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lunes, 2 de febrero de 2015

Ágata

   Su nombre era Ágata. Era una gata bastante peluda, con ojos grandes y de un amarillo penetrante. Sin embargo, era imposible no verla en donde estuviera. Atraía las miradas con su hermoso semblante y aparente elegancia. Se estiraba suavemente en cualquier superficie placentera que encontrara y casi siempre dormía plácidamente, obviamente sin ninguna preocupación en el mundo.

 La hermosa gata era propiedad de Yrina, la famosa supermodelo rusa. La mujer viajaba por todos lados pero nunca olvidaba a su inseparable amiga felina. Ágata había sido un regalo de un novio que la mujer había tenido pero el amor terminó pronto y lo único que le quedó a Yrina fue la gata. Eso sí, todo ocurrió un año antes de que se volviera famosa y ahora la modelo reía sola al pensar en lo arrepentido que estaría el idiota que le había dado a la gata. Seguramente estaría golpeándose contra una pared.

 Ágata sabía de esto ya que, de vez en cuando, Yrina reía macabramente cuando le acariciaba su pelo. Vagamente recordaba al hombre que le había regalado y entendía que todavía tenía un efecto particular en su dueña. También la había visto llorar cuando la relación se había terminado y la había visto pasar por muchas cosas más, así que no sabía de en verdad ese chico se arrepentiría o si, más bien, se sentiría aliviado.

 Siendo una gata, era ciertamente difícil juzgar a los seres humanos. Eran criaturas para ella interesantes pero muy complicadas. A pesar de lo que oía alrededor, sobre todo de quienes venían a maquillar o peinar a su ama, las hembras y los machos de la especie humana eran iguales en todo sentido, incluida su ingenuidad, cinismo y tontería. Podían ser muy inteligentes y muy estúpidos y se preocupaban por cosas que ella no entendía. En esas ocasiones, prefería recostarse por ahí y dormir una buena siesta.

 No podía negar, nunca, que Yrina era una buena humana con ella y, al fin y al cabo, eso era lo que contaba. La peinaba en sus ratos libres y, lo había notado desde el comienzo, Yrina era otra persona cuando estaban solas. Solía comer comida más apetitosa que las comidas raras que muchas veces le hacían comer y veía mucha televisión. Claro que Ágata no entendía nada de lo que decía o mostraba ese aparato, pero casi siempre su ama la ponía en su regazo y la acariciaba mientras veía alguna película. Era realmente relajante.

 Diametralmente eran los días de trabajo. Yrina casi nunca la tocaba, a menos que fuera para quitarla de un sitio donde no debía estar. Parecía que no supiera que los gatos no pueden quedarse siempre en un mismo sitio.  Los gatos necesitan moverse, explorar, cazar y jugar un poco. Pero cuando decenas de otros seres humanos estaban alrededor, esto se volvía imposible. Ágata prefería dormir antes que ser acariciada por algún desconocido.

   Más de una vez había rasguñado a alguien con sus garras, que siempre eran cortas, porque odiaba a los desconocidos. Era insoportable que se acercaran haciendo ruidos idiotas y acariciando mal, a veces frotando mucho, como si estuvieran acariciando a un oso polar. Pero cuando rasguñaba, mejor dicho cuando se defendía, Yrina se enojaba bastante y la regañaba. Esto era insoportable, no solo por el factor de la comida, sino porque Yrina el único ser humano que Ágata soportaba y era como ser rechazado por un buen amigo.

  Además, estaba lo extraño. A veces cuando estaban solas, Yrina se comportaba de una manera muy extraña. Tenía días en los que fumaba bastante, tanto que parecía a uno de esos coches viejos que todavía andan por ahí. Además, se encerraba en el baño por horas y, muchas veces, Ágata la esperaba afuera y arañaba la puerta pero jamás conseguía respuesta. Ni un regaño, ni un grito, ni una afirmación. Nada.

