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martes, 13 de enero de 2015

El puente de Mitor

   En el pueblo de Mitor, todo el mundo comía pescado. Era la carne más preciada, más vendida y, por lo tanto, más cara. Los pescadores eran casi adorados, porque pocos se atrevían a navegar mares tan poco predecibles como los que existían cerca de la ciudad. Tanto era el aprecio por ellos y por su producto, que la gente del pueblo había decidido construir un puente que comunicaría la costa con el pueblo, salvando el paso sobre una cañada ganando así veinte minutos de viaje entre el mar y la gente.

El puente tenía un solo arco, bastante amplio sobre el riachuelo que había abajo. Lo habían hecho así porque, en temporada de lluvias, el agua que bajaba de la montaña podría aumentar con violencia y no querían que la llegada de pescado se viera afectada. Se aseguraron de hacer la mejor obra de ingeniería y así fue. Foráneos envidiaban esta gran obra, y admiraban la organización que había requerido de parte de todos los ciudadanos de Mitor.

Desde entonces, el pescado llegó más rápido y, cuando se amplió el puerto y los astilleros, empezaron a llegar nuevos tipos de peces y otras criaturas marinas, que incluso se adquirían a través del comercio, algo impensable años atrás. Era una época de prosperidad para el pequeño poblado y esto se vio reflejado en todas partes. La gente empezó a ser más sana y la ciudad se renovó. Todo iba bien.

Esto hasta que una noche, ocurrió un evento que cambiaría todo. Resulta que una carreta grande, de esas que podían cargar varios kilos de pescado, se desplomó en la mitad del puente de la cañada. Esto ocurría aunque no con frecuencia. El procedimiento era sencillo: el pescador mandaba un mensajero para que vinieran rápidamente con otra carreta que pudiera llevar la carga a la ciudad con celeridad, antes de que se afectara la calidad del producto.

En aquella ocasión, se hizo exactamente igual. Mientras el pescador esperaba por la carreta, se acercó al borde del puente y miró las cascadas que formaba la cañada, descendiendo hacia el mar. Era sorprendente como el pescador conocía tan bien el mar pero de otros cuerpos de agua no sabía nada. De pronto se dio vuelta y se dio cuenta de algo: el montón de pescado era menos grande. Estaba seguro de ello. Miró para un lado y otro de la carretera pero allí no había gatos ni perros. Ningún tipo de animal que se hubiera llevado la carga. Y no había ni un alma cerca.

El pescador se apoyó en la baranda del puente y respiró hondo. Seguro era un error suyo causado por las largas horas de trabajo. La última expedición había tomado más de lo previsto pero había valido la pena. Se relajó un poco pero la dicha no duró mucho: oyó algo tras él y al darse la vuelta vio que solo quedaban unos pocos peces en el suelo. Pidió ayuda gritando y por fin alguien vino en su ayuda y así se propagó la noticia de los sucedido.

A decir verdad, casi nadie le creyó al comienzo. Creían que el hombre se había vuelto loco o trataba de excusar un robo deliberado a través de una historia bastante increíble. Pero eso terminó cuando más eventos iguales tuvieron lugar, siempre cuando el puente estaba solo y únicamente una carreta cruzaba por encima. La gente empezó a temerle al lugar y se propuso tumbarlo pero todos sabían que eso no era posible. Así que determinaron que las carretas solo podrían cruzar de a dos, o más, al mismo tiempo.

Y así se hizo. Pasaron los años, una y otra generación, cambiando de la carreta a los camiones, pero nunca cambiaron sus creencias. Los camiones grandes conectaban al pueblo por una autopista nueva pero los pequeños evitaban el peaje que les habían impuesto a través del puente viejo que solo tenía una regla: cruzar en pares. Visitantes y nuevos habitantes encontraban la tradición una tontería pero les parecía curiosa y ayudaron a que permaneciera.

Lo curioso era que incluso los camiones, bien cerrados y refrigerados, perdían algo de su carga cuando pasaban por el puente. No sucedía siempre pero si lo suficiente para que el mito perdurara. Se habían inventado varios cuentos a raíz de lo sucedido pero nadie sabía si alguno era real, si alguno de verdad retrataba lo que allí sucedía.

