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lunes, 13 de junio de 2016

Como un vampiro

      Mi casa parece la casa de un vampiro. No porque esté ubicada en una colina lejana con rayos y centellas detrás o porque tenga muchos pasillos secretos y un sótano lleno de ataúdes. Lo digo por los espejos: no hay ni uno solo. Al comienzo, cuando volví, se me hacía raro ir a cepillarme los dientes al baño y no tener donde mirarme. Lo mismo con el espejo que solo había sobre el mueble de la sala, que siempre había hecho parecer que mi pequeño apartamento era mucho más grande de lo que era.

 También habían sido retirados los espejos más pequeños, casi todos en mi habitación y en el baño. Lo único que daba un reflejo era, a veces, los vidrios de las ventanas y los charcos de agua que se hacían en el baño cuando usaba la ducha. No podía culpar a mi familia por haber tomado semejantes decisiones. Al fin y al cabo, tenía dos marcas bastante notables en las muñecas que me recordaban porqué no podía mirarme al espejo nunca y también porqué todavía no estaba listo para volver a hacerlo.

 Hacía casi un año había vuelto a casa, después de vivir un año en una institución alejada de la sociedad. Estaba en el campo, donde había animales para acariciar y gente amable que hacía preguntas con mucho cuidado. Allí me curé de mis heridas y fui, poco a poco, recuperándome de todas ellas, las físicas y las mentales. Creo que el proceso fue muy rápido y todavía me da algo de miedo que todo haya sido tan apresurado. ¿Que tal si no funcionó?

 Supongo que tendré que esperar a ver para saberlo. Es un problema con el que tendré que vivir, lo mismo que con las cicatrices en mis muñecas y con el hecho de no tener espejos. A todo se acostumbra uno. Lo mismo sucedió con mi trabajo que, obviamente, no había esperado por mi mientras estaba encerrado. Tuve que empezar a buscar algo que hacer y lo encontré teniendo dos trabajos en casa. Tuvieron que ser dos para poder pagar las facturas y demás.

 El primer trabajo es muy simple. Soy vendedor por teléfono de productos lácteos para una gran empresa. Desde temprano en la mañana hasta la hora del almuerzo, me la pasa llamando a oficinas y a diferentes tipos de personas, preguntándoles por sus pedidos de yogures, quesos, leche y demás productos. Algunas veces son colegios y otras veces supermercados. Es muy aburrido pero pagan a tiempo.

 Sin embargo, pagan mal y por eso necesito el otro trabajo que hago en las tardes, hasta las ocho de la noche. Soy asistente técnico para una compañía que provee servicios de internet y de telefonía. La verdad es que mi horario no es estable y puede terminarse antes o muchos después, eso depende de cuando llegue alguien a cortar mi tiempo con los clientes. Es casi al azar.

 Los días son pesados pero, gracias a que sé negociar y utilizar mis incapacidades, no trabajo los fines de semana. Esos dos días los tengo solo para mí. Los sábados normalmente son los días más activos, en los que recibo la visita o visito yo mismo a mis padres. Siempre tienen mucho que decir y mucho que hacer. Sea como sea, siempre que me veo con ellos hay comida por montones, sea que la hacen o sea que pedimos a domicilio. Siempre me dicen que me veo flaco y triste pero creo que eso es algo que ya no se puede arreglar y trato de bromear al respecto.

 A veces las bromas salen muy mal y hago llorar a mamá o enojar a papá. Todavía es difícil hablar del tema, de mi tiempo lejos de todos y de porqué no hay espejos en la casa. Es algo delicado y, la verdad, tratamos de que no sea necesario hablar del tema. Porque no lo es. Nadie necesita escuchar esa historia por enésima vez, nadie necesita revivirlo todo de nuevo, ni ellos ni yo, así que simplemente no lo discutimos.

 Los sábados también suelen ser para salir a dar una vuelta. Normalmente voy con ellos, casi nunca solo. Me acompañan a comprar ropa, a comer algo, a ver gente por aquí y por allá. A pesar de que gano mi dinero, todavía necesito el apoyo económico de mis padres. Sin él no tendría que vestir ni tampoco electricidad para cocinar o para tener la luz prendida toda la noche como me pasa seguido.

