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lunes, 17 de septiembre de 2018

Madres


   Elisa bebió una botella entera de agua en pocos segundos. Después tomó otra, pero solo consumió la mitad de su contenido. Después solo se sentó y trató de recuperar su respiración, pero le era difícil. Desde donde estaba, podía ver como pasaban los demás concursantes de la carrera, cada uno con su número en el pecho y con cara de no poder moverse nunca más a tal velocidad. Todos se agolpaban alrededor de la gente que daba las botellas de agua y ver eso hizo que Elisa se tomará lo que quedaba en la suya.

 Tocó sus piernas con una mano y se dio cuenta que estaban algo entumecidas, casi no podía ni sentirlas. Empezó a moverlas arriba y abajo, haciendo girar los tobillos ligeramente. Uno de los organizadores la vio haciendo esto y se le acercó para preguntar si estaba bien. Elisa trató de sonreír lo mejor que pudo y le dijo que todo estaba bien. El chico respondió también con una sonrisa y le dijo que en pocos minutos habrían llegado todos los concursantes y entonces podrían entregar las medallas y los premios a los tres primeros corredores.

 A Elisa se le había olvidado por un momento ese detalle. Como había gastado sus últimas energías en el último segundo, no se había fijado cuantas mujeres más había en su cercanía. Cuando corría de esa manera no tenía tiempo ni la intención de estar mirando a un lado o al otro. Tenía que poner toda su concentración en poder llegar a la meta, sin importar cuanto lo que costara o que le doliera. El caso es que podría haber ganado su categoría pero no tenía ni idea si eso de verdad fuese posible.

 Cuando los últimos concursantes llegaron, la gente explotó en aplausos y vítores. Elisa se puso de pie y se dio cuenta que sus piernas estaban casi dormidas, por lo que tenia que caminar para no quedarse allí sentada más rato del necesario. Además, ya todos se estaban acercando a la tarima central para escuchar lo que los organizadores tenían para decir. Algunos sabían que no iban a ganar nada pero otros estaban expectantes pues creían tener la posibilidad de al menos ganar una de las brillantes medallas.

 Elisa se sostuvo como pudo, apoyándose ligeramente contra un poste de luz que en ese momento no estaba sirviendo aunque pronto lo haría. Al mirar al cielo, notó que gruesas nubes oscuras se acercaban y el viento parecía decidido a traerlas encima del parque donde estaban reunidos. En ese momento, Elisa solo quiso estar en casa, con su pequeño hijo y su perro labrador. Eran los tipos de tardes que le gustaba tener, sin importar si afuera estaba lloviendo o haciendo sol. Esos eran sus dos tesoros más grandes, y aquellos seres a los que debía proteger a toda costa.

 Uno de los organizadores empezó a hablar por un micrófono, visiblemente preocupado por el clima. Su voz sonaba apuraba y parecía decidido a terminar con todo el proceso en minutos, incluso cuando tenía que entregar unas cuarenta medallas, además de cheques a los tres primeros lugares de cada categoría. Mientras hablaba, Elisa miró a un lado y al otro, esperando ver a Nicolás y a Bruno por algún lado. Su hermana los estaba cuidando mientras ella concursaba pero no sabía si ya estaban allí o venían de camino.

 Fue entonces cuando se escuchó el estruendo y todo se hizo silencio en un segundo. Una luz potente aclaró el cielo sobre los concursantes de la carrera. Por un momento, todos lo vieron fascinados, algo asustados también. Pero segundos después empezaron a correr y a gritar. El rayo cayó justo encima de la tarima, electrocutando al presentador de la ceremonia de medallas. Elisa pudo oírlo gritar y, al salir corriendo, el olor a carne quemada inundaba ya todo el lugar. El caos subsecuente era apenas de esperar.

 Otros rayos cayeron pero un poco más lejos, a pesar de que todavía lo hiciesen en el parque. Elisa cayó entonces en cuenta que su hermana, su hijo y su perro podían estar esperándola en el estacionamiento, cosa que la asustó y la hizo correr como pudo. Su cuerpo entero le dolía pero un afán sin medida se apoderó de ella. Los rayos podían haber caído en cualquier lado y su familia podía estar herida o aún peor. Corrió como pudo hacia la salida más cercana, cerca de donde debía estar su familia.

