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jueves, 21 de mayo de 2015

Información

   Los disparos venían de todos lados. Perla tenía a cada lado un hombre con una pistola, que hacían lo mejor que podían para defenderla de quienes habían prometido venir para llevarla. Pero no era algo fácil: quienes disparaban eran visiblemente más y mejores. Además, cuanto tiempo podían estar detrás del muro de un antejardín, antes de que ellos vinieran e hicieran lo que habían deseado desde hacía tanto tiempo. Lo único que ella podía pensar era que todo el asunto era tremendamente ridículo. Las balas iban y venían y se escuchaban vidrios rompiéndose y gritos en la lejanía. Pero ella solo pensaba en una cosa: sus archivos.

 Perla no era un mujer estúpida ni dependiente. Desde que había tenido uso de razón, y posiblemente por haber sido hija única, había tenido un sentido de independencia bastante destacable: jugaba sola creando historias complejas, en el colegio era la mejor en todas sus clases y no se limitaba ni acomplejaba por ello y en la universidad fue capaz de completar su carrera en tiempo record, usando cada pequeño espacio de tiempo que tuviese libre. Ya en el mundo laboral, había probado su dedicación e inteligencia al entrar, en su primer intento, a las fuerzas de seguridad del país, más concretamente a la agencia de inteligencia.

 Era por eso que le estaba disparando. Y cuando cayó el primero de sus hombres, supo que había hecho lo correcto al no tener nunca nada que la pudiera relacionar con su trabajo ni con nadie que tuviese que ver con los cientos de temas sensibles que trataba todos los días. De pronto por su personalidad o tal vez por su insistencia, Perla había alcanzado las esferas más altas en la agencia. Era una de las manos derechas, porque eran varias, del director y tenía acceso total a gran cantidad de los archivos antiguos de las bases de datos, acceso limitado a solo unos pocos agentes de la agencia como tal.

 El segundo hombre cayó, con una bala en la cabeza y entonces Perla supo que ya todo era inevitable. Por alguna razón, ni la agencia ni nadie había enviado refuerzos: tal vez querían que el secuestro ocurriera o tal vez no había mucha inteligencia en la agencia de inteligencia. En todo caso, había sido entrenada para este tipo de eventualidades y sabía muy bien lo que tenía que hacer. Lo primero fue tomar el arma de uno de los hombres que estaban con ella y fingir que quería luchar por si sola. Disparó unas cuantas veces, dándole a uno de los otros en el hombro, antes de que se le acabaran las balas y dos hombres enormes viniesen a buscarla.

 La arrastraron a una camioneta que arrancó al instante y le taparon la cabeza con una bolsa parecida a las que usan para guardar arroz y demás granos. Los hombres no decían ni una sola palabra pero Perla sentía que algunos movía el cuerpo, los brazos más exactamente. Se estaban comunicando no verbalmente para que ella no pudiese identificar nada en su conversación o en su voz que le dijera adonde la iban a llevar. Todo eso era inútil porque ella ya sabía muy bien quienes eran y lo dijo en voz alta para que la oyeran. Por un rato dejaron de hacer movimientos pero luego lo retomaron. Perla se recostó en la silla y trató de descansar, sabía que las horas siguientes serías difíciles.

 Por alguna razón se había quedado dormida y se despertó ya sin la bolsa en la cabeza, esposada a un tubo de plomo que iba del techo al piso de lo que parecía un galpón de ganadería. Había mucha luz en el sitio y le dolió mover la piernas. Por como estaba esposada no podía ponerse de pie, lo que era realmente molesto. Solo podía estar agachada o sentando y de ninguna manera podía ver nada más que le dijera adonde estaba. Como se había dormido, era posible que estuviese mucho más lejos de lo que suponía pero era imposible saberlo con certeza.

 Estuvo amarrada allí por varias horas hasta que una mujer vestida para las labores del campo vino y le dejó una bandeja de comida. Era joven y bonita pero parecía avergonzada y, tan pronto tuvo la bandeja en el piso, se dio la vuelta para retirarse. Perla, como pudo, le pidió que hablara con ella y le dijera que iba a pasar. La muchacha se detuvo, como a pensar lo que había oído pero ni se volteó ni dijo nada. Salió del lugar y lo único que tuvo Perla para hacer fue comer lo poco que le habían traído. Era un vaso de agua, un plato de postre con lentejas y una tajada de pan.

