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lunes, 6 de junio de 2016

Para el alma y el cuerpo

   La pelea del día anterior nos había dejado cansados y resentidos. Cada uno había dormido de su lado de la cama y, al despertarnos, habíamos hecho lo propio cada uno por su lado. No nos metimos a la ducha juntos, ni bromeamos estando desnudos ni comentamos la ropa que nos íbamos a poner ese día. Estuvimos en silencio total hasta que subimos a la terraza, donde se servía el desayuno.

 En el hotel había poca gente. En parte era porque no era un hotel muy grande que digamos pero también porque la temporada no daba para tener muchos visitantes. Sin embargo, el sol bañaba el lugar con gracias y los pocos comensales tenían una sonrisa muy particular en sus caras.

Él se fue hacia la barra y yo preferí buscar una mesa. Elegí una cerca del borde, desde donde pudiera ver la calle. Me gustaba poder ver como se desarrollaba la vida en los sitios que visitaba y Japón era el lugar ideal para hacerlo. La gente iba de aquí allá, algunos hombres de oficina pero también amas de casa que iban temprano al mercado y escolares que corrían para no llegar tarde a clase. Era como en todos lados pero con un estilo marcado, muy particular.

 Apenas él volvió, fue mi turno de ir a la barra. El desayuno era siempre el mismo pero se podía variar eligiendo cosas diferentes. Ese día, nuestro cuarto en la ciudad, me serví algunas rodajas de tomate y de pepino así como sandía y piña. La fruta venía en cuadritos perfectamente cortados. Al lado puse algo de pan para completar, con un par de tarritos de lo que parecía mermelada de uva.

 Comimos en silencio, no nos dijimos nada, ni siquiera comentamos el clima que hacía. Él sacó de algún lado, creo que del bolsillo de la camisa, unas gafas oscuras. Al ponérselas, me sentí todavía más alejado de él, era como si hubiera una barrera más entre nosotros que no se podía tumbar fácilmente. Comí rápidamente, queriendo terminar de una vez por todas por la incomodad del momento. Pensé que ojalá el resto de los días que nos quedaban de vacaciones no fuesen iguales porque o sino simplemente no los soportaría.

 Apenas terminamos de comer, volvimos a la habitación a recoger nuestras cosas: yo usaba una mochila donde metíamos casi todo lo que pudiésemos necesitar (una toalla, la cámara fotográfica semiprofesional, algo de comer, la sombrilla,…) y él llevaba un pequeño bolsito ya que se encargaba del dinero y de los documentos. Habíamos quedado en eso porque él era más cuidadoso con esa clase de cosas y sabía convertir más rápidamente los yenes en nuestra moneda. Yo siempre había sido malo en matemáticas y hacerlo con el celular se demoraba más.

 Apenas salimos, el sol nos dio de lleno en la cara de nuevo. El día era perfecto y, en parte, agradecí no tener que ir de la mano de él todo el día puesto que no quería tener las manos sudadas. Me sentí mal al pensarlo pero era la verdad. Caminamos solo un par de calles y ya estaban en el centro de todo, en el núcleo comercial de la ciudad. El movimiento de gente mareaba un poco. De la nada, me tomó de la cintura para dirigirme hacia la entrada de la estación de metro. Casi quedé de piedra cuando lo hizo pero pude fingir que no había tenido reacción alguna.

 Su tacto siempre había sido muy efectivo en mi. Era algo que había sucedido desde el comienzo de la relación. Mientras él compraba los billetes, lo miré de arriba abajo y me di cuenta que solo habíamos tenido una pelea y nada más. Seguramente el disgusto se extendería unas horas más pero inevitablemente nos hablaríamos y todo volvería a la normalidad. Ya en el andén, creo que sonreí tontamente anticipando nuestra reconciliación.

 Media hora después, salíamos a la calle en una zona algo más residencial. El templo que queríamos visitar quedaba en el parque que había justo delante. Saqué la cámara y empecé a disparar, encantado con todo lo que veía. El sol ayudaba a que la escena fuese todavía más hermosa: gente riendo por todas partes, vendedores callejeros de objetos varios y los edificios tradicionales que combinaban asombrosamente con la naturaleza circundante.

