Mostrando las entradas con la etiqueta reloj. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta reloj. Mostrar todas las entradas

lunes, 25 de septiembre de 2017

Un último día

   Varias luces se fueron encendiendo, poco a poco. La habitación de tamaño medio se vio completamente iluminada, así como cada uno de los objetos que había a los costados, emplazados con cuidado en cajones forrados con terciopelo y telas suaves en las que pudieran descansar por siempre, de ser necesario. El hombre joven dio unos pasos al frente y su cara se iluminó de repente. En el umbral de la puerta estaba todo oscuro, pero adentro era un mundo completo de luz y color.

 Estaba bien vestido, con una corbatín negro que combinaba con su traje de alta costura. Su cara estaba inusualmente bien cuidada, el vello facial bien afeitado y delineado y todo lo demás en orden, como si se hubiese preparado para semejante lugar por mucho tiempo. Caminó lentamente, calculando su respiración, mirando a un lado y otros los objetos que resaltaban por todas partes, como pequeños tesoros. Él sabía que eso eran, al menos para su dueño, quién estaba en el salón principal de la casa, varios metros por debajo.

 Llegó al final de la habitación y allí se quedó mirando una pequeña caja con fondo rojo. Era la única adornada así. Adentro había un reloj de oro, con un pulso trabajado con esmero. Alrededor del cuerpo del reloj había pequeñas piedras preciosas y las manecillas brillaban intensamente, pues no estaban hechas de otra cosa sino de platino. Era un objeto completamente hermoso. Era difícil de creer que algo así estuviese escondido en un cuarto, en una casa casi abandonada.

 Sabía que su anfitrión no la usaba como casa principal sino como su casa de verano, a la que venía unas semanas cada año y a veces ni eso. Era un hombre tan rico que tenía posesiones y propiedades por todo el mundo y esa gran casa era solo una de varias. Sin embargo, había sido elegida esa vez por el lugar donde se encontraba, muy cerca a la desembocadura de un gran río que serviría en el futuro como troncal de transportes para hidrocarburos y otros productos de muy buena venta en el comercio mundial.

 Hoy en día el río era más bien estrecho y poco profundo, al menos para la visión que tenían los empresarios. Sería completamente convertido al excavar su cauce, haciéndolo más ancho y más profundo. La casa desaparecería pues estaba demasiado cerca del agua para sobrevivir. La fiesta era para celebrar la firma del contrato de obras y también una despedida merecida para una casa en la que habían pasado pocas cosas, ninguna de mucha importancia. Había sido una mansión señorial alguna vez pero de eso ya no quedaba nada, ni siquiera con los arreglos para la fiesta.

 El joven de traje negro y corbatín tomó el reloj y se lo metió en un bolsillo. Sabía que adentro de la habitación no había alarmas ni cámaras, eso solo estaba afuera. El dueño pensaba que nadie sabía de esa bóveda y ese error había sido aprovechado por el hombre que ahora salía con paso firme y cerraba la puerta de seguridad detrás de sí. Sacó su celular de otro bolsillo y lo golpeó algunas veces. La puerta detrás de él hizo un sonido seco, como de barrotes moviéndose de golpe.

 Al bajar, vio que todos estaban bebiendo y hablando de tonterías, seguramente de negocios. Nadie se había dado cuenta de su desaparición. Se mezcló entre las mujeres bien vestidas y los hombres algo tomados. Llamó la atención de un mesero y le pidió una copa de vino. Fue luego a una gran mesa donde habían canapés y pequeños frutos de la región. Mientras comía y bebía observaba a los demás. Le producía rabia estar allí pero también algo de felicidad por haber robado el reloj.

 El anfitrión de la fiesta salió de la nada. Se subió a una pequeña tarima y desde allí agradeció a los constructores de la obra su colaboración y amistad. Mientras había estado arriba, se había firmado el contrato. Seguramente había habido chistes tontos y demás gestos que se hacen siempre en esas ceremonias carentes de sentido para muchas de las personas que lo único que hacer es vivir su día a día, sin pensar en los millones de dólares que circulan a su alrededor y nunca ven.

 Brindaron todos por el anfitrión. Él sonrió, se bajó de la tarima y empezó a saludar a uno y otro, a cuchichear y a pretender que estaba encantado con la compañía de cada una de esas personas. Su lenguaje corporal era claro como el agua pero también era obvio que ninguno de los invitados se daban cuenta de ello o tal vez no querían darse cuenta. Ninguno de ellos pensaba nada bueno del otro, pues todos eran rivales en los negocios y solo estaban allí para obtener información. Cualquier cosa era buena.

