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lunes, 14 de agosto de 2017

Triste y felicidad

   En un momento todos estábamos juntos. Al siguiente, cada uno había retomado el camino que había estado recorriendo por un buen tiempo. Es difícil de procesar cuando las cosas pasan así, tan rápido, pero supongo que eso es mejor que nada. Eso es mejor que seguir y seguir y seguir sin saber muy bien adonde es que se está yendo. Cuando las cosas cambian, al menos un poco, se gana una nueva perspectiva. Es como verte a ti mismo en un espejo. Lo cambia todo.

 Es complicado cuando esos cambios momentáneos son de felicidad y no de tristeza. Está claro que la tristeza se quiere evitar, se quiere mantener lejos de uno mismo. Lo ideal es una vida en la que no haya sino alegrías. Pero esa no es una vida que tenga mucho sentido pues, cuando el ser humano fue adquiriendo conocimiento, también adquirió un montón de equipaje emocional que no había tenido nunca en cuenta. Nos hicimos más inteligentes pero, a la vez, mucho más vulnerables.

 Por eso nos duele cuando alguien se va y cuando alguien muere. Son dos cosas parecidas pero, al mismo tiempo, sustancialmente distintas. A la base, se trata de un cambio de lo que vemos, de lo que percibimos. Sin embargo, con los poderes de la tecnología actual, la gente que se va de nuestro rango de visión ya no es como si se hubiera muerto y luego resucitara cuando vuelven. Los podemos ver todos los días, si eso deseamos. Podemos hablar de cosas sin importancia, pueden estar allí.

 Los muertos siguen tan muertos como siempre lo han estado. La inteligencia no ha cambiado eso porque ese es el único estado en el que entramos que es inalterable, hasta donde sabemos. Podemos estar enfermos de graves enfermedades, pero hasta eso puede cambiar de un día a otro. En cambio la muerte es un final, un final abrupto y horrible que nos hace pensar que todos en algún momento llegaron a ese inevitable final. Es difícil pero somos humanos y ese es nuestro camino.

 La felicidad es diferente. La felicidad no es como la tristeza, que parece alargarse mientras más la sentimos. No importa la razón, ella se incrusta en nuestra alma y parece drenar toda la energía que puede. Es por eso que lloramos, para tratar de contrarrestar el dolor de la tristeza, que no nos coma vivos. En cambio, la felicidad es algo de un momento, nunca dura demasiado. Por eso el amor es un concepto tan idílico y tan absurdo. ¿Como va la felicidad a extenderse por años, así nada más, como si nada? Requiere trabajo duro y apoyo de muchas otras cosas.

 Todos los tipos de amor tienen un fin, como la vida humana. La diferencia es que podemos sostener el sentimiento como muchos otros empáticos. La felicidad y la tristeza son la base para ese intercambio que hacemos todos los días, con todas las personas que nos importan. Nos hacen sentir tristes y felices y eso es bueno. Si no nos hicieran sentir nada, simplemente no estarían en nuestras vidas. No hay nada más triste que alguien que intenta meterse en una vida sin ser invitado.


 En conclusión, hay que aprovechar todos los momentos que se tienen en la vida, sean tristes o felices. Lo tenemos que hacer porque son esos momentos los que nos mantienen a flote y los que nos dan la energía para seguir adelante y para poder ver todos los giros del camino que estamos recorriendo.  Esos momentos nos hacen ver más allá de nuestra corta visión humana y debemos estar agradecidos por poder sentir, por poder expresar todo lo que tenemos adentro. Somos seres atormentados, en general, pero también capaces de cosas que, hasta donde sabemos, nadie más es capaz.

lunes, 31 de julio de 2017

Una particular tarde de compras

   Como le habían indicado, Lucía dio la vuelta a la perilla una vez la luz en el cuartito se volvió verde. El lugar que le esperaba del otro lado estaba muy bien iluminado. De hecho, parecía como si el sol estuviese brillando en la parte exterior. Era muy extraño pues ella estaba muy consciente de que en la tienda del otro lado de la puerta era de tarde, el sol estaba poniéndose. Pero allí, en esa hermosa casa donde estaba ahora, la luz llegaba directamente desde arriba, como si nada.

 Caminó algunos pasos y sonrió al ver que la casa no era lo que ella había esperado en un principio. Era de un claro estilo japonés pero no era nada contemporánea, más bien al contrario. En el pasillo que caminaba no había nada más sino algunos jarrones grandes, que no parecían tener nada por dentro. Al voltear a mirar la puerta, se dio cuenta de que estaba hecha de bambú y al lado había un recipiente del mismo material para poner sombrillas. El nivel de detalle era asombroso.