 Ya dentro del complejo religioso, la gente estaba más en silencio, tratando de marcar el respeto que sentían al estar en semejante lugar. Asombrado por las estatuas y todo el arte que había por todos lados, empecé a tomar muchas más fotos y en un momento olvidé todo y me giré hacia él diciéndole algo sobre una de las estatuas de lo que parecía un mono. Pero él ya no estaba a mi lado, sino que se había ido caminando solo hacia el templo principal. Concluí que la reconciliación estaba más lejos de lo que pensaba.

 Lo seguí, no de muy cerca, y noté como el silencio empezaba a ser más y más dominante hasta que, en el interior del templo, casi no había sonidos provenientes de la gente. Solo alguna tos y la voz de algún niño se oía por ahí. De resto era todo silencio. La gente quemaba algo de incienso y rezaba en voz baja o sin decir nada. Cuando me giré para buscarlo con la vista, lo vi orando frente a la estatua principal.

 No dije nada cuando me pasó por el lado para salir. Me di cuenta que hubiese sido una fotografía perfecta pero no en el momento el impacto había sido tal que no había reaccionado con la suficiente rapidez. Nunca hubiese imaginado que él tuviese un lado religioso.

 Estuvimos varias horas caminando por el templo, los demás edificios y los jardines circundantes. La parte más difícil fue esa última, pues había muchas parejas de la mano y algunos incluso se daban besos bajo los cerezos. Había una laguna cercana donde se podían ver cantidad de carpas enormes. Él se quedó allí, mirándolas, por un buen rato. En ese momento sí recordé la cámara y le tomé un par de fotos. Unos quince minutos después ya salíamos de los terrenos del pueblo y volvíamos a la estación de metro.

 En el recorrido de vuelta al centro, el tren estaba mucho más lleno que antes. Tanto que tuvimos que hacernos contra una de las puertas, muy cerca el uno del otro. Por supuesto, a ninguno de los dos nos importaba. Pero en ese momento se sentía todo muy extraño, como si no nos conociéramos. De pronto, sin previo aviso, mi estomago rugió como un león hambriento. Estuve seguro que todo el vagón había escuchado el sonido, por lo que me giré hacia la ventana y quise estar ya en nuestro destino.

 Apenas la puerta se abrió, salí a paso apresurado y en segundos estuve en la calle. Él venía muy cerca, justo detrás. Yo me toqué el estomago y sentí, de nuevo, como rugía. Ya habían pasado muchas horas desde el desayuno y tenía todo el sentido que tuviese hambre. Pero tenía mucha hambre y no podía dejar de pensar ahora en comida. Además estaba avergonzado por el sonido y porque me sentía tonto en un sitio extraño.

 De la nada, sentí su mano suave y caliente sobre la mía. Me apretó suavemente y me dejé llevar. Algunas personas nos miraban pero él seguía, con sus gafas oscuras, caminando como si no pasara nada. Eso sí, miraba a un lado y al otro, como un halcón buscando presa. Yo iba con una sonrisa un poco tonta y también tratando, pero fracasando, en aparentar que no pasaba nada.

 Él me jaló ligeramente hacia una galería comercial y a pocos pasos de la entrada encontramos el lugar al que él me había traído: un restaurante de sushi giratorio. Nos sentamos en la barra, frente a la banda que daba vueltas por todo el restaurante, y empezamos a comer. Ninguno de los dos hablaba, solo elegíamos diferentes paltos e íbamos comiendo.

 Fue al tercero o cuarto, que él comentó algo del sabor. Yo hice lo mismo. Para el siguiente, lo elegimos juntos, juzgando la apariencia. Para el sexto, estábamos riendo, bromeando sobre cosas que habíamos visto en el tempo o el sonido de mi estomago. No pude resistir darle un beso rápido que nadie vio. En el mismo momento el chef anunció que empezaba la hora de descuentos. Él, que sabía japonés, me dijo lo que pasaba y entonces empezamos a comer más comida deliciosa, que nos unió como nunca.