 Después de haber comido, Perla miró a un lado y a otro, tratando de ver y sentir lo que más pudiera de ese sitio: aparte de ella y del tubo de plomo, no había nada para destacar en todo el sitio. Podía haber sido usado para vender reses o para criar gallinas. No había ningún olor particular y la verdad era que Perla ya estaba demasiado cansada como para ponerse de detective. De pronto la comida tenía algo, porque empezó a sentirle pesada y con mucho sueño. Por fin cayó de lado, profundamente dormida y tuvo un pesadilla horrible, en la que un grupo de hombres se le acercaba estando en una cama.

 Cuando despertó, ya no estaba en el galpn.﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ estando en una cama.
y tuvo un pesadilla horrible, en la que un grupo de hombres se le acercaba estando en una cama.
ón. Estaba afuera, sobre el pasto. Era una colina hermosa y un árbol solitario le brindaba su sombra. Ya no estaba amarrada pero tenía en la muñeca la marca de las esposas que la habían tenido amarrada. Se sentía todavía algo débil y tratar de ponerse de pie fue imposible. Ni con la ayuda del tronco del árbol pudo hacer que sus piernas funcionaran con normalidad. Cuando cayó al suelo una segunda vez fue que se dio cuenta que no estaba sola.

 De nuevo, era la joven campesina de antes. O al menos creía que era campesina. Porque aunque estaba viendo a la misma mujer de antes, esta vez estaba vestida diferente y su cara no parecía tener ni la amabilidad ni la timidez que había notado en el galpón. Está mujer estaba vestida de botas de montar y miraba el horizonte como si quisiera matarlo. Perla apenas pudo recostarse en el tronco y preguntar, con las pocas fuerzas que tenía: “Quién es usted?”. La mujer no se dio la vuelta pero si dio un respingo, indicando que no se había dado cuenta de que Perla estaba despierta. Echó una mirada hacia atrás pero luego siguió en la misma postura que antes.

 Perla exhaló. Su cuerpo estaba adormecido, como lento en todo aspecto, y no podía hacer nada para no sentirse así. La mujer de las botas entonces le preguntó a Perla si sabía que estaba haciendo allí. Ella exhaló de nuevo y le dijo que no. La mujer rió y eso hizo que Perla se sintiera aún más incomoda. No era una risa malévola ni nada por el estilo pero no parecía ni el sitio ni el momento para reírse. La mujer le dijo que sabía muy bien que ella no guardaba nada demasiado cerca por miedo a que se perdiera. Perla la corrigió, diciendo que no guardaba información cerca porque la seguridad así lo requería. El miedo no tenía nada que ver.

 Después de respirar profundo un par de veces, Perla pudo abrir los ojos con normalidad y sentirse un poco mejor aunque sin la posibilidad de levantarse. Le preguntó a la mujer porque la habían secuestrado si sabían que ella no tenía nada consigo ni en su hogar. La mujer no respondió de inmediato. Cerca, pasó un campesino con una vaca y pareció no ver a Perla o ignorar el hecho de que estaba tirada al lado de un árbol. Era posible que pareciera que estaba allí por su propia voluntad pero la falta de curiosidad, que ella tenía de sobra, le parecía imperdonable.

 La mujer de las botas le dijo que la información que ella tenía en su cabeza era más valiosa que la que estaba en papel y en datos. Sabía que Perla había participado de varias misiones contra mafias varias y que no toda la información era codificada. Sabía que mucha de ella estaba memorizada, por miedo a que cayera en la manos incorrectas. Por primera vez se dio la vuelta y le reveló a Perla que la idea era interrogarla para que confesara, luego la torturarían para lo mismo y, si eso tampoco funcionaba, estaban dispuestos a tomar medidas aún más drásticas.

 Perla respiró tranquilamente, controlando su cuerpo ante las amenazas. Le dijo a la mujer que no tendría nunca el tiempo suficiente para hacer todo eso sin que nadie viniera a rescatarla. La mujer rió de nuevo, esta vez más fuerte, tanto que parecía no poder parar. Cuando lo hizo miró a Perla con lástima y le dijo que era más inocente e ingenua de lo que pensaba. No había manera de que nadie la rescatara ya que estaban mucho más lejos de lo que pensaba. De nuevo, otro campesino y esta vez Perla pudo verlo más detenidamente. Casi pierde las pocas energías que tenía cuando vio la cara del hombre, que era sin duda asiático, chino por sus rasgos generales.