 El anfitrión miró hacia el hombre de corbatín. La sonrisa que esbozó entonces era completamente autentica, no había nada de falsedad en ella. Sí hubo en cambio mentira en la del hombre joven, que sonrió y saludó al anfitrión. Este le pidió que se acerca y él lo hizo, a pesar de tener planeada con anterioridad una salida rápida después del pequeño discurso que había acabado de tener lugar. Los invitados le abrieron paso hasta que estuvo cerca de la tarima, desde donde lo miraban varios ojos llenos de envidia, sorpresa y duda. No entendían que hacía allí el hijo de aquel magnate.

 El hombre se los presentó a todos como su hijo mayor, el que heredaría todo lo que ellos sabían que él tenía. Les dijo, a modo de broma, que los negocios futuros tendrían que ser hechos con él y con nadie más. Lo apretó por los hombros con sus grandes y arrugadas manos. El hijo se sintió pequeño, como si de repente se hubiese convertido en un niño pequeño, incapaz de tomar sus propias decisiones en la vida. Y eso era lo que lo había llevado a aceptar hacer parte de esa patética ceremonia.

 Cuando su padre lo soltó, el hombre de corbatín saludó a algunas otras personas, al mismo tiempo que apretaba en su bolsillo el reloj de oro y demás piezas valiosas. Trató de esbozar su mejor sonrisa, de dar la mano como le había enseñado varias veces su padre. Los miró a los ojos, en parte para intimidarlos pero también para tratar de ver sus intenciones. Para él todos eran ratas que querían meterse al barco más lleno de dinero y de objetos preciosos. Estaban en el lugar correcto.

 Cuando por fin se liberó de las aves rapaces, desapareció entre los meseros. Se metió a la cocina y por ese lado se escabulló al garaje. Había choferes fumando y contándose historias eróticas los unos a los otros. No se dieron cuenta cuando él se subió a uno del os vehículos, el que le había regalado su padre para su cumpleaños más reciente, y pasó casi volando por al lado de todos ellos, levantando una nube de tierra que se les metió por entre la nariz y los ojos, dejándolos casi ciegos.

 Aceleró aún más al llegar a la autopista que lo llevaría al aeropuerto, donde el avión privado de su padre lo llevaría a una gran ciudad no muy lejana. Allí lo esperaría la persona que más quería, la única en la que confiaba. Lo esperaría con una maleta con ropa y algunas otras cosas, de esas que todo el mundo necesita cuando viaja. Y en esa misma maleta iría el reloj de oro que estaba en su bolsillo, que sería la piedra angular en su próxima vida, ojalá diferente a la que llevaba viviendo por más de treinta años.

 Su padre se daría cuenta mucho tiempo después que el reloj no estaba. Se daría cuenta tarde del verdadero potencial de su hijo, completamente desperdiciado en un mundo decadente, tan lleno de trampas y mentiras que ya era casi imposible saliendo a flote.


 El coche se detuvo frente a la terminal. Lo dejó allí, sin vigilancia. Dejó las llaves en el aparato y tan solo caminó adonde lo esperaba su próximo transporte. No podía esperar al día siguiente. Mientras despegaba, sentía que una parte de su vida quedaba atrás, tal como lo había querido por tanto tiempo.

lunes, 11 de septiembre de 2017

El engranaje del gran reloj

   Cuando tenía apenas diez años, Carlos tuvo que ir a una cita médica de urgencia por una hemorragia severa. Sin querer, su hermana menor le había dado un golpe con el codo directo a la nariz con una gran fuerza. La nariz estaba rota y la sangre había manchado ya varios cuartos de la casa antes de que los padres se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Para cuando llegó al hospital, el pobre niño estaba algo mareado y no sabía muy bien lo que pasaba a su alrededor.

Despertó muchas horas después y, por fortuna, no tuvo que quedarse mucho tiempo allí. Solo los días suficientes para que los vasos sanguíneos se sanarán y los médicos hicieran una simple cirugía para arreglar el daño causado. De ese acontecimiento de la niñez surgieron dos cosas. La primera fue un lazo de amistad muy cercano con su hermana Lucía. Carlos jamás la dejó atrás de ahí en adelante, metiéndola a todos los juegos e incluyéndola en conversaciones a las que normalmente no estaba invitada.

