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lunes, 22 de enero de 2018

Fuego en la selva

   El río parecía hecho de cristal. Solo se partía en el lugar donde la canoa lo atravesaba pero en ningún otro lado. El guía había nombrado varias de las criaturas que al parecer reinaban bajo la superficie, justo antes de embarcar. Decía que era un lugar lleno de naturaleza, en el que cualquier pequeño rincón estaba lleno hasta arriba de múltiples formas de vida, algunas tan sorprendentes que seguramente quedaríamos con la boca abierta por varios minutos. Pero desde entonces, no habíamos visto nada.

 Llevábamos más de una hora en la canoa, viajando río arriba a una velocidad constante bastante buena. De hecho, ya estábamos muy lejos del lugar donde habíamos parado a comer. El almuerzo había consistido en pescado blanco a las brasas y algo de fruta por dentro, una fruta muy dulce y llena de pulpa. Eso iba acompañado de una bebida embotellada, puesto que los indígenas habían tomado un gusto muy especial por las bebidas carbonatadas del hombre blanco. Esa había sido la comida, rico pero no muy sustancioso.

 Por alguna razón, Robert tenía más hambre después de comer. Al ser uno de esos gringos de huesos anchos, estaba más que acostumbrado a grandes porciones de comida y ese pescado no había sido ni un tercio de lo que él se comía a diario a esa hora. Su estomago rugió y rompió el silencio en la canoa. Todos los oyeron pero nadie dijo nada, tal vez porque cada uno estaba demasiado absorto mirando como la selva pasaba allá lejos, a ambos lados, tan silenciosa como el río.

 Adela, quién había invitado a Robert a la expedición, estuvo tentada a meter la mano en el río pero el guía les había advertido la presencia de pirañas y eso era más que suficiente para disuadirla de hacer cualquier cosa inapropiada. Hubiese querido saltar por la borda y refrescarse un rato. Aunque lo que Robert tenía era hambre, a juzgar por el ladrido de su estomago, Adela lo que tenía era un calor sofocante que no lograba quitarse de encima. De golpe, se quitó la blusa para quedarse solo en sostén.

 El guía la miró un momento pero ya había visto tantas mujeres blancas haciendo lo mismo que era casi algo de esperarse. Él, en cambio, vestía el pantalón corto y la camisa de todos los días, con un sombrero que un visitante le había regalado hace años y que al parecer lo hacía verse como uno de esos guías de las películas de aventura. Se hacía llamar Indy, por las películas del afamado arqueólogo. Su nombre real no lo decía nunca a los turistas, puesto que los mayores de su tribu siempre les habían aconsejado guardar el idioma propio para si mismos.

 El grupo lo cerraban Antonio y Juan José. Eran dos científicos bastante conocidos en la zona, sobre todo desde hacía algunos meses en los que habían vuelto de la parte más densa de la selva con diez nuevas especies descubiertas. Se habían quedado allí, internados en lo más oscuro y recóndito, por un mes entero. Estaban acostumbrados a comer poco y al inusual silencio de esos largos paseos en canoa. Conocían bien a Indy y sabían su nombre, pero respetaban sus tradiciones.

 A Robert lo habían invitado después de haberlo conocido en una conferencia de biología. El gringo no era biólogo sino químico pero les había dicho de su interés por visitar la selva alguna vez. Ellos lo arreglaron todo y el no tuvo más remedio sino aceptar su propuesta. Adela era una amiga botánica que todos tenían en común y que admiraban profundamente por su estudio de varias plantas selváticas en medios controlados. Rara vez se internaba en la selva, puesto que odiaba viajar en avión.

 Indy los sacó a todos de sus pensamientos cuando dejó salir un grito ahogado. Hizo que la canoa fuera más despacio y todos miraron hacia donde él tenía dirigida la vista. Lo que vieron era lo peor que podría pasar en ese lugar: un incendio de grandes proporciones emanaba humo a grandes cantidades hacia el cielo. Se podían ver unas pocas llamas pero casi todas se ocultaban detrás de la espesura, que seguro sería consumida con celeridad si no llovía pronto. A juzgar por el cielo, el agua no vendría en días.