 Tengo que confesar que no son pocas las veces que me siento mal por ello. No creo que mis padres tengan la responsabilidad de cuidarme a esta edad todavía pero lo hacen sin decir nada más. Al comienzo, cuando apenas había vuelto del “lugar”, me tuve que quedar con ellos y fue tras mucho insistir que me dejaron volver al apartamento que alguna vez había comprado con dinero ganado en mi trabajo anterior.

 Cuando los convencí que podía vivir solo, decidieron que lo mejor era traerme bolsas llenas de cosas. Me compraban ropa y la traían directo de la tienda o venían con bolsas y bolsas del supermercado. Pasaron un par de meses, en los que venían varios días en la semana, antes que escucharan y entendieran que yo no necesitaba actos de caridad de nadie. No quería que me regalaran las cosas como si no tuviese pies o manos.

 Lo mejor que pudieron hacer fue llevarme a los lugares y limitar sus compras. Tampoco quería que se gastaran el poco dinero que tenían en mi. Pero querían ayudar con tanto ahínco que los dejé que me hicieran un pequeño mercado cada mes y que me compraran una prenda de vestir cuando yo se le los pidiera. Era lo máximo que podía normalizarse nuestra relación después de lo ocurrido.

 Fue en uno de esas salidas a comprar ropa en las que me volví a mirar en un espejo. Normalmente me compraba todo acorde a las tallas y si había que hacer arreglos pues mamá haría su mejor esfuerzo. Pero para comprar pantalones era mejor probármelos, porque cada marca era distinta, todas las tallas, así fuesen del mismo número, no eran iguales en un almacén que en otro. Entonces me decidí por dos modelos en una gran tienda e hice la fila para entrar a los probadores. Yo empecé a sudar allí, pues me molestaban tales aglomeraciones.

 Desafortunadamente para mí, la fila se movió con rapidez. Me tocó en el último probador en un pasillo estrecho y apenas entré, caí en cuenta del espejo. Al comienzo, lo ignoré completamente. Hice el ejercicio de darle la espalda y quitarme los pantalones que tenía puestos así. Me temblaba todo y me demoré más de lo normal quitándome la ropa. Casi tropiezo al quitarme los pantalones de los tobillos y fue entonces, casi en el suelo, que mis ojos se tropezaron con mi reflejo.

 Todo volvió a ser como ese día, hacía casi dos años. Lo recordé todo de golpe, cada detalle de esa escena en la que había cogido a puños el espejo del baño hasta destrozarlo. Mis puños sangraban pero no había terminado. Tomé uno de los trazos más grandes y, sin dudas, me corté las muñecas como pude. Por suerte, era sábado y no demoraron en encontrarme unos amigos que venían a tomar algo todos los fines de semana.

 Me puse de pie en el vestidor a pesar de estar mareado. Creí que iba a vomitar pero me contuve. Miré los pantalones que esperaban a ser probados pero me di cuenta entonces que me sentía muy débil. Todo me daba vueltas y mis brazos se sentían como hechos de papel. No era momento de probarme ropa ni nada de esas tonterías. Como pude me puse mis pantalones de nuevo y salí corriendo de allí. Les dije a mis padres que compraran los de mi talla.

 Cuando volví a casa, fui directamente a la cama. Me quité la ropa y me acosté boca abajo. Tenía ganas de llorar pero no lo hice, no había lágrimas en mis ojos. Sin embargo no podía dejar de pensar en como se sentía el vidrio sobre mi piel y mis manos destrozadas por el vidrio del baño. Instintivamente, me miré las muñecas y los nudillos. Cualquiera vería con facilidad lo que había dejado ese episodio de mi vida en mi cuerpo.


 Como era común, no pude dormir en toda la noche. Me la pasé pensando, en la oscuridad, en los sentimientos que me habían hecho destrozar ese espejo. Recuerdo bien que lo destrocé simplemente porque me vi en el él y no soportaba verme. Aún hoy, eso no ha cambiado. Agradezco a mi familia que haya convertido mi casa en la de un vampiro.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

La esfera

   La esfera seguía caliente al tacto, aunque no tan caliente como debería de haber estado después de estar más de diez minutos en un horno de fundición. Era increíble como semejante objeto tan pequeño, liso y redondo se resistía a ser destruido, como si fuera mucho más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Era una esfera dorada y pesaba en la mano según la persona que la cargara. Era algo muy curioso, pues ya había sido comprobado que muchas personas no eran capaces de levantarla del suelo, mientras que otros podían jugar con ella cómodamente.