 Podía ser un gato, pero Ágata sabía que algo no iba bien, unos tres años después de haber sido regalada a su ama. Nunca había sido un ser humano particularmente jovial pero ahora parecía que no sonreía nunca y, Ágata pensó, que se veía cada vez más fea. No era buena jueza de la belleza humana pero siempre había pensado que Yrina era bastante agradable a la vista.

 Ya no era así. A veces, cuando dejaban de viajar y regresaban al apartamento que compartían. Ágata se quedaba mirando a su ama mientras dormía, cuando dormía. Parecía verse más pequeña, como reducida por un dolor o por algo que ella no pudiera controlar. Además su pelo, que siempre había sido bello (aunque Ágata pensaba que los gatos les ganaban a los humanos en esto), parecía menos vivo, más opaco y triste. Lo mismo sus dientes. La hermosa sonrisa con la que tantas veces había saludado a la felina, ya no existía.

 Sin embargo, el trabajo por esa época parecía haber aumentado. Yrina lucía cada vez peor pero tenía más trabajo. Ágata agradecía que la llevara a todos los sitios a los que iba, así fuera a países lejanos. No era muy alegre viajar en un avión que solo hacía ruido y en el que se podía casi mover, pero la recompensa era ver a su ama feliz, o al  menos fingir felicidad. No sabía nunca cuando era una cosa o la otra pero, Ágata pensaba, al menos parece intentarlo.

 Pasó otro año, de viajes y mucho trabajo, y Ágata empezó a notar algo más. El apartamento que por tanto tiempo había sido para ellas solas se convirtió en un centro de eventos. Casi no pasaban dos días antes de que decenas de seres humanos, todos descuidados, llegaran y dejaran el sitio hecho un desastre. Incluso el cojín favorito de Ágata era movido de un lado al otro, como si fuera alguna diversión enfermiza.

 La gente que venía se parecía a la nueva Yrina. No eran mujeres particularmente bellas ni hombres naturales sino gente que parecía haber salido de uno de los programas que la gata veía que su ama veía en la tele hacía mucho. La mayoría de los humanos iban demasiado arreglados y, a juicio de Ágata, se veían ridículos. Era cierto que nunca había entendido el concepto de la ropa, pero incluso ella podía ver que no era lo apropiado, el modo de vestir de esas personas.

 Además, nunca había visto a ninguno de esos humanos. Ni en la casa, ni en ninguno de los trabajos pasados de la modelo. Y Ágata se preciaba de tener una buena memoria. Que hacían entonces toda esa gente en el apartamento y porque tan seguido? Todos bebían líquidos que olían horrible y sabían peor (era imposible ignorar las manchas por todos lados) y, curiosamente, no había un solo plato de comida en toda la casa.

 Lo único que ágata siempre encontraba gracias a Lupe, una mujer que venía de vez en cuando, era su comida y un plato lleno de agua en un rincón que era solo para ella. Incluso los invitados de las fiestas nunca entraban allí. Aunque había habido una vez, en la que había encontrado a dos seres humanos allí pero el calor era tal que había salido corriendo al instante. Odiaba el calor.

 Y así siguieron las cosas, por meses y meses hasta que un día se quedaron las dos solas de nuevo. Ágata, apenas se despertó, corrió al cuarto de Yrina para despertarla con su ronroneo pero no había nadie en la cama. Seguramente, pensó la gata, estará en el baño. En efecto, la puerta estaba entreabierta y, con dificultad, Ágata pudo entrar. Su ama estaba tendida en el piso y tenía una bolsita al lado llena de algo que no pude saber que era.


 Cuando Lupe llegó, Ágata la atrajo hasta el baño y allí cambió todo. No solo fueron los gritos de Lupe ni que la llevaran a un hogar para animales. Era también el hecho de que, al final, mientras Lupe corría gritando por todos lados, Ágata se acerco a su ama y la olió. Entonces entendió que su vida iba a cambiar porque su ama ya no estaba. No se preguntó que sería de ella sino que pensó: “Que pasó con mi ama, con Yrina?”.

martes, 13 de enero de 2015

El puente de Mitor

   En el pueblo de Mitor, todo el mundo comía pescado. Era la carne más preciada, más vendida y, por lo tanto, más cara. Los pescadores eran casi adorados, porque pocos se atrevían a navegar mares tan poco predecibles como los que existían cerca de la ciudad. Tanto era el aprecio por ellos y por su producto, que la gente del pueblo había decidido construir un puente que comunicaría la costa con el pueblo, salvando el paso sobre una cañada ganando así veinte minutos de viaje entre el mar y la gente.

