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martes, 2 de febrero de 2016

El restaurante

   Todo el mundo corría de un lado para otro, pero nadie más que Don Luis. Después de todo era su proyecto y debía estar pendiente de cada pequeño aspecto de todo el proceso. Verificaba que las verduras estuvieran en buen estado y que la cantidad fuera suficiente, lo mismo con los cortes de carne y las hamburguesas. No podía permitirse carne echada a perder en su primer día. El pollo venía de una granja especializada en pollo orgánico y eso era más por el precio que le habían ofrecido que por nada más. La pasta venía en cajas enormes y la cava se fue llenando poco a poco.

 El proyecto no había sido algo de la noche a la mañana, más bien lo contrario. Don Luis se había tomado por lo menos veinte años para pensarlo todo hasta el último detalle. Esto había sido desde mucho antes de jubilarse de su trabajo en la oficina postal central en la que había trabajado toda su vida. Sin embargo, el correo y todo lo que tenía que ver con ello, nunca le había fascinado de una manera especial. Era algo que había decidido hacer porque pagaba bien y cuando era joven le urgía el dinero pues ya tenía esposa y una hija.

 Pero durante mucho tiempo su primer amor fue, sin duda, la comida. Le encantaba ahorrar un poco y así poder pagarse una cena elegante con su esposa en los mejores restaurantes de la ciudad, así fuese una vez al mes o cada dos meses. Había veces que pasaba más tiempo entre una cena y otra pero valía la pena pues Luis estaba fascinado con todo. En casa se encargaba muchas veces de hacer de comer y con el tiempo fue mejorando bastante, recibiendo halagos de sus hijos y su esposa.

 Ella no siempre pensó que su esposo tuviese talento para la cocina pero vio su entusiasmo por aprender y lo apoyó cuando quiso tomar clases nocturnas. Era difícil porque casi no se le vio en casa por esa época y su humor no era el mejor. Al fin y al cabo no estaba durmiendo, pero al cabo de un año o poco más, se terminó el estudio y volvió a ser el hombre que todos adoraban. Y ahí empezaron sus planes: quería tener su propio restaurante donde serviría varios platos clásicos pero también creaciones originales que podría intentar con los comensales.

 No se había jubilado aún y Luis ya tenía hojas y hojas de anotaciones sobre recetas e ingredientes bien particulares que iba a necesitar. Creía que, como le habían enseñado, debía siempre utilizar los mejores ingredientes. Tanta era su pasión por el tema que varios fines de semana llevaba a su familia al campo, a visitar cultivos de diferentes productos para aprender más sobre ellos y así saber decidir, en un futuro, cual era el mejor producto para sus recetas. Lo mismo con las salsas, que intentaba con su familia, y demás aspectos de lo que sería su restaurante.

 Su familia siempre lo apoyó. Su esposa no encontraba su pasión molesta, incluso cuando una vez los despertó a todos a las cuatro de la mañana de un domingo para ir a visitar un cultivo de champiñones. Eso lo único que le probaba era que el hombre con el que se había casado tenía pasión y eso era algo apasionante de ver, sobre todo después de tantos años de pasividad y de verlo triste en el trabajo con el correo. Cuando esa pasión surgió, lo mejor era alimentarla y admirarlo por ello, jamás castigarlo ni reprimir eso tan bonito que nacía dentro de él.

 Para sus hijos fue algo más difícil pues los niños y los jóvenes son siempre más susceptibles a los cambios y no entienden siempre las motivaciones que hay detrás de muchas cosas. El día de los champiñones solo la más pequeña estaba feliz de poder recoger algunos por la plantación. Su hermana mayor y su hermano miraban el celular y tenían cara de pocos amigos, sintiéndose humillados sin razón aparente por las ganas de su padre de querer progresar. Él nunca los reprendió por ello. Después entenderían, cuando sintieran ellos mismos pasión por algo.

 Lo que sí gustaba a todos, incluida la madre de Luis, era sus recetas. A veces los intentos no salían tan bien pero otras veces era una delicia lo que salía y todos lo disfrutaban igual. Él se esmeraba por leer y aprender más de varios tipos de productos y no solo usar lo que tenía a la mano sino también aquello que podía ser más exótico o raro. Tener que conseguir esas salsas o frutos no siempre era fácil pero lo intentaba cuanto podía porque si no intentaba hacer lo que tenía en mente, nunca sabría si valía la pena su creación.

