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lunes, 7 de marzo de 2016

Explosión

   La explosión empujó mi cuerpo contra la pared opuesta. Tiempo después agradecería no haberme sentado del lado del lado de la vitrina donde ponían todos los pasteles y galletas y demás delicias. Pero sí estaba al lado de la ventana para ver por donde llegaba mi cita, que por supuesto nunca se llevó a cabo. En un momento estaba yo tratando de leer la carta, fingiendo interés en lo que vendían, tratando de no pensar en lo que tenía que hacer. Al siguiente me sentí como un muñeco al que lanzan de un lado al otro de la habitación, como si no tuviese ni peso ni nada que me permita quedarme quieto en un sitio. Me cuerpo se convierto en una bolsa llena de tripas. No recuerdo caer al piso. Solo el un pitido molesto que no me dejaba oír nada y como todo parecía moverse en cámara lenta.

 No sé cuanto tiempo estuve allí tirado en el piso. Solo veía polvo y vidrios y sentía algo pero parecía tan lejano, como si le pasara a alguien más y yo lo sintiera por él o por ella. Quise extenderme los brazos y ponerme de pie, quise gritar o llorar, quise decirle a alguien que veía a la mujer de la mesa siguiente en una posición que no era normal en un ser vivo. Quise tantas cosas pero no podía hacer ninguna de ellas. Mucho después, creo, me levantaron y sentí como si volara y luego, lentamente, me fui hundiendo en mi cuerpo y mi mente para quedarme allí un rato largo. Lo feo fue que no soñé nunca nada, me sentía encerrado en un cuarto oscuro y húmedo en el que no había sonido ni luces ni nada. Era como ser prisionero dentro de mi mismo y daba mucho miedo pensar en que podría ser así para siempre.

 Cuando desperté, recibí un bonito bloc de notas y pude ver las caras sonrientes y llenas de lágrimas de mis padres. Me abrazaban y creo que decían algo pero yo no escuchaba nada. Oía todo como si manos invisibles me taparan los oídos. Cuando desperté y cuando ellos estaban o alguna de las enfermeras, no decía nada. Escribía y ya. Pero cuando estaba solo hablaba o más bien trataba de hablar. No me oía o al menos no nada que pudiese escuchar y mi voz parecía no estar igual, pues me dolía la garganta cada vez que quería decir algo. A veces lloraba de la frustración pero me consolaba pensar que al menos no estaba muerto.

 Pero muchas veces prefería haberlo estado pues la vida no es vida cuando has tenido algo y te lo quitan. La gente puede decir muchas cosas y podrá superar todo lo que le lancen, pero para mi no oír nada era un suplicio y peor aún no poder hablar sin que me doliera todo el cuerpo. Después de un tiempo decidí no seguir con la actuación y lloré cuando quería y lanzaba objetos, más que todo el bloc de notas, cuando me frustraba por algo. Para qué fingir que estaba todo bien cuando no lo estaba? Porque seguir siendo una buena y bonita persona cuando el mundo no había sido ni bueno ni bonito conmigo?

 La terapia era estresante y me frustré mucho al comienzo pero poco a poco le tomé la práctica. Lo que nunca le cogí fue el gusto pues yo ya sabía hablar y escuchar, entonces no era algo que me alegrara hacer por segunda vez. Pero creo que ayudaba el hecho de ver lo guapo que era mi terapeuta. Es una estupidez, pero tener a quien mirar a veces sirve mucho en semejantes ocasiones en las que el mundo te priva de tantas cosas. Mirando las hermosas pestañas del doctor, así como su perfecto trasero, me di cuenta que no había perdido la cualidad de poder apreciar la belleza, donde quiera que la encontrase. Eso me alegró y también me di cuenta que el placer, el deseo, seguían vivos. Eso me dio un poco más de aliento para seguir con la terapia, por muchas veces más que le lanzara el bloc de notas al guapo terapeuta.

 En los meses que viví en el hospital no solo me visitó mi familia, quienes iban casi todos los días, sino también mis amigos de toda la vida e incluso el pobre tonto al que iba a ver ese día en el café. Ya oía un poco mejor para entonces pero igual solo lo vi llorar frente a mi. Creo que le daba pena no haber llegado a tiempo y ayudar o algo así. Le escribí que eso era una tontería y que menos mal no había estado allí conmigo. Le pregunté porqué se había retrasado y me contestó, con pena, que su ex novio lo había llamado y se había quedado conversando con él. Se puso rojo y no habló más y yo me reí y le di la mano y le dije que no se apenara por algo tan tonto como eso. Creo que quedamos de amigos, aunque la verdad nunca lo volví a ver después de esa visita.