El turismo creció, en buena parte gracias al mito del puente y los pescadores. Se organizaban caminatas por la cañada, se vendían camisetas y recuerdos y planeaban visitas tanto al puente como al puerto y los astilleros. Los habitantes de Mitor aprovecharon el misterio que encerraba su pueblo para ganar dinero y atraer a los incautos. Inclusive cuadrillas de arquitectos e ingenieros visitaron el puente y revisaron cada metro pero no encontraron nada fuera de lo común, salvo que se encontraba en un estado excepcional para tener cien años de construido.

Lo que más fascinaba a los visitantes, era que durante los paseos o las caminatas, uno que otro aseguraba que había perdido algo o había visto a la criatura que lo robaba todo. Obviamente, la gran mayoría de avistamientos y sucesos eran mentira. Muchos solo querían tener la atención de otros sobre ellos e inventaban tonterías para ello. Pero, no se podía negar, había ciertos sucesos casi imposibles de explicar: la pérdida de algún objeto personal, muchas veces de comida, mientras veían sobre la baranda del puente.

Nadie investigaba ninguna de esas pérdidas. Se les atribuía a lo distraída que  era la gente con sus objetos personales. Algunas veces, si el robado insistía, se hacía una demanda pero eso nunca había servido más que para perder el tiempo o distraer al departamento de policía del lugar, que tenía un existencia más bien calmada.

Entonces, un buen día, llegó un joven historiador al pueblo. Él no estaba interesado en los cuentos que se decían sobre el puente y el pescado perdido. Él venía a catalogar, para la oficina de patrimonio cultural, varios de los edificios de la región. Era de resaltar, que Mitor tenía una de las iglesias más antiguas del país, de unos ochocientos años de antigüedad y otro par de edificios del mismo periodo.

Al comienzo el chico no se interesó en lo absoluto en la historia del puente, a pesar de que quienes lo ayudaban en su tarea insistían en que debía visitar el lugar ya que, así no le interesara la historia, el puente tenía una historia y arquitectura tan bella que ciertamente podría ser otro elemento del patrimonio de la nación. El chico aceptó ir pero solo cuando todo lo demás fuese clasificado. Así, pasaron dos semanas más en que el tipo solo trabajó en los antiguos edificios, fascinado por todo.

No estaba así cuando, por fin, tuvo que visitar el puente. Un miembro de la alcaldía local y un pescador veterano lo guiaron por el lugar, contándole la historia completa, los mitos, los cuentos, los rumores y todo lo que se debía saber. El joven estuvo ciertamente fascinado por la arquitectura de la estructura e, ignorando el mito, pidió conocer la parte inferior del puente.

Allí abajo estuvo un rato con los dos hombres un buen rato hasta que estos dos se aburrieron, ya que el joven solo estaba interesado en los detalles magníficos del puente. Le dijeron que enviarían a alguien para acompañarlo pero él no escuchó. Mientras estuvo solo vio que había mosaicos en las bases del puente y hubiera querido ver el otro lado también pero se conformó con quedarse allí, fascinado.

De pronto, sintió frío y un extraño viento revoloteó su pelo. Entonces perdió fuerza en sus piernas y cayó arrodillado al polvoso suelo. Se sintió enfermo, como si de repente una horrible enfermedad hubiera penetrado su cuerpo y este no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energía que tenía, tratóo de mover leste no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energque el joven solo estaba interesadoó de mover las piernas pero no quisieron responder. Se sintió mareado pero trató de respirar lentamente y no perder el sentido de la realidad.

Entonces sucedió algo que él sabía que era real pero que no podía haberlo sido, no tenía sentido alguno. De todas partes empezaron a salir animales: lobos, gatos monteses, osos y también otros menos peligrosos como castores, todo tipo de aves y otros mamíferos. Todos parecían verlo pero lo extraño del caso es que lo miraban con ojos brillantes de color azul, o eso veía él al menos. Después de un rato ya no vio nada.