 Con su esposa, un año antes de jubilarse, entró a una clase de vinos. Era algo que siempre había evitado porque la verdad no era un gran bebedor pero sabía que en los grandes restaurantes el maridaje era algo esencial y si él quería tener uno de los mejores lugares adonde ir a comer pues tenía que saber sobre ello. Para sus sorpresa, fue su mujer la que aprendió todo y entendió todo con claridad y sin una duda. Probaba los vinos como una profesional y al final de la clase fue nombrada como el profesor como una de las mejores alumnas que había tenido en mucho tiempo.

 Luis le pidió oficialmente que fuera la encargada de los vinos y ella, sin dudarlo, aceptó. Faltando ya tan poco para la jubilación, el momento en que sería libre de las cadenas que lo habían tenido amarrado por tanto tiempo, Luis se había puesto a planearlo todo con varios meses de antelación. Había buscado los mejores locales para el restaurante en una ubicación de calidad y había negociado máquinas y proveedores. Solo necesitaba tener el tiempo para sortearlo todo y estaría en camino a cumplir su sueño.

  Celebró una fiesta modesta en casa por su jubilación. Invitó a todos sus amigos, gente del trabajo y familia. Fue algo casual, pues la fiesta que hubiesen querido tener era imposible porque todo el dinero ya había sido gastado en el restaurante. Ahora que sus hijos estaban algo mayores, estaban preocupados por el dinero pero sus padres los calmaban con afirmaciones que no sabían si fueran ciertas. Porque en las noches se preguntaban lo mismo. Se preguntaban que pasaría si el restaurante no funcionaba. Y el miedo se asentó en un rincón de sus mentes.

 Pero pasaron los días y todo fue pasando acorde a lo planeado. Primero le entregaron el local a Don Luis, después fueron llegando las máquinas y los muebles y por último los productos. Con antelación, había contratado a varias personas para trabajar en la cocina y como meseros. La idea era que todos siguieran sus ordenes al pie de la letra, tanto así que los convocó al menos dos veces antes de la apertura para ensayarlo todo. Los meseros debían ser amables y rápido y los cocineros debían saber seguir la receta al pie de la letra, sin ponerse muy creativos. Eso sí, Don Luis le dejó a su chef introducir una creación personal en la carta.

 La crisis llegó cuando algunos productos parecían no poder estar para el día de la inauguración, que estaba siendo publicitada por todos lados incluyendo diarios y alguna revista. El dineral que eso costaba asustó en comienzo a la esposa de Luis pero él dijo que, si no lo hacían, simplemente no vendría nadie. Su hijo que estudiaba en la universidad diseño gráfico hizo una página web del restaurante y creó redes sociales para mantener a la gente interesada.

 El mismo Don Luis tuvo que ir con cada uno de los proveedores y revisar contratos y demás para ver si los terminaba pues no era posible que faltando una semana todavía faltaran tantas cosas. Lo último que llegó al local, la noche anterior, fueron los pimientos rojos. Estaba toda su familia allí, ayudando a acomodar todas las cajas y limpiando cada rincón para que estuviera impecable. Se adornaron las paredes con objetos personales y se alistaron las cartas. No había más que hacer.

 Lo último que hizo Don Luis fue reunir a la familia en la cocina y oler esos deliciosos pimentones. Cada uno se pasó el mismo pimentón y lo olió inhalando fuerte y sintiendo el aroma en cada lugar del cuerpo. Cuando la verdura volvió a su lugar en el refrigerador, Don Luis les agradeció a todos por su paciencia y comprensión y les prometió que ese sería el comienzo de una nueva época para todos ellos con familia. Les dijo que sin duda esa sería una nueva etapa llena de nuevas experiencias y alegrías para compartir entre todos, como familia.