 Esto creó en ella una confianza sin par, que se vio relucir en sus años de adolescencia y más allá. La joven agradecía siempre a su hermano por todos sus éxitos y le dedicaba siempre algún tiempo para que compartieran confidencias. Más que hermanos, eran amigos muy cercanos que sabían todo del otro. Fue así como ella fue la primera en saber que a Carlos le gustaban los chicos, muchos después de que él mismo empezara a experimentar por su cuenta.

 La razón para una experimentación tan temprana eran fruto de la segunda consecuencia que había tenido el accidente de la nariz: los médicos habían hecho análisis de sangre exhaustivos para verificar que el niño no sufriera de algo grave, como hemofilia. De esos exámenes salió un resultado inesperado: el niño tenía un gen bastante raro que se había probado era inmune a una gran variedad de virus que afectaban al ser humano. Entre esos estaba el virus del VIH/Sida.

 No era común que a un niño le hicieran ese tipo de examen y los padres reclamaron al escuchar los resultados de los exámenes. Les ofendía que su hijo se convirtiera en un conejillo de indias o algo parecido, y mucho menos para investigar enfermedades que solo tenían los “enfermos sexuales”. Esas fueron las palabras exactas que escuchó Carlos a esa joven edad. Eso selló, de cierta manera, su manera de ser frente a sus padres. Ello nunca sabrían de su verdadera vida sino hasta muy tarde, cuando ya no tenía sentido acercarse pues la distancia había crecido demasiado.

 El tema de su sangre e inmunidad, intrigaron mucho al niño. Los médicos insistieron una y otra vez en hacerle más exámenes pero los padres se negaron. Como era menor de edad, los doctores se rindieron pues sin el consentimiento de los padres nada sería posible. Sin embargo, todo el asunto hizo que Carlos se interesara por su especial característica y empezó a averiguar todo lo que podía en la biblioteca más cercana y en el portátil que pedía prestado a su padre, alegando querer jugar cosas de niños.

 La única que sabía de sus investigaciones era su hermana, que parecía interesada a veces y otras de verdad que no entendía que era lo que buscaba su hermano con todo ese asunto. Pasados dos años, con mucho conocimiento encima y las hormonas a flor de piel, Carlos experimento su primer encuentro sexual con un chico algo mayor que él. Se habían conocido en el equipo de futbol del que él era parte y habían terminado en sexo sin protección en la casa de su compañero.

 Tras el suceso, supo que era homosexual y que le gustaba el sexo. Entendió que su inmunidad lo hacía especial de cierta manera, pues así había convencido a su amigo de no usar un preservativo, que él aseguraba poder robar de un cajón en la habitación de sus padres. Ese fue el inicio de la vida sexual de Carlos, que tuvo muchos personajes y varios momentos en los que el joven se dedicó a explorarse a si mismo, no solo de manera física sino en otros niveles igual de importantes.

 Apenas cumplió los dieciocho, aplicó a una beca para irse a estudiar a Europa. La verdad era que no resistía más vivir en casa, con la tensión clara con sus padres y una hermana que ahora tenía su propia adolescencia para vivir. Tan pronto le anunciaron que había ganado la beca por sus buenas notas y dedicación al estudio, Carlos lo anunció a sus padres que estuvieron muy orgullosos y lo apoyaron sin condiciones. Fue la vez que se sintió más cerca de ellos, en la vida.

 Los abrazó en el aeropuerto y le dio besos en las mejillas a su hermana. Sin duda la iba a extrañar pero le prometió escribirle un correo electrónico al menos una vez por semana con lujo de detalles sobre su vida en un país nuevo. Y así lo hizo. En los estudios le fue excelente, siendo siempre dedicado y cuidados con sus estudios. Pero en Europa descubrió con rapidez que podía ser un joven homosexual abierto, que podía dejar de esconderse de todo y podía vivir de manera libre, haciendo lo que quisiera sin los límites de su vida anterior.

 Usaba la historia del codazo siempre que quería ligar con alguien. Con el tiempo, se dio cuenta que ha muchos no les interesaba escuchar historias de infancia. Su vida universitaria la vivió entre el estudio entre semana y las sesiones de sexo los fines de semana. Era casi una rutina que había adquirido con los días y que solo se detuvo con el tiempo, unos años después de terminar la carrera y empezar a trabajar. Como en muchas cosas, la razón para este nuevo cambio fue el amor.