El puente tenía un solo arco, bastante amplio sobre el riachuelo que había abajo. Lo habían hecho así porque, en temporada de lluvias, el agua que bajaba de la montaña podría aumentar con violencia y no querían que la llegada de pescado se viera afectada. Se aseguraron de hacer la mejor obra de ingeniería y así fue. Foráneos envidiaban esta gran obra, y admiraban la organización que había requerido de parte de todos los ciudadanos de Mitor.

Desde entonces, el pescado llegó más rápido y, cuando se amplió el puerto y los astilleros, empezaron a llegar nuevos tipos de peces y otras criaturas marinas, que incluso se adquirían a través del comercio, algo impensable años atrás. Era una época de prosperidad para el pequeño poblado y esto se vio reflejado en todas partes. La gente empezó a ser más sana y la ciudad se renovó. Todo iba bien.

Esto hasta que una noche, ocurrió un evento que cambiaría todo. Resulta que una carreta grande, de esas que podían cargar varios kilos de pescado, se desplomó en la mitad del puente de la cañada. Esto ocurría aunque no con frecuencia. El procedimiento era sencillo: el pescador mandaba un mensajero para que vinieran rápidamente con otra carreta que pudiera llevar la carga a la ciudad con celeridad, antes de que se afectara la calidad del producto.

En aquella ocasión, se hizo exactamente igual. Mientras el pescador esperaba por la carreta, se acercó al borde del puente y miró las cascadas que formaba la cañada, descendiendo hacia el mar. Era sorprendente como el pescador conocía tan bien el mar pero de otros cuerpos de agua no sabía nada. De pronto se dio vuelta y se dio cuenta de algo: el montón de pescado era menos grande. Estaba seguro de ello. Miró para un lado y otro de la carretera pero allí no había gatos ni perros. Ningún tipo de animal que se hubiera llevado la carga. Y no había ni un alma cerca.

El pescador se apoyó en la baranda del puente y respiró hondo. Seguro era un error suyo causado por las largas horas de trabajo. La última expedición había tomado más de lo previsto pero había valido la pena. Se relajó un poco pero la dicha no duró mucho: oyó algo tras él y al darse la vuelta vio que solo quedaban unos pocos peces en el suelo. Pidió ayuda gritando y por fin alguien vino en su ayuda y así se propagó la noticia de los sucedido.

A decir verdad, casi nadie le creyó al comienzo. Creían que el hombre se había vuelto loco o trataba de excusar un robo deliberado a través de una historia bastante increíble. Pero eso terminó cuando más eventos iguales tuvieron lugar, siempre cuando el puente estaba solo y únicamente una carreta cruzaba por encima. La gente empezó a temerle al lugar y se propuso tumbarlo pero todos sabían que eso no era posible. Así que determinaron que las carretas solo podrían cruzar de a dos, o más, al mismo tiempo.

Y así se hizo. Pasaron los años, una y otra generación, cambiando de la carreta a los camiones, pero nunca cambiaron sus creencias. Los camiones grandes conectaban al pueblo por una autopista nueva pero los pequeños evitaban el peaje que les habían impuesto a través del puente viejo que solo tenía una regla: cruzar en pares. Visitantes y nuevos habitantes encontraban la tradición una tontería pero les parecía curiosa y ayudaron a que permaneciera.

Lo curioso era que incluso los camiones, bien cerrados y refrigerados, perdían algo de su carga cuando pasaban por el puente. No sucedía siempre pero si lo suficiente para que el mito perdurara. Se habían inventado varios cuentos a raíz de lo sucedido pero nadie sabía si alguno era real, si alguno de verdad retrataba lo que allí sucedía.