 Al final del pasillo había una puerta abierta. Metió su cabeza por la rendija y se dio cuenta de que también estaba vacía. Empujó un poco la puerta para poder pasar. Adentro vio una mesita poco elevada y varias almohadas distribuidas alrededor. Del otro lado del cuarto, había un hueco en el piso. Debía ser un horno o algo por el estilo. Había visto casas japonesas en películas y documentales pero jamás en persona, así que no sabía muy bien como funcionaba todo.

 Pero algo llamó más la atención de Lucía.  Había un espejo en la pared opuesta a la puerta del recinto. Iba de piso a techo y era delgado, como para darle mayor dimensión al lugar. Pero eso no era lo que le fascinaba. Era el hecho de poder ver que tenía otra ropa que con la que había entrado a la casa. Vestía lo que suponía era un hermoso kimono, de varios colores primaverales. No sentía su peso pero suponía que uno real debía ser mucho menos ligero que lo que sentía en el momento.

 Dejó el espejo atrás y fue a revisar la otra habitación, una frente al comedor. Era un pequeño recinto de descanso, algo así como una habitación. Pero no había una cama sino un algo así como un sobre para dormir en el suelo, pero mucho más grueso que los que había usado para acampar. Se vio tentada a acostarse pero entonces vio el jardín exterior a través de la puerta de papel y bambú medio abierta que había del otro lado de la habitación. Caminó por allí fascinada por las hermosas plantas, la paz y el pequeño estanque lleno de carpas de colores.

 De pronto, un sonido como alarma se escuchó con fuerza. Le habían advertido al respecto. Miró por todos lados y por fin descubrió el picaporte que buscaba, entre dos bonsái que había contra lo que parecía ser una cerca. No lo era. La puerta se abrió con facilidad y pasó entonces a otra casa, una que le era mucho más familiar porque de inmediato vio muebles que reconocía pero no sabía de donde. La puerta se cerró detrás de ella, casi en silencio. Pero ella no se dio cuenta. Algo le parecía muy cercano en ese lugar.

 Fue cuando llegó a la sala de estar que reconoció la casa como la que había habitado junto a sus padres y su hermano hacía muchos años, en su adolescencia. Lucía había dejado la casa cuando había cumplido la mayoría de edad, para irse a estudiar fuera del país, y jamás volvió. Cuando supo, la casa había sido vendida y, hasta donde sabía, el inmueble había sido demolido para construir un conjunto residencial de varias torres de apartamentos. Su barrio de niñez había desparecido de golpe.

 Sin embargo, estaba allí de nuevo como por arte de magia. Las viejas consolas de videojuegos que jugaba con su hermano menor, el gran sofá con estampado de flores en el que su padre se sentaba los fines de semana a ver partidos de fútbol y el gran sofá de tres puestos desde donde veían los dibujos animados en la mañana y su madre lloraba todas las noches cuando sus personajes de telenovela sufrían por alguna razón. Todo estaba allí, como si fuera un extraño museo.

 Entonces se dio cuenta de que todo lo que era suyo debía de estar allí, así todo el lugar no fuera más sino un invento. Corrió hacia la estrecha escalera que daba al segundo piso y en pocos segundos estuvo en el segundo piso. Su habitación estaba allí, directamente adyacente al baño que compartía con su hermano, adornada todavía por decenas de afiches referentes a varios ídolos juveniles, actores y cantantes, muchos de los cuales ya no se veían por ningún lado.

 Revisó los libros de su vieja estantería blanca, abrió el closet para descubrir ropa que no veía en año y lloró como tonta al leer las cartas de su primer novio, que había escondido siempre en un fondo falso que tenía su adorado tocador. Las palabras de ese niño, porque eso era lo que eran en esa época, eran todavía hermosas y profundas. Ese fue un tesoro que nunca recuperó y que por alguna razón estaba allí. No se había secado las lágrimas cuando la alarma sonó de nuevo. Se secó como pudo, dejó las cartas en su lugar y giró el picaporte, aparecido esta vez en su pared de papel floreado.