 La mujer le dijo que, además, Perla todavía seguía trabajando en su oficina salvo que desde casa por un terrible resfriado. Y la agencia era tal como otros trabajos, desinteresados en sus empleados, incluso para verificar una posible enfermedad. No se darían cuenta hasta dentro de dos semanas y con una actriz profesional eso podía extenderse. Así que tenían más tiempo que el necesario para hacer lo que quisieran.


 Entonces la mujer le extendió la mano a Perla y la ayudó a ponerse de pie y a caminar un poco, hasta que pudieron ver más allá, terrazas de arroz y montañas onduladas. La mujer entonces la tomó de la mano y le pidió, con amabilidad, que le dijera todo lo que ella necesitaba saber. El toque final, una sonrisa.

martes, 14 de abril de 2015

Éxtasis

   Que es peor que despertarse y no saber donde se está? Que es peor que sentir algo en la mente que te dice que hiciste y deshiciste la noche anterior, pero simplemente no lo recuerdas? Juan había caído en esa espiral hacía mucho tiempo y parecía no haber manera de que saliese por su cuenta. Algunos tienen problemas de autoestima relacionados con el aspecto físico pero los de Juan estaban más relacionados con dejar de ser quien había sido durante tanto tiempo.

 En el colegio, había sido el niño flaco y ojón que era bastante promedio. En todo le iba regular, ni mal ni bien. Nunca se destacó por nada y, teniendo dos hermanos mayores, jamás hizo algo en lo que fuese el primero en su hogar. Sus padres no lo querían menos, si acaso al contrario, pero eso no servía de nada cuando los demás tenían toda la atención por sus logros y él todavía estaba en la escuela. Cuando llegó la hora de la universidad, se atrevió a lanzarse al vacío y estudiar artes pero los primeros semestres siguió siendo el mismo. Pensaba que la decisión le llevaría a hacer y experimentar cosas nuevas pero nada de eso estaba pasando.

 Ya casi terminando la carrera y habiendo descubierto su pasión por la fotografía, Juan conoció a un grupo de personas en la pasantía que tenía que realizar como requisito para graduarse. Entre ellas estaba una chica llamada Alexa y su novio Henry. Fueron ellos quienes tomaron a Juan de la mano y lo vieron como un niño que todavía no había descubierto su masculinidad. Lo trataban como a un hermano menor, incluso cuando salían a tomar unas cervezas después de clase.

 La verdad era que Juan no era virgen. Había tenido un par de novias, ambas por más de dos años, pero las cosas siempre se terminaban cuando él causaba el rompimiento. Nunca era él el que pedía terminar pero sí era quién causaba todo poniéndose raro y cambiándolo todo de un momento a otro. Esto también era debido a su inseguridad y a que no sabía muy bien que era lo que hacía o porque lo hacía.

 Pero con sus nuevos amigos, las cosas empezaron a cambiar rápidamente. Los primeros en notarlo fueron su familia y su ex novia: llegaba tarde a la casa entre semana, muchas veces con olor de trago y cigarrillo. Tenía una actitud cortante, como dándose aires de ser más de lo que era y de tener muchas cosas mejores que hacer que hablar con nadie más. Su ex novia o buscaba para hablar de objetos que quería de vuelta y él le respondía cada vez peor por lo que ella prefirió ir un día a su casa, mientras él no estaba, y sacar lo que le pertenecía a ella.

 Al comienzo fue solo el alcohol. Entre semana eran solo botellas de cerveza, que aumentaban al pasar de las semanas. Los viernes y los sábados esas botellas de cerveza pasaban a ser de vodka, ron, aguardiente, vino, o lo que pudiera comprar con el dinero que lograban reunir entre los tres y otros amigos más de Alexa y Henry. Los amigos de ellos eran también artistas pero más que todo del tipo que hablan mucho pero no han hecho lo mismo. Otros, eran gente muy concentrados en su estilo, en si mismos. Eran diseñadores de cualquier tipo o simplemente gente que creía que la moda los hacía mejores personas. Entre grupos cada vez más grandes y en lugares que él no conocía, Juan fue cayendo lentamente.