 Nadie sabía de donde había salido el objeto. Uno de sus dueños pasados, un escritor especialmente curioso, se dedicó a trazar la línea temporal del objeto pero no llegó muy atrás y los que la tuvieron después se encontraron con el mismo problema. De hecho, la gente en el siglo XXI se las vio negras para descifrar su existencia, pues las huellas humanas no quedaban impregnadas en la esfera. Por mucho que la tocaran, así la mano estuviera fría o caliente, húmeda o seca, no había manera de dejar marca alguna sobre el pequeño objeto. Era como si se negara a ser contaminada.

 Y eso no solo era con las huellas sino en general. La esfera había pasado de un lugar a otro a través del tiempo, de estar en cofres señoriales a encerrada bajo vidrios protectores. Pero nadie podría haberlo sabido pues la esfera parecía tener una conciencia más allá de su pequeño tamaño. Nadie se lo explicaba ni se lo preguntaba pero no existían registros, en ninguna parte, de la existencia de dicho objeto. En ningún museo donde había estado había registro de la esfera, ni en colecciones privadas, ni siquiera en correspondencia electrónica. El objeto borraba sus pasos.

 Desde hacía mucho algunos de sus dueños habían notado como, si se le sacudía por un tiempo definido, se podía escuchar dentro de la esfera algo así como un murmullo. Era como lo que sucede con las caracolas en las que se puede oír el mar, aunque lo que se oye es el viento pasando por los diferentes compartimientos de la estructura. Pero la esfera no era una estructura, al menos no de manera visible para el ser humana. Y sin embargo se escuchaban esos extraños sonidos. Uno de sus dueños reflexionó diciendo que le sonaba como el mar y otro dijo que eran voces, no una, sino muchas voces hablando pero sin distinguirse.

 Hubo quienes usaron todo tipo de herramientas y métodos para poder abrir la esfera. La intriga a veces los volvía locos, y querían saber definitivamente que era lo que poseían y si había algo en el interior que cambiara su visión de lo que pensaban del objeto. Pero ni las armas más potentes ni los líquidos más nocivos fueron capaces de abrirla. Meter la esfera en una fundición había sido la idea de uno de sus desesperados dueños, pero tampoco había funcionado.

 La esfera cambiaba de manos con regularidad y no era que pudiera moverse sola o algo por el estilo sino que todos sus dueños tenían la costumbre de perderla o de morir inesperadamente. Muchos se castigaban diciendo que eran torpes y la habían dejado en algún lado perdiéndola tontamente. Eso le había pasado a una de las reinas europeas, que reclamaba haberse dejado la esfera en uno de sus carruajes. Incluso ejecutaron a dos de sus conductores por sospecha de robo pero jamás pudieron probar nada al respecto.

 Ahí, de nuevo, aparecía esa extraña voluntad que tenía la pequeña bola. Era como si ella quisiera que la perdieran, como si quedarse demasiado con un solo ser humano fuese demasiado para ella. Sus actitudes habían sido extrañamente documentadas por su propietario más duradero. Había sido un monje de la Edad Media, enclaustrado en un monasterio alejado de todo, que había encontrado la esfera en uno de los campos que abastecía a todos los monjes con cereales.

 Justo era su nombre y él fue dueño de la esfera por unos cincuenta años, más tiempo que ninguna otra persona que, de hecho, le bastó para estudiar el objeto lo mejor que pudo y sacar varias conclusiones. Sus notas se perdieron en el tiempo, seguramente por voluntad de la esfera, pero es casi seguro que Justo descubrió esa fuerza que residía dentro del objeto dorado. Se le perdió varias veces pero siempre la recuperó hasta que murió y alguien la robó del monasterio.

 Él concluyó, poco antes de morir, que sí eran voces provenientes de la esfera y, siendo un hombre religioso, concluyó que esas eran las almas en el purgatorio pidiendo al Señor que las ayudara a ascender a los cielos para estar cerca de Él. Esto, por supuesto, fuero conjeturas hechas por una persona de una época con rasgos bastante marcados. Aunque muchos más que oyeron los sonidos declararon que eran las voces de los demonios, otros más dijeron que eran seres humanos muertos o incluso personas al otro lado del mundo. Incluso un científico teórico de renombre que fue dueño del a esfera por ocho años, creyó que con ella podría probar la existencia de varias dimensiones.