 Había sopa también y arroz blanco con anguila y con cortes de pescados varios. Había pinchos de calamar y bolas de masa con pulpo. Todo lo acompañamos con cerveza y para cuando salimos éramos la pareja más feliz en todo Kioto. No tengo duda alguna al respecto. Por eso cuando ahora miramos las fotos de ese viaje, es inevitable que pasen dos cosas: que nos demos un beso y que pidamos un domicilio sustancioso a nuestro restaurante japonés favorito.rapidamente tumbar fácilmente. ra mcamisa, unas gafas oscuras. Al ponerselas, hacn un par de aba la vida en los sitios que visií ye

lunes, 16 de mayo de 2016

Pastelería

   El primer bocado era un pastelito pequeño. Tenía una base de galleta y el relleno era de crema de limón con naranja con un algo de espuma de adorno que era merengue hecho a mano. Esteban mordió la mitad y lo masticó lentamente, tratando de no dejar caer migas encima de la cama. Hizo un sonido que denotaba placer y entonces le alcanzó la mitad del pastelito a Diego, que lo miraba atentamente para saber cuál era su opinión. Diego dejó la mitad del pastelito en el plato que tenían al lado y esperó la respuesta.

-       Delicioso. – dijo Esteban.

 Diego sonrió ampliamente y le explicó que había demorado mucho tiempo buscando la receta ideal para la galleta, para que no fuera demasiado dura pero tampoco insípida. Esteban le dijo que lo había logrado pues el pastelito tenía mucho sabor y era algo que se podía ver comiendo todos los días. Lo dijo mirando directo a los ojos de Diego. Se miraron un momento antes de compartir un beso.

 Diego le puso una mano en el hombro a Esteban. Tenía un anillo en su dedo anular, algo muy rudimentario, liso, sin ningún tipo de joya o de marca. Esteban tenía uno exactamente igual. Los dos se separaron del beso y decidieron que era hora de levantarse definitivamente de la cama. Estaban sin ropa y era ya bastante tarde para no estar haciendo nada. El plato, que Diego puso en la mesa de noche, tenía varios pedazos de otros postres.

 Esteban se puso de pie primero pero entonces Diego lo tomó de la mano y lo jaló hacia sí mismo. Esteban casi se cae pero logró poner la rodilla en la cama para evitarlo. Tenía una rodilla a cada lado de Diego y se le quedó mirando como esperando una respuesta a esa acción. Diego le preguntó que le habían parecido, con toda honestidad, los postres que habían estado comiendo. Esteban le respondió que estaban muy ricos y que él único que no le había gustado era el de kiwi, un sabor que a él personalmente le desagradaba, pero no por eso estaba mal hecho.

 El pastelero, que venía trabajando hacía mucho tiempo para elaborar una lista de productos que pudiese vender a varios proveedores, lo abrazó, poniendo su cara sobre la panza de Esteban y dándole suaves besos. La verdad era que estaba muy nervioso pues se había metido en lo de la pastelería hacía muy poco y todavía no sabía como iba a resultar.

 Esteban lo tomó de la mano y lo llevó hasta el baño. Se metieron a la ducha juntos y compartieron allí un rato largo que aprovecharon para dejar de pensar en todo lo que había afuera de la ducha. La idea era solo estar los dos. Hubo muchos besos y mucho tacto pero la verdad era que Diego estaba distraído.

 Cuando salieron de la ducha, él se cambió primero de ropa y salió disparado al supermercado. No le dijo a su novio qué iba a hacer o porqué, solo tenía que seguir intentando para ver que podía inventarse. Al otro día debía presentar sus productos a una compañía que organizaba eventos de variada naturaleza. La idea era convencerlos de que sus postres eran los mejores para poner en bodas, bautizos, cumpleaños y hasta velorios. Ya había encontrado dos personas que lo ayudarían a hacer los pedidos completos y una cocina grande donde hacerlos.

 Mientras miraba cada producto en el supermercado, pensando las posibilidad que tenía, Esteban se quedó en casa. Se vistió con cualquier cosa y se puso a revisar su correo del trabajo en el portátil. Fue entonces cuando sonó el teléfono y era uno de los amigos de Diego. Fue entonces que Esteban se dio cuenta que su novio no había llevado el teléfono móvil con él al supermercado. Tuvo que tomar el mensaje, uno no muy agradable.

 Apenas llegó Diego tuvo que decirle, pues era mejor resolver los problemas apenas se presentaban y no después, no dejar pasar el tiempo. Uno de los amigos que iba a ayudar con la manufactura de los postres, había decidido retirarse del proyecto pues había tenido un problema con su trabajo y no podría usar tiempo extra para dedicarlo a otra cosa. Debía estar enfocado en su trabajo entonces no habría como ayudar.