  A mis amigos les gustaba que les contara la historia de la explosión una y otra vez. Por alguna razón les parecía una historia divertida o al menos digna de contar. Ya estaba cansado de escribirla así que una noche resolví escribirlo todo en el portátil que mi padre me había traído de casa. Con ortografía y gramática perfecta, mis amigos y todo el que quisiera podría leer sobre mi experiencia. De hecho, a pedido de otra amiga, o publiqué en un blog y, para mi sorpresa, lo leyeron unos cuantos miles de cibernautas en el primer día que estuvo en línea. Muchos comentaban y, aunque no todos los comentarios eran amables, muchos eran de apoyo, para que mejorara. Hasta había otros que me animaban a seguir escribiendo puesto que les había gustado la manera en que yo veía las cosas.

 Y pues eso hice. El resto de tiempo que estuve viviendo en el hospital, lo dediqué también a escribir. Era un fastidio ya poder oír mucho mejor y poder oír mi voz, que nunca me había gustado, pues esas dos ausencias habían sido importantísimas para la manera en como había escrito mi primer relato. Pero hice lo que pude y publiqué un segundo, en el que hablaba del hospital, de las enfermeras malas y de las buenas, de los médicos distraídos y del trasero del terapeuta que parecía no saber que estaba más bueno que el pan.

 Después de ese texto no solo recibí más comentarios, la mayoría amables, sino que el mismo día que pude por fin ir a mi casa, me llamaron de un periódico en el que querían publicar mi primer relato. Después me llamaron de una revista y así todo el día, me pasé horas diciendo que no había decidido todavía y que los contactaría pronto. Casi todos los días de la semana siguiente llamaron a preguntar si ya me había decidido y era tal el fastidio de mis padres que me exigieron decidir de una buena vez antes que todos en la casa se volviesen locos con la timbradera del teléfono. Me decidí por una revista que no estaba atada a creencias políticas, que yo supiera, y que no era tanto de actualidad como de arte y critica y otras cosas que a la gente le daban igual.

 El mes siguiente mis amigos y mi familia, todos y cada uno, compraron ejemplares de la revista solo para volver a leer el texto que ellos habían conocido de primera mano. Recibí más comentarios, ahora sí más malos que buenos pero los buenos parecían pesar más. Seguía yendo a las terapias y en el camino ahora algunas personas me gritaban cosas horribles a la cara o me daban la mano sin razón aparente. Todo se había complicado por las investigaciones que había en curso y creo que la gente pensó que mi relato tenía algo que ver con la política de un país acosado por las serpientes que gustaban controlarlo todo. Mi relato no era controlable y eso los volvía locos a todos.

 A mi no me importó nada de eso. Mi siguiente cumpleaños fue celebrado por todo lo alto, en parte porque ya no necesitaba más terapia: podía oír bien aunque no tanto como los demás y mi voz había cambiado un poco pero ya era algo más cercano a lo que podría llamarse normal. Mi enfermera favorita, el doctor y el terapeuta de culo perfecto fueron a mi casa y tomaron algo de champaña y comieron pastel y arroz con pollo. Mis amigos también y mi familia, que ya sabían mi primer secreto después de tanto tiempo de no tener ninguno: me habían ofrecido trabajo, mi primer trabajo en la vida a los veintiocho años, en la revista en la que habían publicado mi relato. Todos estaban muy felices por mi y yo estaba muerto de miedo pero también feliz porque parecía que el capitulo se cerraba y ya no tendría que volver a ese rincón oscuro y húmedo.

 Muchos años después, casi una vida entera había pasado. Estaba casado y ya no vivía en el país, solo iba a visitar a mis padres. Y en uno de esos viajes quise mostrarle mi ciudad a mi esposo y fue entonces que la vi, la cafetería. O bueno, el lugar donde había estado. El local seguía del mismo tamaño pero lo habían reformado y ahora era un local de hamburguesas al estilo de los años cincuenta gringos. Entramos y nos sentamos en la mesa que estaba donde estaba la que yo había elegido ese día. Una ligera brisa me lo recordó todo. Por alguna razón, sonreí.