 El problema era que había demasiada gente en el parque, tanto concursantes como público. Eso sin contar a aquellos que simplemente habían ido al parque a disfrutar el día, antes de que se convirtiera en algo tan horrible. Elisa tuvo que detenerse cerca del cerco del parque para mirar a su alrededor. No podía estar corriendo como loca, sin fijarse para donde iba o como lo hacía. Debía tener sangre fría para pensar bien e ir al lugar donde fuese más probable encontrar a sus seres queridos. Esperó entonces allí, por un rato más.

 Cuando vio el fuego a lo lejos, tuvo que moverse. En la salida del parque se agolpaba la gente, mucha que estaba cerca de casa y otra que había corrido sin pensar y ahora se daba cuenta de que su automóvil estaba lejos de allí. Elisa miró hacia un lado, donde había algunos vehículos, pero no vio a nadie conocido. Ella no llevaba encima su celular, pues precisamente se lo había dado a su hermana para que se lo guardara. Esos aparatos eran un estorbo completo mientras se corría y no habría tenido sentido quedárselo durante la competencia. Otros dos rayos cayeron en el parque.

 Y la lluvia por fin comenzó, con fuerza. Todas las personas allí se lavaron por completo, asustadas y sin saber que hacer. Elisa decidió moverse en vez de quedarse allí. Recordó donde quedaba el estacionamiento más grande y se apresuró hacia esa dirección. Sus piernas, de nuevo, no parecían responder muy bien al hecho de que las estuviese haciendo correr de nuevo, pero no tenía ninguna opción. Ignoró el dolor que le causaba hacer ese esfuerzo y trató de correr más rápido, para llegar más pronto.

 En el estacionamiento había enormes cantidades de gente. Se había formado un atasco enorme por culpa de la cantidad de vehículos que habían querido salir al mismo tiempo. Además, el sistema eléctrico estaba fallando y los que manejaban el estacionamiento no querían dejar salir a la gente sin pagar, así que se ponían a calcular su cuenta a mano, lo que se demoraba el triple de lo normal y causaba problemas graves bajo la tupida lluvia que estaba cayendo. A lo lejos se escuchó una sirena de bomberos. Muy tarde.

 Elisa miró uno por uno los vehículos pero no reconoció ninguna cara en ninguno de ellos. Golpeó ventanas y gritó, pero nadie corría hacia ella ni ella veía a nadie, ni a su hermana, ni a su hijo, ni siquiera al perro. Trató de recordar la marca y el aspecto del automóvil de su hermana, que los había traído en la mañana, pero siempre había sido pésima identificando automóviles. Estuvo un buen rato mojándose, tratando de encontrar el vehículo hasta que lo encontró, un poco alejado del caos que había saliendo del estacionamiento.

 El coche, sin embargo, estaba casi completamente quemado de un solo lado. Un rayo parecía haber caído encima del automóvil de al lado, que había quedado inutilizado. Miró por la ventana y pudo ver un par de juguetes de su hijo y la correa de Bruno. En ese momento se asustó y varias cosas le cruzaron por la mente en cuestión de segundos. La puerta del lado de su hijo estaba calcinada, por lo que tal vez habían tenido que salir de urgencia hacia algún hospital. Podrían haberse quemado todos y ella no tenía idea.

 Trató de buscar quién la ayudara, pero nadie parecía interesado en otra cosa que no fuese irse de ese lugar lo más pronto posible. El fuego había desaparecido y no había más rayos, pero la gente estaba asustada y ese es el estado más peligroso en el que puede estar una persona.