 Diego lo llamó y habló con él por un buen rato pero al final se dio cuenta que no había manera de convencerlo. Solo tenía un ayudante y la cocina y eso podría no ser suficiente. Esteban lo animó diciendo que, tal vez, las primeras ordenes no serían tan grandes. Pero Diego le recordó que muchas veces eran para bodas y las bodas podían tener cientos de invitados, al menos así eran las que la compañía en cuestión organizaba.

 Esteban estaba seguro de que podría arreglárselas, al menos mientras empezaba. Además no era algo que comenzara al otro día. Tendría un poco de tiempo para conseguir más y seguro habría alguien con tantas personas sin empleo. El problema era el sueldo pues Diego no tenía como pagar uno de entrada pero Esteban lo convenció de que debía buscar alguien nuevo y no complicarse antes de intentar solucionar las cosas.

 Para distraerlo, Esteban preguntó que había en las bolsas que había dejado en el mostrador de la cocina. Uno a uno, sacó varios productos. Algunos eran comunes y corrientes como canela y azúcar pero otros no eran lo más usual como pitahayas, clavo de olor y unas frutas asiáticas que venían en una lata. Diego respondió que necesitaba inspiración y nuevos ingredientes podrían ayudar.

 Se veía preocupado y triste. No parecía ser solo por el hecho de que alguien se hubiese retirado de su empresa. Era algo más pero no hablaba de ello ni decía nada respecto a lo que le preocupaba. Esteban ya lo había notado en la ducha y ahora lo notaba en la pequeña sala del apartamento que compartían hacía menos de un año. Se le acercó a Diego mientras ordenaba sus ingredientes y le tomó la mano sin decir nada. Él dejó de mover las manos y entonces abrazó fuerte a Esteban sin decir nada.

 Cuando lo soltó, Esteban había sentido algo de lo que su prometido sentía. Había sido un abrazo extraño, como si al tocarse se hubiesen pasado lo que sentían y lo que pensaban. Era algo muy raro pero a la vez se sentía bien, aunque pesado. Esteban se limpió los ojos humedecidos y le dijo a su novio que debían empezar a cocinar pronto si querían que les alcanzara el día. Habían dormido mucho y ya eran casi las tres de la tarde.

 Diego sonrío. Esteban había entendido que necesitaba ayuda a pesar de que el no había sido capaz de decirlo a viva voz. En las siguientes dos horas la pequeña cocina se convirtió en un laboratorio con varios platos y recipientes llenos de cremas y espumas y diferentes tipos de dulces que irían en copa de galleta que se horneaban, bandeja tras bandeja, en el horno de la pareja. Prefirieron no pensar en el recibo del gas por el momento. Cruzarían ese puente cuando llegasen a él.

 Pasadas las cinco de la tarde, viendo que ya iban a terminar, Esteban pidió una pizza que llegó justo cuando estaban terminando de adornar los últimos pastelitos. Esteban la abrió de golpe en el sofá e inhaló el delicioso olor del pepperoni mezclado con las aceitunas. Le dijo a Diego que se sentara a comer y él obedeció, pero no sin antes mirar sus pequeñas creaciones. Había bandejas y bandejas con pastelitos de varios sabores e incluso había tratado de hacer panes pequeños con frutas exóticas y otros inventos.

 Estaba bastante contento con lo que veía y, sobre todo, porque había dado lo mejor de sí para inventar algo que a la gente le pudiese gustar y que pudiesen comprar cuando quisieran. Su sueño era tener una pastelería propia pero tenía que ahorrar primero para cumplir ese sueño. La mitad de su vida había estado perdido en cuanto a sus deseos para el futuro, por lo que tener a Esteban y a la pastelería, era casi un sueño hecho realidad para él.


 Se sentó en el sofá y tomó una porción de pizza. Esteban ya había comenzado. Al comienzo solo comieron, estaban hambrientos. Pero cada cierto tiempo compartían una sonrisa. Cuando empezaron a hablar de nuevo, se dieron cuenta de lo felices que estaban con sus vidas pues, a pesar de las complicaciones, eran lo que siempre habían querido.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Meteorito

   El bólido iluminó el cielo por un segundo y luego desapareció, como si nunca hubiese existido. Al menos así sería si no fuera por que dos hombres jóvenes habían estado dando un paseo por la playa. Era un poco tarde y tal vez no era la hora para estar dando paseos, pero así eran las cosas. Ellos habían estado caminando de la mano, hablando de sus planes futuros y de banalidades típicas de todos los seres humanos, cuando de pronto el cielo se iluminó y alcanzaron a ver la estela de fuego encender y caer directo hacia un lugar delante de ellos.