 Él me preguntó porqué. Y yo solo me acerqué a darle un beso y dejé esa respuesta para después. Prefería vivir ahora y pensar luego.

martes, 6 de octubre de 2015

Depresión

   Es difícil mantener la compostura cuando sientes que por dentro todo está derrumbándose, cada columna de tu espacio interno parece estar hecha del material más débil en el universo y simplemente crees que ese será, sin duda alguna, tu final en este mundo. Pero la mayoría de las veces, la abrumadora mayoría de las veces, eso no ocurre. No se acaba el mundo, no te acabas tú ni se acaba nada. Si acaso, empiezan muchas cosas y el mundo cambia de muchas maneras. Lo peor del caso, es que los sentimientos que se desarrollan en ese momento solo tiene una duración de algunos minutos, de pronto algunas horas. Al menos eso sucede cuando la cosa no es tan grave y apenas es algo incipiente. Si todo eso pasa a ser algo permanente, algo con lo que hay que vivir, tengo que ser sincero y decir que no entiendo como alguien lo lograría.

 La depresión, y todos los sentimientos que se le unen para que sea lo que es, no es una bestia fácil de controlar. Aparece de un momento a otro y ataca de la forma más baja, de la forma en que tu mismo sabes que va a doler más. Al fin y al cabo, somos nosotros mismos quienes nos atacamos pues no es una enfermedad que venga del exterior de nuestros cuerpos como la gripa o el sarampión. La depresión nace, se incrusta en nuestro interior, y allí vive para siempre hasta que es combatida con eficacia o hasta que consume por completo al ser en el que esté alojada. Las dos son cosas difíciles ya que siempre se vive un poco en el limbo con esta condición, pocas veces es suave o extrema.

 Tomemos un ejemplo. Por ejemplo, ahí está Federico. Es un chico de unos quince años, va a la escuela como la gran mayoría de chicos de su edad y no tiene ninguna particularidad física o intelectual. Su única verdadera particularidad es un gusto por los videojuegos. Cuando era pequeño, como hasta los doce años, los juegos de video eran vistos por él y sus compañeros como lo mejor de lo mejor y se podían pasar horas y horas hablando de ellos y compartiendo información al respecto. Era la época perfecta para él pues los videojuegos le brindaban mundos espectaculares en los que él se sumergía por completo y en los que encontraba cosas que en la vida real jamás hubiera encontrado.

 Sin embargo, los niños crecen. Y habiendo pasado pocos años, las prioridades de sus compañeros cambiaron sustancialmente. El tema principal ahora es el sexo, por muy difícil que sea aceptar esto por parte de sus padres. Ninguno de los chicos ha hecho nada con nadie pero todos han visto pornografía y saben las reglas generales del tema. Pero Federico sigue con los videojuegos ya que, ahora más que nunca, le brindan un espacio de aprendizaje en el que no se siente como un bicho raro. Esto lo convierte en objeto de burla y comienzan entonces los nombres y las acusaciones. Eventualmente, Federico cambia de colegio.

 El cuento parece suave, no tan grave como uno podría pensar que pudiera haber sido. Pero todos sabemos a lo que pueden llegar los jóvenes, o cualquiera de hecho, cuando algo no es como el resto. Porque la verdad es que los seres humanos nos la pasamos hablando de derechos humanos y de respetar los gustos de los demás, pero en la práctica nos da terror cualquier cosa que se salga del contexto normal de nuestras vidas. Es por esto que viajar y vivir en otro país, con una cultura distinta, es muchas veces difícil, al menos al principio. Esas diferencias, que nunca son verdaderamente importantes, nos marcan e incluso cuando las ignoramos siguen estando allí. Y son tan válidas para el que las ve como para el que las sufre.

 La multiculturalidad y la diversidad son ideas muy bonitas pero poco realistas. En niños pequeños funciona, pues estos no están contaminados con nada todavía pero pasemos a la historia de Florencia, una niña de siete años, venida de un país en que la inmigración es muy poca, que de pronto se ve en la mitad del patio de un colegio en uno de los países europeos, la verdad no importa cual. La niña ve otras niñas con velo, niñas negras, niñas chinas, niñas altas, niñas gordas y en fin. Y, en principio, eso no es problema. Pero entonces llega a su casa y escucha los comentarios de sus padres, también nuevos en ese país pero con muchos más prejuicios que ella. Y así entran a su vocabulario y a su mente nuevas palabras que describen a sus compañeras de clase.