 Su graduación de la universidad fue un poco después y al poco tiempo, con ayuda de sus nuevos amigos, consiguió un trabajo en una revista. Sus padres querían reprenderlo pero ya era muy mayor para eso y además estaba trabajando y era responsable con lo que le tocaba a él. Como manejaba su tiempo era cosa de él, a menos que todo se pusiera peor.

 Las fiestas eran casi siempre en la casa de alguien, casi siempre lugares amplios y viejos, aunque había ocasiones que los amigos de sus amigos eran personas más acomodadas y entonces iban a hermosos apartamentos con la más increíble vista a la ciudad. Fue en uno de esos apartamentos en los que un amigo de Alexa le ofreció su primer cigarrillo de marihuana, que él fumó ante la mirada pendiente de muchos a su alrededor. Juan siempre pensó que sería algo más emocionante pero resultó ser algo decepcionante ya que no tuvo ningún efecto en él. Mientras los demás fumaban y reían tontamente, él seguía bebiendo, que era preferible a perder el tiempo con algo que solo olía raro.

 Su decisión de no fumar marihuana podía haber sido buena si no fuera porque eso lo alentó a arriesgarse más. Vinieron entonces la cocaína, las pastillas y demás “juguetes, como los llamaban sus amigos, que lo ayudaron a desinhibirse como nunca jamás lo había hecho. La primera vez que probó una de tantas drogas estaba con Alexa y Henry y fue tal el efecto del alucinógeno que, sin pensarlo dos veces, se lanzó encima de Henry y tuvo relaciones sexuales con él mientras Alexa salía del cuarto para buscar más de lo que habían consumido.

 Juan descubrió lo que era el éxtasis, aquel sentimiento de placer extremo y no quiso dejarlo ir porque lo hacía sentirme mucho más y mejor que nunca. Se sentía con el poder y la voluntad de hacer lo que quisiera. Había uno de esos chicos diseñadores que siempre le había llamado la atención pero jamás se lo había planteado en serio. Una noche, llena de drogas y alcohol, lo llevó a un cuarto del lugar donde estaban y tuvo relaciones con él. El chico, para su sorpresa, no había consumido nada más que un par de cervezas pero Juan nunca recordó que le hubiera dicho eso. Al otro día estaba tirado en el piso, al lado de un charco de su propio vómito y sin ropa. Había otros tres hombres con él en una cama y ya no estaba en el lugar de la fiesta de la noche anterior. Solo recogió su ropa y se fue, sin más.

 Esa fue la primera vez que sintió miedo de verdad. Miedo de que, por descubrir una nueva parte de si mismo, estuviese perdiendo quien siempre había sido. Cuando llegó a casa, y después de un regaño de su madre por llegar campante a mitad de tarde un domingo, fue al baño y se miró en el espejo: estaba más delgado que nunca y jamás lo había notado. Es decir, siempre había sido flaco pero ahora había sombras en su cara y en su cuerpo que antes nunca habían estado allí. Se le notaban las costillas y algunas vertebras en la espalda. Nunca había tenido mucho trasero pero ahora no tenía casi nada.

 Se echó agua en la cara y decidió que era mejor ducharse. Allí, bajo el agua, empezó a llorar sin control. Sus piernas se doblaron ante su peso y quedó allí por un largo rato hasta que pudo cerrar la llave, esto tras controlar sus manos y sus emociones. Todavía quería llorar, sin razón aparente, pero no podía hacerlo con su familia tan cerca. No quería tener que explicar nada. En ese momento recibió una llamada de Henry pero no contestó. No quería saber nada de ellos por ahora.

 Trató de dormir pero entonces varios fragmentos de lo que había hecho la noche anterior venían a su mente. Había consumido más drogas y había tenido sexo con varios hombres y tal vez una o dos mujeres. Podía sentir el sabor en su boca de la ceniza de los cigarrillos y del alcohol de mala calidad que había circulado por todos lados. Como pudo, empujó esos pensamientos fuera de su mente y durmió por algunas horas, ante el asombro de su madre que jamás lo había sentido tan extraño. Quiso preguntar que le pasaba pero sabiendo como respondería, se abstuvo de hacerlo.

