Había ventiladores en todas las habitaciones
del hospital y en cada pasillo e intersección de los mismos. En parte era por
el calor pero también, según decía, era para disipar los olores que pudiera
haber en el ambiente. El sitio donde había más aparatos funcionando era el ala
norte, donde estaba la unidad de quemados. Era un lugar que todos los
trabajadores del hospital evitaban a menos que tuvieran algo que hacer allí.
Los deprimía tener que ver las caras y escuchar las voces de aquellos
perjudicados por el fuego.
Pero había gente a la que eso no le importaba.
A Juan, por ejemplo, le gustaba pasarse sus ratos libres leyéndoles a los
enfermos. Eran gente callada, ya que hablar requería a veces mucho esfuerzo.
Incluso quienes estaban curando por completo y todavía estaban allí, preferían
quedarse a ser pasados a otra habitación o a salir del hospital. Al menos allí
se sentían como seres humanos y todo era por el trabajo que hacían Juan y
algunos médicos.
Les había leído algunas de las obras de
Shakespeare y también cuento infantiles y libros de ciencia. Incluso a veces
traía su libreta electrónica y les leía noticias o cualquier cosa que
quisieran. Ellos no tenían permiso para tener ningún aparato electrónico
mientras estuvieran en el hospital, así que a muchos les venía bien cuando Juan
tenía algún rato libre y les venía a leer, sin hacer preguntas incomodas ni
revisiones trabajosas. Eso lo dejaban para otros momentos.
Juan lo hacía porque le gustaba pero también
porque, desde que había presenciado él mismo un incendio, había quedado algo
traumatizado con el evento y juró ayudar a cualquier persona que sufriera de
algo tan horrible. Algunos en el pabellón eran niños, otros adultos e incuso
había un par de reclusos. Estaban amarrados a la cama con esposas y siempre
hacían bromas bastante oscuras, que el resto de los pacientes trataban de
ignorar.
Uno de ellos, Reinaldo, se había quemado el
cincuenta por ciento del cuerpo al tratar de prenderle fuego a la bodega de su
primo, al que le había empezado a ir muy bien importando revista de baja
circulación y especializadas. Tuvo la idea de quemarlo todo para que su primo
no pudiera recuperarse jamás y dejara de echarle en cara su éxito.
Pero no calculó bien y se asustó en un
momento, en el que se echó algo de gasolina encima y ni cuenta se dio. Cuando
prendió el fuego y empezó a reírse como un maniático, ni se había dado cuenta
que su pierna ya ardía. Pasados unos segundo empezó a gritar del dolor y se
echó al suelo a rodar. Los bomberos que acudieron a apagar el incendio lo
ayudaron y fue durante su recuperación que se supo, por videos de vigilancia,
que él había sido el culpable.
Ahora se la pasaba haciendo chistes horribles
y asustando a los niños. Desafortunadamente, a pesar de pedirlo mil y una
veces, los directivos del hospital no había aprobado pasar a los niños a otra
habitación solo para ellos. No tenía sentido alguno que compartieran espacio
con asesinos y con gente mayor que manejaba todo lo sucedido de una manera muy
diferente.
Los niños, por ejemplo, casi nunca lloraban ni
se quejaban de una manera explicita. Solo cuando estaban siendo revisados de
cerca por los doctores era que confesaban su dolor y su tristeza. Era porque
les daba pena decir como se sentían y también algo de miedo porque estaban
solos, sin sus padres como apoyo todos los días. Lo peor era que un par de
ellos habían sido abandonados por sus padres, que jamás se habían molestado en
volver a para saber que pasaba con sus hijos.
Juan trataba de distraerlos, dándoles libros
para colorear y haciéndoles jugar para que olvidaran donde estaban y porqué
estaban allí. Él sabía que, al final del día, esas distracciones se desvanecían
y la realidad se asentaba de nuevo en las cabezas de los niños. Pero trataba
que su día a día fuera más llevadero para poder superar sus dificultades. Los
niños eran mucho más fáciles de comprender que los adultos, eran muchos más
tranquilos, honestos y, en cierta medida, serios. No había que hacer gran
esfuerzo por convencerlos.