 Esa noche, Don Luis casi no durmió. Pensó en cada uno de los productos que descansaban en las neveras, pensó en el vino ordenado por su mujer, pensó en las cartas con letras color púrpura sobre el mostrador y hasta pensó en el ventilador que sacaría todo el calor y el olor de la carne hacia el exterior. Y luego, justo antes de por fin quedarse dormido, recordó como su madre le solía cocinar pequeñas creaciones propias que él adoraba cuando era pequeño y no había mucho dinero. Recordó su felicidad y espero que ese mismo sentimiento lo acompañase por muchos años más.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Dolor de sueño

   Lo único que podía hacer era arquear la espalda, girar la nuca para un lado y para el otro y tratar de encontrar una nueva posición en la que dormir. Pero como todos sabemos, eso no es posible. Muy pocas personas son tan adaptables y yo simplemente nunca he sido una de esas personas. Intento acostarme boca arriba y lo único que hago es dejar los ojos abiertos y mirar al techo, así la oscuridad sea completa. Si duermo de lado, siento que estoy atrapando uno de mis brazos y siento como se va durmiendo lentamente. Ya me ha pasado antes que me duermo encima de uno y a la mañana siguiente me siento como una marioneta.

 Lo mío, sin lugar a dudas, es dormir boca abajo, con la cabeza girada, ocho veces sobre diez, hacia la derecha. No tengo ni idea de porqué es la única manera en que me quede dormido. Puede que cuando era un bebé tomé esa costumbre y ahora no la dejo por nada del mundo. No lo sé y la verdad puede llegar a ser bastante molesto.

 Comprar un nuevo colchón no era una opción pues la casa no era mía y simplemente no iba a gastar un dinero en algo tan personal para que después alguien lo usara más que yo. Nunca me ha gustado hacer caridades y menos aún cuando no tengo el poder adquisitivo, o mejor dicho el dinero, para hacer semejantes contribuciones. Así que simplemente trataba de encontrar mi mejor ángulo para dormir y listo.

 Una vez, recuerdo, estaba haciendo mis ejercicios de cuello y espalda en un tren, uno que iba considerablemente vacío, y varias personas se me quedaron mirando, como si jamás hubiesen visto a alguien con cuello. Eran tantas miradas y de manera tan penetrante que agradecí llegar a mi parada para no tener que sentir todos esos ojos encima mío. Se sintió extraño y ese día solo caminé a paso veloz a mi casa para hacer allí los ejercicios y hacer que mi espalda crujiera y aliviara mi dolor.

 Averiguando por ahí, encontré una masajista que decía ser la mejor en males relacionados con el sueño, así que concertamos una cita y fui a su consultorio. El resultado fue bastante pobre y estoy seguro que cualquier persona que yo conocía hubiese tenido más fuerza en las manos que esa pobre mujer. Lo único que me causó al final de la sesión fue dolor y no solo físico sino en la billetera al cobrarme un precio exorbitante por haberme hecho sentir más dolor. Por supuesto, jamás volvería a un masajista ya que soy de las personas que juzgan a un grupo por lo que hace uno de ellos.

 La acupuntura ayudó y resultó ser más relajante pero la verdad era que requería más fuerza, más insistencia, y resultados más rápidos. No podía estar yendo a cada rato para citas a ver que podíamos ir trabajando. Así que la opción era buena pero no lo suficiente.

 Cualquier amistad que viniese a mi casa tenía que soportar la extraña pregunta: “Te parece muy raro si te pido que te sientes en mi espalda?”. A muchos sí que les parecía raro y descartaban la pregunta como si fuera una de esas moscas gordas que entran en las habitaciones únicamente a molestar. Otros, los mejores amigos sin duda, aceptaban así no estuvieran muy seguros de que tenían que hacen o como tenían que hacerlo. Pero al fin y al cabo que no era ciencia nuclear sino sentarse en mi espalda.

 Es magnifico lo útil que era a veces. Sentir el peso de alguien sobre ti, es obviamente intimidante y da mucho miedo por la parte de quedarse sin aire, pero también es algo liberador. Es como si los males que te aquejan adquirieran una forma física que puedes quitarte de encima cuando quieras y que puedes sentir más fácilmente. Y lo normal es que sea más fácil para nosotros manejar lo que vemos y conocemos que lo que no tenemos ni idea cómo es.

 Pero al cabo de un tiempo tuve que dejar de hacerlo pues ya no tenía ningún efecto. Una amiga me aconsejó entonces que fuese a un doctor. Me sugirió que tal vez mi dolor de espalda provenía de una falta de vitaminas y minerales esenciales y que de pronto tomando algún tipo de medicamente podría mejorar estado de salud.