Se despertó de golpe, horas después, en el hospital de Mitor. Dijeron que había sufrido un colapso nervioso y se había golpeado fuertemente contra el duro suelo bajo el puente. Él contó su historia pero esta vez, nadie le creyó. No era como las otras historias respecto del puente. De hecho, esta ni siquiera era una historia como tal sino una escena y una bastante extraña. El chico no volvió a repetirla y decidió irse lo más pronto posible.

Sin embargo, algunos escucharon su relato y así otra historia más se adhirió al mito del puente de Mitor, el puente que había unido a una comunidad con su bien más preciado. Pero que también había dañado irremediablemente el viejo ecosistema de la zona, que había tenido que adaptarse a las nuevas circunstancias, como pasó luego con la autopista.

Sea como fuere, el puente siguió siendo un atractivo único ya que la gente que iba sabía que no iba a ver nada pero de todas maneras aún iba. Era una especie de fe que los impulsaba y los hacía creer que la magia era posible.

sábado, 3 de enero de 2015

Carpa Mágica

Había una vez una ciénaga que formaba un gran espejo de agua en la mitad de una región deprimida y sometida al calor. El cuerpo de agua era lo único que sostenía a la gente del pequeño poblado flotante ubicado en el extremo sur de la laguna.

En ese pueblo, hecho de casitas rudimentarias construidas sobre pilotes de madera de los grandes árboles de un bosque cercano, vivía un niño que todas las mañanas, con el resto de los hombres del pueblo, salía en una canoa a navegar por la ciénaga para pescar. A veces entraban por los ríos alternos pero la mayoría de las veces se ubicaban  en las márgenes de la ciénaga, a esperar.

La mayoría de peces que había todavía en el lugar eran pequeños. Los peces grandes se habían acabado hace muchos años. Esto había causado cierta hambruna en los habitantes del pueblo hasta que se dieron cuenta que lo mejor era compartir y saber consumir de la mejor manera lo poco que tuvieran para consumir.

Además Araki, el niño que pescaba, y otros del pueblo, recogían unos frutos rojos de los manglares de los que la gente también se alimentaba. Los habían descubierto un día en que el hambre era tanta que los hombres habían salido en mitad de la tarde, hora normalmente prohibida por el peligro al que se arriesgaban, desesperados por el hambre y la desesperanza.

Un buen día, Araki salió a pescar y se hizo en el mismo lugar de la ciénaga en el que se hacía siempre. Pero después de varias horas sin coger nada, prefirió ir a los manglares a buscar algunos frutos rojos para su madre y hermanos. Cuando ya tenía unas diez frutas en un costal, se dio la vuelta para volver a su punto de pesca pero entonces escuchó algo en el agua, como si algo se hubiera acabado de sumergir.

No era poco común que los niños jugaran en el agua a nadar y bucear pero eso sucedía siempre en las inmediaciones del pueblo, no en un punto tan lejano como este. El niño amarró el costal, todavía viendo el agua pero no sucedió nada. Cuando empezó a remar para salir a la ciénaga, se dio cuenta de que su canoa no se movía. Araki lo hacía más y más fuerte pero no pasaba nada, así que revisó con la mano la superficie de su canoa, metiéndola en el agua.

De pronto algo salió de abajo, saltando hábilmente. Araki pegó un grito y se echó para atrás, asustado. Nunca había visto algo así, tan grande y brillante y extraño. La criatura se metió al agua salpicando bastante agua, que le cayó en la cara a Araki, que estaba acurrucado en la canoa. Tanto fue el susto, que el niño se quedó allí durante varias horas, hasta que el sol se tornó naranja.

Cuando Araki regresó al pueblo, ya de noche, su familia estaba bastante preocupada. Fue tal la preocupación que incluso los más ancianos lo esperaban en su casa, para preguntarle sus razones para llegar a semejantes horas. Él se sentó, todavía temblando y les contó lo que había pasado.