 Cuando vio a Juan por primera vez, no supo que hacer. Eso era bastante extraño pues siempre había sabido qué decir y como comportarse frente a otros hombres, en especial si buscaba tener algo con ellos. Pero entonces entendió que no quería tener sexo con Juan sino algo más. Tal vez era por haberlo conocido en un lugar diferente a un bar o a un club de caballeros, pero el punto era que por muchos días no pudo quitárselo de la cabeza hasta que lo volvió a ver, por pura casualidad.

 Fue en una farmacia. Carlos estaba detrás de Juan en la fila para preguntar por medicamentos. Solo se dio cuenta que era él cuando lo tuvo de frente y a la bolsita que tenía en la mano. Juan se veía nervioso y Carlos se puso igual. Los dos estaban así por razones diferentes pero sonrieron al darse cuenta que causaban un pequeño embotellamiento en la farmacia. Carlos, de la nada, le pidió a Juan que los esperara. Pidió su crema especial para el dolor de músculos y se apresuró a hablar con Juan frente a la farmacia. Lucía supo todo a las pocas horas.

 Fue así como empezaron hablar. Pocos días después tuvieron una primera cita. Luego otra y otra y así pasaron varios meses, escribiéndose mensajes tontos por el celular y yendo a ver películas para luego criticarlas comiendo comida chatarra. Las noches de películas se trasladaron a sus apartamentos y fue en una de esas noches, meses después de conocerse, en la que Carlos quiso tener su primer encuentro sexual con alguien que amaba de verdad. Pero Juan lo detuvo, con una mirada seria.

 Juan tenía VIH. Lo confesó con lágrimas en la cara. Era algo con lo que vivía hace mucho pero era la primera vez que se enamoraba de alguien y creía que las cosas no podrían seguir pues era algo demasiado serio, en especial en una pareja del mismo sexo.


 Sin embargo, Carlos lo besó y le contó su historia. Más o menos un año después, la pareja se casó en un pequeño balneario junto al mar. Se quedaron allí varios días, felices de haberse encontrado en la vida. Parecía algo imposible pero nadie podía estar más sorprendidos que ellos mismos.

viernes, 7 de abril de 2017

Recuerdos en la tienda

   Todo estaba quedando a la perfección. La ensalada estaba terminada, el jugo de fruta natural, el jamón relleno se cocía en el horno y el pastel acababa de entrar allí también. Lo único que le faltaba era algo con que adornar ese último. Al fin y al cabo era el cumpleaños de su esposo, el primero que celebraban juntos y quería que fuera una fecha inolvidable para él. Lo mejor sería comprar algunas flores de azúcar y chispas de colores. Espero una hora a que lo que estaba en el horno estuviese terminado y entonces salió.

 Había una tienda especializada en artículos de cocina donde vendían muchas cosas con las que podría adornar el pastel. No era necesario conducir, solo tomar una bufanda para el frío, una buena chaqueta y caminar con la gente que salía del trabajo. Eso le hizo caer en cuenta que no tenía mucho tiempo que perder. Era cierto que le había dicho que no saldría de la oficina hasta muy tarde pero tampoco quería arriesgarse. Todo tenía que salir a la perfección, sin ningún problema.

 La tienda estaba a tan solo diez minutos de caminata. Por el camino, pudo ver las caras de cansancio de las personas que salían de sus lugares de trabajo. En cierto modo, agradeció no ser uno de ellos. Por mucho tiempo había intentado entrar al mundo laboral y nunca se pudo. Casarse fue la solución para dejar eso de lado, enfocarse en el hogar y en pequeñas cosas que le hacían la vida feliz y no miserable como vivir buscando empleo en periódicos y de oficina en oficina.

 La tienda estaba ubicada en un pequeño centro comercial, de esos que tienen pocos locales y son más para que las personas puedan dejar su vehículo en algún lado mientras hacen lo que necesitan hacer en los bancos de la zona o en algún sitio por el estilo. Saludó al vigilante con una sonrisa y caminó despacio hasta la entrada de la tienda. Para su sorpresa, no estaba tan vacía como siempre. De hecho, había muchos clientes para ser un día entre semana. Debía de haber una explicación.