 Tomás corrió más rápidamente. Era el más alto y el mayor de los dos por un par de años. Siempre, desde pequeño, le había interesado todo lo que tenía que ver con el espacio. En su casa tenía todavía el telescopio que sus padres le habían comprado para su cumpleaños número dieciocho. Lo limpiaba todos los días y muchas noches, cuando no tenía mucho sueño, le gustaba mirar a través del aparato e imaginar  que descubría algo importante.

Pedro, por otra parte, no era muy fanático de esas cosas como su novio. De hecho no eran solo novios, sino que estaban comprometidos para casarse muy pronto. Habían salido a caminar precisamente para hablar detalles de lo que querían en la boda y de tonterías que les gustaría ver, detalles que en verdad no hacían ninguna diferencia pero que querían discutir para hacer de la situación algo más real. Era emocionante.

 El meteorito había interrumpido una conversación acerca de la comida que iban a servir. Tomás había dejado de hablar y había perdido al instante todo interés en el tema que estaban discutiendo. Pasado un minuto, ni siquiera fingió que no le interesaba. Miró el cielo y siguió la ruta del bólido con la mirada hasta que creyó saber donde había caído. Eso a Pedro no le importaba mucho pero sabía de los gustos de Tomás así que lo siguió despacio.

 Caminaron rápidamente un buen trecho de playa y llegaron hasta una parte rocosa, donde había un acantilado más o menos grande que parecía adentrarse en el mar como si fuese una película. Pedro estaba seguro de que lo había visto hace poco en televisión o al menos algo similar pero no recordaba en donde. No siguió hablando porque Tomás le pedía que se callara, como si eso le fuese a ayudar a encontrar el meteorito.

 Hizo caso pero se cruzó de brazos y se quedó quieto en un solo punto. Quería que su prometido supiese que no iba a hacer nada si no se disculpaba por parecer más preocupado por una piedra espacial que por la importancia de lo que habían estado hablando. Para ser justos, no era algo tan importante pero a Pedro no le gustaba sentirse ignorado.

 Tomás no se dio ni cuenta que Pedro se había quedado atrás. Se acercó al muro de roca y lo analizó. Miró el cielo hacia atrás e imaginó el camino recorrido por la piedra. Lo hizo varias veces hasta que estuvo seguro que el meteorito debía haber impactado contra el muro de roca o debía haber pasado justo por encima. Se alejó un poco para mirar mejor y, como no veía bien por la oscuridad, decidió acercarse al muro y escalar.

 La luna iluminaba la situación y Pedro no podía creer lo que veía. Rompió su promesa de no moverse al acercarse un poco a la pared y preguntarle a Tomás que era lo que estaba haciendo. Le dijo que era peligroso y que no era algo que debía hacer a esas horas de la noche y mucho menos sin un equipo apropiado. Podría caerse y golpearse la cabeza o peor. Pero Tomás parecía empeñado en escalar el muro de piedra y en llegar a la parte más alta. Afortunadamente, era un muro de unos cinco metros de altura, así que no era excesivamente alto.

 Pedro se desesperó mucho cuando las nubes en el cielo se movieron por el viento frío de la noche costera y la luna pudo salir con todo su brillo. Tomás quedó iluminado por su hermosa luz y Pedro pudo ver que su prometido llevaba la mitad del muro escalado. Su manos se agarraban de las piedras con fuerza y parecía una estrella de mar con sus extremidades estiradas por todas partes. Era algo gracioso y a la vez horrible verlo trepado allí arriba, sin ningún tipo de ayuda.

 Ese era Tomás, en resumidas cuentas, siempre autosuficiente y capaz de hacer las cosas por sí mismo. Desde pequeño sus padres habían trabajado mucho, tratando de darles a él y a sus hermanos la mejor vida que pudieran querer: iban a una escuela privada, comían bien, viajaban en vacaciones siempre, tenían una mascota,… Era todo perfecto, todo lo que un niño podía soñar. Y sin embargo, eso había resultado en que Tomás no necesitaba de nadie para hacer lo que tenía que hacer.