La criatura que él había visto, a lo mejor de su entendimiento, era un pez. Pero no era un pez normal, como esos pequeñitos que él sacaba del agua al menos una vez por día, a excepción de ese día en el que no pescó nada sino un susto y unas cuantas frutas.

Lo más extraño del caso era que, para la sorpresa de todos, Araki había visto que la criatura brillaba. Al comienzo había pensado que se trataba de la luz del sol o de la incidencia de la luz en alguna extraña manera, pero no. En segundos pudo darse cuenta que era la criatura misma que era brillante, que emanaba su propia luz.

Cuando los ancianos le preguntaron como era la criatura, él dijo que le podía haber llegado a la cintura y que era casi tan ancha como su canoa. Además de su piel brillante, pudo ver que tenía bigotes. Sonaba bastante extraño pero estaba muy seguro de haber visto que la criatura tenía bigotes bastantes largos y gruesos.

Los ancianos le agradecieron por su testimonio y acto seguido se fueron de su casa, sin decir más. Lo mismo pasó con la gente que había venido a escuchar que era lo que ocurría. Minutos después solo estaban los miembros de su familia, a los que repartió los frutos rojos de los manglares. Había uno para cada uno y le alegró verlos comer aunque él personalmente no quería saber nada de comida. Por primera vez en mucho tiempo, se acostó sin comer nada ni pensar en encontrar alguna fantástica fuente de comida.

Esa noche, Araki no soñó con los banquetes de siempre, con las fastuosas y exóticas comidas que desde que recordaba había imaginado consumir. Esa noche lo que tuvo fue un sueño interminable, casi una pesadilla, en la que él estaba en la mitad del lago y la criatura saltaba por todos lados, como amenazándolo.

Al otro día, para sorpresa de Araki, todas las personas del pueblo salieron temprano a pescar. Esta vez no solo eran los hombres sino también las mujeres y los ancianos que habían estado en su casa. Todos fueron a la zona de los manglares, donde todo había ocurrido y muchos recorrieron los canales y riachuelos que había en la zona.

Pero nadie encontró nada, ni siquiera de los peces pequeños que a veces había. Incluso los frutos de los manglares habían desaparecido, a pesar de que el mismo Araki había visto varios el día anterior. Ya no había nada, ni pez brillante, ni ningún otro tipo de comida.

Desde ese día y por varios meses, la gente tuvo que racionar lo poco que habían guardado de pescas anteriores. Esto era difícil ya que el pescado se arruinaba con facilidad entonces después de un tiempo ya no quedaba nada para racionar. Tuvieron que alimentarse de algunas plantas acuáticas que todavía quedaban pero sabían horrible.

Y así pasaban los días, sin comida y con un calor inclemente, el que existía desde que allí habitaban seres humanos. Araki prefería pasear en su canoa que quedarse en casa. Esto por dos razones particulares: la tristeza de su familia y las quejas y los reclamos eran insoportables y navegar le ayuda a relajarse y a generar algo de brisa para su cuerpo.

En una de esas salidas, visitó de nuevo el lugar donde había visto al pez mágico (ahora lo llamaba así) pero obviamente nunca apareció. En todo caso, no había ido esperando que apareciera sino para ver alguna señal, algo que le indicara que significaba lo que había sucedido o que debía hacer para evitar que el pueblo muriera de hambre.

Ya muchos se habían ido, cogiendo sus canoas y cruzando la ciénaga hacia destinos desconocidos, lugares que ellos esperaban fueran más amables con ellos, con alimento y vivienda. Cuando la mitad de las personas se habían ido, los ancianos declararon que el pez mágico había sido un milagro y que debían esperar, con paciencia.

Araki escuchaba lo que decían pero era difícil pensar en irse de allí e intentar un lugar nuevo, sobre todo siendo el mayor de sus hermanos y solo con su madre para cuidarlos a todos.

Así que, como último recurso, decidió hacer un adorno con varias de las flores que crecían naturalmente en los márgenes de la ciénaga. Hizo una corona bastante vistosa y salió con ella a navegar hasta que llegó a la zona de los manglares. Allí arrojó la corona e hizo una pequeña oración, inventada por él: le pidió al dios de la ciénaga que les ayudase y no los dejase morir sin comida ni una vida digna.