 Buscó primero las flores de azúcar. Tenían una variedad increíble, de todos los colores y formas. Había como margaritas, como orquídeas y como girasoles. Era sorprendente el parecido a las flores reales. Incluso tenían aroma, que se podía sentir a través de las cajitas de plástico en las que venían. Se decidió por una flor grande que parecía una dalia pero de varios colores, una obra de arte hecha de azúcar. Sería perfecta para poner en la mitad del pastel. Alrededor podría hacer otra cosa. Para que las ideas fluyeran, decidió dar una vuelta por la tienda.

 En el pasillo de las chispas, vio que había de todos los colores y sabores. Eligió unas de varios colores pero algo lo hizo detenerse en seco. Era un olor fuerte pero muy particular, una fragancia de hombre que se le metió en la nariz y lo transportó instantáneamente al pasado, hacía tal vez unos cinco años, poco antes de conocer a su esposo. Ese aroma era el que emanaba alguien más, una persona que apenas había conocido pero lo había cautivado de una manera muy importante.

 Con el contenedor de chispas de colores en la mano, se dio la vuelta y miró a un lado y al otro. No había nadie pero el olor seguía en el aire. Sin poderse resistir, buscó a la persona a través del olor. En la caja registradora, donde había una fila impresionante para pagar, estaba a quien buscaba. Tuvo que medio ocultarse detrás de un estante con batidoras de última generación. No quería que lo vieran y menos cuando parecía como un perro desesperado por un olor desconocido.

Pero al verlo, al ver su rostro de nuevo, se dio cuenta que no había nada desconocido en el personaje del perfume. Recordaba su nombre a la perfección y, tenía que decirlo, su cuerpo. Vestía una gabardina gruesa y un traje oscuro que no acentuaba en nada su figura pero sabía que era él pues no había cambiado casi nada. El bigote era el mismo así como las manos grandes que en ese momento estaban sostenido dos bolsas de recipientes de papel para hacer pastelillos.

 Se habían conocido por internet y su relación había consistido en dos meses seguidos de encuentros sexuales casuales en el apartamento del hombre del perfume. Ese aroma era lo primero que había notado de él y el olor característico del hermoso apartamento que poseía, al menos en ese tiempo. Era uno de esos jóvenes de padres adinerados que lo tiene todo antes de siquiera pedirlo. Tenía un caro de último modelo, el apartamento mencionado exquisitamente adornado y mucho más.

 Mirándolo así, pudo ver que tenía puesto el mismo reloj que él recordaba. Era de oro, brillante como él solo. Recordaba haberle preguntado donde lo había comprado y el otro le había dicho que en una tienda muy cara de un país europeo. Eso era algo que jamás había comprendido porque él sabía bien que ese reloj era de oro falso y que se podía comprar en cualquier tienda de una de esas multinacionales de ropa que hay en todos lados. No había porqué mentir y sin embargo lo hizo solo con ese detalle. Era algo que no tenía ningún sentido pero así había sido.

 El hombre entonces lo miró a los ojos y fue como si quedaran enganchados el uno del otro. Él quiso moverse, fingir que no había estado mirando como un pervertido o un loco pero no pudo mover ni un solo pie. No se saludaron pero era obvio que se habían reconocido. La fila avanzó y el hombre pagó sus cosas y se fue, sin más. Era lo mejor. Minutos después él también pagó sus chispas y la flor de azúcar y emprendió a paso firme el camino a casa, pues había perdido tiempo valioso.

 Perdería algo más de tiempo pues no muy lejos de la tienda estaba el hombre, como esperando. Al verlo, caminó hacia él, fingiendo tranquilidad y lo saludó con una débil sonrisa. El otro hizo lo mismo. No pronunciaron ni una sola palabra, solo caminaron juntos un poco, sin saber si iban al mismo sector o que era lo que hacían. Pero la tensión era demasiado grande para preguntar nada como eso. Esperaban que el otro rompiera el hielo de un momento a otro, y eso fue lo que pasó.

 Él le comentó que iba a casa, que no quedaba muy lejos. Tenía que estar allí y no podía demorarse. No sabía porqué había dicho aquello pero sentía que la honestidad era lo mejor en ese extraño momento. El otro asintió y entonces le dijo que lo había buscado por mucho tiempo pero que jamás había aparecido. Eso tenía sentido puesto que un mes después de que se dejaran de ver, él se fue a estudiar a otro país donde conoció a su esposo. No había manera de que lo encontrase de esa manera.