 No era difícil entonces que la esfera intrigara tanto a los seres humanos. Aquellos que podían manipularla con facilidad, a menudo establecían una relación especial con el objeto, guardándolo cerca o incluso teniéndolo consigo en la cama por las noches. Una joven pobre que fue su dueña por trece años ponía la esfera siempre bajo la almohada y así dormía mejor, con su calidez y su especie de ronroneo constante. La joven veía a la bola como su objeto más preciado y fue el peor momento de su existencia cuando esta desapareció de repente.

 Las muertes alrededor de la esfera eran comunes, incluso se había manchado de mucha sangre en diversas ocasiones pero, como pasaba con el resto de manchas, simplemente no quedaba impregnada en su lisa superficie. Por supuesto había habido gente enloquecida que había matado por tener posesión del objeto, pero en esos casos la bola no duraba ni un año en su siguiente hogar. Aunque parecía que generaba la muerte, la esfera parecía escapar de ella, alejándose de cualquier caos y prefiriendo quedarse en hogares más calmados, sin tanta excitación.

 Había sido adorno, juguete sexual, juguete, amuleto y muchas cosas más. En sus superficie limpia había querido asentarse el polvo de la Historia, pero la esfera parecía no estar cómoda con la idea de hacer parte de ella. No quería ser una posesión más y jamás lo había sido de verdad. Siempre era un préstamo temporal y siempre era una evolución tras otra, a veces acelerada y a veces a paso lento.

 Por todo el mundo la habían visto y la esfera no rechazaba de ninguna manera porque no temía al ser humano como tal si no a su capacidad de pensar siempre en lo que lo podía destruir. Se podía creer que eso era lo que reflexionaba la esfera antes de desaparecer, de impulsar su desaparición de una de las grandes casa donde había residido o incluso de las chabolas donde también se había asentado por largos periodos de tiempo.

 Si los registros se hubiesen preservado, se podrían haber trazado rutas a lo largo de mapas y se podrían haber creado líneas temporales. Pero aún así, jamás se podría haber predicho adonde iba a ir la esfera después o cual era su verdadero origen. Estas dos cosas eran los secretos más profundamente guardados en referencia a esa pequeña bola dorada.

 Como el material siempre parecía nuevo, era poco probable que el creador original hubiese tallado su nombre o una marca especial para catalogarlo como suyo. Y como era de una forma tan genérica no había manera de atribuirle el objeto a ninguna civilización en particular. Lo único que podía hacerse, y ni siquiera era algo que ayudara mucho, era concluir que había sido hecha en algún lugar donde hubiera oro. Pero incluso eso era discutible porque muchos de sus dueños habían dudado de que ese material fuera de hecho oro. Lo parecía pero tal vez no lo era.


 Mujeres y hombres fueron sus poseedores y la esfera siguió allí, en un rincón, a un lado de los eventos de la Humanidad. Y cuando no hubo más humanidad, la esfera simplemente se quedó sola y las voces dentro de ella dejaron de hablar, conscientes de que no habría nadie más, jamás, que pudiese escucharlas.

viernes, 21 de agosto de 2015

¡ Muerte !

  Era difícil darnos la mano para subir por las grandes rocas que cubrían el ascenso. Su mano estaba cubierta de sangre y la mía se resbalaba un poco por el asco pero también por lo fresca que estaba. Podía sentir el olor a hierro por todos lados, como si no fuera sangre sino algún tipo de liquido metálico que se nos hubiera untado en el camino. Peor no estábamos de paseo o por gusto en semejante lugar. El bosque era hermoso pero era el escenario de nuestro escape del lugar más horrible del que jamás hubiéramos oído y en el que habíamos tenido la desgracia de sobrevivir por más días de los que podíamos contar en la cabeza. De hecho, yo no estaba seguro desde hace cuanto no veía el sol.

 Pero ahora era ese mismo sol el que me ardía en el rostro y sin duda ya me había quemado la cara. Correr y subir y bajar en semejantes condiciones era inhumano pero así eran ellos. Nos habían atrapado, o eso creíamos, y nos habían internado en ese lugar, construido parcialmente bajo el lecho de un lago. Alrededor solo había este bosque, que parecía continuar por varios kilómetros. Sentí el roce de una bala por el hombro izquierdo y menos mal me dejé caer pues una bala iba hacia mi cabeza pero falló su meta. Él me tomó de la mano de nuevo y me haló. Era mucho más atlético que yo y podía correr casi sin respirar o pensar. Llegué a pensar que era un robot hasta que cayó sobre unas piedras y algo de sangre empezó a brotar.  No hablábamos, solo corríamos.