Cuando terminó, Araki empezó a remar pero pronto se dio cuenta de que la canoa no avanzaba. Esperanzado, se volteó a mirar que era lo que pasaba y entonces lo vio de nuevo. Ya no estaba saltando ni moviéndose rápido. Estaba allí, dando vueltas alrededor de la corona que se hundía lentamente. Cuando las flores desaparecieron bajo el agua, el pez de color dorado miró a Araki a los ojos, como si estuviese viendo a su alma. Mantuvieron la mirada por un buen rato hasta que el pez se hundió, saltó sobre el bote de Araki y se hundió en el agua.

El niño sonrió, seguro de que lo sucedido era un buen presagio. Y estuvo en lo cierto. De repente, del agua, salieron  cientos y cientos de peces, como si los disparara un cañón del fondo del lago. Casi todos cayeron dentro de la canoa.

Fue así que empezó una nueva época para la gente del lago, que vio como el lugar en el que habían vivido por tanto tiempo de pronto volvió a la vida. Los manglares crecieron en un número, el agua parecía más limpia y miles de peces de alguna manera volvieron a la ciénaga.

Los pescadores preservaron sus costumbres de racionamiento y ahorro y así complacieron al dios de la ciénaga, siempre vigilante de la gente que vivía sobre su cabeza.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Del valle y su río

Habíamos oído muchas historias sobre el río, de lo peligroso que era cuando llovía pero de lo bueno que era con todos los que vivíamos en el valle. Era el que hacía de los bosques una espesa cobija verde y de los campos nuestro orgullo más grande.

Pero nadie tenía permitido subir hasta el punto de nacimiento del río. Desde hacía cientos de años era una regla tácita para los moradores del valle y casi nadie violaba este mandamiento.

Eso sí, cada cierto tiempo llegaba alguien de fuera por los caminos de montaña. Y muchas veces eran aventureros que decían que sin duda podrían llegar a la parte más alta del río. Y se iban y nunca volvían ni nadie sabía más de ellos.

La comunicación con el resto del mundo era escasa. Los caminos que conectan nuestro valle con otros lugares son de tierra y solo hombres a caballo o pie pueden circular por ellos, nadie más.

Esto no es inconveniente ya que, gracias al río, somos autosuficientes. La comida que necesitamos está aquí mismo y con el agua del río funcionan varios molinos para hacer otros productos. Además hacemos ropa, utensilios, construimos casas con ladrillos fuertes y madera del bosque. No tenemos razones para salir.

Además, el valle es pacifico. Hay riñas, de vez en cuando, relacionadas más que todo al alcohol pero los casos de violencia son tan extraños que nuestro jefe de seguridad es más conocido por sus recetas con pez de río que por sus capturas o investigaciones.

Nuestro territorio va desde el bosque verde hasta el lago en el que desemboca el río. Nosotros solo ocupamos un lado del lago. No nos interesa ir más allá ya que, en noches de luna llena, siempre se escuchan sonidos misteriosos provenientes de ese lado. Así que pocos navegan hacia allá, es otro terreno tácitamente prohibido.

Aunque, como dije antes, siempre han habido aventureros y gente que quiere conocer más. Está el caso de la joven antropóloga que llegó del exterior y se quedó en el pueblo por un mes. Se quedó en la casa de cada familia, investigando nuestros hábitos diarios, nuestros gustos y demás. Anotaba desde nuestros apellidos hasta el tiempo que utilizábamos para hacer una hogaza de pan.

Era una mujer extraña pero a todos nos caía bien porque parecía genuinamente interesada en conocernos. Vino y se fue a su tierra y volvió al año siguiente, con regalos y el libro que había escrito sobre nosotros. La felicidad no duró cuando dijo que ahora quería investigar más sobre nuestras supersticiones, incluidos los sitios prohibidos.