 De repente, una explosión bastante fuerte retumbo en la selva y terminó de romper el silencio. Una bola de fuego enorme pareció salir de las entrañas de la jungla y se elevó por encima de sus cabezas hasta deshacerse bien arriba. Nada explota en la selva sin razón. Por eso estaba claro para todos en la canoa que no se trataba de un incendio controlado o accidental sino de algo hecho a propósito. Los músculos de todos se tensaron, tratando de ver algún indicio de lo que tenían en mente.

 Lamentablemente, se dieron cuenta tarde de que una lancha había salido de la orilla del incendio y se dirigía a gran velocidad hacia ellos. Indy aceleró el ritmo, tratando de dejar atrás a la otra embarcación. Pero la verdad era que el aparato que los perseguía era mucho más moderno y tenía seguramente uno de esos motores que parece no cansarse con nada. En poco tiempo los tuvieron a un lado y se dieron cuenta, para su sorpresa, de que los hombres no llevaban armas ni los amenazaban. Al contrario, los pasajeros del barco rápido los alentaban a seguir adelante, sin detenerse.

 En esas estuvieron unos veinte minutos, hasta que en la lejanía se dejó de escuchar el ruido de los animales en la selva y se dejó de ver la fumarola de humo que se desprendía del incendio en la base de los árboles. Indy bajó la velocidad y lo mismo hicieron los del bote rápido que había recorrido junto a ellos un tramo largo del río, que ahora se veía mucho menos ancho que antes. Antes de cruzar palabra con los otros, notaron que el sol estaba bajando y que no faltaba mucho para que estuviesen sumidos en la oscuridad.

 En el otro barco había solo hombres, lo que inquietó mucho a Adela. No era la primera vez que era la única mujer en un lugar, pero siempre se ponía muy a la defensiva en situaciones así. Conocía a Juan José y Antonio, una pareja de científicos que todo el mundo admiraba y quería. E Indy era como un hermano. Robert… Bueno, la verdad no creía que Robert fuese alguien de quién tener miedo. Pero esos hombres eran extraños y tenía que estar preparada, sin importar sus intenciones.

 Se presentaron como científicos, miembros de un grupo especial enviado por la Organización Mundial de la Salud. Según ellos, habían estado en un bunker construido especialmente para ellos, sintetizando varios medicamentos utilizando como base varios tipos de plantas de la selva. Sin embargo, de un momento a otro habían sido atacado por un grupo enmascarado, que no había dicho una sola palabra antes de empezar a lanzar bombas de fabricación casera contra el bunker.

 En ese momento comenzó el incendio. Los científicos apenas tuvieron tiempo de pensar. Era tratar de apagar las llamas o correr, puesto que los enmascarados parecían preparar un tipo de arma mucho más convencional para tomar el control total de la situación. Fue entonces cuando ocurrió la explosión: las llamas se mezclaron con los químicos dentro del bunker y todo voló al cielo. No todo el equipo científico logró correr al barco amarrado a la orilla y escapar. Frente al grupo de la canoa, solo había cuatro hombres.

 Indy les preguntó sobre los enmascarados, si sabían quienes podían ser y si habían muerto con la explosión. Al parecer, toda la vestimenta era de color verde y habían visto al menos a uno apuntarles después de arrancar el motor del barco en el que estaban.


 Adela, Juan José, Antonio y Robert pidieron un momento para hablar sobre qué hacer. Ellos iban a un recinto científico apartado. ¿Sería mejor llevarlos allí o devolverse al pueblo más cercano? La noche era inminente y no ocultaba nada bueno ni para unos ni para otros.

miércoles, 17 de enero de 2018

El reencuentro (Parte 2)

   Federico no había exagerado cuando había contado su historia de vida. En las semanas siguientes a la visita a Román, este se había involucrado lentamente pero de manera bastante profunda en la vida de su antiguo romance de colegio. Lo había acompañado a un par de reuniones de alcohólicos anónimos y se sorprendió al ver lo emocionalmente cargadas que podían ser esas reuniones. Muchas personas se desahogaban y terminaban llorando desconsoladas, otros contaban sus historias como si fueran de alguien más.

 Román trató de mantenerse al margen, sentándose casi en la penumbra y solo escuchando. Al fin y al cabo era un lugar para que se reunieran aquellos que de verdad tenían problema con la bebida. Él solo venía de apoyo, o al menos eso se decía a si mismo porque la verdad no sabía muy bien que pintaba él en todo el asunto y menos aún cual era su rol en la vida de Federico. Habían pasado mucho tiempo juntos, después de años de no verse, pero no era como en esas épocas pasadas.