 Los guardias nos seguían con sus armas mortales y el deseo obvio de matarnos y yo solo quería que todo parara. Era ese mismo sentimiento el que me había llevado a escaparme en un principio y por pura coincidencia, por raro que parezca, él estaba huyendo en ese mismo instante. Nos unimos y asesinamos a muchas persona, entre personal con batas médicas y guardias descuidados. Lo hicimos con cuchillos que encontramos, instrumentos médicos que habían utilizado en nuestros cuerpos o las armas que ahora usaban para cazarnos como animales. Era increíble, pero matar se me hacía fácil, tal vez porque yo no los veía a ellos como seres humanos. Para mi ellos eran los robots, los autómatas que cada noche nos torturaban.

 Metían cosas en nuestros cuerpos, o quitaban partes para poner otras o para no poner nada. Yo tenía cicatrices que no recordaba y, de hecho, ese era mi más grande problema y al parecer el de todos en el laboratorio. Todo el que podía gritar, incluyéndolo a él, decían que no podían recordar nada. De hecho eso fue lo único que me dijo antes de tomar mi mano y echarnos a correr. Y yo estaba igual, con la mente totalmente en blanco o en negro o como se diga. No había nada allí adentro, ningún recuerdo de mi vida anterior al laboratorio. Era como si se hubiesen asegurado de que nunca indagara sobre mi mismo para así pertenecerles para siempre. Pero eso ya no era así.

 Seguimos corriendo hasta que encontramos un abertura entre las rocas y nos metimos allí. Él tenía un cuchillo y yo una arma eléctrica. Si se acercaban, debíamos matarlos y al menos así tendríamos algo menos de que preocuparnos. Pero nunca llegaron adonde estábamos escondidos. Esperamos horas y horas pero parecía que o se habían dado por vencidos o simplemente estaban esperando a que saliéramos para darnos el tiro de gracia al aire libre. Era poco probable que nos quisieran vivos, pues nuestra memoria de corto plazo nos indicaba que cada día llegaban nuevos cuerpos para usar en experimentos. No digo pacientes porque no lo éramos y tampoco prisioneros. Esclavos se parece más pero no es correcto.

 Me dejé caer sobre el suelo arenoso de la cueva y empecé a llorar. No me importó hacer algo de ruido y, al parecer, a él tampoco. Me sentía vacío, impotente, incapaz de salir de ese ciclo. Me dolía el cuerpo ahora más que nunca y la verdad era que yo no quería escapar sino que quería morir. Para que saber que era la vida después de todo lo que me habían hecho. Porque muchas cosas las recordaba con claridad y eran esos recuerdos los que quería eliminar para siempre, arrancarlos de mi cerebro. Pero eso no era posible así que lo mejor era suicidarme y dejarlo todo atrás. Haciendo más ruido, cargué al máximo el arma eléctrica y me dispuse a dispararme en la frente pero entonces él pateó el arma al mismo tiempo que los guardias irrumpieron en la cueva.

 El arma le dio a uno de lleno en la frente y lo dejó revolcándose en el piso, retorciéndose de forma grotesca y echando espuma por la boca. El otro se abalanzó sobre mi pero él me protegió y le clavó el cuchillo en el estomago varias veces. De nuevo me tomó la mano pero esta vez me dijo que debíamos alejarnos lo más posible ya que solo enviarían más guardias si se daban cuenta que los que habían salido no llegaban. Según él, teníamos hasta la puesta de sol  para alejarnos. Eso me dio algo de energía para correr de su mano y tratar de no respirar tal como él lo hacía. Varias ramas no pegaban en el rostro y los pies los teníamos destrozados con tanta cosa tirada en el suelo del bosque.

 Cuando la luz empezó a cambiar, llegamos a unas colinas que subían cada vez más. Cuando no hubo más luz, estábamos en la cima de la colina más alta de todas. Estaba bien cubierta de musgo y matorrales pequeños y desde ella se veía el lago que tornaba verdosa la luz del laboratorio. No se veían la entrada del sitio, por donde habíamos escapado matando a mucha gente, ni tampoco se veía a los guardias que ya debían de haber salido a buscarnos. Caminamos un poco más, hasta estar del otro lado de la colina, un sitio cubierto por algunos charcos de agua estancada y árboles increíblemente altos que parecían salir de un cuento ya olvidado hace mucho.