 Todavía tenía los ojos húmedos cuando entró en un apartamento que jamás en su vida había visto o imaginado. En ese espacio, la luz era casi ausente. Cuando miró la puerta que se cerraba, se dio cuenta que desaparecía en la pared, blanca y lisa. Miró hacia un lado y hacia otro. No había nada que reconocer y no tenía ni idea de que era lo que debía hacer. Fue solo cuando empezó a caminar hacia la terraza, que luces en el techo empezaron a encenderse, pero solo sobre ella, jamás atrás o adelante.

 Siguió su camino a la terraza. La puerta que daba acceso a ella desapareció de golpe y volvió a aparecer cuando se alejó de ella, acercándose a paso lento a la nada. Porque allí no había ni tubo de metal ni un vidrio que detuviera su paso. Cuando vio que el suelo se terminaba, dio una ligera patada para ver lo que sucedía. Se escuchó un sonido seco, como si hubiese golpeado algo metálico. Pero frente a ella no parecía haber nada. Extendió los brazos y pudo tocar la nada. Se sentía fría.

 Pasada la extrañeza, contempló el paisaje que se extendía delante de ella. Era una ciudad enorme, con cientos de torres altas, muy altas. De hecho, parecía que ella estaba en una de altura similar, a juzgar por la larga distancia que había desde su posición a lo que parecían ser vehículos desplazándose a gran velocidad por vías amplias y bien iluminadas. No se había gente como tal, sino las lucecitas de colores que eran los coches, corriendo de un lado a otro de la ciudad, tal vez del mundo.

 Esa extraña visión la calmó un momento pero luego recordó que debía aprovechar el tiempo. De nuevo adentro, pudo ver que todo el apartamento era una sola habitación. La sala estaba en la mitad. A un lado de ella, tras un muro, estaba una cama como enterrada en el suelo. Se veía cómoda pero increíblemente simple. Del otro lado de la sala estaba la cocina y un comedor de sillas altas, todo hecho en cromo y mármol, frío como la noche. La iluminación era mínima, quien sabe por que razón.

 La alarma se hizo escuchar de nuevo. La puerta por la que había entrado apareció de nuevo. Lucía había tenido suficiente por un día. Casi corrió hacia ella y la atravesó. Del otro lado tuvo que esperar en el mismo cuartito que al comienzo, a la misma luz verde.

 Momentos después, caminaba en silencio, con su esposo al lado. No hablaban. El bebía un café que había comprado mientras ella estaba en la tienda. Él no preguntaba nunca por nada pero esta vez, ella lo agradeció. Había sentido y visto demasiado, tal vez más de lo que podía entender.

viernes, 5 de mayo de 2017

Él y los cambios

   No sabíamos muy bien como o porqué, pero habíamos terminado sobre mi cama, besándonos como si fuera nuestra última oportunidad de hacerlo. No era algo romántico y seguramente nunca iba a ser más que solo algo de un día, una tarde para ser más exactos. Tras cinco minutos, estábamos sin una sola prenda de ropa encima y la habitación se sentía como un sauna. Así estuvo el ambiente por un par de horas, hasta que terminamos. Él se fue para su casa y yo ordené la mía.

 Me había dicho a mí mismo que era algo pasajero, algo que no podía funcionar. Pero de nuevo, el viernes siguiente, estábamos teniendo sexo en su habitación. Estaba tan emocionado por lo que hacía en el momento, que en ningún instante me pregunté como había llegado hasta ese punto. Y con eso me refiero a llegar físicamente, pues Juan no vivía muy cerca que digamos pero yo estaba ahí como si fuera mi casa. Se hacía tarde además pero no me preocupé por nada de eso toda la noche.

 Lo curioso es que no hablábamos nunca. Es decir, no nos escribíamos por redes sociales, no nos llamábamos por teléfono ni quedábamos para tomar un café o algo parecido. Para lo único que nos contactábamos, y eso solía ser solo por mensajes de texto bastante cortos, era para tener sexo y nada más. Incluso ya sabíamos como escribir el mensaje más corto posible para poder resumir nuestros deseos personales en el momento, lo que nos tuviera excitados en ese preciso instante.

 Cuando le conté a una amiga, me dijo que le daba envidia. Seguramente era porque ella y su novio habían estado juntos por varios años y ella nunca había tenido un tiempo de salir con otras personas. Siempre había estado con el mismo hombre y se arrepentía. Eso sí, siempre aclaraba que lo amaba hasta el fin del mundo pero me decía, siempre que tenía la oportunidad, que le parecía esencial que la gente joven tuviese esa etapa de experimentación que ella no había tenido.