 Odio ir al médico pero a esas alturas estaba dispuesto a intentar lo que fuera. El doctor era uno que había encontrado casi al azar. El caso era que hiciese los exámenes pertinentes y encontrara una manera de quitarme la incomodidad de encima. Hablaba con esa voz y esa paciencia que bordea en lo molesto, esa que tienen muchos doctores como si con solo la voz ya estuvieran salvando al planeta de su destrucción. Me revisó superficialmente y al final me pidió una muestra de sangre.

 Los resultados se demoraron una semana en estar listos y estaba seguro  que era tiempo suficiente puesto que la cantidad de sangre que me habían sacado era suficiente para una buena cantidad de pruebas. Esperé en una sala de varias sillas y donde todo el mundo se veía como si estuviese a cinco segundos de su muerte. Siempre he pensado que los hospitales y centros de salud son deprimentes, pero esta gente de verdad que no se estaba ayudando. Era tan horrible estar ahí, que tuve que ponerme de pie y esperar admirando falsamente un afiche sobre enfermedades venéreas.

 Cuando por fin me hicieron pasar, seguí rápidamente al consultorio y me resultó especialmente curioso que el doctor no estuviese solo sino que estuviese acompañado de quién parecía otro doctor. Me iban a coger de conejillo de Indias o mi doctor era de esos que creo que cualquier momento es bueno para socializar, así haya elegido la carrera que más restringe cualquier construcción social en el mundo?

 Al rato me respondió que ese señor era un especialista del sueño que trabajaba cerca y que estaba interesado en mi caso. Por un segundo me dio risa pero después decidí mejor no reírme y únicamente sentarme al lado del doctor que no conocía.

La verdad fue que sentí como si hubiese viajado en el tiempo a la época en que iba a clase y no entendía ni jota de lo que me decían. Esto porque cuando los doctores hablaron, quedó en ceros completamente. Sé que me decían cifras y hablaban de algunas vitaminas pero también de compuestos que yo ni conocía pero también decían nombres raro y asentían entre sí como si fuera lo más obvio del mundo pero yo, con el pasar de cada segundo, entendía cada vez menos.

 No soy bueno en momentos así, cuando me siento con mayores desventajas que otros. Y la verdad es que con el tiempo he aprendido a no ser un idiota y a poner mi pie en el suelo y exigir que mi presencia sea reconocida. Así que lo que hice fue ponerme de pie de golpe y salir del consultorio. Fue tal cual, sin decir nada ni despedidas ni ninguna floritura social de esas que a la gente le fascina. Solo me fui.

 Al no ser una película, obviamente nadie salió corriendo detrás de mí. Además la cita estaba pagada por mi seguro entonces podía hacer un poco lo que se me diera la gana. En cuanto al tiempo del doctor ese, la verdad me da igual. Como gasta uno su tiempo es problema exclusivamente propio, así que cuando caminé esa fría mañana hacia un café y me senté a desayunar, no tenía la menor culpa.

 Sin embargo, el problema persistía. Como suele pasar, el cuerpo recuerda cosas de un momento a otro y de la manera más cruel: apenas me senté sentí como si la espalda se me fuese a romper ahí mismo. El dolor fue máximo y quise gritar pero no dije nada pues nunca me ha gustado llamar la atención. Entonces llegó el mesero y le pedí lo que quería. Se me quedó mirando raro pero se fue al instante.


 Cuando se movió de mi campo de visión, me di cuenta de algo que no había intentado en estos días para remediar mi dolor. Era una respuesta tan obvia, que me reprendí por no ser tan ágil como para haberlo pensado antes. Cogí el celular y empecé a escribir para arreglar todos los detalles. Como sabía, todo fue a mi favor y de la mejor manera posible. Cuando el mesero volvió con mi pedido, lo recibí con una sonrisa y un guiño. Puede que lo que iba a hacer no funcionara pero el ejercicio no me vendría mal después de todo.

domingo, 14 de junio de 2015

Sin nada

   La verdad es que hacerlo siempre me había llamado la atención pero jamás lo había llevado a cabo. En parte por vergüenza pero también porque nunca había tenido la oportunidad. Crecí muy lejos del mar y cuando iba era con mi familia y pues ni modo de intentarlo con ellos al lado. Allí estaba muy lejos de mi país, de mi familia y posiblemente de cualquier persona que conociera o haya podido conocer en algún momento de mi vida. Era el momento y el lugar ideales para intentarlo, además que ya no era la misma persona de antes que todo le daba pena o que se complicaba por todo. No, la vida tiene maneras para enseñarle a uno que vivir complicándose es lo más idiota que hay.