 Con algo de asco tomamos agua de uno de los charcos entre las manos y tomamos. No sabía bien pero tampoco era horrible y sin duda era mejor que deshidratarse. La comida que nos daban en el sitio era intravenosa así que cualquier tipo de liquido era una mejora. Yo no sabía bien de donde había adquirido la fuerza para aguantar semejante escape pero sabía que no era algo natural o por lo menos de mi cuerpo. Era algo más, como adquirido de la nada o tal vez a través de los experimentos hechos. Estaba cansado pero sentía que podía seguir corriendo si era necesario. Él se veía mucho mejor. Se había quitado la poca ropa, que era solo la bata que nos ponían de color rojo, y se metió en uno de los estanques, el que parecía menos sucio.

 Yo lo imité y me di cuenta de porqué el había hecho eso. El agua parecía calmar de golpe todos los dolores. Mi herida de bala, los golpes, muchos cortes,… Todo parecía sellarse y desaparecer gracias al agua. No tenía idea como él sabía de las propiedades de los estanques pero preferí no dudar de la única persona que me había ayudado hasta ahora. Sin duda este escape sería mucho más complicado sin alguien quien me apoyara como él lo había hecho. No sé que me hizo hacerlo, pero me le acerqué y nos besamos. Fue como si algo se moviera en mi mente pero desapareció de golpe. Lo vi en sus ojos también pero solo fue un brillo, un pequeño destello que podía no significar nada y, a la vez, todo.

 Salimos del estanque y acordamos seguir desnudos hasta encontrar nueva ropa que vestir. Enterramos las bastas rojas en un hueco hecho a mano y nos retiramos. El sol empezó a desaparecer Se iba el calor por el que agradecí estar sin ropa y sin pelo. Los dos habíamos sido rapados por la gente del laboratorio. No recordaba haber tenido mucho cabello antes pero algo me decía que sí había sido así. Mientras bajábamos hacia un valle profundo recogimos algunas frutas de los árboles y arbustos cercanos. No nos importó si eran venenosas ya que nada peor de lo que habíamos vivido podíamos pasarnos ya. Mientras caminábamos, descubrí cicatrices en mi cuerpo que ya había olvidado. Él también tenía bastantes.

 Ya en la parte más baja del valle, con el sonido de un riachuelo y la luna en el cielo, nos relajamos un poco. Seguimos caminando, porque parecía lo único que podíamos hacer, pero lo hacíamos más lento, observando el entorno. Él dijo entonces que tal vez si seguíamos el río podríamos llegar a otro sitio con seres humanos, tal vez menos agresivos y sádicos que los del laboratorio. La sola idea de un lugar lleno de humanos fue suficiente para hacerme parar mi caminata. No quería eso para mí, no quería vivir con miedo toda mi vida, no quería tener nada que ver con otros. Él era el único que quería cerca, de resto todo podían morir o perderse en la infinidad del mundo, eso no era mi problema.


 Pero entonces oí el silbido que había oído antes. Pero ya no fue sobre mi hombro sino sobre mi cabeza. Para cuando caí en cuenta que pasaba, ya había ocurrido lo peor que podía pasar: él había sido impactado por varios proyectos y caía, lentamente, a algunos metros frente a mi. Como yo me había detenido, ellos habían fallado. Mi instinto me dijo que corriera pero también que lo mirara en sus últimos momentos. No tenía armas, pues las habíamos dejado atrás. Así que solo me entregué a mi destino. Primero me puse de rodillas juntos a él y le di un segundo y último beso. Luego, me puse de pie y grité con todas mis fuerzas: “¡Muerte!”. Y entonces ella vino por mi como una amiga que no conocía, llena de compasión, sabiduría y amor.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Amigos

   Hacía muchos años que no las veía, que no hablábamos frente a frente y hablábamos de aquellos cosas triviales justo después de hablar de las cosas más serias de la vida. Había pasado mucho tiempo pero seguíamos siendo tan amigos como siempre, sin ningún cambio en nuestra relación aunque sí varios cambios en nuestras respectivas vidas. Y es que la vida nunca se detiene y todo siempre tiene una manera de seguir hacia delante sin detenerse. No éramos exactamente las mismas personas que se habían visto en un pequeño café de nuestra ciudad natal hacía casi tres años. Habíamos todos aprendido un poco más de la vida, éramos tal vez más maduros pero en esencia los mismos de siempre. Era muy cómico pero, a pesar de todo, había cosas que nunca cambiaban.