 El hombre prosiguió. Le dijo que después la última vez, se había dado cuenta de que se había enamorado de él sin remedio. No quería darse cuenta de que era lo que había sucedido pero así era. Cuando no lo encontró, sufrió mucho y supo que había perdido una de esas oportunidades que no se repiten nunca más en la vida. Él le agradeció sus palabras y le dijo que, tal vez, ellos no pertenecían al uno al otro y por eso el destino lo había arreglado todo para que las cosas fueran como habían sido.

 El hombre asintió. Tenía los ojos algo húmedos. Él los miro directamente y de nuevo lo inundó una ola de recuerdos que eran de todo tipo pero que ni siquiera sabía que tenía guardados en la mente. Le agradeció su compañía y se despidió, de la manera más cordial que pudo.


 Al regresar a casa, quitándose la bufanda, pensó en su vida y lo diferente que podía haber sido. Pero no duró mucho en ello porque concluyó que era una tontería. Nadie sabe lo que va a pasar, si las cosas podrían ser mejor o peor por una sola elección. El timbre sonó cuando su determinación concluía el asunto.

lunes, 25 de julio de 2016

El desierto de los aparecidos

   Decían que las piedras del desierto tenían la capacidad de moverse por si mismas, que se desplazaban varios kilómetros, sin ayuda de nadie. Mucha gente aseguraba haberlo visto y decían que podía pasar tanto con piedras pequeñas como con rocas enormes. El desierto no era lugar para personas que no saben en que se está metiendo, jamás fue un lugar la cual ir para relajarse o admirar la naturaleza. Lo único que había allí para admirar era una extensión enorme de terreno que parecía vidrio, superficie en la que varios se habían perdido antes y lo harían de nuevo.

 El lugar no tenía ningún signo de vida excepto las aves perdidas que morían por el calor abrazador y caían del cielo como golpeada por una fuerza invisible. Eso y escorpiones, de todos los tamaños y colores. Eran las únicas criaturas que vivían en el desierto pero siempre pasaban cosas extrañas pues, como cualquiera podría constatarlo, no era el lugar más común y corriente del mundo.

 Ya varios hombres y mujeres habían sido sacados de allí, vistos desde el borde del desierto por los habitantes del pequeño caserío de Tintown. No pasaba por allí ninguna carretera grande ni estaban conectados de manera permanente a las líneas de teléfono. La gente confiaba solo en sus celulares que, prácticamente nunca servían para nada pues el desierto creaba una interferencia. Pensaban que algo tenía que ver con las ondas electromagnéticas pero eran solo conjeturas.

 Los perdidos que rescataban siempre decían que no sabían cómo habían llegado allí. Juraban que se habían perdido y que sus recuerdos eran tan borrosos que no podían recordar prácticamente nada. Siempre que pasaba algo así, el individuo afectado se quedada en la casa de Flo, la única enfermera certificada de la zona. Era una mujer mayor, ya jubilada y tratando de vivir tranquila pero se di cuenta pronto que no había vivido en paz por mucho tiempo.

 Esto era por esas apariciones que aumentaban siempre bajo la luna llena. Era como si los locos consideraran que perderse en el desierto en noches claras era lo mejor del mundo. En más de una ocasión, Flo estaba segura de que la persona que atendía estaba borracha o drogada. No decía nada y los enviaba siempre al pueblo más cercano donde tenían dinero para mantener un puesto de salud.

 En Tintown apenas había dinero para la estación de policía y no había escuelas ni nada parecido. Tal vez era porque estaban en la mitad de la nada pero también podría ser porque no había ni un solo niño el caserío. El último se había ido hacía ya décadas y nunca más huno uno. Cosas así parecían sacarle la poca vida al lugar.

 Un verano, el problema se puso peor que siempre. Al comienzo, una persona por noche aparecía en el desierto, del lado donde podían rescatar a la persona. Cuando aparecían muy adentro del desierto, todo se ponía más difícil pues ellos usaban una vieja camioneta para ayudar. No había ambulancia ni vehículos realmente grandes o rápidos. Tenían que arreglárselas con lo que podían y lo mismo iba para los tontos que aparecían en el desierto.

 Pero los pocos habitantes del lugar empezaron a extrañarse aún más cuando el ritmo de las apariciones empezó a aumentar. A mediados de julio, parecía que cada día aparecía uno nuevo y la verdad era que el pequeño lugar no daba abasto. Tuvieron que comprar camas en el pueblo más cercano e instalarlas en un campamento improvisado fuera de la casa de Flo. Siendo la única que podía ayudarlos de verdad, era la mejor opción. A ella no le gustaba nada la idea.