 Florencia, ignorante de cómo funciona el mundo, simplemente decide no juntarse con las niñas que son muy diferentes y solo con las que se parecen a ella. Cuando le piden que haga actividades con las demás lo hace pero sin hablarles mucho y prefiriendo ser un poco descortés para que entiendan que ella no quiere ser su amiga. Esta historia puede parecer algo extrema pero la verdad es que sucede todos los días y es sustancialmente peor si se le suben las edades a los involucrados. Todos estamos siendo contaminados, a diario, con información sobre unos y otros. Es cosa nuestra decidir si todo lo que oímos es cierto pero para ello se necesita madurez y conocimiento y no todo el mundo está dispuesto a ambos.

 Esas niñas discriminadas, al comienzo notarán esas pequeñas diferencias y actitudes y con el tiempo también crearán un muro contra los demás, para que esos insultos y acciones no les afecten. Pero nadie se puede esconder para siempre y ahí es cuando la depresión, la misma que le dio al pobre Federico por sentirse solo en su mundo, entra y puede causar mucho más daño que un simple insulto o incluso que una pelea verbal mucho más agresiva. Una vez más, hay que recordar que es algo que está dentro de nosotros y eso es mucho más difícil de combatir que nada.

 Preguntárselo a Carmen, una chica que cayó en la depresión por algo que parece tan simple como perder su trabajo. Toda la vida había soñado con trabajar en una revista y cerca del mundo de la moda y cuando por fin estaba lográndolo, la echan. La explicación fue que su rendimiento no era como el de antes y que además estaban prescindiendo de personal, cosa falsa pues después buscaron a una pasante para hacer lo que ella hacía, es decir que en verdad querían ahorrarse su paga. Esto, en principio, no debería causar ningún tipo de reacción negativa a parte de la rabia y la frustración por perder un trabajo y tener que encontrar otro, que jamás ha sido fácil en ninguna parte y nunca lo será. Los trabajos no abundan en ningún lado y eso fue lo primero que bajó de ánimo a Carmen.

 Pero luego fue su mente la que empezó a concluir cosas que no había porque concluir. Saltó a conclusiones como que en verdad la habían despedido por la calidad de su trabajo y entonces concluyó que no era buena en lo que hacía. Así no más, salto a la concusión de que si la habían echado porque no rendía la verdad era que lo habían hecho porque simplemente no era buena. Entonces comenzó un largo camino, en el que buscó empleo y simplemente no lo conseguía. Trató de encontrar ayuda en sus antiguos profesores y ellos la ignoraron o simplemente nunca supieron que los necesitaba. El caso es que empezó a recorrer una escalera en espiral pero hacia abajo y cada vez que gastaba una posible solución, se hundía más.

 De pronto empezó a llorar en los momentos más extraños y el dolor que sentía cuando se sentía sola y miserable era cada vez peor. Cabe decir que para lograr sus sueño, Carmen había viajado, alejándose de su familia y amigos y ahora todo parecía haber ido por la borda, cada vez más lejos de ella. Tristemente, las cosas nunca mejoraron para Carmen. Un día, en uno de sus peores momentos, sufrió un accidente. Aunque no fue grave, fue la prueba que necesitaba el mundo para internarla en un hogar de reposo. Sus padres y amigos ya estaban con ella pero ya era muy tarde para eso. Carmen estaba pérdida y no abría nada que la devolviera como había sido alguna vez.


 La depresión no es una enfermedad como tal. Es una condición que no es de locos ni de raros, sino de gente que no tiene las fuerzas para seguir, para creer o para permanecer. Hay muchos que no la entienden pues para ellos la vida es sencilla en ese aspecto y solo siguen adelante y no hay ningún problema. Pero para algunos la estructura de todo lo que los rodea es bastante débil y puede ser derrumbada con el golpe más suave. Así que, en vez de juzgar y jugar a que aceptamos a todos, lo mejor sería que nos interesáramos por los demás y dejáramos de fingir para que gustarle a los demás. Los demás no importan cuando estés encerrado en ti mismo y no haya escape de tus propios castigos.moem los necesitaba. El caso es ral pero hacia abajo y cada vez que gastaba una posible solucion que los necesitaba. El caso es

viernes, 4 de septiembre de 2015

La cabaña

   Habíamos tomado las decisiones que habíamos tomado, no había vuelta atrás y no servía de nada pensar si habíamos hecho lo correcto o no. Era posible que todo lo que habíamos hecho fuese una larga cadena de errores y que así siguiera todo hasta el fin de nuestros días. Pero ciertamente no lo sentíamos así. Habíamos escapado de un lugar en el que seguramente moriríamos y ahora, a pesar de haber sido golpeados física y mentalmente, estábamos a salvo. Solo habían pasado unos meses desde nuestra llegada a la granja pero ya encajábamos bien, como si siempre hubiésemos estado allí. Yo me encargaba de la venta de los huevos, de las gallinas mismas y ordeñaba. Él, por su parte, se encargaba de trasquilar las ovejas y comerciar con la lana.