 Al día siguiente en el trabajo, Juan se desmayó en la mitad de una sesión fotográfica. Tuvieron que llamar una ambulancia y mandar a todo el mundo a su casa. Lo llevaron a un hospital con rapidez y, para cuando su familia llegó, estaba mucho peor. Su cuerpo estaba tan acostumbrado y era tan dependiente de las drogas y el alcohol, que el solo pensamiento de dejarlas había hecho que su cuerpo reaccionara de la manera incorrecta. Juan no supo contestar cuando le preguntaron que había consumido. Solo lloraba en silencio y se sacudía con violencia, gimiendo y gritando.

 Su familia vio como estaba y el doctor les explicó que era lo que sucedía. Ellos no entendían como era que jamas ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽a que jamsangre, que era lo que on que habñia consumido. Solo lloraba en silencio y se sacudl, que el solo pensamientoás se habían dado cuenta que su hijo estaba metido en el mundo de las drogas. Pero ya era muy tarde para lamentarse o pedir perdón o proponer ayuda. El cuerpo de Juan se estaba destruyendo a si mismo con ayuda de los químicos que todavía no habían dejado su cuerpo tras dos días de la fiesta más grande en la que jamás había estado. Antes de perder la lucidez, pidió perdón a su familia pero esto no duró mucho. Al día siguiente no los reconocía, tal vez por el dolor. Tuvo momentos de lucidez, uno de los cuales fue usado por el doctor para preguntar si había tenido relaciones sexuales sin protección. Pero Juan no podía responder.


 El día mismo que el doctor verificó la presencia de una enfermedad de transmisión sexual, Juan empezó a convulsionar con violencia y entonces murió. La combinación de todos los factores le había causado la muerte y todo por elegir la salida más fácil, más rápida y mejor pintada.

lunes, 2 de febrero de 2015

Ágata

   Su nombre era Ágata. Era una gata bastante peluda, con ojos grandes y de un amarillo penetrante. Sin embargo, era imposible no verla en donde estuviera. Atraía las miradas con su hermoso semblante y aparente elegancia. Se estiraba suavemente en cualquier superficie placentera que encontrara y casi siempre dormía plácidamente, obviamente sin ninguna preocupación en el mundo.

 La hermosa gata era propiedad de Yrina, la famosa supermodelo rusa. La mujer viajaba por todos lados pero nunca olvidaba a su inseparable amiga felina. Ágata había sido un regalo de un novio que la mujer había tenido pero el amor terminó pronto y lo único que le quedó a Yrina fue la gata. Eso sí, todo ocurrió un año antes de que se volviera famosa y ahora la modelo reía sola al pensar en lo arrepentido que estaría el idiota que le había dado a la gata. Seguramente estaría golpeándose contra una pared.

 Ágata sabía de esto ya que, de vez en cuando, Yrina reía macabramente cuando le acariciaba su pelo. Vagamente recordaba al hombre que le había regalado y entendía que todavía tenía un efecto particular en su dueña. También la había visto llorar cuando la relación se había terminado y la había visto pasar por muchas cosas más, así que no sabía de en verdad ese chico se arrepentiría o si, más bien, se sentiría aliviado.

 Siendo una gata, era ciertamente difícil juzgar a los seres humanos. Eran criaturas para ella interesantes pero muy complicadas. A pesar de lo que oía alrededor, sobre todo de quienes venían a maquillar o peinar a su ama, las hembras y los machos de la especie humana eran iguales en todo sentido, incluida su ingenuidad, cinismo y tontería. Podían ser muy inteligentes y muy estúpidos y se preocupaban por cosas que ella no entendía. En esas ocasiones, prefería recostarse por ahí y dormir una buena siesta.

 No podía negar, nunca, que Yrina era una buena humana con ella y, al fin y al cabo, eso era lo que contaba. La peinaba en sus ratos libres y, lo había notado desde el comienzo, Yrina era otra persona cuando estaban solas. Solía comer comida más apetitosa que las comidas raras que muchas veces le hacían comer y veía mucha televisión. Claro que Ágata no entendía nada de lo que decía o mostraba ese aparato, pero casi siempre su ama la ponía en su regazo y la acariciaba mientras veía alguna película. Era realmente relajante.

 Diametralmente eran los días de trabajo. Yrina casi nunca la tocaba, a menos que fuera para quitarla de un sitio donde no debía estar. Parecía que no supiera que los gatos no pueden quedarse siempre en un mismo sitio.  Los gatos necesitan moverse, explorar, cazar y jugar un poco. Pero cuando decenas de otros seres humanos estaban alrededor, esto se volvía imposible. Ágata prefería dormir antes que ser acariciada por algún desconocido.