Sabiendo que no recibiría ayuda de nadie para sus expediciones, trajo a dos jóvenes de sus tierra y con ellos navegó el lago por varios días. Cada cierto tiempo iban más y más lejos hasta que un día alcanzaron la orilla opuesta. Recogieron tierra y plantas y agua y se devolvieron.

Lo curioso ocurrió en la siguiente luna llena, cuando los ruidos provenientes del otro lado se hicieron más y más fuertes. Todos en el pueblo se resguardaron en sus hogares y trataron de ignorar el horrible ruido. Al otro día, los pescadores anunciaron que sus embarcaciones habían sido destruidas y que una gran parte de los árboles de la orilla nuestra habían sido también destruidos, como si manos gigantes hubieran querido hacerlos a un lado.

Por días nadie le habló a la mujer antropóloga. No era que no la quisiéramos, porque muchos la teníamos en gran estima. El problema era que muchos, de hecho todos, le atribuíamos a ella la culpa de que las criaturas del otro lado hubiera destruido las embarcaciones que nos daban peces del lago y del río. El jefe de seguridad estaba especialmente molesto y ayudaba a los pescadores a reparar los botes o hacer nuevos.

Después de una semana en la que lo ánimos bajaron a como siempre estaban, la mujer anunció que dejaría el pueblo en un mes pero no sin antes visitar el sitio de nacimiento del río. Si la gente empezaba a no detestarla por lo de los barcos, ahora oficialmente casi todos la odiaban.

Pero a la mujer eso le daba igual. Yo estuve en un pequeño grupo que le mostró las zonas del bosque que más frecuentábamos, donde había buena madera y podíamos cazar animales pequeños. Ella siempre parecía fascinada por todo, como si viniera de otro planeta. Creo que siempre quise preguntarle sobre su tierra de origen pero nunca lo hice, por respeto o por miedo a lo que pensaría el resto del pueblo.

Día a día, la mujer fue haciendo lo mismo que en el lago: iban adentrándose más y más hasta que los del pueblo nos retiramos porque no queríamos tener problemas.

Nunca supimos muy bien que pasó con ella. Al menos no después de un par de años cuando, cazando en un territorio profundo del bosque, un grupo de cazadores en el que yo estaba encontró una libreta. Era de hecho el diario de la mujer, firmado por ella en la primera página. Tenía dibujos de la otra orilla del lago y de varias personas y edificios del pueblo. Tenía notas de medicinas que usábamos, de lo que comíamos y demás información que ella había creído útil.

Revisé el libro con cuidado junto con las autoridades del pueblo. De hecho, todos nos reunimos en la plaza central para leerlo juntos. Afortunadamente fui yo quien leyó en voz alta a los demás.

La gente rió y sonrió con varios de los primeros apuntes de la mujer, sobre todo cuando mencionaba nombres o ciertas costumbres. Esas expresiones de felicidad desaparecieron rápidamente en las últimas páginas que leí casi una semana después de encontrar el diario.

La mujer documentaba su expedición en el bosque y como había seguido, con sus acompañantes, el río hacia su punto de origen. Nadie parecía respirar a medida que seguía leyendo.

Resultaba que el río nacía solo unos kilómetros más allá de los que los cazadores iban. Lo extraño era que habían encontrado allí una casa pequeña, que parecía abandonada. La mujer escribía que habían revisado todo y que habían salido cuando se dieron cuenta que la chimenea había sido apagada hacía poco.

Lo siguiente que escribía era que estaban tratando de volver al pueblo pero que el bosque parecía haber crecido y cambiado porque no llegaban a ningún lado y varias sombras parecían seguirlos. Después anotaba que, de alguna manera, habían vuelto a la casa y que las sombras se habían convertido en lobos y que parecían acorralarlos contra la casa, haciéndolos entrar.

En la siguiente página había algunas manchas, ahora negras. Yo sabía bien de que eran...