 Él y yo no nos habíamos casado todavía, pues la situación entre nosotros todavía era muy extraña. Pero ese era nuestro futuro y poco a poco llegaríamos allí. Después de semejante de viaje y de ver lo que vimos y de vivir lo que vivimos, era imposible no formar algún tipo de conexión que fuese más allá de una simple amistad. Pero era difícil porque a pesar de que yo había curado sus heridas, y él las mías, seguía estando el mismo muro entre nosotros que siempre había estado. Era una mezcla de respeto, resentimiento y vergüenza. Nuestro pasado nos pasaba cuenta de cobro y era difícil ignorarlo, sobre todo en vista de nuestra nueva vida, en la que debíamos vivir juntos para sobrevivir.

 Cada mañana, cada uno se levantaba a hacer sus tareas. Los dueños de la granja, una pareja de ancianos que nos habían salvado la vida, nos despertaban con amabilidad, nos daban un poco de leche con café caliente y nos poníamos entonces a trabajar. La mujer empezaba a cocinar pan y el hombre se iba con su perro a pastorear. Yo me dirigía al gallinero y él iba a un granero para procesar la lana que ya le habían quitado a las ovejas. Cada uno se pasaba la mañana en su labor. A la hora de comer, al mediodía en punto, nos reuníamos todos en la mesa a comer lo que la mujer nos hubiese hecho. Las porciones eran siempre pequeñas pero él y yo nunca nos quejamos. Era más de lo que comeríamos de ser unos cadáveres al borde de la carretera.

 Porque ese iba a ser nuestro destino, si la pareja de ancianos no nos hubiera encontrado allí tirados, al borde de la muerte. La verdad nunca he creído en ningún dios ni poder supremo pero debo decir que esa tarde le agradecí a la vida por hacer que ese pequeño automóvil pasara por allí. La carretera era solitaria y por eso quienes nos habían hecho daño lo habían podido hacer todo con tanta facilidad. Gritamos y tratamos de pelear pero no había quien oyera y menos aún cuando eran más que nosotros. Yo creí morir y antes de cerrar los ojos le tomé la mano a él y di las gracias por estar acompañado en mi hora de muerte. Horas más tarde me despertaba adolorido pero vivo.

  Desde entonces mi relación con él era difícil pues sentía algo pero no quería ser yo quién dijese algo. No quería ser yo quien cediera tan fácil. Era una tontería pero mucho antes de todo esto, éramos dos hombres compitiendo el uno contra el otro para saber cual era el mejor en lo que hacíamos. Y la verdad es que éramos asesinos y, hay que decirlo, éramos bastante buenos. Eso sí, no lo hacíamos cuerpo a cuerpo a menos que fuese necesario y menos mal no lo fue sino un par de veces. Desde entonces uno ha estado al nivel del otro, a la par, y los dos nos conocemos demasiado bien. De pronto es por eso que cuando estamos solos en nuestra habitación, no hay voces, solo miradas y una tensión subyacente.

 Un día, el anciano nos propuso construir una pequeña casita para nosotros. Podía ser algo así como una cabaña a un lado de la casa principal. La razón era que el cuarto en el que dormíamos era un deposito y ahora que se acercaba el invierno iba a ser muy necesario. No tuvimos más opción sino aceptar pero lo hicimos más por ser corteses que por estar convencidos de la idea. Ahora por las mañanas hacíamos las tareas de siempre y por la tarde empezamos a construir nuestra cabaña. La hicimos tres veces más grande que nuestro cuartito, con una parte para la cocina, una mesa en el centro y la cama a un lado. Las habitaciones y los muros interiores eran un lujo que no podíamos darnos. El anciano ayudó poniendo la madera del piso que, según él, era clave en esta región del mundo.

 La construcción de la cabaña atrajo más atención de lo que hubiésemos querido. Primero fueron los compradores de huevos y lana que habían oído que alguien estaba construyendo. Era muy poco común que en tiempos de guerra la gente se pusiera a construir y no a reforzar o algo por el estilo. Miraban, criticaban nuestro desempeño y se iban. Pero la visita menos deseada de todas fue la de la policía. Era un pueblo alejado y era más una agrupación de granjas con un centro pequeño pero igual la policía hacía rondas ocasionales y un día nos tocó a nosotros. Los ancianos dijeron que éramos los hijos de unos parientes muertos en un atentado terrorista en la capital. Solo decirlo, sirvió para que nos dejara en paz.