   Más de una vez había rasguñado a alguien con sus garras, que siempre eran cortas, porque odiaba a los desconocidos. Era insoportable que se acercaran haciendo ruidos idiotas y acariciando mal, a veces frotando mucho, como si estuvieran acariciando a un oso polar. Pero cuando rasguñaba, mejor dicho cuando se defendía, Yrina se enojaba bastante y la regañaba. Esto era insoportable, no solo por el factor de la comida, sino porque Yrina el único ser humano que Ágata soportaba y era como ser rechazado por un buen amigo.

  Además, estaba lo extraño. A veces cuando estaban solas, Yrina se comportaba de una manera muy extraña. Tenía días en los que fumaba bastante, tanto que parecía a uno de esos coches viejos que todavía andan por ahí. Además, se encerraba en el baño por horas y, muchas veces, Ágata la esperaba afuera y arañaba la puerta pero jamás conseguía respuesta. Ni un regaño, ni un grito, ni una afirmación. Nada.

 Podía ser un gato, pero Ágata sabía que algo no iba bien, unos tres años después de haber sido regalada a su ama. Nunca había sido un ser humano particularmente jovial pero ahora parecía que no sonreía nunca y, Ágata pensó, que se veía cada vez más fea. No era buena jueza de la belleza humana pero siempre había pensado que Yrina era bastante agradable a la vista.

 Ya no era así. A veces, cuando dejaban de viajar y regresaban al apartamento que compartían. Ágata se quedaba mirando a su ama mientras dormía, cuando dormía. Parecía verse más pequeña, como reducida por un dolor o por algo que ella no pudiera controlar. Además su pelo, que siempre había sido bello (aunque Ágata pensaba que los gatos les ganaban a los humanos en esto), parecía menos vivo, más opaco y triste. Lo mismo sus dientes. La hermosa sonrisa con la que tantas veces había saludado a la felina, ya no existía.

 Sin embargo, el trabajo por esa época parecía haber aumentado. Yrina lucía cada vez peor pero tenía más trabajo. Ágata agradecía que la llevara a todos los sitios a los que iba, así fuera a países lejanos. No era muy alegre viajar en un avión que solo hacía ruido y en el que se podía casi mover, pero la recompensa era ver a su ama feliz, o al  menos fingir felicidad. No sabía nunca cuando era una cosa o la otra pero, Ágata pensaba, al menos parece intentarlo.

 Pasó otro año, de viajes y mucho trabajo, y Ágata empezó a notar algo más. El apartamento que por tanto tiempo había sido para ellas solas se convirtió en un centro de eventos. Casi no pasaban dos días antes de que decenas de seres humanos, todos descuidados, llegaran y dejaran el sitio hecho un desastre. Incluso el cojín favorito de Ágata era movido de un lado al otro, como si fuera alguna diversión enfermiza.

 La gente que venía se parecía a la nueva Yrina. No eran mujeres particularmente bellas ni hombres naturales sino gente que parecía haber salido de uno de los programas que la gata veía que su ama veía en la tele hacía mucho. La mayoría de los humanos iban demasiado arreglados y, a juicio de Ágata, se veían ridículos. Era cierto que nunca había entendido el concepto de la ropa, pero incluso ella podía ver que no era lo apropiado, el modo de vestir de esas personas.

 Además, nunca había visto a ninguno de esos humanos. Ni en la casa, ni en ninguno de los trabajos pasados de la modelo. Y Ágata se preciaba de tener una buena memoria. Que hacían entonces toda esa gente en el apartamento y porque tan seguido? Todos bebían líquidos que olían horrible y sabían peor (era imposible ignorar las manchas por todos lados) y, curiosamente, no había un solo plato de comida en toda la casa.

 Lo único que ágata siempre encontraba gracias a Lupe, una mujer que venía de vez en cuando, era su comida y un plato lleno de agua en un rincón que era solo para ella. Incluso los invitados de las fiestas nunca entraban allí. Aunque había habido una vez, en la que había encontrado a dos seres humanos allí pero el calor era tal que había salido corriendo al instante. Odiaba el calor.