El resto del pabellón de quemados era difícil,
por decir lo menos. Eran amas de casa quemadas por sus maridos o por accidente.
Eran hombres que habían tenido accidentes en sus trabajos y ahora no podían
esperar para volver a su hogar y empezar a trabajar de nuevo. Eran personas que
estaban apuradas, que querían salir de allí lo más pronto posible y no
escuchaban recomendaciones pues creían que su edad les daba mayor autonomía en
lo que no entendían.
Había una mujer incluso que había sido quemada
por su esposo una vez. Él le había acercado la mano a la llama de la cocina
porque había quemado su cena. La quemadura, menos mal, no era grave. Pero Juan
la atendió y la volvió a ver un mes después, con algo parecido por en la cara.
Ya a la tercera vez fue que vino en ambulancia y supo que toda la casita donde
vivía se había quemado.
Y aún así, a la mujer
le urgía correr hacia su marido, quería saber como estaba y si su casa estaba
funcionando bien sin ella. No escuchaba a los doctores ni a nadie que le dijera
cosas diferentes de lo que quería oír. Juan pensaba que era casi seguro que
volviera de nuevo si era dada de alta y tal vez incluso directamente al sótano
del hospital.
Cuando no lo soportaba más, se iba a los
jardines del hospital y se echaba en el pasto. Se le subían algunos insectos y
el sol lo golpeaba en la cara con fuerza, pero prefería eso a tener que
soportar más tantas cosas. Era difícil tener que manejar tantas personalidades,
sobre todo de aquellos que se rehusaban a entender lo que les pasaba y querían
seguir haciendo con su vida exactamente lo mismo que antes.
Incluso los niños lo cansaban después de un
rato. Cuando ya había mucha confianza, algunos empezaban a hablarle como si
fuera su padre o algo parecido y eso no le gustaba nada. Tenía que cortarlos
con palabras duras y se sentía fatal al hacerlo pero un hospital no era un
centro de rehabilitación para el alma sino para el cuerpo. No se las podía
pasar de psicólogo por todos lados, tratando de salvar a la gente de si misma.
Ya tenía su vida para tener que manejar las de los demás.
Cuando alguien, otro miembro del personal, lo
encontraba en el jardín, sabían que el día había sido difícil. La mayoría no le
decía nada pues cada doctor en el mundo tiene su manera de distanciarse de lo
que ve todos los días. Incluso los que tienen consultorios y atienden gente por
cosas rutinarias, deben hacer algo para sacar de su mente tantas cosas malas y
difíciles de procesar. Algunos fuman, otros comen, otros hacen ejercicio, o
gritan o algo hacen para sacar de su cuerpo todo eso que consumen al ser
especialistas de la salud.
Pero Juan siempre volvía al pabellón de
quemados. Era lo suyo, no importaba lo que pasara y trataba siempre de hacer el
mejor trabajo posible. Cuando tenía un par de días libres, los pasaba haciendo
cosas mus distintas, divirtiéndose y tratando de no olvidar que todavía era un
hombre joven y que la vida era muy corta para tener que envejecer mucho más
rápido por culpa de las responsabilidades y demás obligaciones.
Cocinaba, tenía relaciones sexuales, subía a
montañas rusas, hacia senderismo, tomaba fotos,… En fin, tenía más de una
afición para equilibrar su mente y no perderse a si mismo en su trabajo. Esos
poquísimos días libres en lo que podía ser él mismo o, al menos, otra versión
de Juan, eran muy divertidos y siempre los aprovechaba al máximo.
Pero cuando volvía al hospital lo hacía con
ganas renovadas pues creía que podía hacer alguna diferencia y no se cansaba de
intentarlo. De pronto la mujer no volvería más si le hablaba con franqueza, de
pronto el pirómano se calmaría con sus palabras y tal vez los niños no
resentirían al mundo por lo que les había pasado. Juan se esforzaba todos los
días por dejar una marca, la que fuera. Esa era su meta.