 De todas manera, cuando lo vi llegar, el cuerpo me empezó a temblar con fuerza. El hecho era que ver cualquier tipo de uniforme me ponía muy mal, me hacía doler la cabeza y el cuerpo y todo. Pues habían sido hombres en uniforme los que nos habían golpeado salvajemente y los que, por poco, nos habían quitado la vida. Mientras estuvo allí el policía, traté de concentrarme en la madera del piso y que quedara bien nivelada. Después había que hacer los muros también de madera y eso iba a ser cuestión de fuerza. Cuando se fue, pude respirar con normalidad y me di cuenta que lloraba porque él me lo hizo notar. Y entonces lo abracé y no dije ni una sola palabra más ese día.

 Esa noche, fue la primera vez que hablamos antes de dormir. Fue él quién inició la conversación, preguntándome como me sentía. Le dije que me sentía cansado y adolorido pero que al menos estaba vivo. Entonces me empezó a contar sus deseos para la cabaña, como iba a ser nuestra guarida mientras duraba la guerra y como quería él que quedara. En ese momento me di cuenta que sonrió y también me di cuenta lo perfecta que era esa sonrisa para mi. Estaba feliz, hablando de la cabaña como si fuese una mansión y teniendo sueños reales con su construcción. Yo no sentía lo mismo pero me llenó de alegría que él no tuviera una visión de la vida tan sombría como la mía.

 El mes siguiente era el último del otoño por lo que redoblamos nuestro trabajo en la cabaña. Trabajábamos hasta las ocho de la noche y siempre nos acostábamos cansados.  Los muros avanzaron a buen ritmo y cuando llegó la hora de hacer el techo fue el anciano quién nos dio su conocimiento de cómo hacerlo correctamente y era increíble lo bien que le quedó todo. A finales de noviembre estaba ya casi terminada la cabaña cuando vi de nuevo uniformes. Y estos eran exactamente como los que habíamos visto. No podía gritar pero corrí a la casa y les expliqué lo que pasaba. Con él, decidimos escondernos dentro mientras los militares pasaban por el camino que iba por lo alto de las colinas.

 Solo un par de ellos se desprendieron del grupo y tocaron a la puerta de los ancianos. Entraron como si fuese su casa y les ordenaron darles una cantina de leche y lo que hubiese de lana. Los ancianos no musitaron palabra y reunieron lo que los hombres habían pedido. Eran animales, cerdos que mascaban y miraban todo como si ellos merecieran algo mejor cuando todos los militares eran los sádicos del país que alguien había puesto en uniformes y les había dado un poder que no tenían ni idea de cómo manejar. Mientras los ancianos alistaban todo, los dos hombres se pusieron a revisar, tirando cosas y hablando mal de todo, de la vida y de gente que no estaba allí. Fue entonces cuando uno de ellos vio algo de ropa nuestra en un estante. La tomaron y preguntaron de quién era.

 El anciano le puso la tapa a la cantina y les dijo que era ropa de sus hijos, muertos a manos de desconocidos hacía unos meses. La mujer se limpió los ojos y les dio una mochila con la lana. Los hombres tiraron la ropa al suelo y dijeron que seguramente sus hijos se merecían la muerte, que lo más probable era que fuesen traidores. Le halaron la mochila a la anciana y cargaron la cantina de leche entre los dos. Los vieron alejarse y dentro del cuarto yo me había orinado encima, del miedo. Él me miró a los ojos y lo único que hizo fue darme un beso. Entonces todo en la vida pareció adquirir un color nuevo.


 Pasaron los días y celebramos con una pequeña comida la finalización de la cabaña. Había quedado bastante bien a pesar del tiempo tan corto. Los ancianos nos reglaron una pequeña mesa y dos sillas así como una hornilla para calentar comidas con carbón o madera. La cama era solo un colchón, algo más grande que el otro, que habíamos conseguido en el pueblo ya usado. Era nuestro hogar. Después de la cena, todos nos fuimos a acostar y yo casi no puedo de la incredulidad de ver como cambiaba la vida. Él me miró de nuevo y noté que el muro había caído. Nos metimos bajo las cobijas y nos abrazamos, sintiendo por fin que éramos más que pedazos de humanidad lanzada al viento por la guerra. Sentíamos que pertenecíamos y eso nadie nos lo podía quitar.