 Y pues ya no tenía tanto vergüenza como antes. Es decir, todavía tengo pero no es tan grave como antes, que no podía ni pensar porque me imaginaba todo lo que los demás pudieran decir y pensar. Pero ahora ya no, no me importa la verdad. He aprendido que la mayoría de las personas viven pendientes de los demás o porque saben que su vida es un lío o porque su única motivación en la vida es sentirse mejor que los demás, lo que es mucho más triste que nada de lo que se pueda uno imaginar. Es patético creo yo pero, de nuevo, no me interesa.

 Lo que sí es que siempre había tenido un serio problema con como me veía yo a mi mismo. Mi autoestima nunca había sido muy alta y esta era una manera de de pronto ponerla a prueba y ver de que material estaba hecho, para ver si de verdad había superado algunas de esas cosas de mi pasado.

 Así que un buen día tomé el tren hacia la playa y me bajé en un lindo pueblito que queda a unos veinte minutos del centro de la ciudad donde yo vivía. Ya había estaba en ese pueblito porque había asistido con algunos amigos a una fiesta allí pero nunca había ido al lado al que me dirigía. Según las direcciones, debía caminar por todo el borde de la playa hasta que se terminara el paseo peatonal. Allí debía seguir las indicaciones y caminar por un paso entre las rocas y la arena de la playa. Previniendo esto, me puse unos zapatos resistentes para no caer encima de alguna piedra mal puesta.

 El paseo peatonal era muy bonito. Aunque era temprano, ya habían personas caminando para un lado y otro y algunas ya formando sus campamentos de playa. Había gente que se quedaba allí todo el día, tratando de lograr un tono bronceado para poder volver a sus trabajos el lunes y así poder recibir los halagos de los demás. A quién no le gusta que le pongan atención, que le digan cosas bonitas, sean las que sean? Es algo de humanos, de seres con defectos. No tiene nada de malo en todo caso. Y menos si no tienes una pareja sentimental en el momento o simplemente quieres ir a tomar el sol y disfrutar del agua tibia de esa zona del planeta.

 Cuando por fin llegué al fin del paseo peatonal, vi de inmediato el pequeño aviso que indicaba por donde se accedía al camino entre las rocas. Lo tomé pronto y me di cuenta que no era tan grave como pensaba. Si había bastantes piedritas y la carretera pasaba casi al lado pero no había nada de que preocuparse. Iba por la mitad cuando oí algunos ruidos y me detuve. Era posible que me hubiera imaginando lo que oí pero quería estar seguro. Me quedé en silencio y voltee la cabeza hacia todos los lados, aguzando el oído y la vista pero nada. Debí habérmelo imaginado. Seguí mi camino con tranquilidad, apreciando la belleza del lugar.

 Al final del camino estaba una caseta de madera y una playa que se extendía entre las roca arriba y el mar abajo. Se veía muy bonito con la luz amarilla de esa hora y la suavidad del mar y su sonido tranquilizador. Apenas pasé por la caseta, un hombre atrajo mi atención hacia ella. Me saludó de la mano y me dijo que si necesitaba cualquier cosa, allí era donde tenía que ir para pedirla. Vendía sandalias, toallas y trajes de baño pero también comida como perros calientes y hamburguesas. Era un lugar bastante curioso, cosa que me gustó de entrada. Asentí y seguí caminando y vi lo que esperaba ver.

 Al ser una playa nudista, no había ni una sola persona con ropa. Según había leído, si alguien no quería quitarse algo era su derecho pero debía respetar el de los demás a no usar nada. Pero aquí no parecía haber ese problema dado que no había ni un solo hombre o mujer con una prenda de vestir. Eso sí, había más hombres que mujeres y eso era de pronto porque la zona era un destino “gay” bastante popular pero de todas maneras había mujeres un poco por todas partes. La playa no era muy grande así que fue fácil encontrar un lugar hacia las rocas, donde pudiese sentarme y ver que pasaba.