 Yo siempre me reía y le decía que mi etapa había durado casi treinta años y parecía que seguiría así por siempre. Me decía que en el algún momento, en el menos pensado de seguro, sentaría cabeza y decidiría vivir con algún tipo y querría tener un hogar con él e incluso una familia. Solo pensar en ello se me hacía muy extraño pues en ningún momento de mi vida había querido tener hijos ni nada remotamente parecido a una familia propia. Con mis padres tenía más que suficiente. Y respecto a lo de tener un hogar, la idea era buena pero no veía como lograría eso.

 Curiosamente, la siguiente vez que me vi con Juan, sentí que había algo distinto entre los dos. No en cuanto al sexo, que fue tan entretenido y satisfactorio como siempre. Era algo más allá de nosotros dos, de pronto una duda que se me había metido a la cabeza, algo persistente que no quería dejarme ir. Esa noche fue la primera vez que le di un beso de despedida a Juan, en su casa. Se notó que lo cogí desprevenido porque los ojos le quedaron saltones.

 Apenas llegué a casa, me puse a pensar porqué había hecho eso. Porqué le había dado ese beso tan distinto a los que nos dábamos siempre. Habíamos sido suave y sin ninguna intención más allá de querer sentir sus labios una vez más antes de salir. No tenía ni idea de cómo lo había sentido él pero yo me di cuenta que había algo que me presionaba el pecho, como que crecía y se encogía allí adentro. Prefería no pensar más en ello y me distraje esa noche y los días siguientes con lo que tuviese a la mano.

 La sorpresa vino un par de días después, un fin de semana en el que Juan llegó a mi casa sin haber escrito uno de nuestros mensajes con anterioridad. Había tormenta afuera y, cuando lo dejé pasar, me dijo que había pensado en mi porque sabía que vivía cerca y no parecía que la lluvia fuera a amainar muy pronto. De hecho, un par de rayos cayeron cuando le pasé una toalla para que se secara. Le dije que podía quedarse el tiempo que quisiera y le ofrecí algo caliente de beber.

 Fue mientras tomábamos café cuando me di cuenta que ese sentimiento extraño había vuelto. Estando junto a él, de pronto sentí esa tensión incomoda que se siente cuando uno es joven y esta al lado de la persona que más le gusta en el mundo. Hablábamos poco, casi solo del clima, pero a la vez yo pensaba en mil maneras de acercarme y darle otro beso, este mucho más intenso, ojalá con un abrazo que sintiera en el alma. No me di cuenta de que lo que pensaba no era lo de siempre.

 Por fin, le toqué la mano mientras estábamos en silencio. Fue entonces que todo sucedió de la manera más fluida posible: él se acercó y me puso una mano en la nuca y yo le puse una mano en la cintura y nos besamos. No sé cuantos minutos estuvimos allí pero se sintió como una eternidad. Y lo fantástico del caso, al menos para mí, es que solo fue un beso. Eso sí, fue uno intenso y lleno de sentimiento que no entendimos por completo en el momento. Nuestras manos, además, garantizaban que la totalidad de nuestros cuerpos estuviesen involucrados.

 Y sí, como en todas las ocasiones anteriores, terminamos en mi habitación. Con la tormenta como banda sonora, fue la primera vez que hicimos el amor. Ya no era solo sexo, no era algo puramente físico y desprovisto de ese algo que le agrega un toque tan interesante a las relaciones humanas. Recuerdo haberlo besado mucho y recuerdo que su cuerpo me respondía. Nuestra comunicación era simplemente fantástica y eso era algo que jamás me había ocurrido antes, ni con él ni con nadie.

 Cuando terminamos,  y eso fue cuando ya era de noche, nos quedamos en la cama en silencio. Estábamos cerca pero no abrazados. Eso también era un cambio, pues normalmente ya nos hubiéramos levantado y cada uno estaría en su casa. Pero esa vez solo nos quedamos desnudos escuchando los truenos y a las gotas que parecían querer hacer música contra el cristal de la ventana. No diría que era romántico. Más bien era real y eso era lo que ambos necesitábamos con ansías.

 Eventualmente nos cambiamos. Mientras él buscaba su ropa por la habitación, le propuse pedir una pizza. Él dudó en responderme pero finalmente asintió. Pareció reprimir una sonrisa y son supe muy bien como entender eso. En parte porque no entendía porqué lo haría pero también porque estaba distraído mirando su cuerpo. Siempre me había gustado pero ahora lo notaba simplemente glorioso, de pies a cabeza. Juan era simplemente una criatura hermosa.