 Elisa se salió de allí y se acercó a la tienda más cercana a pedir un teléfono, para llamar a su madre. Ella podría saber algo. Entonces fue cuando le volvió el alma al cuerpo pues su familia estaba allí, sentados alrededor de una mesa, comiendo. Al parecer, su hijo no había aguantado las ganas de comer algo.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Cambio climático


   Lo primero que hice al llegar a casa fue quitarme la ropa y echarla toda a la lavadora. Luego, en mi habitación, me puse unos pantalones cortos de una tela muy cómoda y una camiseta tipo esqueleto blanca que tenía para cuando tuviese que hacer manualidades en la casa. No me puse zapatos ni medias, estuve descalzo todo el rato mientras hacía la comida y veía un poco de televisión al mismo tiempo. Las imágenes que pasaban en la pantallas eran desoladoras pero no del todo increíbles.

 Incendios voraces arrasaban árboles y casas, por todas partes. Al comienzo era solo en países con mucho bosque, donde las temperaturas estivales se habían disparado de golpe. Pero ahora en todas partes, incluso en los países donde se suponía que debía estar haciendo frío. Y no solo habían incendios sino muertos por todas partes a causa del calor tan insoportable que hacía durante el día. Durante la noche las cosas se calmaban un poco pero todo el asunto había causado una epidemia importante de insomnio.

 Además ya se estaban reportando más casos de virus peligrosos en zonas en las que antes jamás se había oído mencionar nada por el estilo. Fue un poco chocante ver todas esas imágenes mientras cocinaba. Tanto así que, cuando serví mi comida en la mesa, tomé el control remoto y cambié a un canal en el que estuviesen hablando de otra cosa. No le puse más atención al televisor, solo me gustaba tener una voz en la casa, alguien que hablase en voz alta para yo no tener que hacerlo. Sería un poco raro hablar solo.

 Comí mi pasta con albóndigas en silencio, a vez mirando el celular y otras veces mirando al televisor como quien mira una ventana. Cuando acabé de comer, me limpié el sudor de la frente y pensé seriamente en ducharme antes de salir. Pero algo me indico que sería un desperdicio de agua, puesto que estaría sudando en pocos minutos. Tenía una cita a la cual asistir pero tanto lío con el clima me había bajado un poco el ánimo en cuanto a lo que se refiere a relaciones interpersonales. No parecían prioritarias.

 Sin embargo, mientras lavaba los platos, él me llamó. Me sentí un poco raro, como si estuviese de vuelta en la escuela. Usaba el celular solo para enviar mensajes y cosas por el estilo, pero casi nunca para hacer llamadas. El solo sonido del timbre me fastidiaba. Contesté porque vi su nombre en el centro de la pantalla brillante. No sé que tipo de voz utilicé o si me escuchaba tan abatido como me sentía. El caso es que reafirmamos la hora y el lugar de la cita, así que ya no tenía opción de echarme para atrás. No era que no quisiera verlo, pero la verdad no moría por salir a la calle.

 Lo bueno, y esto es relativo, es que la cita era para media hora después del anochecer. En teoría, la calle estaría menos cálida que en el día. Sin embargo, era viernes y eso significaba que todos los lugares estarían a reventar. Era gracioso que la gente se quejara del calor todos los días pero no pareciera tener ningún problema con meterse en una discoteca empacada con cientos de personas, todas moviéndose al mismo tiempo. Era casi masoquista pero nadie parecía reconocerlo. La gente puede ser muy extraña.

 Decidí no ducharme y dejar que me conociera como estaba. Se supone que hay que esforzarse cuando se tiene una cita o algo por el estilo pero la verdad es que no me daban muchas ganas de lucirme. Había que ser realista y nosotros lo que queríamos era algo más estable que una simple relación sexual. De hecho, ya habíamos intimado y sabíamos que nos entendíamos bien en ese aspecto pero queríamos intentar algo nuevo, algo diferente que pudiese tal vez ofrecernos algo que no teníamos ya y que nos urgía.

 Yo hacía mucho no tenía una relación estable con nadie e intentarlo parecía ser una aventura divertida. Sabía que no tenía porqué ser así pero parecía la persona apropiada para intentarlo. Sin embargo, con el calor que hacía, no venía mal que me conociera sudando y quejándome, como era yo en realidad mejor dicho. Me puse ropa igual de cómoda pero un poco más agradable a la vista, así como zapatos y medias que fueran con el calor que igual se sentía en las noches. Algo de perfume fue mi último toque antes de salir.