 A los doce años ya cocinaba y lo hacía muy bien. Esto era porque muchas veces no había cena porque sus padres no llegaban sino hasta muy tarde y a él le tocaba cocinar algo para él y para sus hermanos, ambos menores. Así que a fuerza de el hambre que todo el mundo siente de vez en cuando, aprendió a cocinar y hoy en día era simplemente el mejor, al menos en el concepto de Pedro.

 Había convertido esa habilidad salida de la necesidad en su profesión y le iba bastante bien. Era el chef en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y planeaba abrir su propio local con comida que él había inventado a través de los años. Así había conocido a Pedro, comiendo.

 Cuando llegó a la parte superior del muro de piedra, el corazón de Pedro descansó. Le pidió que lo esperara arriba y que se verían en un rato, cuando pudiera dar la vuelta por el otro lado pero Tomás le gritó que no se moviera, que en un momento ya volvería a estar con él. Y después de decir eso, desapareció. Pedro lo llamó varias veces, casi hiriéndose la garganta al gritar. Pero Tomás o no lo oyó o no le hizo caso.

 El clima empezaba a enfriar y Pedro estaba en pantalón corto y ahora que estaba solo le había dado por mirar a un lado y al otro, como esperando que alguna bestia le saltara de alguna sombra. Pero eso no iba pasar. Era solo que siempre se había sentido inseguro cuando estaba solo. Era algo que tenía en común con Tomás y por eso lo pasaban tan bien juntos cuando se trataba de pasarlo bien un día, solo ellos dos. Cuando estaban juntos todo era mejor y se divertían más.

 Desde el momento que se conocieron en el restaurante en el que Tomás trabajaba, tuvieron esa conexión especial que se da en ciertas ocasiones. Solo pudieron hablar unos minutos pero en ese momento se dieron cuenta que había cosas en las que eran similares y la misma cantidad de cosas en las que no tenían nada que ver. Y eso era intrigante y los hacía quererse ver de nuevo. Fue Pedro quién volvió al restaurante a beber algo un día, con unos amigos y entonces se atrevió a hablarle a Tomás y darle su numero.

 La relación se desarrolló rápidamente. Un año después ya vivían juntos en un pequeño apartamento no muy lejos del restaurante. Pedro trabajaba desde casa entonces le venía bien también. Como estaban siempre ahí, se acompañaban y tenían mucho tiempo para hablar y para compartir. Por eso la idea de casarse había surgido con tanta facilidad. Ninguno le había pedido la mano al otro, solo lo habían hablado. No había anillos ni nada por el estilo.

 Tomás regresó, en lo alto del acantilado. Venía, por alguna razón, sin camiseta. Le dijo a Pedro que esperara y, sin escuchar las preguntas de su novio, empezó a bajar lentamente por la pared de roca. Era obviamente mucho más difícil porque no veía donde ponía los pies. El corazón de Pedro retumbaba en sus oídos y se acercó más para estar más cerca pero no sabía que podría hacer por él si caía.

 A la mitad del recorrido, uno de los pies resbaló y lo único que hizo Pedro fue correr. Lo hizo justo a tiempo porque una de las piedras que tenía Tomás en la mano se desprendió y cayó para atrás. Afortunadamente, cayó justo encima de Pedro, que lo tomó de manera que el impacto fuera menos fuerte. En todo caso los dos cayeron al suelo y se rasparon codos y rodillas.

 Enojado, Pedro le reclamó a Tomás que tenía que hacer arriba del acantilado, qué era tan importante que no podía esperar al otro día. Y entonces, después de mirarse uno de sus codos raspados, Tomás sacó de un bolsillo su camiseta hecha un ovillo. La abrió de golpe sobre la arena y entonces una piedrita salió volando de adentro y cayó justo al lado de Pedro. Los dos la miraron juntos: una piedrita color plata que brillaba con fuerza a la luz de la luna.

 Tomás miró a Pedro sonriendo y le dijo:

      - Tenemos anillos de bodas.