 La pizza llegó media hora más tarde. Estaba perfecta para el clima que hacía en el exterior. Mientras comíamos, hablábamos un poco más pero no demasiado. Hablamos de cosas simples, de gustos en comida y de lugares a lo que habíamos ido. Compartimos pero no demasiado, no era correcto hacer un cambio tan brusco y en tantos sentidos. Parecíamos estar de acuerdo en eso, a pesar de no haberlo acordado. Apenas terminamos la pizza, se fue aprovechando que la tormenta había terminado.

 El resto de la noche me la pasé pensando en él, en su cuerpo, en como se sentía en mis manos y en mi boca. En lo perfecto que lo encontraba y esos sentimientos nuevos que habían surgido de repente pero no que no quería dejar ir ahora que los sentía.


 Lo trágico es que nunca lo volví a ver. Nunca respondió mi siguiente mensaje y no me atreví a buscarlo en su casa. Años después lo vi saliendo de un edificio con otra persona y pude ver que era feliz. Por fin sonreía, no se ocultaba. Habría hecho lo imposible para que esa sonrisa fuese para mí, pero ya era tarde.

lunes, 17 de abril de 2017

Pablo, hoy

   Como muchas veces antes, soñé que mi vida era mucho más emocionante de lo que en verdad es. Tenía amigos y estaba en un lugar diferente y creo que sentía que las cosas estaban en movimiento, que todo cambiaba con frecuencia o al menos con cierta regularidad. Para pensar así a veces no necesito quedarme dormido sino que con soñar despierto es suficiente. Y no tengo que imaginar nada, solo remontarme a un pasado inmediato, cuando todo parecía estar lleno de posibilidades.

 Pero, al parecer, ellas no están ahí. Claro que me dicen que debo ser persistente y que algo saldrá eventualmente. Yo no soy tan optimista y de pronto por eso no consiga nada. ¿Pero que hago? ¿Cambio mi manera de ser para conseguir algo que francamente me aterroriza encontrar? No me enorgullece decir que nunca he trabajado en mi vida para ganarme nada. Mejor dicho, nunca me he ganado nada con el sudor de mi fuerte o el esfuerzo de mi cerebro. Nunca ha ocurrido.

 La vida en sociedad dicta que eso es lo que debo hacer ahora, debo ser productivo a la sociedad, debo servirle de algo a alguien, supuestamente más que todo a mi mismo. Pero la verdad, la clara y honesta verdad, es que yo no siento que necesite hacer nada para comprenderme mejor, Creo que el nivel de entendimiento al que he llegado conmigo mismo es más que suficiente. Y puede que eso suene a excusa barata pero, de nuevo, no puedo fingir que las cosas son diferentes a como son.

 El caso es que se supone que deba trabajar y en esa búsqueda he estado ya varios meses. Los primeros tres meses de vuelta, lo confieso, nunca busqué nada de nada. No hice ningún esfuerzo. Estaba mental y físicamente agotado. No sabría explicar muy bien las razones para esa apatía o cansancio pero así fue y decidí que hasta después de Año Nuevo, no iba a hacer nada de nada. Y así tal cual lo hice. Así que si nos atamos a los hechos, he estado buscando trabajo por casi cuatro meses.

 Y nada. Lo único que he recibido son llamadas de dos lugares, para atender teléfonos en otro idioma y hacer yo no sé que cosas. Al comienzo lo pensé, lo consideré. Pero al final de cuenta me di cuenta que no puedo hacerlo por el tiempo y dinero invertido en una educación de calidad. No puedo terminar haciendo algo por debajo de mi nivel académico y sé que eso puede sonar ofensivo, y tal vez lo sea, pero es la realidad de las cosas, y no la puedo cambiar porque así es. Estudié y estudié y eso no lo puedo tirar a la basura en dos segundos.

 El problema está en que a nadie parece importarle que yo haya estudiado tanto. En el mundo de hoy lo único que se necesita es alguien que se deje utilizar. La única manera de evitarlo es teniendo alguna palanca, alguna amistad metida en algún lado que lo pueda ayudar a uno a obtener un empleo. Ni siquiera tiene que ser una buena amistad, basta con tener que deber un favor que después se cobrará, de una manera o de otra. Pero yo no tengo esas amistades entonces ese camino no existe para mí.