El turismo creció, en buena parte gracias al mito del puente y los pescadores. Se organizaban caminatas por la cañada, se vendían camisetas y recuerdos y planeaban visitas tanto al puente como al puerto y los astilleros. Los habitantes de Mitor aprovecharon el misterio que encerraba su pueblo para ganar dinero y atraer a los incautos. Inclusive cuadrillas de arquitectos e ingenieros visitaron el puente y revisaron cada metro pero no encontraron nada fuera de lo común, salvo que se encontraba en un estado excepcional para tener cien años de construido.

Lo que más fascinaba a los visitantes, era que durante los paseos o las caminatas, uno que otro aseguraba que había perdido algo o había visto a la criatura que lo robaba todo. Obviamente, la gran mayoría de avistamientos y sucesos eran mentira. Muchos solo querían tener la atención de otros sobre ellos e inventaban tonterías para ello. Pero, no se podía negar, había ciertos sucesos casi imposibles de explicar: la pérdida de algún objeto personal, muchas veces de comida, mientras veían sobre la baranda del puente.

Nadie investigaba ninguna de esas pérdidas. Se les atribuía a lo distraída que  era la gente con sus objetos personales. Algunas veces, si el robado insistía, se hacía una demanda pero eso nunca había servido más que para perder el tiempo o distraer al departamento de policía del lugar, que tenía un existencia más bien calmada.

Entonces, un buen día, llegó un joven historiador al pueblo. Él no estaba interesado en los cuentos que se decían sobre el puente y el pescado perdido. Él venía a catalogar, para la oficina de patrimonio cultural, varios de los edificios de la región. Era de resaltar, que Mitor tenía una de las iglesias más antiguas del país, de unos ochocientos años de antigüedad y otro par de edificios del mismo periodo.

Al comienzo el chico no se interesó en lo absoluto en la historia del puente, a pesar de que quienes lo ayudaban en su tarea insistían en que debía visitar el lugar ya que, así no le interesara la historia, el puente tenía una historia y arquitectura tan bella que ciertamente podría ser otro elemento del patrimonio de la nación. El chico aceptó ir pero solo cuando todo lo demás fuese clasificado. Así, pasaron dos semanas más en que el tipo solo trabajó en los antiguos edificios, fascinado por todo.

No estaba así cuando, por fin, tuvo que visitar el puente. Un miembro de la alcaldía local y un pescador veterano lo guiaron por el lugar, contándole la historia completa, los mitos, los cuentos, los rumores y todo lo que se debía saber. El joven estuvo ciertamente fascinado por la arquitectura de la estructura e, ignorando el mito, pidió conocer la parte inferior del puente.

Allí abajo estuvo un rato con los dos hombres un buen rato hasta que estos dos se aburrieron, ya que el joven solo estaba interesado en los detalles magníficos del puente. Le dijeron que enviarían a alguien para acompañarlo pero él no escuchó. Mientras estuvo solo vio que había mosaicos en las bases del puente y hubiera querido ver el otro lado también pero se conformó con quedarse allí, fascinado.

De pronto, sintió frío y un extraño viento revoloteó su pelo. Entonces perdió fuerza en sus piernas y cayó arrodillado al polvoso suelo. Se sintió enfermo, como si de repente una horrible enfermedad hubiera penetrado su cuerpo y este no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energía que tenía, tratóo de mover leste no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energque el joven solo estaba interesadoó de mover las piernas pero no quisieron responder. Se sintió mareado pero trató de respirar lentamente y no perder el sentido de la realidad.

Entonces sucedió algo que él sabía que era real pero que no podía haberlo sido, no tenía sentido alguno. De todas partes empezaron a salir animales: lobos, gatos monteses, osos y también otros menos peligrosos como castores, todo tipo de aves y otros mamíferos. Todos parecían verlo pero lo extraño del caso es que lo miraban con ojos brillantes de color azul, o eso veía él al menos. Después de un rato ya no vio nada.

