bolsas y las fue entrando en el local, hasta el fondo, donde estaba la cocina. Cuando tuvo todo adentro, se sentó en una vieja silla de madera basta y miró su alrededor. El silencio era ensordecedor pero los olores de sus compras le indicaban que ella todavía seguía en este mundo. Por un pequeño momento, recordó a su Enrique, sonriendo.

 Siempre lo hacía cuando ella llegaba de las compras. Jamás le había gustado que él la acompañase pero siempre estaba allí cuando ella volvió para brindarle una sonrisa y ayudarla a acomodar todo en el lugar apropiado. Todo casi sin hablar.


 A veces lo extrañaba mucho, mucho más de lo que confesaba a sus hijos o conocidos. Pero así es la vida y hay que vivirla, esa es nuestra responsabilidad. Susana se arremangó su blusa y empezó a ordenar todo, recordando a su padre, a Enrique y a todos los que aún la hacían sonreír en frías mañanas como aquella.

miércoles, 12 de julio de 2017

Sobrevivir, allá afuera

   El bosque era un lugar muy húmedo en esa época del año. La lluvia había caído por días y días, con algunos momentos de descanso para que los animales pudieran estirar las piernas. Todo el lugar tenía un fuerte olor a musgo, a tierra y agua fresca. Los insectos estaban más que excitados, volando por todos lados, mostrando sus mejores colores en todo el sitio. Se combinaban el sonido de las gotas de lluvia cayendo al suelo húmedo, el graznido de algunas aves y el de las cigarras bien despiertas.

 Lo que rompió la paz fue un ligero sonido, parecido a un estallido, que se escuchó al lado del árbol más alto de todo el bosque. De la nada apareció una pareja de hombres, tomados de la mano. Ambos parecían estar al borde del desmayo, respirando pesadamente. Uno de ellos, el más bajo, se dejó caer al suelo de rodillas, causando una amplia onda en el charco que había allí. Los dos hombres se soltaron la mano y trataron de recuperar el aliento pero no lo hicieron hasta entrada la tarde.

 Era difícil saber que hora del día era. Los árboles eran casi todos enormes y de troncos gruesos y hojas amplias. Los dos hombres empezaron a caminar, lentamente, sobre las grandes raíces de los árboles, pisando los numerosos charcos, evitando los más hondos donde podrían perder uno de sus ya muy mojados zapatos. La ropa ya la tenía manchada de lo que parecía sangre y barro, así que tenerla mojada y con manchas verdes era lo de menos para ellos en ese momento.

 Por fin llegaron a un pequeño claro, una mínima zona de tierra semi húmeda cubierta, como el resto del bosque, por la sombra de los arboles. Cada uno se recostó contra un tronco y empezó a respirar de manera más pausada. Ninguno de los dos parecía estar consciente de donde estaba y mucho menos de la manera en como habían llegado hasta allí.  Parecía que no habían tenido mucho tiempo para pensar en nada más que en salir corriendo de donde sea que habían estado antes.

 El más alto de los dos fue el primero en decir una sola palabra. “Estamos bien”. Eso fue todo lo que dijo pero fue recibido de una manera muy particular por su compañero: gruesas lagrimas se deslizaron por sus mejillas, cayendo pesadamente al suelo del bosque. El hombre no hacía ruido al llorar, era como si solo sus ojos gotearan sin que el resto del cuerpo tuviera conocimiento de lo que ocurría. Pero el hombre alto no respondió de ninguna manera a esto. Ambos parecían muy cansados como para tener respuestas demasiado emocionales.

 Algunas horas después, ambos tipos seguían en el mismo sitio. Lo único diferente era que se habían quedando dormidos, tal vez del cansancio. Los bañaba la débil luz de luna que podía atravesar las altas ramas de los árboles. Sus caras parecían así mucho más pálidas de lo que eran y los rasguños y heridas en lo que era visible de sus cuerpos, empezaban a ser mucho más notorios que antes. Se notaba que, donde quiera que habían estado, no había sido un lugar agradable.