sábado, 29 de agosto de 2015

Transformación

   La máquina funcionaba a la perfección. Pasando sobre mi cabeza, el pelo caía suavemente sobre el piso, formando un montón bastante grande. No había nada que hacer con ese pelo más que recogerlo todo y tirarlo. Pero vi la falta que hacía cuando me vi en el espejo y noté que la persona que me devolvía la mirada era un desconocido. Y no solo era por el nuevo corte de pelo que consistía en no tener ni un solo cabello, sino en todo lo demás. Mis ojos nunca habían estado tan rojos, me hacían parecer a punto de atacar. Además mi piel tenía un ligero tono amarillo, seguramente producto de esconderme por tanto tiempo. Me afeité al ras también y terminé así con la transformación que había estado buscando desde hacía un tiempo. Esto me haría ganar tiempo.

 Me quité toda la ropa y me metí a la horrible ducha del sitio, que estaba algo sucia y no daba buena espina de ninguna manera. Lo hice usando unas sandalias que había robado en la playa. La verdad fue que no me demoré mucho pues el agua estaba casi congelada. Solo quería quitarme de encima los pelitos que habían quedado así como despertar un poco mi cuerpo ante un día que se perfilaba como uno difícil. Tenía que decidir hacia donde debía seguir mi camino. El mundo no era infinito y si me quedaba quieto por mucho tiempo lo más seguro es que me alcanzarían y me había jurado a mi mismo que jamás iba a volver a una cárcel, prefería la muerte a semejante tormento.

 Me puse la única ropa que tenía y salí del hotelucho. Solo había pagado por una noche y no pensaba pagar más, sobre todo sabiendo que no tenía el menor deseo de quedarme en semejante moridero. Y no me refiero al hotel nada más sino al pueblo también. Era un pequeño lugar, no muy lejos del mar pero sin acceso directo a las autopistas nacionales. Así era que prefería los sitios, apartados. Lo malo es que la mayoría de esos sitios son una porquería, mírelos por donde uno los mire. Nunca entenderé ese extraño romance que existe entre la gente y los lugares apartados. Aunque también es cierto que detesto las multitudes, que tanto me ayudan cuando estoy tratando de progresar en mi viaje.

 Nadie dirá nunca que soy fácil de entender y la verdad creo que lo hago a propósito. Odiaría ser de esas personas que solo por algunos detalles son identificables en cualquier ciudad del mundo. En la calle, conté algunas monedas que tenía y me di cuenta que tal vez no tendría como salir hasta que vi un cajero electrónico y vi la posibilidad de sacar dinero. Pero no podía, porque o sino estarían allí en algunos minutos. Pero no tenía dinero para salir de allí, entonces que hacer? Entonces lo vi. Una presa fácil con automóvil. Eran un grupo de chicos que seguramente se habían desviado por algún problema. Pero ahora parecían dispuesto a salir de allí. “No sin mi” pensé.

 Me acerqué a uno de ellos y empecé a hablarle. Era una de esas personas fáciles de descifrar así que dije todo lo correcto: que era un estudiante de enfermería caminando por varios lugares sin mucho dinero. Pero que necesitaba estar de manera urgente en una ciudad cercana o sino habría más de una persona enojada conmigo. Todo esto lo hice cambiando mi lenguaje corporal, inclinándome un poco más de la cuenta, casi calculando cada movimiento de mi cuerpo. Porque sabía, desde el momento en que los vi, que los tres amigos eran homosexuales en busca de aventuras y yo no era un desconocido ante las aventuras. Ya había hecho mucho para avanzar en mi travesía y no me iba a detener por culpa de un pueblo metido en el culo del diablo.

 Mi técnica funcionó. En unas horas estuve en la ciudad y no pagué ni un centavo por ello. Lo único fue que tuve que estar a solas con cada uno de los chicos de ese auto. No me importó aunque sí les exigí protección, por obvias razones. Mi idea no era morir antes de lograr escaparme entre los dedos de la “justicia”. Cuando estuve en la ciudad, decidí arriesgarme y saqué dinero por ventanilla de mi cuenta privada. Las otras las habían cerrado pero esta no la conocían. De nuevo, cambié mi ser al sacar el dinero, fingiendo ser uno de esos hombre que coquetea con lo que se mueva. Era increíble lo fácil que las personas ignoraban mi aspecto y decidían creer lo que fuese que yo quisiera que creyeran.