Y después, no había nada más. Eran sus últimas palabras escritas. Y así cada persona volvió a su hogar y esa noche y por algunos días nadie estuvo muy contento ya que parecían haber comprado lo que siempre habían creído: su valle estaba rodeado de fuerzas oscuras y no había razón para dejarlo, nunca.

jueves, 23 de octubre de 2014

Dulce y Amargo

Pasteles, tortas, dulces, chocolates y todo tipo de repostería. Eso era lo que la señora González hacía mejor. Si trataba de hacer algún platillo sin azúcar, le quedaba horrible, tanto así que la gente se lo decía sin vergüenza ni temor.

Ella se había acostumbrado a esto y por eso solo cocinaba cosas dulces, lo más delicioso que se podía encontrar en el pueblo. No era un lugar muy grande, eso es cierto. Pero era el centro de la comuna y mucha gente de otros poblados venía al menos una vez al día a comprar alimentos o simplemente a divertirse.

La señora González se llamaba Libia y su pueblo estaba a las orillas de un río de gran caudal, en la mitad de la selva tropical. No era un lugar muy común para que surgiera una maestra pastelera pero eso era lo que había ocurrido.

De todas partes venía gente para probar los deliciosos bocados de azúcar de Libia y ella les ponía nombres y procuraba tener al menos una novedad cada día de bazar, que normalmente caía un miércoles, para mostrarla a los habitantes de la región.

Un día hizo unas increíbles milhojas de maracuyá con crema batida sabor a mango. Era una mezcla divina, literalmente. El mismo gobernador, que visitaba ese día el pueblo, la felicitó por tan delicioso postre y la invitó a su casa para que cocinara. Se acercaba el día de la Independencia y habría festejos y música y la comida no podía faltar. El hombre quería que Libia se encargara de los postres.

Pero había algo más. Libia era una mujer hermosa. A pesar de su edad, rondando los 50, tenía un cuerpo con curvas en los lugares correctos, una sonrisa amable y unos grandes ojos color marrón claro. Su piel tenía el tono de la canela que usaba tan a menudo y su voz era calma, con el poder de apaciguar a cualquiera.
El gobernador al parecer había notado todo esto y más su destreza en la cocina, era imposible no mirarla o reconocer su existencia. Además el era también viudo hacía poco y se esperaba que gobernara de la mano de una mujer.

Libia, por su parte, había enviudado poco tiempo después de casarse a los 20 años y más nunca se quiso volver a casar. Si bien era correcto no apresurarse a buscar un hombre, todos creían que era demasiado bella y joven como para ser viuda de por vida. Pero nunca se volvió a casar. Eso sí, no faltaron los pretendientes y el gobernador quería ser uno más en esa larga lista.

El día anterior al día de la Independencia, Libia viajó en bus hasta la capital del departamento. Quedó fascinada con la hermosa casa del gobernador: tenía el aspecto de una de esas viejas mansiones del sur de los Estados Unidos, que ella había visto en películas. Parecía un sueño entrar y ser recibida como invitada de honor.

El gobernador mismo se presentó y dieron un paseo por la casa para mostrarle sus tesoros: el árbol gigante del patio, la porcelana china del comedor y los muebles franceses de la sala. Finalmente le mostró la cocina y Libia perdió el habla de la sorpresa: era una cuarto enorme, como ninguna cocina que hubiera visto antes. Todo tipo de objetos estaban a la vista y unas ocho personas trabajaban en los hornos, hornillas y sobre grandes superficies cocinando, cortando y creando obras de arte.

Le mostraron su puesto de trabajo y ella empezó ahí mismo a inventar. Se olvidó de todo lo demás y solo tuve mente para sus postres. El gobernador se resintió un poco pero pensó que lo mejor sería verla en la fiesta y ahí sorprenderla una vez más.

Lo que quedaba del día, Libia escribió receta tras receta e incluso horneó algunas de sus viejas recetas para tenerlas listas de antemano. Hizo galletas de nueces con naranja, pastelitos de arazá con fresas y pasteles de con chocolate de la región por dentro.

La mañana siguiente se sorprendió al descubrir en en una silla un hermoso vestido de dos tonos de amarillo, acompañado de zapatos y sombrero a juego. Sobre el vestido había una nota que decía: "Para la fiesta. Nos vemos allí." No decía quien la había escrito pero era evidente que había sido el gobernador.