 El más bajo despertó primero. No se acercó a su compañero, ni le habló. Solo se puso de pie y se adentró entre los árboles. Regresó una hora después, cuando su compañero ya tenía una pequeña fogata prendida y él traía un conejo gordo de las orejas. Nunca antes había tenido la necesidad de matar un animal salvaje pero había estado entrenando para una eventualidad como esa. Le encantaban los animales pero, en la situación que estaban, ese conejo no había estado más vivo que una roca.

 Así tenía que ser. Entre los dos hombres se encargaron de quitarle la piel y todo lo que no iban a usar. Lo lanzaron lejos, sería la cena perfecta de algún carroñero. Ellos asaron el resto ensarto en ramas sobre el fuego. La textura era asquerosa pero era lo que había y ciertamente era mucho mejor que no comer nada. Se miraban a ratos, pero todavía no se hablaban. La comida en el estomago era un buen comienzo pero hacía falta mucho más para recuperarse por completo.

 Al terminar la cena, tiraron las sombras y apagaron el fuego. Decidieron dormir allí mismo pero se dieron cuenta que la siesta de cansancio que habían hecho al llegar, les había quitado las ganas de dormir por la noche. Así que se quedaron con los ojos abiertos, mirando el cielo entre las hojas de los árboles. Se notaba con facilidad que había miles de millones de estrellas allá arriba y cada una brillaba de una manera distinta, como si cada una tuviese personalidad.

 Fue entonces que el hombre más alto le dio la mano al más bajo. Se acercaron bastante y eventualmente se abrazaron, sin dejar de mirar por un instante el fantástico espectáculo en el cielo que les ofrecía la naturaleza. Poco a poco, fueron apareciendo estrellas fugaces y en poco tiempo parecía que llovía de nuevo pero se trataba de algo mucho más increíble. Se apretaron el uno contra el otro y, cuando todo terminó, sus cuerpos descansaron una vez más, con la diferencia de que ahora sí podrían estar en paz consigo mismos y con lo que había sucedido.

  Horas antes, habían tenido que abandonar a su compañía para intentar salvarlos. No eran soldados comunes sino parte de una resistencia que trataba de sobrevivir a los difíciles cambios que ocurrían en el mundo. Al mismo tiempo que todo empezaba a ser más mágico y hermoso, las cosas empezaban a ponerse más y más difíciles para muchos y fue así como se conocieron y eventualmente formaron parte del grupo que tendrían que abandonar para distraer a los verdaderos soldados.

 La estratagema funcionó, al menos de manera parcial, pues la mayoría de efectivos militares los siguieron a ellos por la costa rocosa en la que se encontraban. Fue justo cuando todo parecía ir peor para ellos que, de la nada, se dieron cuenta de lo que podían hacer cuando tenían las mejores intenciones y hacían lo que parecía ser lo correcto. En otras palabras, fue justo cuando necesitaron ayuda que de pronto desaparecieron de la costa y aparecieron en ese bosque.

 No había manera de saber como o porqué había pasado lo que había pasado. De hecho, sus pocas palabras del primer día habían tenido mucho que ver con eso y también con las heridas que les habían propinado varios de sus enemigos. Ambos habían sido golpeados de manera salvaje y habían estado al borde de la muerte, aunque eso no lo sabrían sino hasta mucho después. El caso es que estaban vivos y, además, juntos. Tenían que agradecer que algo así hubiese pasado en semejantes tiempos.

 Al otro día las palabras empezaron a fluir, así como los buenos sentimientos. Se tomaron de la mano de nuevo y empezaron a trazar un plan, uno que los llevaría al borde del bosque y eventualmente a la civilización. Donde quiera que estuvieran, lo principal era saber si estaban seguros de que nadie los seguiría hasta allí. De su supervivencia se encargaría el tiempo. Caminaron varios días, a veces de día y a veces de noche pero nunca parecían llegar a ninguna parte.

 El más bajo de los dos empezó a sentir que algo no estaba bien. Se abrazaba a su compañero con más fuerza que antes y no soltaba su mano por nada, ni siquiera para comer. El miedo se había instalado en su corazón y no tenía ni idea de porqué.


 El más alto gritó cuando una criatura se apareció una noche, cuando dormían. Parecía un hombre pero no lo era. Fue él quién les explicó que nunca encontrarían una ciudad. Ellos le preguntaron porqué y su única respuesta fue: “Funesta es solo bosque. Todo el planeta está cubierto de árboles”.