 Por ejemplo, la efusividad en nuestros abrazos, nuestros besos, nuestra honesta alegría al vernos allí parados. No era que temiéramos que cada uno fuese a desaparecer de un momento para otro, sino que la vida daba tantas vueltas que cuando nos vimos después de tanto tiempo, sabíamos que había mucho que decir, mucho que contar. Nos vimos en un restaurante, nada muy pretencioso. La idea era subir un escalón respecto a lo que habíamos hecho en el pasado, cuando nos reuníamos para tomar una cerveza o un café en los lugares más simples del mundo. Esta vez, decidimos juntarnos para comer, pasando por cada plato y con postre, para tener oportunidad de hablar de todo lo que teníamos que hablar y de preguntar lo que tanto queríamos saber del otro.

 Ese día, yo estaba muy emocionado. Mi esposo, con el que llevaba un año de casado, estaba sorprendido de verme tan nervioso pero a la vez tan contento. Esa mañana, cuando notó mi actitud mientras me vestía, me tomó de la cintura y me dio un beso como solo él lo sabe dar. Me abrazó y me dijo que le encantaba verme así, tan feliz como nadie más en el mundo. Él no conocía a mis amigas pero quería que fuera pronto, que todos nos conociéramos entre todos para, tal vez, hacer otros planes en parejas o algo así. Ese día tenía que trabajar como cualquier otro, pero era viernes así que se me pasó rápidamente y cuando fueron las cinco salí corriendo de vuelta a casa.

 Allí me cambié de ropa y para ir al restaurante tomé el autobús. Mi esposo me dijo que si lo necesitaba me podía llamar para recogerme pero yo le dije que de seguro no iba a ser necesario pero que lo tendría en cuenta. El tráfico del viernes en la tarde me hizo demorar un poco y ya estaba algo nervioso, aunque no sé porqué. Tal vez era ansiedad de verlas, de todo lo que no sabía. Al fin y al cabo ellas eran como una parte de mi familia que quería aún más que a mi familia extendida por sangre. De hecho podía jurar que teníamos conexiones más grandes que la misma sangre.

 Cuando entré al restaurante, me di cuenta de que había llegado primero así que aparté la mesa y esperé tan solo cinco minutos hasta que llegó una de mis amigas. El saludo debió ser bastante efusivo pues varias personas en otras mesas se dieron la vuelta para ver que pasaba. Pero a mi eso no me importaba. Era Rosa, mi amiga que se había casado primero. Y al parecer se veían los frutos pues estaba embarazada. Era asombroso ver como aquella joven que conocía desde sus veinte años estaba ahora embarazada frente a mi. Me decía que tenía casi cinco meses y que estaba muy feliz. No le habían dado nauseas graves ni nada por el estilo, aunque estar de pie si le afectaba mucho, así que nos sentamos rápidamente, yo ayudándola un poco con la silla.

 Me contó que había vivido fuera del país por unos meses pero que simplemente no había funcionado. Su esposo era extranjero y lo habían hecho para que él retomara raíces que había perdido luego de venirse a vivir al país con ella, después del matrimonio. Pero ya el cambio había sucedido y no tenían razones para volver así que dieron pasos para atrás y se quedaron en su casa de siempre, donde ya había espacio para el bebé. No se sabía el sexo aún y a Rosa no le importaba con tal de que fuese un niño calmado y no de esos que gritan y patalean y hacen escandalo por todo. Ella sufría de migrañas ocasionales y esperaba no tener que lidiar con ello y con el bebé al mismo tiempo.

 En ese momento llegó mi otra amiga, Tatiana. Ella estaba también muy cambiada, pues se había bronceado ligeramente y tenía una expresión en su rostro que nunca le había visto. Nos saludamos con fuertes abrazos, durante los cuales más gente volteó a mirar y luego nos sentamos y hablamos un poco de ella. La razón por la que estaba contenta era porque hacía unos días había firmado un contrato excepcionalmente bueno y la habían halagado bastante para que firmara y aceptara. Ella sabía desde el comienzo que lo iba a hacer pero era ese esfuerzo de ellos de cortejarla lo que le encantó pues la querían a ella y no a ninguna otra. Serían algo más de horas pero un salario mucho mejor y más abierto a posibilidades.