 Sus noches ahora eran insoportables pues no podía dormir normalmente. Debía estar pendiente de los hombres y mujeres que tenían en el patio. Para finales de mes decidió que era mejor instalar su cama allí afuera también y dormir con ellos como si fuera un día de campamento con desconocidos. Nunca eran más de tres pues los enviaba al centro de salud el día siguiente al que aparecían.

 Otro suceso que dejó a la centena de habitantes de Tintown bastante asustados, fue el hecho de que el desierto parecía brillar siempre que la luna llena lo iluminaba. El primer en notarlo fue el viejo Malcom, la persona que vivía más cerca al desierto salado. Cuando empezaron a aumentar las apariciones, Malcolm condujo en su viejo coche hasta la ciudad y regresó con un telescopio de alta capacidad que venían en una tienda por frecuentada.

 El telescopio le reveló una noche que el desierto se encendía cuando había luna llena y ni una sola nube bloqueaba la luz. A veces era todo el terreno que parecía brillar, con un ligero tono azul. El hombre, que ya había dejado la esperanza de experimentar algo especial en su vida, se emocionó de poder ser el primero en vez que el desierto parecía tener vida propia. Era hermoso y luego se puso mejor.

 Algunas noches, cuando aparecían los perdidos, brillaban solo partes del desierto. Aunque vivía en el borde, no era posible ni con el telescopio ver que era lo que hacía que solo ciertos puntos del lugar se iluminaran débilmente. ¿Serían insectos o el movimiento de las piedras por el desierto? No sabía. Pero los colores que había visto eran hermosos, siempre.

 Un pequeño grupo de personas, los más jóvenes, propusieron adentrarse en el desierto y ver que era lo que sucedía allí. Irían por solo una noche y regresarían con la primera luz. No dormirían allí porque necesitarían cada momento de luz que pudiesen tener. De repente, ese viejo vecino que era el desierto se convirtió en una especie de monstruo que los miraba desde lejos, que no se atrevía a atacar a menos que ellos se acercaran demasiado.

 El grupo no encontró nada significativo. Ni las razones para las luces que Malcom decía ver, ni aparecidos salidos de alguna parte. Esa noche, el que apareció lo hizo lejos de donde ellos estuvieron caminando y no los vio o simplemente no quiso verlos. La gente que salía del desierto siempre era muy rara, con ropa graciosa casi siempre y con todo el cuerpo temblándolos como si estuvieran con mucho frio, incluso allí con más de cuarenta grados a la sombra.

 Cuando el equipo de búsqueda regresó, se mostraron frustrados con lo que habían tratado de hacer. No solo no habían resuelto el problema, además no habían ayudada a la mujer que había aparecido esa noche. No se sientía bien ser de aquellas personas que son más parte del problema de que de la solución. Pero no se dieron por vencidos y decidieron hacer un recuento rápido de lo que sí habían encontrado en el desierto.

 Resultaba que no habían visto personas ni luces ni nada demasiado extraños, pero sí habían encontrado varios objetos tirados por el sueño del desierto. Una de las mujeres que había ido al desierto tenía todo en su bolso que vació en la mesa del comedor de Flo. Separaron cada cosa y pronto se dieron cuenta de que había algo que unía los objetos: todos estaban corroídos y parecían piezas de museo.

 Sin embargo, la mujer aparecida los miraba mientras revisaban los objetos y de pronto corrió hacia la mesa cuando uno de los hombres tomó de ella un viejo reloj de bolsillo. No funcionaba y de hecho parecía estar quemado por dentro. Pero la mujer se acercó pronto y lo tomó de las manos del hombre que se asustó por su presencia. La mujer los ignoró y solo besó el reloj y lo apoyó contra su mejilla.


 Flo le preguntó lo obvio, si el reloj era suyo. La mujer, con un acento muy extraño, dijo que sí. Que su padre se lo había dado de regalo de cumpleaños. La mujer salió y entonces en hombre dijo que algo raro pasaba. Todos empezaron a hablar pero él los calló. No lo habían visto pero él había visto una frase grabada en la parte trasera del reloj. Decía: “Para mi princesa en su cumpleaños, 27 de julio de 1843”. Todos se miraron y no dijeron nada. De afuera venía un sonido: la mujer tarareaba una canción, en otro idioma.