 Y así siguieron las cosas, por meses y meses hasta que un día se quedaron las dos solas de nuevo. Ágata, apenas se despertó, corrió al cuarto de Yrina para despertarla con su ronroneo pero no había nadie en la cama. Seguramente, pensó la gata, estará en el baño. En efecto, la puerta estaba entreabierta y, con dificultad, Ágata pudo entrar. Su ama estaba tendida en el piso y tenía una bolsita al lado llena de algo que no pude saber que era.


 Cuando Lupe llegó, Ágata la atrajo hasta el baño y allí cambió todo. No solo fueron los gritos de Lupe ni que la llevaran a un hogar para animales. Era también el hecho de que, al final, mientras Lupe corría gritando por todos lados, Ágata se acerco a su ama y la olió. Entonces entendió que su vida iba a cambiar porque su ama ya no estaba. No se preguntó que sería de ella sino que pensó: “Que pasó con mi ama, con Yrina?”.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Al borde del abismo

La labor social no era lo que se le daba mejor a Fran. Era un chico que poco o nada se interesaba en los demás. Para él lo más importante era sobrevivir y, a veces, la gente que lo ayudaba con eso. 

Era huérfano y, después de haber estado en el orfanato toda la vida, donde lo habían educado en algunos trabajos, lo dejaron ir para que encontrara algo que hacer de su vida. Lo único que encontró fue a la calle y a su varios habitantes. Drogas, alcohol y tabaco eran su vida desde hacía 5 años y ya no tenía, como antes, esperanzas de cambiar su vida.

Robaba a la gente en los trenes, comida de restaurantes, dinero de supermercados e incluso incendiaba autos por el solo placer. Nadie lo detenía y el no tenía intenciones de empezar a tratar al mundo mejor, después de como este lo había tratado a él.

Un día, en el que llevaba ya cuatro billeteras robadas en el tren, cayó en las manos de un oficial de policía. Normalmente era más astuto y no se dejaba ver de ellos pero ese día el hambre apremiaba y sentía el dolor de la dependencia a las drogas.

El policía lo llevó a la estación. Allí durmió en una celda sucia y húmeda y al otro día le dijeron que por su edad y por haber sido la primera vez que lo cogían, solo tenía que pasar un año en una cárcel de mínima seguridad. Sin embargo, durante todo el año debía hacer trabajo social para remediar sus crímenes. En lo personal, Fran hubiera preferido cincuenta años en una cárcel de máxima seguridad que tener que juntarse más de lo necesario con gente tan distinta a él.

Sus primeros días en la cárcel fueron difíciles. No por la convivencia o el encierro sino porque su cuerpo cada vez más necesitaba las drogas. Fran se consideraba un consumidor ocasional pero eso no fue lo que pensé el doctor de la prisión. Le dio algunos medicamentos para calmar el dolor. En parte funcionaron, en parte lo desesperaban más.

Pasada la primera semana, él y otros dos jóvenes fueron subidos a una camioneta de la prisión y llevados a un lugar bastante extraño para un trío de convictos: el asilo de ancianos del pueblo cercano.

Cuando entraron, el personal del lugar los saludó con amabilidad y les dijeron cual era su tarea en el sitio: entretener a los ancianos y ayudar a todo lo que fuera posible, desde jugar ajedrez con ellos o bailar hasta colaborar en el cambio del pañal y acompañarlos al baño.

Fran se volteó, pensando en volver a la camioneta pero los tres guardias con los que habían venido le cerraron el paso y lo amenazaron. Les dijeron, a los tres convictos, que estarían vigilándolos todo el tiempo y que si trataban de escapar, las consecuencias serían fatales.

No había más alternativa que seguir a una de las enfermeras a un gran salón donde los ancianos hacían actividades, veían televisión o tan solo se sentaban a mirar por la ventana. Les pidieron que fueran por la habitación y escogieran a un anciano para acompañarlo el día de hoy.

Antes de que lo hicieran, uno de los guardias se acercó y les fue quitando las esposas, mientras los otros les apuntaban con pistolas eléctricas. Fran los miró con odio y, apenas le quitaron las esposas, se alejó de ellos lo más que pudo. Se sentó al lado de una mujer en silla de ruedas que parecía ser muda y, por una hora, no hizo más sino pensar en lo que les haría a los guardias si no tuvieran como someterlo.

 - Que hiciste?