 A veces había algo de tensión, unas veces romántica y otras claramente sexual. Había instantes en que se quedaban sin decir palabra y solo se miraban o, al contrario, dejaban de mirarse pero se tomaban de la mano o se abrazaban en silencio. No era una relación muy común que digamos, eso estaba claro, pero Román sentía que si se ponía a pensar mucho en el asunto, no llegaría a ningún lado y probablemente terminara insatisfecho con la situación actual de su vida, en todo el contexto de la palabra.

 Es que por estar detrás de Federico, salvándolo de botellas de alcohol y yendo a sus reuniones y estando con él para que no enloqueciera, Román había empezado a descuidar su trabajo y su jefe ya le había advertido que su bajo rendimiento no era algo aceptable y que si seguía igual no habría de otra sino despedirlo por sus malos resultados. Cuando lo citó en su oficina para decirle eso, Román no sabía si reír o llorar. Claro que perdería su salario, su modo de vida, pero es que odiaba su trabajo.

 Después del colegio no había encontrado nada, por lo que siguió estudiando y así varios años, buscando cosas que aprender y que explorar, hasta que su padre le consiguió ese puesto como para que tuviera un salario estable y no llegara a viejo con deudas y sin tener una responsabilidad clara en la vida. Había terminado en ese lugar por qué sí y no porque tuviese nada que aportar de valor en ese espacio. La verdad era que Román a veces se sentía igual o peor de perdido que el mismo Federico. Incluso hubo una noche en que se lo confesó y Federico le respondió con un abrazo.

 El fin de semana del día de San Valentín fue especialmente difícil para Federico. Cuando Román llegó casi corriendo a su apartamento, lo encontró cubierto en lágrimas y habiendo bebido media botella de vodka. Su aliento era horrible y era más que evidente que no había bebido solo eso. Román pensaba que Federico estaba mucho mejor pero resultaba que todo era una fachada hecha de papel, que se podía venir abajo con nada. En este caso, habían sido los recuerdos del pasado.

 Entre hipos, lágrimas y la resistencia de Federico a revelar la cantidad de botellas que tenía en la casa, él mismo le reveló a Román que había tenido una novia muy especial por algunos años. Ella también había tratado de mantenerlo alejado de la bebida pero no lo logró y salió de su vida de repente, si ningún tipo de aviso o de advertencia. Simplemente desapareció un día y Federico jamás supo de ella hasta que contrató un detective que pudo ubicarla. Pero el pasado dolía mucho así que dejó todo como estaba.

 Sin embargo, le contó a Román que ella había sido su momento más feliz en la vida. Con ella se había planteado incluso tener una familia, con hijos y toda la cosa, una casa grande y perro. Todo lo habían hablado y hubo un tiempo en el que estaban seguros de que podrían lograrlo. Tan hábil era ella, que logró hacerlo tener un trabajo estable por un tiempo hasta que todo se vino abajo y por eso desapareció la mujer entre la neblina que era la vida de Federico, perdido todavía.

 Román no sintió nada en especial cuando le contó esa historia. En parte porque no entendía él que tenía que ver con todo eso y en parte porque Federico vomitó el alcohol encima suyo y tuvo que quitarse la ropa y ponerla a lavar mientras obligaba al dueño del apartamento a entrar a la ducha y darse un baño de agua fría para aclarar la mente. Era como tratar con un niño y Román entendió porque esa mujer había elegido desaparecer: solo quería tener una vida normal y lidiar con sus propios demonios.

 Como pudo, ayudó a Federico a cambiarse y a acostarse en su cama. Había sido extraño verlo desnudo por un momento, pero luego Román se dio cuenta de que la situación no tenía nada que ver con el pasado, con nada de lo que había ocurrido entre ellos o entre Federico y nadie más. Cuando una persona está enferma como él, no importa nada más que hacer que vuelva a estar sano o al menos en un estado en el que pueda tomar algunas decisiones claras sobre lo que quiere hacer. Cuando la ropa terminó de lavar, Román la colgó y se acostó en el sofá.

 Esa noche no durmió nada bien. Cuando despertó de golpe, tras dormir apenas unas tres horas, se apuró a buscar su billetera y demás pertenencias pero entonces una voz le recordó que era sábado y que no tenía porque apurarse. La voz era la de Federico, que parecía mucho más calmado que durante la noche anterior. Tenía bolsas muy marcadas bajo los ojos y su piel era tan blanca que casi parecía ser transparente en algunas partes. Sin embargo, estaba allí de pie, haciendo el desayuno.