 Cuando llegaron las cartas, nos tomamos el tiempo para decidir y mientras lo hacíamos hubo bromas y anécdotas del pasado que se nos venían a la mente. De golpe, recordábamos momentos que pensábamos perdidos en nuestro subconsciente pero veíamos que allí estaban, tan claros y especiales como siempre. Cada uno pidió una entrada, una plato fuerte y algo de tomar. Ya después miraríamos lo del postre, que para nosotros era una tradición. Casi siempre que nos veíamos comíamos algo dulce o algo que pudiésemos compartir, así que era casi una obligación hacerlo, como para no perder la costumbre.

 Tatiana también nos contó que salía con un tipo pero que no era nada serio, o al menos no aún. Eso sí, estaba feliz también por ello pues hacía mucho rato no tenía nada con nadie y el tipo parecía ser diferente a los que ya había conocido. Lo que la emocionaba aún más es que con el nuevo pago podría terminar de pagar el apartamento que había comprado hacía relativamente poco. El lugar me lo había mostrado por internet: tenía dos habitaciones pero era tipo loft, así que no había paredes excepto las del baño. Quedaba en un lugar bonito y lo había decorado muy bonito, tanto que todo el mundo se lo decía cuando la veían. Algunos solo habían visto fotos de su vista desde el apartamento y eso era suficiente para enamorarse del lugar sin jamás haber estado allí.

 Rosa, en cambio, todavía no se decidía por comprar y yo estaba en el mismo proceso. Estuvimos hablando del tema un buen rato, hasta que estábamos a la mitad de nuestros platos fuertes. Ya éramos adultos, hablando de nuestros hogares y de dinero como si siempre hubiera sido así, pero obviamente cuando éramos estudiantes no había dinero y mucho menos propio. Las relaciones con otras personas no eran ni remotamente igual de formales y serias como ahora. Era gracioso hablar de cómo dos de nosotros estábamos casados y, lo que lo hacía gracioso era que éramos los dos que menos pintábamos para estar casados. Por mi parte, nunca pensé que fuese hacerlo pero pues, como dice la película, nunca digas nunca.

 Reímos bastante cuando hablamos de todas esas personas que recordábamos de la universidad y de otros sitios. De algunos de ellos sabíamos cosas porque siempre estaban las redes sociales e incluso porque los habíamos visto alguna vez. Aunque no lo decíamos, cada uno había revisado un poco su conocimiento respecto de la vida de los otros para venir con la información más reciente y más interesante. Al fin y al cabo al vernos teníamos que cubrir todas las bases y hablar de todo lo que pudiéramos hablar. Sabíamos que después nos veríamos, pero teníamos que aprovechar pues yo hacía poco que había llegado de fuera del país y la movilidad de Rosa cada vez sería más limitada.

 Eso sí, prometimos visitarla seguido para ver el progreso de su barriga y el nacimiento del bebé. Yo no había estado para su boda y necesitaba estar para ese otro gran momento, pues sentía que le debía aunque ella decía que no. Y con Tatiana debía hablar más seguido pues su vida cambiaba de manera tan rápida que lo que era una realidad hoy, ya no lo era la semana siguiente.  Necesitábamos vernos más seguido y aprovechar que las distancias no estaban pues había poco gente que nos conociera tan bien como nos conocíamos entre nosotros mismos. Nos conocíamos las caras, las mañas, los gustos y hasta la manera de disgustarnos. Sabíamos lo que los otros querían, lo que nos hacía felices y lo que nos derrumbaba.


 Lo que éramos se llamaba amigos. Y eso no quiere decir que estemos todo el tiempo unos encima de otros. Hay veces que pasamos sin vernos un mes o dos pero cuando nos vemos de nuevo es como si el tiempo jamás hubiera avanzado y como si todo lo que siempre fue cierto lo siguiera siendo, porqué así es. Los amigos, cuando son de verdad y auténticos, son así. Duran para siempre y no se van por que haya distancias o peleas o el tiempo trabaje en contra. Los amigos son los amigos y punto.