 Había un grupo de tipos que parecían esclavos del gimnasio jugando voleibol, al otro lado una pareja de ancianos metiéndose al agua de la mano, unos niños jugando frente a sus padres y la mayoría, como en todas las otras playas, se bronceaban las nalgas o el pecho. Me quedé allí mirando un rato y salté un poco del susto cuando alguien me saludó. No había visto a nadie acercarse aunque ese no fue tanto el motivo de mi reacción. Era más bien el hecho de que medio reconociera quien me estaba saludando. Sabía que había visto ese rostros antes pero no sabía muy bien donde.

 Y, lento como suelo ser, me acordé que era una playa nudista al mismo tiempo que recordé quién era él. Había ido al colegio con él hacía años y ahora estaba allí, desnudo, en frente mío. Era un poco extraño y me demoré en reaccionar pero nos saludamos con un apretón de manos y una sonrisa débil de mi parte. Me dijo que me había reconocido hacía unos minutos y que se había lanzado a saludarme. Confesó que tal vez en circunstancias más usuales no lo hubiese hecho pero que cuando uno está en una playa nudista hay cosas que es más fácil decidir. Así que me saludó y me dijo que estaba con su novia cerca del agua y que si quería ir con ellos.

 La verdad es que no sabía que debía hacer pero al parecer mi respuesta le llegó primero a él que a mi porque pasados un par de minutos ya tenía todas mis cosas junto a las de ellos. La novia de él era muy linda y parecía muy amable. No era, menos mal, la misma novia que había tenido en el colegio. Con ella había tenido yo un problema porque era un joven exageradamente estúpida que no aceptaba los errores que cometía. Recordarlo me dio un poco de rabia, que se disipó cuando la nueva novia me preguntó si iba a quedarme vestido. Me sonrojé al instante.

 Lo cierto es que entre mirar a los demás y mi compañero de colegio, se me había olvidado lo esencial. Así que, esperando a que los demás se pusieran a hacer otra cosa, me quité el traje de baño con el que había venido hasta allí. Se sentía como estar robando o algo parecido, además de que estaba seguro de que me había vuelto rojo. Esa era la adrenalina pasando a toda velocidad por el cuerpo pero bajó a niveles históricos después de un rato cuando me di cuenta que el mío era uno más entre otros tantos cuerpos. Nadie me miraba, ni me juzgaba, así que recibí una cerveza de mi ex compañero y nos pusimos hablar de ese tiempo y de todo lo que había pasado desde entonces.

 Lo más cómico del asunto es que nosotros jamás hubiésemos hablado en el colegio. Él era de los chicos y chicas que eran el grupo más prestigioso, aunque yo nunca supo porque lo eran, del colegio. Chicos guapos y chicas lindas que salían uno con el otro hasta lo que parecía el final de los tiempos. Su novia, la detestable, era uno de ellos también y mi pelea con ella canceló cualquier remota posibilidad que hubiese de interactuar mejor con ellos. Pero después me di cuenta que eran tan idiotas como su amiga entonces al final no había nada que hacer.

 Hablar con él ahora era extraño pero parecía un persona distinta. Así yo nunca haya creído en el cuento de que la gente cambia. Había madurado, era eso. Después de un rato llegaron algunos amigos de él y propusieron un juego de voleibol a lo que me negué porque los deportes jamás habían sido lo mío. Con la novia de él gritamos los puntos, entre risas, y al finalizar les trajimos cervezas frías y varios platos de papas fritas con salsa de tomate. Todo estaba perfecto y pude hablar con un par de sus amigos, uno de los cuales parecía muy interesado en hablar conmigo.

 Cuando por fin entré al agua, me sentí más tranquilo que nunca. Y no, no creo que haya sido solo por el hecho de haber estado completamente desnudo. También era porque me había abierto a un grupo de virtuales desconocidos y todo había salido bien. A veces es demasiado agobiante tanto teléfono celular, tanta internet, tantas cosas que son pero en verdad no importan o no existen. El contacto humano siempre será la mejor experiencia y no pudo haber mejor final para esta experiencia que una cerveza fría mirando el atardecer.