 Román se dijo que le había puesto una cobija encima por la noche y lo agradeció, porque el frío era mortal. Además, según el reloj de la cocina, no eran todavía las siete de la mañana. Jamás se despertaba tan temprano un fin de semana, ni siguiera estando enfermo. Pero como su sueño había sido tan intranquilo, no dudó en ponerse de pie y ayudar a Federico a poner todo en orden. Lo hicieron en silencio, sin decir nada sobre la noche anterior ni sobre nada de nada.

 Al sentarse a desayunar los huevos revueltos que habían cocinado, comieron también en silencio, lanzándose miradas cada cierto tiempo. De repente, Federico estiró la mano derecha y tomó la izquierda de Román. La apretó suavemente y así siguieron comiendo sin decir nada. Por supuesto, a Román le pasaron miles de cosas por la mente pero no quería enfocarse en ninguna de ellas. Estaba cansado y tenía hambre y solo quería reponer algo de fuerzas para no sentirse como una bolsa vacía.

 Cuando terminaron, lavaron los platos juntos y luego se miraron de nuevo, como si pudieran ver algo que nadie más podía en los ojos del otro. De nuevo, Federico le tomó la mano y llevó a Román hasta el sofá, donde se recostaron juntos y vieron la televisión hasta quedarse dormidos, abrazados. Se despertaron en la tarde, con el cuerpo algo menos adolorido y una sensación extraña, sentían que algo había pasado pero no estaban muy seguros de qué era o de cómo averiguarlo.

 Eventualmente, Román volvió a su casa y allí pudo pensar por un tiempo. Pero nada de lo que se le ocurría tenía sentido o simplemente le daba demasiados nervios concentrarse en cosas que no eran o que al menos él no sabía si eran o no eran realidad.


 Decidió simplemente hacer lo que se sentía correcto en cada momento y dejar de dudarlo todo. Tal vez era solo una necesidad que cada uno necesitaba satisfacer y pasaba que ambos estaban en el lugar y momento correctos. Román pensó que ciertamente había cosas peores que podían suceder.

miércoles, 18 de octubre de 2017

A plena vista

   Nunca antes había sucedido algo parecido. La policía entró de golpe, sin aviso, con Carol la recepcionista corriendo detrás, avisándoles que en la sala de juntos estaban todos los altos mandos de la empresa y que no se les podía molestar. Daba gracia verla correr pues casi nunca se levantaba de su puesto en la recepción, ni siquiera para almorzar. Pero, como podía, corría detrás de los oficiales, tratando de disuadirlos de irrumpir en la reunión. Mientras tanto, todos los demás observábamos.

 Solo una persona no se levantó. Me di cuenta porque su cubículo estaba junto al mía. Era Eva, una joven muy hermosa, con el cabello más rubio que jamás había visto. Una vez, cuando había algo más de confianza, le pregunté si el color era real o si se lo pintaba. Ella soltó una carcajada y simplemente no respondió, diciendo que las mujeres se guardaban esa clase de secretos a la tumba. Yo me reí también y el día siguió como si nada. Esa era ella antes, muy alegre, siempre con algún chiste en la boca.

 Era muy divertido almorzar con ella porque siempre tenía las más locas historias de su familia o de ella misma. Todo el mundo se le quedaba mirando mientras contaba el relato del día. Tenía ese magnetismo especial que tienen los cuenteros en los parques, era imposible dejar de mirarla incluso para seguir comiendo. Eva era una mujer increíble y en poco tiempo llegó a ser la más querida de la empresa. Tanto así, que su cumpleaños fue todo un evento que nadie se quiso perder.

 Sin embargo, de un tiempo para acá, Eva parecía haber cambiado de repente. Empezó a faltar al trabajo sin avisar y cuando venía parecía que no hubiese dormido. Nunca había sido una fanática del maquillaje ni nada parecido pero siempre había sido evidente que se cuidaba. A las demás chicas les gustaba escuchar sus cremas y lociones recomendadas, así como los tutoriales que más le gustaba copiar de las redes sociales. Por eso era tan notorio el cambio físico que había sufrido.