Se despertó de golpe, horas después, en el hospital de Mitor. Dijeron que había sufrido un colapso nervioso y se había golpeado fuertemente contra el duro suelo bajo el puente. Él contó su historia pero esta vez, nadie le creyó. No era como las otras historias respecto del puente. De hecho, esta ni siquiera era una historia como tal sino una escena y una bastante extraña. El chico no volvió a repetirla y decidió irse lo más pronto posible.

Sin embargo, algunos escucharon su relato y así otra historia más se adhirió al mito del puente de Mitor, el puente que había unido a una comunidad con su bien más preciado. Pero que también había dañado irremediablemente el viejo ecosistema de la zona, que había tenido que adaptarse a las nuevas circunstancias, como pasó luego con la autopista.

Sea como fuere, el puente siguió siendo un atractivo único ya que la gente que iba sabía que no iba a ver nada pero de todas maneras aún iba. Era una especie de fe que los impulsaba y los hacía creer que la magia era posible.

lunes, 27 de octubre de 2014

Teko y el bosque

Era curioso por naturaleza. Así había nacido, uno entre diez hermanos y hermanas, y sus padres no lo querían menos por ello. Teko amaba explorar el bosque y, sobre todo, le gustaba observar a los humanos.

Siendo una comadreja, esto era aún más extraño. Teko muchas veces, mientras buscaba alimento con sus hermanos, pensaba en el mundo más allá del bosque. Conocían muy bien todos sus caminos, los árboles e incluso la inclinación de la montaña, pero no más allá de eso. Sus límites eran los caminos de los hombres, que pocas veces cruzaban.

Los padres de Teko habían construido una madriguera en lo más profundo del bosque para ocultarla de sus enemigos. Paradójicamente, muchas veces cazaban otros animales. Nada grande como los felinos que a veces merodeaban ni las grandes aves que los miraban con ganas sino roedores pequeños y demás animales de bosque.

Pero como se dijo antes, Teko era curioso, incluso se podía decir que aventurero. Muchas veces se alejaba más de la cuenta para buscar comida y cuando no buscaban ni se acicalaban, Teko recorría el bosque, subiéndose a los árboles más altos e incluso haciendo algunos amigos.

Los conejos y roedores les tenían miedo a su familia por obvias razones, por lo que el mejor amigo de Teko, fuera de su familia, era un topo negro que vivía bastante cerca. El topo era una conocedor del mundo, había ido a lugares que Teko jamás había imaginado.

Aunque su visión no era la mejor, el topo le había contado que más abajo, en bosques más densos y calurosos, había conocido criaturas más grandes y feroces. Tanto que se había devuelto a su hogar rápidamente. A diferencia de Teko, el topo no gustaba de las aventuras pero por su costumbre de excavar y excavar, muchas veces terminaba en ellas sin proponérselo.

Teko le preguntaba frecuentemente sobre los humanos y el topo le decía que no valía la pena esforzarse con ellos. No eran seres muy inteligentes aunque sí recursivos. El topo le decía que por todas partes había cosas hechas por ellos. Con frecuencia el se estrellaba bajo tierra con túneles duros, lo que lastimaba su nariz. Estaba seguro de que ellos eran responsables.

Un día Teko y su familia salieron a cazar, como siempre lo hacían, pero algo fue diferente y no para bien: un incendio tenía lugar en el bosque y toda criatura huía atemorizada de las llamas. La familia corrió, pasando su madriguera, colina abajo, hasta que dejaron de sentir el calor de las llamas. Todavía se sentía el olor a humo pero creían que podría haberse detenido allí.

Los más fuertes fueron por comida y los demás por una fuente de agua. Se encontraron tras varias horas y las noticias seguían siendo malas: el alimento había huido aún más abajo y los riachuelos que conocían ya no estaban, solo piedras y musgo. Sin más remedio, chuparon del musgo la poca agua que todavía tenían y siguieran colina abajo.

La situación se prolongó por días hasta que, después de regresar de patrullar, el padre les contó que las llamas habían desaparecido pero que el bosque había sido casi completamente destruido. Tanto así que su madriguera, antes en el medio del bosque, ahora estaba en el borde del mismo.