 No había llegado a la escalera cuando la vecina salió de su apartamento, quejándose de una cosa y de otra. Cuando me vio, dijo casi a gritos que habían quitado el agua. Yo, por supuesto, no tenía como haberme dado cuenta. Iba a devolverme a mirar, pero el tiempo estaba contado y no quería llegar tarde. Le dije a la vecina que seguramente era algo temporal, aunque no me creí ni media palabra de lo que dije. Ya habían reportado tuberías reventadas por el calor en otros puntos de la ciudad, así que se veía venir.

 Lo malo de verme con él a la hora acordada era que de todas maneras tenía que salir de día. Hice una nota mental para recordar ese error en el futuro y caminé con paso lento a la parada más cercana de buses. Esperé poco tiempo pero dejé pasar al primer bus porque iba hasta arriba de gente y era evidente que no estaba funcionando el aire acondicionado. El segundo bus, al que me subí, iba solo un poco menos lleno pero al menos sí tenía una temperatura agradable. Así que aguanté mientras llegaba a mi destino. Creo que cuando bajé, lo hice casi empujando y corriendo del desespero.

 Me arreglé un poco el pelo, viendo mi reflejo en el vidrio de una tienda, pero no tenía mucho caso intentarlo. Fue entonces cuando escuché una explosión que me hizo agacharme y sentir algo de miedo. Sin embargo, pronto tuve respuesta acerca de la proveniencia del ruido: se había tratado de las llantas delanteras de un taxi, que habían estallado debido a las altas temperaturas del pavimento. Mucha gente gritaba exageradamente, al ver como el asfalto se había derretido casi por completo.

 Yo me quedé mirando solo un rato, en el que olvidé por completo la razón que me había sacado de mi casa. Caminé hacia el lugar de la cita pensando en todo lo que había visto ese día y desde el comienzo de la ola de calor. Era horrible como parecía que todo había cambiado de golpe, sin aviso, y hacia un destino que parecía francamente horrible. No era solo algo de calor sino un peligro serio para todos. Por estar pensando en ello, casi cruzo un semáforo sin tener el paso. Los ruidos de las bocinas me devolvieron al mundo real.

 Cuando llegué, el ya estaba allí. Y creo que fue en ese momento en el que me di cuenta de que había tomado la decisión correcta. Vestía una camisa muy linda, de color azul con motivos florales. Llevaba también un pantalón corto blanco y zapatos del mismo color con medias azules como la camisa. Se había peinado bien pero, como yo, tenía el sudor marcado ya por todos lados, incluso en las exilas. Se veía apenado pero yo solo sonreí como un idiota y lo abracé cuando estuvimos bien cerca, el uno del otro.

 Me propuso comer un helado y asentí como un tonto. Empezamos a hablar e, inevitablemente, el tema fue el clima. Me contó que en el hogar para adultos mayores donde vivía su abuela ya habían muerto cinco ancianos y parecía que las cosas se podían poner peor. Visitaba a su abuela con frecuencia porque le quedaba cerca y porque tenía miedo de lo que le pudiese pasar. Se limpió en un momento el sudor y me miró entonces a los ojos. Su expresión era de una profunda preocupación. Me hizo sentir mucho en segundos.

 De golpe, la luz en la calle pareció titilar. Se hizo menos intensa, luego más intensa y luego se apagó y no se volvió a encender. La gente gritaba y reía y hablaba y nosotros no dijimos nada. Seguimos caminando, incluso sabiendo que lo hacíamos solo por hacer algo, por movernos.