Esto entristeció un poco a Libia. Recordó a su primer esposo, Alcides y como este había muerte en una de sus expediciones por el río. A pesar de que no habían vivido juntos por mucho tiempo, ella había estado enamorada perdidamente de él y habían hecho muchos planes para el futuro, imaginando hijos, festejos y un amor que no moriría.

Tratando de apartar el dolor de su mente, Libia se duchó rápidamente y se puso ropa normal con un delantal encima. Le echó un ojo a su vestido y salió del cuarto. En la cocina, habían dispuesto a dos ayudantes para que le colaboraran y en pocos minutos les explicó cuales eran los postres que iban a hacer. Algunos clásicos infaltables como la milhoja de maracuyá y los macarrones de lulo no podían faltar pero también había creaciones nuevas como las canastillas de fruta con flores comestibles o un pastel de cuatro pisos con sabores cítricos y cubierto de chocolate amargo y frutos de la selva.

Trabajaron desde temprano hasta pasado el mediodía. El almuerzo fue de pie, mientras esperaban que los hornos hicieran su trabajo. A las 5 de la tarde empezaron a llegar invitados. Libia echó un ojo al patio y vio que habían montado dos grandes carpas cerca al árbol gigante y había mesas y sillas todas de blanco y adornadas con lazos y moños color crema.

Al rato vino el gobernador con la mujer a cargo del evento. Les explicó adonde debían llevar cada uno los alimentos y la distribución de las mesas. Los trabajadores comerían también pero dentro de la casa, en un gran comedor dispuesto para ellos. Solo podrían comer cuando afuera todos ya estuvieran en el postre, bailando y escuchando la música.
El gobernador les agradeció a todos y dio un pequeño discurso sobre la gran nación en la que vivían. Libia notó que el hombre le sonrió en un momento antes de irse y esto la puso nerviosa.

Trató de olvidarlo y mientras los demás cocineros iban y venían con sus creaciones a la fiesta, ella terminó los postres. Estuvieron a tiempo, justo cuando los comensales terminaban el plato fuerte y empezaban a beber y escuchar los ritmos regionales que una banda tocaba sobre una improvisada tarima.

Cuando ella y sus ayudantes salieron al patio con los postres, todos se callaron al instante. Era una visión de belleza única, de perfección y dedicación. Tanto así que cuando todo estuvo ubicado en su lugar, la gente le dio un fuerte aplauso a Libia y ella respondió con algunas lágrimas y reverencias tímidas.

Mientras la gente se servía subió a su habitación y se puso el vestido. Se veía bien pero no se sentía como ella misma. Pensó que igual era por una noche y así bajó a la fiesta.
El gobernador dio su discurso y al final mencionó a Libia y a sus postres. Ella pensó que seguramente sería allí que el hombre preguntaría lo que ella temía y odiaba que fuera frente a tantas personas. En todo caso esta podía ser una oportunidad... Quien mejor que el gobernador como marido?

Pero no sucedió. El gobernador la felicitó y hubo más aplausos y luego baile. Bailó con él y con otros hombres y vio a la gente disfrutar sus postres. Pero todo el tiempo pensaba: "Que hice mal? Que pasó".

Al otro día empacó sus cosas y se disponía para irse. El gobernador la llamó a su oficina justo cuando salía y se devolvió con todo y maleta. Por fin entendió que pasaba: él quería una repostera para la casa y nada más. No la quería de esposa sino de cocina.

Sorprendiendo a si misma, Libia se negó. Le dijo que le tenía mucho cariño a su pueblo y que no podía dejarlo así nada más, después de tanto tiempo. Tomó el primer bus que encontró y regresó a su hogar.

Libia siguió creando y creando hasta el día que murió, muchos años después. La gente la amaba y se preguntaba porque ella no había amado a nadie más pero se equivocaban: Alcides siempre había estado en su corazón y ahora ella estaba con él, seguramente creando más de esas maravillas que habían hecho de su vida una muy feliz.