 Tiempo después estábamos en la plataforma de la estación, esperando el tren para volver a casa. Hablamos todo el camino hasta que tuvimos que separarnos, único momento en el que saqué mi celular para anotar la información de cada uno. Me despedí y caminé a mi casa contento porque había intentado algo nuevo y había salido bien. Había saltado a lo desconocido y resultó que no podía haber salido mejor. Tal vez volvería o tal vez no pero lo importante es que lo hice y no me arrepiento.

martes, 27 de enero de 2015

Literatura

   La habitación del hotel era hermosa, mejor de lo que Tomás hubiera esperado. Y no es que esperara algo particularmente malo o siniestro sino que siempre pensaba que su agente no tenía ni la más remota idea en cuanto a hoteles se trataba. Ya le había ocurrido, en París y en Los Ángeles, que había encontrado con que el hotel que había elegido su encargada era peor que un nido de ratas. Pero bueno, la gente aprende de sus errores y esta era sin duda la prueba.

 Desde su habitación, Tomás podía ver la cordillera de los Andes extendiéndose no muy lejos de él. No podían ser más de cincuenta kilómetros que lo separaran de las nieves ya casi no tan perpetuas de los Andes chilenos. No sabía de que lado quedaba el Aconcagua pero seguramente no estaría lejos. Siempre había querido ser uno de esos grandes aventureros pero su cuerpo y su energía no eran los necesarios para una persona que necesitara  estar de un lado para otro, caminando sobre agua, piedras y demás.

 Sonrió solo, pensando que por ponerse a caminar un par de kilómetros ya le salían cosas en los pies. Ciertamente no podría aguantar un ascenso duro. Además aquello de acampar no era algo que le agradara mucho: el solo pensamiento de dormir en un espacio pequeño con otras personas y no poder bañarse en más de dos días, se le hacía horrible. Si algo tenía de bueno la civilización, eran los baños. Y él no cambiaba un baño bien equipado por nada del mundo.

 Después de pasearse fascinado por toda la habitación, Tomás decidió cambiarse y salir a dar una vuelta por los alrededores. Mónica, su asistente, lo había llamado para decirle que hoy no habría nada más sino una cena a eso de las nueve de la noche en el hotel así que tenía prácticamente cinco horas para hacer lo que quisiera. Y la verdad era que, aunque el vuelo había sido largo, no estaba cansado. Al salir del lobby lo golpeó un viento frío, seguramente proveniente de la montaña. Se contentó al recordar que había empacado ropa para el invierno, que ya estaba por entrar a la región.

 Al caminar por la avenida que tenía enfrente, Tomás hizo una nota mental para agradecerle a Mónica y a su agente del perfecto trabajo que habían hecho eligiendo el hotel: los andenes eran amplios, había mucho comercio y árboles. No había mucho tráfico tampoco. Será que su libro era tan exitoso como para pagar una buena ubicación? Esto pensó el escritor mientras caminaba sin rumbo. Era posible. Al libro no le había ido del todo mal y siempre podían haber sorpresas, especialmente después de dos fracasos con la critica.

 Habían sido voraces. Esa era la palabra. Se habían comportado como hienas sedientas de sangre y, al parecer, Tomás había sido elegido como su próxima víctima.  En esos largos y tediosos artículos de critica literaria, hablaban de cómo su estilo de escritura dañaba las bases de la literatura castellana y no sé que más tonterías. El escritor solo pensó, sin decirle a nadie, que esos viejos estaban demasiado bien amarrados al pasado y tenían problemas viendo que las cosas ya no eran como hacía cincuenta años.

 El escritor levantó la cabeza y vio que estaba en un cruce de semáforo. En frente tenía un gran edificio de vidrio pero no parecía haber nada más allá así que giró a la izquierda y siguió su paseo por una pequeña avenida, esta sí más transitada. La gente parecía querer protegerse del viento y muy pocos estaban manteniendo conversaciones con alguien más. Era sorprendente, pero no había gente ni hablando por teléfono móvil.

 Esos viejos, anacrónicos y sin importancia ya, lo habían desechó en más de un par de publicaciones. Incluso, en televisión, leían párrafos de sus obras y se burlaban, como si fuera su juego preferido. Era horrible, recordó Tomás. Era miserable y se sentía aún peor que eso. Como era posible que la gente fuera así? Porque no solo fueron esos dos viejos horribles sino que todo el que leía, como buena sociedad consumista, creía en lo que veía impreso en toda publicación. Era deprimente ver como gente que por algún milagro de la vida podía leer, se burlaba de su obra como si fueran conocedores intachables.