La familia tuvo que discutir que hacer: la primera opción era quedarse en la franja de bosque que quedaba y hacer una nueva madriguera. La otra era cruzar los caminos humanos en busca de otro bosque. Y además estaba el problema del agua que parecía haber desaparecido.

En un momento libre Teko buscó a su amigo el topo pero no lo encontró. Recordaba que él le había contado alguna vez de un gran charco de agua cerca del bosque y era necesario encontrarlo. Tal vez allí era el mejor lugar para hacer la nueva madriguera.

Pero el topo no llegó y tuvieron que decidir: lo mejor era arriesgarse. Era tremendamente peligro pero no había más que hacer. Así que todos juntos, los doce, esperaron a la noche y cruzaron los caminos humanos. Afortunadamente no se cruzaron con ninguno pero escucharon ruido extraños durante la travesía que parecía durar años.

Al día siguiente tuvieron que resguardarse en una granja humana y tuvieron que huir cuando uno de ellos trató de matarlos. Padre mordió al atacante, posibilitando que huyera la familia. Él fue herido en una pata pero por lo demás estaba bien.

Esa noche durmieron en un conjunto de árboles, donde crecía pasto alto. Teko vigiló el sueño de los demás y mientras lo hacía vio un pájaro negro revoloteando cerca, donde crecían plantas de humanos. Teko se le acercó y el pájaro casi lo ataca pero la comadreja le explicó la situación. El pájaro sentía mucho que ellos no tuvieran comida ni agua. Decía que robaba gusanos de las granjas para llevárselos a su familia, en un árbol cercano. Se hicieron amigos y conversaron hasta que Teko, cansado, se despidió para dormir un poco.

El día siguiente fue igual o peor. Casi los pisa una máquina humana, una niña los vio y gritó y el sol parecía tener más fuerza que nunca. Teko sabía que iban colina abajo y se preguntaba cuan lejos estarían de su antiguo hogar.

Llegaron por fin a una zona de pastos altos, con pequeños canales de agua. En el momento estaban inundados y la familia aprovechó para bañarse y saciar su sed. Además un par de ellos capturaron tres ratones, que fueron la comida del día.

Teko no podía dejar de pensar que había algo raro acerca del sitio. Mientras su familia terminaba de comer, él exploró en las cercanía y se dio cuenta que los pastos estaban en fila, como los canales. Y que sí había humanos pero no entraban en el lugar. Más raro aún, descubrió que el agua venía de muy cerca y fue allí cuando vio a su amigo el topo.

Estaba con la señora topo y parecían perdidos. Se alegraron de ver a Teko y le explicaron que habían huido del incendio hacia el gran charco pero que ese ya no estaba. Ahora había un hilo de agua que apenas ayudaba a todas las criaturas que habían venido hacía él.

En ese momento llegó el pájaro negro de la noche anterior y agregó algo importante a la conversación: él conocía el gran charco pero decía que había uno nuevo, hecho por los humanos.

Y fue así como los topos, el pájaro y la familia de Teko viajaron un día más hacia el nuevo charco. Era un lugar enorme y fue el topo el único que lo reconoció. Dijo que ese lugar era una montaña alta antes, con varias criaturas peligrosas viviendo en el valle. Era un sitio de calor y un poco menos cubierto de árboles.

La familia se decidió por asentarse allí y hacer una nueva madriguera. Mientras lo hacían, Teko exploró las cercanías con el topo y su nuevo amigo pájaro. Descubrieron que a un lado del gran charco había una pared pero no de tierra sino de algo más fuerte. Y esa pared parecía sostener el agua allí. Y parados sobre la pared vieron a lo lejos un sitio familiar: el gran charco anterior, ya seco y varios hombres con máquinas tumbando los árboles.

Desde ese día la familia se mudó más hacia adentro de el nuevo bosque y aprendió que los humanos jamás podrían ser considerados criaturas del bosque como ellos.

jueves, 9 de octubre de 2014

Lo Natural

Después de dejar el automóvil en la entrada, el pequeño grupo de personas esperó mientras el guardabosques iba por el guía, que estaba en una cabaña cercana alistando lo necesario para la caminata.