 En las horas siguientes hubo muchos besos y abrazos y muchas más cosas. Pero sobre todo la realización de que todo era real y nada podía cambiarlo.

viernes, 6 de mayo de 2016

La masajista

   Con toda la fuerza de la que era capaz, Lina recorría de arriba a bajo las piernas del hombre que yacía sobre su camilla. El hombre a veces hacía unos sonidos extraños, como de placer, pero ella solo los ignoraba y seguía adelante con su trabajo. Nunca había sido difícil ser masajista y muchos clientes creían que tenían el derecho de pedir más o, al contrario, de pagar menos porque era más barato para ellos que ir a un doctor y hacerse exámenes o incluso ir a un gimnasio y hacer deporte.

 Lo había visto todo: había tenido en la mesa a mujeres que no se callaban, que le contaban toda su vida en la hora que tenían para el masaje. También había hombres parlanchines pero la diferencia solía ser que los hombres terminaban con una erección y las mujeres no. Tenía varios clientes que eran señores y señoras mayores y, aunque parecía difícil de creer, eran sus clientes favoritos. Jamás se quejaban tanto como los otros, no solía haber problemas con lo emocionados que se ponían y hablaban poco.

 Eso sí, había recibido varios pellizcos o palmadas en el trasero de parte de esos ancianos que solo querían recordar como se sentía el cuerpo de una mujer. Pero Lina lo manejaba muy bien: les decía que si la tocaban les subía el precio del masaje y no volvería a sus casas. Obviamente los señores mayores se comportaban después de eso aunque siempre volvían a las andadas porque así eran las cosas. Suponía que vivían tan aburridos con todo, que preferían meterse en problemas que no tener nada.

 El caso es que tenía todo tipo de clientes y trataba de mantenerse ocupada. Por muchos años, Lina se había entrenado para ser enfermera profesional. Pero cuando llegó el último semestre de la carrera, no pudo pagarlo. No tenía un solo billete para pagar nada y todo era porque estaba sola en el mundo. Siempre había tenido que trabajar para pagarse sus cosas y en ese momento todo le estaba yendo  tan mal que debió pagar varias deudas y no quedó nada para su educación.

 Fue por ese tiempo que una amiga le sugirió lo de los masajes. Consiguieron a alguien que tuviese la mesa y se la alquilaban. Luego, se hicieron propaganda por todos los gimnasios, centro de recreación, casas de la tercera edad y demás para ganar clientela. Y le funcionó todo a la perfección. Tanto, que pudo comprar su propia mesa y terminar de pagar las cuotas del automóvil que tenía para transportarse a las casas u oficinas de sus clientes.

 Sin embargo, nunca volvió a pensar en terminar su carrera. No era algo difícil, podía retomarlo cuando quisiera. Pero simplemente vivía ahora muy ocupada y no tendría tiempo de estudiar a conciencia y ganar dinero. En su vida era o una cosa o la otra, jamás las dos. Y prefería sobrevivir.

 Curiosamente, tuvo una clienta un día que le preguntaba más de lo que le contaba. Al parecer estaba fascinada con la idea de una mujer que masajeaba gente a domicilio y que no le daba miedo lo que pudiese pasar. En ese momento a Lina le dio autentico susto, porque nunca se había puesto a pensar que alguien malo le pudiese pasar. Era cierto que iba a las casas de muchas personas y, en numerosas ocasiones, esas personas parecían estar solas. Pero jamás se le había ocurrido desconfiar de nadie. A muchos los conocía ya de varias citas y no hubiese tenido sentido tenerles miedo.

 Sin embargo, le contó a la curiosa mujer la vez que un hombre de unos cincuenta años aprovechó un minuto en el que ella tuvo que buscar un aceite especial en su mochila de accesorios, para quitarse la toalla y ponerse de pie a un lado de la mesa de masajes. Ella soltó el aceite del susto y la botellita, aunque de plástico, se abrió del golpe  voló aceite por todos lados. El hombre tenía una erección notable y había querido “mostrarla” pero cuando el aceite estalló, se cubrió rápidamente y se plantó en no pagar el masaje, que iba casi a terminar.

 A Lina el aceite que había en el piso, que era bastante caro, no le importó nada al lado del reclamo del hombre. Pero en la oficina donde estaba, no había nadie pues era la hora del almuerzo y no quedaba nadie que pudiese apoyarla. Entonces tuvo que irse sin dinero y con un aceite menos para su trabajo. Eso sí, no limpió nada y tuvo una idea antes de irse: como el hombre había corrido al baño a cambiarse, ella aprovechó su salida para tomar un poco del aceite y echarlo encima de unos papeles que tenía en el escritorio. Se fue antes de que volviera.