 Tomás llegó entonces a otro cruce y, del otro lado, vio un enorme edificio o, mejor, era un conjunto de edificios. El principal parecía tener la forma de un cuadrado enorme y era, sin lugar a dudas, un centro comercial. Pero una esquina estaba uno de los edificios más altos que él hubiese visto. O sería que había visto más altos? Probablemente. Pero el pensar y reflexionar hacía que cosas así, se vieran diferente.

 Lo primero que hizo después de cruzar fue comprar un café bien caliente en una popular cafetería y luego se puso a caminar por todo el centro comercial. Mónica le había mencionado que tendría una firma de libros en un centro comercial. Sería este? Había mucha gente por todos lados y todo tipo de tiendas. Sin duda sería un excelente lugar para lanzar su nueva publicación. Era una historia de ficción histórica, basada en las experiencias de los prisioneros homosexuales en los campos de concentración nazi. No era un tema que llamara mucho la atención pero Tomás lo había encontrado fascinante.

 Precisamente investigando para este nuevo libro había podido viajar a la ciudad de Cracovia. El viaje lo había pagado él de sus ahorros y había ido solo. No quería que nadie interrumpiera la experiencia. Era casi como ir al Vaticano, algo que tenía que hacer con el más profundo respeto. Sin embargo, algo le pasó que no tenía nada que ver con su investigación. En una pequeña librería cerca del museo del campo, Tomás se puso a hojear una que otra publicación. Le gustaba tener algo ligero para leer en sus viajes y ya estaba cansado de los que tenía en su portátil.

 De repente una joven mujer, mirando libros en la misma parte que él estaba, se puso a hablar en un tono más alto de lo normal con un amiga con la que venía. Seguramente era polaco porque Tomás no entendía ni media palabra de lo que decían. Alguna idea tenía del alemán o del ruso pero lo que hablaban, estaba casi seguro, no era ninguno de esos dos. Se sonrojó cuando se dio cuenta de que la chica que más hablaba lo miraba a él y, sutilmente, lo señalaba. Tomás trató de no fijarse pero era casi imposible: la librería estaba todo menos abarrotada.

  Entonces las dos chicas se le acercaron y con una sonrisa le preguntaron:

-       Tomás Grosez?
-       Gómez, sí.

 Las chicas rieron y entonces una de ellas sacó un usado libro del interior del abrigo que tenía puesto. Para sorpresa de Tomás, el libro era una de las noveles que habían sido duramente criticadas hasta hacía poco. Ver una copia le hacia doler un poco la cabeza. En menos de un segundo, pensó que las chicas estaban riendo porque habían conocido al autor un libro especialmente pésimo y criticado por todos. Seguramente le pedirían que lo firmara para tener una prueba de que habían conocido al atroz escritor.

-       Ex darme libro. Yo gustar mucho tu.

 Las dos chicas rieron de nuevo.

-       Tu escribe firma?

 Y le estiró el libro a Tomás que lo tomó, lo firmó robóticamente y les dio a las chicas una sonrisa atontada. Entonces, cuando ellas parecían irse, el escritor les preguntó si en verdad les había gustado el libro. Tuvieron que comunicarse en inglés para entender mejor pero, en resumidas cuentas, la chica que tenía el libro decía que se había identificado con el personaje que él había creado: era una mujer que iniciaba decida y luego se veía derrotada por la vida. La chica decía que el libro la había ayudado a no decaer y a seguir adelante.

 Cuando se dio cuenta donde estaba, Tomás sonrió sorprendido. Mientras pensaba en la lectora agradecida que le había dado un impulso a su ambición de ser un mejor escritor, sus pies lo habían paseado por todo el centro comercial hasta que quedó frente a una librería. En efecto, era allí donde presentaría su libro. Había afiches en la entrada al sitio y algunas copias ya estaban siendo vendidas. Tomás sonrió. No había nada como ver su nombre en la tapa de un libro que esperaba ser comprado. Y se alegró aún más cuando un joven, de la mano de otro joven, compró una copia para cada uno.


 De vuelta en el hotel, cambiándose a una vestimenta más apropiada para cenar con gente de una editorial, Tomás pensó que era un hombre muy afortunado. El ser bueno o malo en algo no era el punto. El punto era intentar hacer lo que más le gustaba y disfrutar de cada ganancia, como la hermosa vista del atardecer que estaba viendo desde su habitación.