 La heladería estaba rellena. Estaban casi regalándolo todo pues sin electricidad el negocio no podía funcionar. Como él era alto, fue capaz de pasar la multitud y tomar dos helados para nosotros. Cuando me dio el mío, respondí a un impulso y le di un beso en la mejilla. Él respondió, en la casi oscuridad.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Altiplano


   Las llamas pastaban por la llanura, sin importarles mucho lo que pasara a su alrededor. Bajaban la cabeza con calma y mordían una buena cantidad de pasto. A veces masticaban con la cabeza baja, otras veces lo hacían con la cabeza en alto, pero el caso es que comían y comían sin que nada ni nadie las molestara. La llanura en la que vivían tenía la más maravillosa vista, rodeada de montañas escarpadas con picos nevados y cañones estrechos que se extendían por varios kilómetros. Y la gran mayoría de los habitantes de la zona eran llamas.

 Eso a excepción de quienes hacían pastar a las llamas. Rascar era el nombre del pequeño niño indígena que debía cuidarlas mientras comían. Él era también quien las llevaba hasta la alta llanura y el que las tenía que dirigir hasta la finca una vez el día hubiese terminado. Era un ciclo eterno que él había heredado de su hermano mayor, que ahora ayudaba al padre a esquilar las llamas para vender sus preciosos pelajes en el mercado del pueblo más cercano, a unos ciento veinte kilómetros de allí.

 Rascar siempre había querido ayudar a su padre, desde su más tierna edad, y sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo. No era inusual que en una familia dedicada a las llamas todo el mundo cooperara. Su madre también hacía su parte, organizando los pelajes de manera que se vieran bien al venderlos, así como limpiando sus impurezas antes de llevarlos al pueblo. La única que no ayudaba era la bebé, que ya tendría su momento en el futuro.

 Lo que más le gustaba a Rascar de su trabajo era el elemento de exploración que iba con él. Claro que su padre le había indicado cuál era el campo donde las llamas debían alimentarse y también le había dicho que caminos tomar para llegar allí y cuales debía evitar a toda costa. Pero, en secreto, Rascar había empezado a explorar los alrededores del campo favorito de las llamas para encontrar otros lugares que tuviesen potencial para la misma actividad. Al fin y al cabo, su padre siempre hablaba de tener más llamas.

 Lamentablemente, las que tenían no parecían estar muy interesadas en tener descendencia y hacía apenas un año el único macho de la manada había muerto sin razón aparente. Sin él, era imposible esperar pequeñas llamas en el futuro y comprar un macho se salía por completo del presupuesto de la familia. Aunque ganaban bien con los pelajes, no era un ingreso tan bueno como para ponerse a comprar una cosa y otra. Al fin y al cabo había gastos que no se podían evitar, como la comida para la familia, la gasolina para el vehículo todoterreno que tenían, las vacunas obligatorias para las llamas y los demás animales de la granja y los gastos extra que pudiesen surgir.


 Y surgían siempre. Como aquella vez en que el hermano de Rascar se hizo un corte profundo en la pierna un día que arreglaba el vehículo de la familia. O siempre surgía algo con la bebé, que necesitaba de atención constante que se traducía en visitas frecuentes al médico. Esas visitas representaban gastos en más de una forma pero la familia hacía lo posible para seguir adelante, a pesar de cualquier cosa que les pudiese pasar. Ellos solo seguían sin ponerse a pensar que podría pasar más adelante. Dios proveería.

 Por eso Rascar pensaba que su ayuda era simplemente fundamental para que todos pudiesen tener una vida mejor en un futuro. Si él encontraba campos mejores para las llamas, las pieles serían de mejor calidad y podrían venderlas más caras. Incluso, y esta idea la había dado la madre en algún momento, podrían hacer negocio con alguna empresa o tienda de las ciudades más grandes. Venderle solo a un cliente de manera exclusiva, con un artículo de alta calidad, podría serles muy beneficioso.

 Sin embargo, y como había dicho el padre muchas veces, soñar nunca costaba nada excepto dolores de corazón y de cabeza. A veces había que mantener la cabeza en la realidad, en lo que tenían enfrente. Y la realidad era que todavía había muchas necesidades por cubrir y no había una formula mágica para hacerlo. Así que, por ahora, debían seguir adelante sin ponerse a soñar demasiado. Si alguna solución se presentaba frente a ellos, la analizarían en el momento, si es que se ocurría.