 La mujer en la mesa de masajes rió bastante con la anécdota y le preguntó si era frecuente que le pasaran cosas así, extrañas. Lina le dijo que no era algo poco común y que seguramente era igual que cuando había hecho sus cursos preparativos para ser enfermera. Mejor dicho, había alcanzado a hacer algunas prácticas en hospitales pero jamás había completado las horas por las falta de dinero y luego de tiempo. La mujer le preguntó que cosas extrañas le habían pasado entonces.

 Lina le contó la historia de un chico, universitario por lo que se veía, que había llegado una noche con los ojos muy rojos al hospital. Ella estaba allí solo para ver lo que hacían las enfermeras profesionales y para tomar notas y hacer preguntas. Al chico lo acostaron en una camilla y no era difícil ver que había fumado marihuana, pero había algo más. Parecía resistir un dolor pero no era capaz de decir que era lo que le pasaba. A veces le salían lagrimas pero no hablaba. Lina se dio cuenta que era por vergüenza.

 Le hicieron rayos X y pudieron ver que el chico tenía una verdura, tal vez un pepino o algo así, metido en el trasero. Cuando las enfermeras en entrenamiento vieron la imagen, se echaron a reír pero la enfermera que cuidaba de ellas, con varios años de experiencia, les dijo que no era algo poco común. Sacar la verdura era fácil pero lo difícil era manejar al paciente y su vergüenza. La clienta le preguntó a Lina que pasó luego pero ella solo recordaba haber hablado un rato con el chico para tratar de que no se concentrara en lo mal que se sentía.

 La mujer le dijo a Lina que sería buena enfermera, pues eran las que  estaban más cerca de los pacientes y podían escuchar mejor sus dudas o afirmaciones o simplemente darse cuenta con más rapidez de lo que les pasaba. Ella no supo si era un cumplido, por lo que sonrió y terminó el masaje en unos minutos. Cuando salió de allí, la mujer la siguió al coche y le dio su tarjeta: le dijo que podría llamarla cando quisiera, si lo deseaba. Para ella sería más que interesante saber más de su historia.

 Leyendo la tarjeta, Lina se enteró que la mujer llamada Jimena, era periodista. De eso se dio cuenta ya en casa y le pareció curioso que una periodista quisiera hablarle a ella o, por lo visto, saber como era el mundo de los masajes y demás. Pero no la volvió a ver hasta mucho después. Su prioridad era seguir trabajando porque las deudas no esperaban a que la gente las pagara.

 Ella no tenía una casa propia ni nada así, por lo que tenía que pagar un arriendo. Además de eso, estaban los servicios en su domicilio y además la comida que muchas veces ni cocinaba. La cantidad de clientes que tenía a veces, le hacían llegar muy tarde a su casa y para esas horas ya estaba exhausta y no tenía ganas de nada. Si acaso se comía un pedazo de pan con algo o algún producto que pudiese meter en el microondas y estuviese listo en menos de cinco minutos.

 Cuando la llamó Jimena, no le reconoció la voz. Ella solo se rió y le recordó que tenía su número por lo de los masajes. Sin embargo, la llamaba para hacerle una propuesta. La invitó a cenar a un restaurante, a una hora en la que Lina normalmente no tenía muchos clientes, y le propuso hacer una entrevista sobre ella para la revista que trabajaba. Pensaba que muchos estarían interesados en la vida de una masajista, un trabajo poco común.

 Lina no estaba muy segura de si quería hacerlo o no. Jimena le aseguró que lo único que necesitaba era poder ir con ella a algunas citas con clientes para ver como trabajaba y tener al menos tres citas con ella para hablar y preguntar un poco de todo. Le pagaría por todo ese tiempo y además otra vez cuando publicaran el articulo.

 La masajista dudó un momento. No sabía que decir porque era un interés que nadie había mostrado nunca. Sin embargo, el pago por la entrevista publicada sería casi un extra y podría apartarlo para por fin ahorrar un poco. Pensó en como podría organizarse y Jimena interrumpió su pensamiento y le dijo que no había nada de que preocuparse. Todo sería pagado y sería divertido y ¿que mejor que pasar un rato distinto, haciendo algo diferente?


 Lina aceptó. Necesitaba un cambio en su vida y tal vez el que necesitaba empezaba con una entrevista.