 La joven que atendía en el banco estaba tan encantada con mi mirada y mis piropos gastados pero bien usados, que no recordó sellar mi recibo por lo que no quedó registro de la transacción. No siempre podía hacerlo pero el hecho de que había salido así era una buena noticia para mi pues había sacado suficiente dinero para seguir fingiendo ser  muchas personas excepto yo mismo. Lo primero que hice fue ir a comprar ropa para tener variedad y así poder hacer lo que hacía con mayor efectividad. Me compré una mochila algo más grande y después celebró mi pequeño triunfo con una cena deliciosa para mi solo. Era extraño pero estaba más feliz que en ningún otro momento de mi vida.

 Decirlo o pensarlo era triste por era la realidad. Mi niñez, mi adolescencia… Toda había sido una porquería pero en ellas había aprendido a mentir y a ser convincente. Después pude salir adelante pero fue entonces que todo recayó en mi y tuve que escapar. Yo no creo en la justicia y no pienso lanzarme a los leones para desgastarme y perder el tiempo tratando de demostrar mi inocencia. Ya sé que lo tienen todo muy bien arreglado para fingir que investigan y hacen y piensan pero ya todo fue hecho y pensado. Si me atrapan, estaré condenado desde el primer momento y eso es algo que no pienso afrontar.

 Me arrestaron unos meses y luego me soltaron, nada más para tener algo de tiempo para encontrar mil y un maneras de inculparme. Esos meses me volvieron casi loco y supe que por nada del mundo debía volver a semejante lugar. No podía permitir, de manera alguna, que me arrastraran a las sombras con ellos. Así que lo siguiente que hice fue desaparecer, engañando a una tonta mujer que creía que yo estaba enamorado de ella. Si ella hubiese sabido lo que pienso del amor, rápidamente me hubiese lanzado a los policías sin piedad. La gente hace muchas estupideces cuando cree que hay posibilidades de no morir en soledad o de no poder cumplir sus más ridículos sueños. Yo ya no sueño porque no me da el tiempo ni el intelecto para semejantes estupideces.

 Al día siguiente de llegar a la ciudad, me di cuenta que debía acumular dinero para seguir así que me di tres días para acumular lo más posible. Luego compraría un pasaje de tren y cambiaría mi estrategia. Engañé a muchas personas en un solo día. No solo me acosté con hombres y mujeres, cosa que me daba lo mismo, sino que robé y mentí. Y todo con mi inconfundible don para transformarme frente a los ojos de la gente, que nunca miran donde deberían sino por encima de la realidad, porque ella los molesta. Cuando creían que era un niño rico de mamá y papá, me seguían como si mi palabra fuera ley. Pero cuando fingí ser indigente, era invisible, más que nunca.

 Al tercer día tuve una buena cantidad así que compré un boleto de larga distancia y me subí en el tren sin dudarlo un segundo. En la estación, sin embargo, tuve un encuentro con una sombra del pasado en forma de uno de los varios agentes de la policía que habían querido arrastrarme a la oscuridad de la cárcel. El tipo no estaba trabajando sino con su familia pero lo reconocí al instante. Recordé al instante como él había sido uno de los que había ensuciado mi nombre y había disfrutado un día que los guardias me habían cogido a patadas sin razón aparente. Era un animal y ahora fingía ser un hombre de familia honorable. Lo hacía mejor que yo el desgraciado.

 Se subió en mi mismo tren y tengo que decir que tuve que controlar mis impulsos. Mientras la campiña pasaba a toda velocidad por el lado de la ventana, caminé por el pasillo hasta llegar al carro donde estaban él y su familia. Tenía un hijo pequeño y su esposa era demasiado bonita para él. Seguí de largo, hasta el vagón restaurante donde tuve que arrodillarme para conseguir uno de los uniformes de los camareros. Esa noche le serví un trago muy especial a mi amigo policía y me perdí en la mitad de la noche, cuando el tren tuvo que hacer una parada imprevista, al producirse una extraña muerte en el vagón restaurante.


 Esa noche caminé y caminé hasta que me encontré con otro de esos puebluchos de mala muerte. Pero esta vez tenía que ser suficiente, al menos por unos días. Fingí ser un hijo de campesinos y rápidamente conseguí un trabajo en una de las más grandes granjas del pueblo. Me daban hospedaje y comida por mi trabajo, que era partirme el lomo todos los días ayudando donde fuese necesario. La verdad es que en ese momento me sentí de nuevo feliz, como cuando tuve el dinero para hacer lo que quería. Supongo que me siento feliz cuando logro algo. Una noche después de labrar la tierra, y de conseguir algunos cigarrillos, me senté en la oscuridad a fumar y a pensar. A cuantos más tendrían que matar para ser finalmente libre?