Los miembros del grupo eran siete personas: había cuatro mujeres y tres hombres. Ninguno se conocía con el siguiente, eran desconocidos los unos con los otros y habían tenido distintas razones para venir al parque.

Estaba, por ejemplo, Daniela. Era fotógrafa de corazón pero cardióloga de profesión. Siempre había querido tomar fotos de la naturaleza pero sus obligaciones en el hospital no dejaban que se alejara demasiado. Tenía 46 años y no se había casado. Su único compañero era Mateo, un gran danés que había querido traer pero el parque no admitía mascotas.

Al lado de ella estaba Clara. Era asistente en un estudio de moda y la habían enviado para revisar el sitio. Su trabajo era ver que posibilidades tenían ciertos sitios para ser utilizados como locación para fotografías varias. Ella no quería venir: era alérgica a muchas cosas y su nariz ya estaba roja en el transporte que los había traído.

El guardabosques volvió con otro hombre, un hombre bastante guapo. Las cuatro mujeres se quedaron mirándolo como tontas, por lo que no escucharon muy bien cuando el guía les explicó que el recorrido sería de tres horas, con un descanso en un hermoso lugar panorámico.

Vestidos con ropa térmica, se adentraron en el parque siguiente un sendero de tierra que pronto vieron cubierto de ramas, pasto y musgo.

Felicia y Amanda eran estudiantes. No habían venido juntas pero habían comenzado a charlar en el bus y ahora se ayudaban a no pisar los charcos de barro más peligrosos. Las dos tenían el mismo estilo: demasiado arregladas para un paseo por la naturaleza y visiblemente incomodas con todo. Ellos no sabían, pero tenían el mismo profesor. Y él les había puesto como tarea hacer un informe personal de un parque nacional. Él había asignado los parques y así, las dos distraídas chicas, estaban ahora haciendo equilibrio para no pisar plantas ni barro.

El guía ahora se detenía para mostrarles un amplio sector del páramo, que estaba cubierto de frailejones y de hongos. Mientras les explicaba las propiedades de algunas plantas, Rodrigo comía una barra de cereal. Estaba obsesionado con el ejercicio y las calorías y demás y había pensado que retar al cuerpo con la altura y una larga caminata era buena idea.

A su lado estaba Marcos, estudiante de biología, que se sentía como niño en una dulcería. Era el único que escuchaba con atención todo lo que decía el guía y anotaba algunas cosas en una pequeña libreta. Incluso hacía preguntas y algunos comentarios que buscaban denotar su conocimiento de la zona.

Por último estaba Walter. Era un hombre maduro, apasionado por la naturaleza, recorriendo el mundo visitando cuanto parque o reserva pudiera encontrar. Había dejado atrás una vieja casa en Londres para hacer su travesía y no extrañaba su casa en ningún momento. Eso sí, estaba cansado. Había llegado de Ecuador hacía unas horas y no había tenido la oportunidad de dormir como se debe.

El grupo siguió caminando por el sendero hasta llegar a un pequeño bosque que cruzaron con cuidado. El guía ayudaba a las chicas y a ellas se les olvidaba todo, encantadas de que les cogiera la mano para ayudarlas a seguir el camino.

Había llovido a cántaros y se notaba: no había animales en ninguna parte, ni siquiera en el cielo. El guía les contaba que alguna vez habían visto cóndores pero que ya nadie sabía muy bien si existían en los terrenos del parque. Eran criaturas muy sensibles. Al igual que osos y ciervos, que tal vez verían, según él.

Apenas salieron a un claro, se cumplió lo que había dicho. Les indicó que hicieran silencio y que no se movieran ya que había un pequeño venado con su madre sobre una superficie plana, no muy lejos de un abismo.

Todos sacaron sus cámaras fotográficas y tomaron un par, a tiempo, antes de que los animales se asustaran cuando Felicia tropezó y cayó de frente contra el suelo. Se llenó de barro y dañó su cámara. La ayudaron a pararse mientras ella sollozaba y decía que nunca se graduaría. Amanda dijo que le prestaría sus fotos y el guía se alejó apenas pudo: odiaba las mujeres quejumbrosas.