Fran salió de su imaginación y volteó a mirar a la anciana. Seguía tan impasible como antes, mirando al exterior, más allá que acá.

Resopló y y apretó los puños, con rabia. Volvió a sus pensamientos, los que le hacían sentir más y más rabia, hacia él, hacia todos.

 - Tomas algo para eso?

De nuevo volteó a ver a la mujer, que seguía mirando al exterior. Pero no era ella quien hablaba. De atrás de Fran se acercó otra mujer, algo más joven que la otra pero también en silla de ruedas. Tenía una expresión de suficiencia en su rostro que le daba un aire de presunción bastante fastidioso.

 - Que?
 - Tu mano, chico tonto.

En efecto, las manos de Fran temblaban todo el tiempo. Era la primera persona, aparte del doctor en la prisión, que lo había notado.

 - Heroína? O algo menos fuerte?
 - Que?

Estaba vez la cara de fastidio fue más evidente.

 - No sabes decir más?

Fran se puso de pie pero apenas lo hizo, vio como uno de los guardias se acercaba al lugar donde estaba. El tipo le apuntó con la pistola. Pero entonces la mujer los dio unas palmaditas en el estomago y el guardia se puso nervioso.

 - Señora, yo me encargo.
 - No sea ridículo. De que se va a encargar?
 - Este hombre... No le hizo nada?
 - Este payaso a mi? - decía señalando a Fran. - Hijo, hace falta mucho más que unos malos tatuajes y  una mirada despectiva para atemorizarme. Váyase mejor allí, parece que lo necesitan

En efecto, al otro lado de la habitación, uno de los reos le daba palmadas a un anciano que parecía no poder respirar. El guardia salió corriendo.

 - Entonces, vas a responder o no? Que haces aquí?

Fran no quería responder. No tenía idea de quien era esa mujer y no le interesaba. Además tenía planeado pasar casi desapercibido durante su estancia en la cárcel y esperaba que se dieran cuenta que esto del "trabajo social" no era algo que él pudiese hacer.

Resentía todo y a todos. Odiaba tener que hablar con la gente, verlos reír y disfrutar de una vida que Fran no sabía porque ellos merecían y él no. Era peor pensar que él los envidiaba y por eso las drogas habían sido ideales para él: lo llevaban a un lugar en el que solo él, Fran, era importante, y nada más era importante o existía si quiera.

Todos los días quería volver a ese lugar pero ya no podía. La estúpida cárcel y ese maldito doctor le estaban quitando todo lo que tenía adentro y, al final, solo sería una concha vacía, solo un cuerpo que se reiría de las mismas idioteces que todos los demás. Y no sabría que, si fuera todavía él, se odiaría con todas las fuerzas del mundo.

 - Prefiero la cocaína y los ácidos y el éxtasis.

La mujer se le quedó mirando, como si lo analizara.

 - No te ves como un chico que pueda pagar esa clase de gustos.
 - Robo gente.
 - Ah... Eso lo explica. Y por eso tiemblas. El dolor, la urgencia.

Fran evitó su mirada, mientras ella lo escudriñaba, centímetro a centímetro.

 - No sabes nada. Crees que conoces el dolor? Trata de vivir con un riñón y un esposos inútil. Con hombres abusivos y mujeres envidiosas. No sabes nada.

La mujer empezó a alejarse en su silla pero se detuvo, dándole la espalda a Fran.

 - Y tus padres? Que dicen?
 - No sé quienes son.
 - Desgraciados crían hijos desgraciados.

La anciana giro en el mismo punto y miró a los ojos a Fran, que por primera ves, no evitó mirarla.

 - Que medicamentos te dieron?
 - Valium y Ativan.
 - Idiotas.

De debajo de la silla, la mujer sacó una cajita de pastillas.

 - Estas son hechas de algas japonesas. Te relajan mejor que cualquiera de esas porquerías. Mi hija  Amanda me las envía, vive allá. Se casó con uno de ellos.

De la cajita, sacó una tabla de 8 pastillas. Se las dio a Fran y luego cambió el tema, evitando que el las devolviera. El chico se las guardó en un zapato y entonces empezaron a hablar de sus vidas, de detalles sin importancia y de lo que menos les gustaba del mundo.

Fran volvió una vez por semana durante toda su sentencia. Y fue esa mujer su única amiga en el mundo porque por fin pudo entender a alguien más y sentirse comprendido.