 Yo alguna vez le pregunté si estaba bien pero ella no me respondió con palabra sino solo asintiendo, como si hablar doliera o le costara mucho más de lo normal. Me sentí muy mal por ella pero era evidente que no quería contar mucho de lo que le ocurría y por eso no insistí. Eso sí, siempre la saludaba cuando llegaba y contemplaba su reacción. A veces volvía a ser la misma de antes pero esa Eva casi ya no se veía, era como un recuerdo que se negaba a morir a favor de una sombra del mismo ser humano. Era demasiado triste verla así.

Carol no pudo evitar que la policía irrumpiera en la sala de juntas. Todos vimos como el grupo de unos cinco agente entraban. Luego se escuchaban voces agitadas y después de un rato salieron dos oficiales sosteniendo al jefe de nuestra división. El señor Samuels había sido quien nos había contratado a todos nosotros, era quién nos dirigiría y daba la última palabra sobre todo el trabajo que hacíamos en la empresa. Muchos incluso admiraban su personalidad.

 Yo interactuaba poco con él ya que mi trabajo era algo que no requería tanta aprobación. Solo supervisaba lo que yo pasaba a otros y alguien más corregía si había que hacerlo, pero yo no iba a reuniones con Samuels ni nada por el estilo. La única vez que de verdad hablé con él fue en mi entrevista de trabajo, hacía dos o tres años ya. Había sido amable pero algo frío. Noté que sabía bien de lo que hablaba pero no parecía estar muy interesado en las preguntas que me hacía, más bien era una rutina.

 En cambio, otros decían que les parecía incluso un hombre con un muy buen sentido del humor y muy amable también. Personalmente, nunca lo noté pero supongo que cada uno tiene su manera de conocer a los demás y tal vez él no era la clase de persona en la que yo me fijo. Jamás le puse demasiada atención. Y ahora, sin embargo, veía como trataba de soltarse de los esposas que tenía en las manos y como los policías lo llevaban por los hombros, tratando de que no se moviera demasiado.

 Lo extraño, pensé, era que el hombre no decía nada. Solo parecía querer soltarse, con ningún resultado, pero nunca pidió ayuda ni dijo nada para influenciar nuestra manera de verlo. Lo sacaron así y pronto desapareció en el ascensor. Carol lloraba sin sentido, era una mujer muy sensible. El resto de oficiales todavía estaba en la sala de juntas, hablando con los demás jefes de división e incluso con el dueño de la empresa que había venido, algo francamente inaudito.

 Cuando por fin dejaron de hablar allí adentro, todos en el piso volvimos al trabajo pues no queríamos una reprimenda. Sin embargo, el mismo dueño de la empresa salió primero de la sala de juntas y pidió que todos nos pusiéramos de pie. Lo primero que dijo fue que le hubiese gustado tener a los demás grupos allí pero que de todas maneras todo se sabría pronto así que no había razón para esperar a armar un grupo más grande. Voltee a mirar a Eva, quién seguía trabajando con audífonos tapando sus orejas. No parecía importarle lo que sucedía.

 El dueño de la empresa anunció que el señor Samuels había sido arrestado por varias infracciones al código de conducta de la empresa. Eso confundió a algunos e hizo que Carol dejara de llorar, pues ella también trató de procesar que significaban esas palabras. El dueño se dio cuenta de que había hecho una pésima elección de palabras, buscando obviamente suavizar el golpe. Pero ya era muy tarde para eso. Entones pidió silencio y dijo que era un caso de acoso sexual.

 Carol dejó de limpiarse los ojos y la cara. Se puso muy seria, como si le hubieran acabado de contar que había habido un accidente. El resto de la gente quedó igual, con la boca abierta y la mente funcionando tan rápido como fuese posible. ¿Quién sería la victima? ¿Que era exactamente lo que había hecho Samuels? ¿Cuando lo había hecho para que nadie se diera cuenta? Las preguntas zumbaban alrededor de las mentes de todos los presentes pero fueron acalladas por más palabras.

 Esta vez fue uno de los oficiales quién hablo. Se notaba que era el que tenía más rango, pues era algo mayor que los otros. Solo dijo que se habían presentado denuncias contra el señor Samuels y que había evidencia que apoyaba esa versión de los hechos. Por eso habían decidido arrestarlo. Como es normal, habría un juicio y era posible que algunos de ellos fueran llamados para testificar a propósito de lo ocurrido. El policía agradeció el tiempo y se retiró, hablando con el jefe de la empresa.