 Rascar se pasaba el rato allí en la llanura alta, mirando las montañas y haciendo precisamente lo que se suponía que no debía hacer: soñando. Sabía que existían muchas cosas más allá de las montañas, incluso más allá de las nubes que cubrían toda la región, pero no sabía si algún día podría conocer nada de eso. La verdad era que le gustaba mucho su vida como era pero no creía que tuviese nada de malo aprender de otros en otras partes, personas que tal vez  vivieran existencias parecidas a las de ellos.

 En uno de esos días de análisis de la existencia, Rascar decidió pasear por ahí, saltando sobre hilos de agua que bajaban hacia los cañones. No había muchos árboles por ahí, así que no había donde treparse a jugar. Pero sí podía saltar de piedra en piedra y tomar el agua más fresca del mundo. Fue entonces cuando escuchó algo y subió la cabeza de golpe. No era el sonido de un pájaro conocido ni los silbidos típicos del viento entre las montañas. No era una voz ni nada parecido. Era algo que nunca había escuchado.

 Lo vio justo antes de que se estrellara contra el piso. Se dio cuenta que el ruido había venido del objeto cayendo a toda velocidad al suelo. Por un momento, pensó que era algo pequeño pero cuando se acercó al lugar donde había dado a parar, se dio cuenta de que era algo grande. Se echó a reír cuando vio que se trataba de un osito de peluche. Casi tenía la cabeza arrancada del resto del cuerpo y parecía haberse quemado, tal vez por la caída.

 Estaba a punto de recogerlo del suelo cuando más sonidos invadieron el lugar. Las llamas se pusieron nerviosas y se agruparon todas en un mismo circulo compacto. Instintivamente, y recordando las palabras de su padre, Rascar se alejó del oso de peluche y corrió con sus animales. Se puso frente a ellas y miró al cielo, donde varias estelas de colores cruzaban bajo las nubes. Era ya tarde y el efecto era simplemente maravilloso. Al menos eso pensó el niño antes de darse cuenta de lo que pasaba.

 Cayeron más objetos, cerca y también lejos. Objetos de metal y objeto de plástico, más que nada. No todos eran tan lindos como el osito: había pantallas como de computadora y también almohadas y teléfonos. No tenían mucho de eso en la casa pero Rascar sabía como eran. Y también supo que lo que más hizo ruido fueron las sillas y los pedazos de metal más grandes. Tuvo que hacer que las llamas se retiraran hacia el camino, puesto que algunos de los pedazos caían muy cerca de todos ellos.

 Antes de emprender el camino de vuelta a casa, para contarles a sus padres lo que había visto, Rascar se devolvió por última vez. La verdad era que quería tomar el osito de peluche. Podría pedirle a su madre que lo arreglara con alguno de sus hilos y podría entonces quedárselo o compartirlo con su hermanita. Ellos no tenían muchos juguetes, o mejor dicho ninguno, en casa. No era algo que fuese necesario. Pero ese estaba allí tirado y no tenía ningún costo adicional para él. Sin embargo, cuando volvió, quiso no haberlo hecho.

 Había muchos más objetos tirados cerca del oso. Y uno de ellos hizo que Rascar gritara y saliera corriendo para reunirse con sus llamas. Estuve más rápido que nunca en casa, llorando cuando vio a su madre en la puerta, abrazándola con fuerza para sentir que podía confiar en ella.

 Estuvo conmocionado hasta que llegó el padre. Su mirada tenía un efecto particular, que calmaba al instante. El niño les contó lo que había visto, los objetos caer y al osito. Y les contó también lo que vio al volver por el muñeco. Era una cabeza humana con los ojos abiertos, sin cuerpo a la vista.

miércoles, 13 de junio de 2018

Habilidades especiales


   Volé sobre el mar por varias horas, hasta que sentí que había llegado al lugar correcto. Dando una voltereta un poco tonta, aterricé cerca de un acantilado hermoso. La luz de la tarde acariciaba a esa hora toda la costa y las sinuosas grietas de toda la zona se veían todavía mejor con esa luz color ámbar que lo bañaba todo. Los animales, más que todo aves, parecían haberse calmado solo por la presencia de semejante fenómeno natural tan apacible. Era un lugar perfecto para alejarse del mundo y poder pensar un poco.