Se reunieron en el sitio donde estaban los venados y el guía les dijo que era hora del descanso. Mientras sacaban de comer, les advirtió que no podían dejar basura, ni siquiera restos de comida porque un oso podría seguirlos y eso no era muy buena idea.

Walter y Daniela se acercaron al abismo que había cerca del plano donde habían estado comiendo los venados. Aunque con pésima visibilidad, podían ver el cañón que había abajo y las montañas verdes que se extendían muchos kilómetros más allá.
Y los dos empezaron a charlar, en inglés, ya que Daniela sabía muy bien el idioma por sus estudios. Rodrigo había sido odontólogo y compartieron anécdotas médicas mientras comían compartían un paquete de galletas.

Marcos hablaba con el guía, con quien compartía un sandwich. Hablaban de las nuevas especies descubiertas en Guyana y lo que significaba poder descubrir nueva vida en un mundo ya viejo.
El guía se sentía muy a gusto hablando con Marcos, ya que compartían ese gusto enorme que él tenía por los animales y la vida en general.

Felicia le decía a Amanda que fotos tomar y como tomarlas y ella asentía ante todas las peticiones de la otra. Amanda era del tipo de chica que quería caer bien y Felicia del tipo que le gustaba tener el control. Y lo hacían de maravilla.

Rodrigo hablaba con Clara de sus ambiciones de ser modelo para diferentes marcas y ella solo asentía. Ya conocía a los modelos y sabía que el tipo iba a hablar horas, quisiera ella o no. La joven solo sonreía en los momentos apropiados, asentía y pedía, en sus adentros, largarse de allí lo más pronto que se pudiera.

Pasados unos minutos el guía dijo que tenían que continuar. Revisó minuciosamente el sitio donde habían comido y, tras recoger una envoltura de barra de cereal tirada, prosiguieron con el recorrido. La idea era bajar a una zona del cañón para buscar vida salvaje y luego volver a subir por un lugar que no habían pasado, donde solo crecía musgo y habían restos arqueológicos.

Y así lo hicieron. Bajaron, unos quejándose más que otros, hasta encontrar el arroyo que pasaba por el cañón. Les advirtió no tomar de allí ya que podían contaminar el lugar. Felicia ordenaba a Amanda tomar fotos y Rodrigo ya ni se molestaba en fingir poner atención: se había puesto los audífonos y oía música electrónica.

Tras no ver nada en el cañon, subieron con dificultades por un tortuoso sendero hasta una pequeña meseta, despejada. Allí no crecía nada más que brotes de musgo. Habían varias piedras distribuidas por el sitio, algunas hundidas en el suelo. Formaban una marca circular, con otro circulo adentro de ese. La sensación fue de asombro general.

Todos tomaron fotos e incluso posaron junto a las rocas. Y después, en silencio, cada uno dio una vuelta por el lugar. Según el guía, esto era tradición.

Rodrigo pensó en que le gustaría no sentir tanta presión de todos, por ser más y mejor. Walter quiso volver a su hogar y dejar flores en la tumba de su mujer. Marcos tomó una decisión: haría un año académico en Brasil. Y el guía solo inhaló el aire puro y agradeció estar allí todos los días.

Amanda pensó en que querría tener un buen trabajo al salir de la universidad, mientras que Felicia solo pensó en pasar la materia. A Daniela se le aguaron los ojos pensando en lo sola que se sentía todos los días y Clara, como Marcos, tomó una decisión trascendental: dejaría la agencia para dedicarse al teatro, su verdadero amor.

Algo más felices de lo que habían entrado, el grupo dejó el parque tras media hora más de caminata. Le agradecieron al guía y al guardabosques y se alejaron en el pequeño bus que los había traído.

Antes del anochecer, un oso de anteojos visitó el sitio arqueológico, también llamado Templo de la Revelación. Y la criatura se sentó allí largo tiempo hasta que fue de noche y se alejó para cazar.