 Debo tomar el camino de intentar e intentar e intentar y ver si en algún momento a alguien le importa mi existencia. Sé que suena fatalista y dramático pero así son las cosas. A la gente se le olvidan las cosas después de que suceden, por eso me miran como si fuera un perro verde, porque no recuerdan cuando ellos mismos estaban en mi lugar. Eso sí, si es que alguna vez estuvieron allí porque puede que sus vidas hayan sido tan diferente que simplemente no entienden mi situación.

 No importa que nadie entienda nada. Por lo menos a mi me da igual. Yo quisiera que solo una persona se fijara en lo que puedo hacer, que no es mucho pero es algo y ahí empezara todo para mí. Porque es bien sabido que el empleo es el que hace a la persona. Sin él, nadie es nada. ¿O porqué será que cuando hablas con alguien por primera vez, lo primero que preguntan es “Y que haces en la vida”? Yo nunca tengo respuesta y por eso no he conocido a nadie desde mi época de la universidad.

 Ese cuento de que a la gente le gustan las historias de esfuerzo y originalidad es exactamente eso, un cuento para niños que no tiene ninguna base real. A la gente lo que le encanta es alguien que tenga un empleo despampanante, así no pague ni para envenenarse. Podrías decir que eres actor o que eres ayudante en alguna compañía. Da igual porque la respuesta sería la misma: las personas quedarían encantadas porque se dan cuenta de que tienes una seguridad como la de todos.

 O casi todos. La gente pierde el interés rápido cuando no tienes para decir lo que quieren oír. No se quedan por las historias que no terminan en dinero. Puedo que eso suene duro pero casi siempre es la verdad, a menos que se trate de una amistad o un amor que se construyó por otro lado. En ese caso las cosas cambian. De resto, dinero. Suena a que culpo a mi falta de empleo de mi falta de vida sentimental y de hecho creo que tiene todo el sentido pero me importa tan poco esto último, que la verdad me tiene muy sin cuidado esa particular consecuencia.

 En este tiempo tampoco es que no haya hecho nada. Como dije antes, me he conocido más a mi mismo y no voy a decir que eso sea bueno o malo, es solo un hecho. Además he podido pasar más tiempo con mi familia y darme cuenta de lo mucho que los quiero. A veces me dan ataques de pánico porque sé que los estoy decepcionando, sé que ellos pensaron en muchas cosas para mí, sé que quieren otra vida para mí. Pero aquí estoy, un fracaso y todos los días trato de remediarlo.

 Solo me interesa que ellos estén bien y contentos. La demás gente no me interesa tanto. De nuevo, puedo parecer cruel pero la verdad no se va por las ramas y prefiero no hacerlo yo. Quisiera tener una vida de esas como las de todos para que ellos no se preocuparan por mi. Ese podría ser mi único deseo de verdad en la vida porque de resto, no me interesa tener nada material o inmaterial. La tranquilidad es lo único que busco y eso incluye el codiciado dinero.

 Porque hay que admitirlo: en este mundo, sin dinero, las personas no son nada. La gente no viene a ver espectáculos patéticos de gente que se esfuerza. Eso es para el cine, donde las cosas tienen una magia especial que interesa a las masas. Pero la realidad dicta que si no estás produciendo nada, ni para ti ni para los demás, simplemente no eres nadie. Y así es. En este momento de mi vida me he dado cuenta que yo, para la sociedad, no existo. Y no me he sorprendido con la noticia.

 Es una de esas cosas que se saben así, sintiéndolas y ya. Yo hago el esfuerzo de enviar hojas de vida todos los días. Debería intentar más con otras cosas, aumentar mi energía. Pero de nuevo, no me engaño. Jamás seré nadie más que yo y yo no soy una persona tremendamente activa y participativa y no lo voy a ser ahora porque no quiero. A estas alturas no voy a engañar a la gente y a mi mismo con una actuación que seguramente no podré mantener por el resto de mis días, y eso es lo que se me pide.

 Seguiré como estoy porque no sé que más hacer. O mejor dicho, sí sé pero no quiero pensar en esos caminos poco frecuentados porque requieren un valor que yo simplemente no tengo. Requieren de mi mucho, demasiado. Y me confunden.


 Llorar a veces, nervios siempre y dolores frecuentes. No soy una persona así que no debería sentir nada de eso. Por eso oculto lo que me ocurre por dentro para poder seguir, hacia donde sea que sea adelante. Tanteo el camino y sigo porque no tengo ninguna otra opción.