 Al menos eso era lo que yo había ido a hacer allí. Después de tanta cosa, de peleas con personas de un lado y de otro y de batallas reales con consecuencias abrumadoras, había decidido que tenía derecho de irme lejos para poder pensar un poco. Sabía que mi decisión no sería bienvenida con todos pero la verdad eso era lo de menos. No podía agobiarme a mi mismo tratando de complacer a los demás, no en ese momento. Necesitaba pensar en mi mismo por un tiempo, saber qué era lo que necesitaba como ser humano.

 Ser humano… Que gracioso suena decir eso e incluso pensarlo. Ser un humano… Y yo vuelo y vine aquí después de viajar una larga distancia. Y la gente que conozco, con la que trabajo, tiene las mismas características, aunque no todos vuelan. Por ejemplo, Loretta sabe gritar de una manera que a nadie le gustaría escuchar jamás. Es gracioso porque suele ser muy callada, tal vez por eso mismo. Y Antonio puede manipular la forma de su cuerpo a voluntad. Se puede meter por donde quiera, no hay nada que lo detenga.

 Y Javier… Mierda, olvidaba lo mucho que me duele pensar en él. Solo hemos podido hablar solos un par de veces, y en ambas ocasiones ha pasado algo que no nos ha dejado decir mucho más que algunas frases sin sentido. Él anda para arriba y para abajo con Marta, esa chica rubia que básicamente es la secretaria de nuestro jefe. Ella no es especial como nosotros pero se comporta muchas veces como si viniera de otro planeta. Desde que trabajamos todos juntos me ha caído bastante mal y ahora es cada vez peor. No la soporto.

 Su mirada es siempre condescendiente y habla como si le estuviera explicando todo a un montón de niños de preescolar. Creo que no soy el único que no aprecia su presencia en el equipo, pero ciertamente sí soy el único que se ha ido a discusiones verbales con ella. Jamás he sido muy bueno que digamos en eso de callarme y seguir adelante. No puedo. Tengo que decir lo que pienso, así sepa que voy a herir a alguien con mis palabras. Pero ella parece estar hecha de teflón o algo por el estilo porque parece que nada le hiciera daño. Las cosas, sin embargo no son peores y eso es por Javier.

 Al comienzo, tengo que confesar, que no lo había detallado mucho. Pasaron seis meses hasta que nos hablamos por fin. Fue un breve intercambio en un ascensor. Hablamos de nuestras habilidades especiales y de nuestra vida justo antes de empezar a trabajar en el equipo. No dijimos nada demasiado profundo ni demasiado personal. Fue un simple intercambio de palabras entre personas que trabajan en un mismo lugar. Fue cordial y amable, ni más ni menos. Y sin embargo, debo confesar que sentí algo entonces.

 Mientras camino por el borde del acantilado, mirando como el mar crea cada vez más espuma sobre las rocas, recuerdo como empecé a pensar en él cada vez más. Era como obsesión que había nacido y se apoderaba cada vez más de mi mente e incluso de mi cuerpo. La segunda vez que hablamos fue mucho después, cuando ya habíamos trabajado de manera activa juntos. Debo decir que cuando mencioné antes que habíamos hablado solo dos veces, me refería a después del incidente. El muy desafortunado incidente.

 Nuestra versión oficial era que no había pasado nada y que todo lo que la gente decían eran puros chismes que buscaban crear algo donde no lo había. Pero nosotros tres, Javier, Marta y yo, sabíamos muy bien que todo lo que se decía por ahí era completamente cierto. Era muy complicado parecer indiferente ante algo que todos parecían interés en discutir. Además cada uno lo asumía de manera diferente: unos de verdad querían saber y preguntaban detalles y otros se hacían los indiferentes pero obviamente querían saber más también.