 La sala de juntas quedó vacía, Carol caminó a su puesto en la recepción con una cara de asombro y miedo en la cara y yo caí sobre mi silla, mareado por lo que había oído. ¿Como era posible que algo así hubiese pasado en el mismo lugar al que íbamos todos los días, en el que todos compartíamos espacios y era casi imposible quedarse solo? Y entonces me di cuenta y me paré de golpe. Miré por encima de la división pero ella ya no estaba ahí. Ni su bolso ni nada más.

 Eva se había ido en algún momento, tal vez mientras el policía hablaba. Seguramente no había querido seguir escuchando sobre lo que ya sabía muy bien. Quién sabe si seguiría trabajando con nosotros o no. No la culparía si se fuera.


 No pude trabajar el resto de la tarde. Solo pensaba y pensaba y creo que muchos otros en la oficina estaban igual que yo. El silencio casi se podía tocar. Horas más tarde, en casa, me pregunté si hubiese podido hacer algo para ayudar. Seguramente la respuesta era afirmativa.

lunes, 11 de septiembre de 2017

El engranaje del gran reloj

   Cuando tenía apenas diez años, Carlos tuvo que ir a una cita médica de urgencia por una hemorragia severa. Sin querer, su hermana menor le había dado un golpe con el codo directo a la nariz con una gran fuerza. La nariz estaba rota y la sangre había manchado ya varios cuartos de la casa antes de que los padres se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Para cuando llegó al hospital, el pobre niño estaba algo mareado y no sabía muy bien lo que pasaba a su alrededor.

Despertó muchas horas después y, por fortuna, no tuvo que quedarse mucho tiempo allí. Solo los días suficientes para que los vasos sanguíneos se sanarán y los médicos hicieran una simple cirugía para arreglar el daño causado. De ese acontecimiento de la niñez surgieron dos cosas. La primera fue un lazo de amistad muy cercano con su hermana Lucía. Carlos jamás la dejó atrás de ahí en adelante, metiéndola a todos los juegos e incluyéndola en conversaciones a las que normalmente no estaba invitada.

 Esto creó en ella una confianza sin par, que se vio relucir en sus años de adolescencia y más allá. La joven agradecía siempre a su hermano por todos sus éxitos y le dedicaba siempre algún tiempo para que compartieran confidencias. Más que hermanos, eran amigos muy cercanos que sabían todo del otro. Fue así como ella fue la primera en saber que a Carlos le gustaban los chicos, muchos después de que él mismo empezara a experimentar por su cuenta.

 La razón para una experimentación tan temprana eran fruto de la segunda consecuencia que había tenido el accidente de la nariz: los médicos habían hecho análisis de sangre exhaustivos para verificar que el niño no sufriera de algo grave, como hemofilia. De esos exámenes salió un resultado inesperado: el niño tenía un gen bastante raro que se había probado era inmune a una gran variedad de virus que afectaban al ser humano. Entre esos estaba el virus del VIH/Sida.

 No era común que a un niño le hicieran ese tipo de examen y los padres reclamaron al escuchar los resultados de los exámenes. Les ofendía que su hijo se convirtiera en un conejillo de indias o algo parecido, y mucho menos para investigar enfermedades que solo tenían los “enfermos sexuales”. Esas fueron las palabras exactas que escuchó Carlos a esa joven edad. Eso selló, de cierta manera, su manera de ser frente a sus padres. Ello nunca sabrían de su verdadera vida sino hasta muy tarde, cuando ya no tenía sentido acercarse pues la distancia había crecido demasiado.

 El tema de su sangre e inmunidad, intrigaron mucho al niño. Los médicos insistieron una y otra vez en hacerle más exámenes pero los padres se negaron. Como era menor de edad, los doctores se rindieron pues sin el consentimiento de los padres nada sería posible. Sin embargo, todo el asunto hizo que Carlos se interesara por su especial característica y empezó a averiguar todo lo que podía en la biblioteca más cercana y en el portátil que pedía prestado a su padre, alegando querer jugar cosas de niños.