 Al fin y al cabo, lo único que habíamos hecho era darnos un beso. Aunque eso sonaba demasiado romántico. No había sido tanto un beso como una acción de extrema urgencia que habíamos tenido que tomar en el frente de batalla. Javier había sido herido gravemente y su respiración parecía haberse detenido. Por radio, nos dijeron que lo mejor era ayudarlo a respirar. Eso solo podía hacer con un masaje cardiaco, imposible en nuestra situación, o con respiración de boca a boca y masajes en el área abdominal.

 El problema recaía en que Javier tenía una habilidad bastante peculiar y es que absorbía la energía de cualquier ser humano que lo tocara. Al parecer era algo que podía manejar pero solo cuando estaba consciente y en buen estado de salud. Así, desmayado como estaba, no se sabía. Fue Marta quién sugirió que yo lo hiciera. Pensaba que la habilidad de Javier podría matarla a ella pero yo, por mis poderes, podría sobrevivir. Tengo que admitir que ella no tuvo que insistir mucho. Lo hice sin pensar en nada, lanzándome al vacío como lo había hecho antes en tantas ocasiones. El eterno irresponsable.

   Al comienzo, no sentí nada. Pero luego empezó un cosquilleo en mi boca que se hizo cada vez más notable con cada intento para que Javier pudiese respirar de nuevo. Mis labios y mi cuerpo entero hacían lo que podían, bombeando aire dentro de Javier para que este pudiese vivir. Pero por alguna razón, no funcionaba. Fue como al décimo intento cuando vimos signos de vida en él: tosió y se movió un poco. Yo estaba feliz. Detuve mis intentos y lo miré a los ojos. Fue entonces cuando sentí arder mi alma.

 Esa es la mejor manera que tengo para describirlo. Mientras veo como el sol cae en el mar para ocultarse durante otra noche más, recordé como ese ardor indescriptible recorría mi cuerpo y parecía hacerme querer ver el infierno. No recuerdo gritar pero Marta dice que lo hice. Incluso, la única vez que hablamos de ello, en presencia del jefe, dijo haber visto como mis ojos se ponían de un color rojo brillante. Dijo estar muy asustada y no querer hablar nunca más del tema. Y no lo hicimos, con nadie.

 La gente solo sospechaba que yo había besado a a Javier para salvarlo, eso era todo. Se burlaban a besos, haciendo chistes idiotas acerca del momento. Ellos no estaban allí, así que no tenían idea de cómo había sucedido todo. No sabían del afán que tuvimos de salvarle la vida a Javier y no tenían ni idea, ni podían imaginarse, que algo dentro de mi cuerpo se había despertado con esos “besos”. En vez de quitarme energía, parecía que Javier me había dado algo que yo no había poseído antes. Desde entonces, tengo miedo.

 Por eso vine aquí, a un lugar que solo había visto en documentales y películas. Es una isla sin habitantes en las costas escocesas. Gente ha venido aquí en muchas ocasiones pero nunca se quedan mucho tiempo. El mar y el viento no dejan que la gente se acostumbre al clima tan severo. Hay tormentas con frecuencia, por lo que no es raro que la lluvia cubra toda la superficie del lugar por varias horas. No es un sitio al que alguien vendría a buscarme y precisamente por eso me vine volando hasta aquí.

 La luz ya se había ido. El sol ya no estaba pero entonces la Luna apareció tras unas espesas nubes oscuras e iluminó el extenso mar que había abajo. Me senté al borde del acantilado, sin miedo de caerme. Había perdido el temor a muchas cosas con el paso del tiempo, una de ellas las alturas.

 Entonces sentí de nuevo ese ardor en el pecho. Por un momento pensé que me iba a partir el cuerpo en dos. Pero entonces lo logré dominar, o eso creo. Fue entonces cuando entendí que no debía quedarme allí mucho tiempo. Tenía que volver. Tenía que hablar con Javier de todo esto y de más aún. Era necesario.