 La única que sabía de sus investigaciones era su hermana, que parecía interesada a veces y otras de verdad que no entendía que era lo que buscaba su hermano con todo ese asunto. Pasados dos años, con mucho conocimiento encima y las hormonas a flor de piel, Carlos experimento su primer encuentro sexual con un chico algo mayor que él. Se habían conocido en el equipo de futbol del que él era parte y habían terminado en sexo sin protección en la casa de su compañero.

 Tras el suceso, supo que era homosexual y que le gustaba el sexo. Entendió que su inmunidad lo hacía especial de cierta manera, pues así había convencido a su amigo de no usar un preservativo, que él aseguraba poder robar de un cajón en la habitación de sus padres. Ese fue el inicio de la vida sexual de Carlos, que tuvo muchos personajes y varios momentos en los que el joven se dedicó a explorarse a si mismo, no solo de manera física sino en otros niveles igual de importantes.

 Apenas cumplió los dieciocho, aplicó a una beca para irse a estudiar a Europa. La verdad era que no resistía más vivir en casa, con la tensión clara con sus padres y una hermana que ahora tenía su propia adolescencia para vivir. Tan pronto le anunciaron que había ganado la beca por sus buenas notas y dedicación al estudio, Carlos lo anunció a sus padres que estuvieron muy orgullosos y lo apoyaron sin condiciones. Fue la vez que se sintió más cerca de ellos, en la vida.

 Los abrazó en el aeropuerto y le dio besos en las mejillas a su hermana. Sin duda la iba a extrañar pero le prometió escribirle un correo electrónico al menos una vez por semana con lujo de detalles sobre su vida en un país nuevo. Y así lo hizo. En los estudios le fue excelente, siendo siempre dedicado y cuidados con sus estudios. Pero en Europa descubrió con rapidez que podía ser un joven homosexual abierto, que podía dejar de esconderse de todo y podía vivir de manera libre, haciendo lo que quisiera sin los límites de su vida anterior.

 Usaba la historia del codazo siempre que quería ligar con alguien. Con el tiempo, se dio cuenta que ha muchos no les interesaba escuchar historias de infancia. Su vida universitaria la vivió entre el estudio entre semana y las sesiones de sexo los fines de semana. Era casi una rutina que había adquirido con los días y que solo se detuvo con el tiempo, unos años después de terminar la carrera y empezar a trabajar. Como en muchas cosas, la razón para este nuevo cambio fue el amor.

 Cuando vio a Juan por primera vez, no supo que hacer. Eso era bastante extraño pues siempre había sabido qué decir y como comportarse frente a otros hombres, en especial si buscaba tener algo con ellos. Pero entonces entendió que no quería tener sexo con Juan sino algo más. Tal vez era por haberlo conocido en un lugar diferente a un bar o a un club de caballeros, pero el punto era que por muchos días no pudo quitárselo de la cabeza hasta que lo volvió a ver, por pura casualidad.

 Fue en una farmacia. Carlos estaba detrás de Juan en la fila para preguntar por medicamentos. Solo se dio cuenta que era él cuando lo tuvo de frente y a la bolsita que tenía en la mano. Juan se veía nervioso y Carlos se puso igual. Los dos estaban así por razones diferentes pero sonrieron al darse cuenta que causaban un pequeño embotellamiento en la farmacia. Carlos, de la nada, le pidió a Juan que los esperara. Pidió su crema especial para el dolor de músculos y se apresuró a hablar con Juan frente a la farmacia. Lucía supo todo a las pocas horas.

 Fue así como empezaron hablar. Pocos días después tuvieron una primera cita. Luego otra y otra y así pasaron varios meses, escribiéndose mensajes tontos por el celular y yendo a ver películas para luego criticarlas comiendo comida chatarra. Las noches de películas se trasladaron a sus apartamentos y fue en una de esas noches, meses después de conocerse, en la que Carlos quiso tener su primer encuentro sexual con alguien que amaba de verdad. Pero Juan lo detuvo, con una mirada seria.

 Juan tenía VIH. Lo confesó con lágrimas en la cara. Era algo con lo que vivía hace mucho pero era la primera vez que se enamoraba de alguien y creía que las cosas no podrían seguir pues era algo demasiado serio, en especial en una pareja del mismo sexo.


 Sin embargo, Carlos lo besó y le contó su historia. Más o menos un año después, la pareja se casó en un pequeño balneario junto al mar. Se quedaron allí varios días, felices de haberse encontrado en la vida. Parecía algo imposible pero nadie podía estar más sorprendidos que ellos mismos.