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lunes, 1 de agosto de 2016

Fantasmas del presente

   Al parecer la gente se odia a si misma. Al parecer la gente no soporta mirarse en el espejo y darse cuenta de que todo lo que tiene en frente es propio y que nada de lo que digan los demás importa. Sin embargo, no logro entender porqué las cosas son así y no de otra manera. ¿Porqué son autodestructivos y porque tratan de destruir a los demás? ¿Que es lo busca la gente haciendo que los demás sean miserables? La lógica diría que son ellos mismo miserables y por eso lo hacen pero no creo que siempre sea el caso.

 La gente es miserable por cualquier cosa y la única condición para que lo sean es estar tristes por una razón o por otra. Pero la tristeza no es excusa, estar mal en un momento no garantiza que se esté mal toda la vida y los demás no tienen porqué pagar por ello. Si estás triste, analiza tus sentimientos y lo que tienes adentro pero no hagas que lo demás se sientan miserables solo porque tu no puedes soportar al mundo de la manera en la que está hecho.

 Yo lo entiendo. A veces hay momentos en que queremos echarlo todo por la borda y no queremos que nadie nos hable, que nos miren o que susurren cerca nuestro. No queremos que el viento sople ni que el agua moje, que la gente camine o que los animales hagan lo que hacen. No queremos nada y a la vez lo queremos todo porque creemos que tener todo es lo mismo que ser feliz, que estar completo de alguna extraña manera. Pero siempre sabemos, en el fondo, que eso no es así.

 Creo que mucho de eso odio, ese rencor contra todos, nace sin duda de alguna inseguridad profunda en cada ser humano. Creo que reside en lo más hondo de cada ser, algo que se lo come vivo desde adentro, algo tóxico y asqueroso que la gente muchas veces nunca ve ni siente pero que a veces se manifiesta de las maneras más horribles para que nadie olvide su existencia. Creo que todos tenemos ese ser, esa otra criatura adentro, nadie es una excepción.

 Todos nos odiamos, todos tenemos problemas con algo o con alguien. Todos podemos ser capaces de sentir rencor contra los demás, de sentir cualquier cosa de hecho. Y ese puede ser un problema: no sabemos manejar esos sentimientos porque no tenemos las herramientas para comprenderlos. Ya sea porque nos criaron mal, y eso sí existe, como porque no nos esforzamos nunca por saber más del mundo que lo que vemos, es un problema grave.

 Y ahí están esas personas, que solo viven para ver a los demás quemarse en un mismo lugar. Viven para disfrutar con el dolor ajeno porque es la única manera en que pueden sentir algo, lo que sea. Jamás lo dejan de lado y jamás paran o se detienen.

 Muchas veces, estoy seguro, debe ser algo relacionado con el físico. Si quisiera ofender y ser igual de superficial que esta miserable gente, diría que si son hombres debe ser que es porque tienen un pene pequeño. Por alguna razón ese detalle siempre detiene en seco a un hombre, como un encantamiento mágico. Si es una mujer, la cosa se pone más compleja y hay que saber más del individuo pero siempre hay algo sensible, siempre hay un punto de ataque estratégico.

 La gente se siente mal frente al espejo. Yo me siento mal frente al espejo seguido y lo he hecho durante una larga cantidad de años. Para mi no es algo nuevo y vivo con ello sin problemas porque ya me acostumbré. A veces me veo allí y siento que no soporto estar allí de pie por más de un segundo, me odio porque me juzgo a partir de lo que ven y dicen los demás y no de cómo me siento. Mala cosa. Otros días es diferente. Me gusto mucho sin esfuerzo.

 Pienso que la gente de la que hablamos debe odiarse a si misma cada vez que se mira al espejo. Debe haber algo que los pone nerviosos, algo que simplemente los hace cerrar los ojos siempre que ven un cuerpo distinto, como si fuese algo pecaminoso o prohibido. Todavía hay gente que cree en estupideces de esas pero incluso la gente religiosa se puede dar cuenta que el cuerpo es lo que hay y no tiene sentido odiarlo ni aborrecerlo. Y sin embargo, ellos existen.

 Puede que sí sean los órganos sexuales los que los molestan o tal vez sea ver solo piel y nada más. Incluso, y esto es más posible aún, creo que les molesta ver que alguien esté tan seguro con su cuerpo. Puede que tenga algo que ver con la envidia, con algo que ellos mismos quisieran tener. Tal vez tienen el sueño reprimido de poder caminar desnudos por ahí sin sentirse inferiores o algo por el estilo. Me doy cuenta que entre más lo pienso, menos me interesan las razones.

 Eso será porque, entre más excusas existan, más trata uno de justificar las acciones de los demás pero no todos estamos justificados. Hay gente a la que se le debe llamar la atención y hacerle darse cuenta de que lo que hace está mal. Nadie tiene derecho a hacer que los demás se sientan como basura y nadie debería odiarse tanto como para destruir a otros por algo que tiene en la cabeza o que le falta.

 Pierdo el interés en defenderlos, en creer que son buenas personas a pesar de hacer cosas que me sacan de quicio. Son unos idiotas, superficiales e ignorantes. Eso pienso en este momento y creo que lo más probable es que sea la mejor descripción que haya hecho nunca te estos personajes tan tristes y patéticos. Ahí van más adjetivos.

 Se podrán excusar también en eso que llaman la moral, un concepto arcaico e inútil en el que la gente se sigue escudando para rechazar, selectivamente, comportamiento o hechos de la vida que no les gustan para nada. Es algo completamente ridículo porque es como juzgar a todos desde una pequeña, ínfima porción de lo que el hombre como especie conoce. Es como si eligiéramos, de todo el conocimiento humano, sólo lo que la humanidad aprendió en veinte años y usar eso para juzgar a todos los demás. Sin sentido.

 Dirán que es para proteger a los niños, niños que bien protegido no tendrían porque acercarse a lo que no deben. Se les olvida, tal vez que todos, incluidos los infantes, tienen tanto deberes como derechos. Eso de sacudirle a uno los derechos en la cara pero olímpicamente olvidarse de los deberes es simplemente asqueroso. Y se dicen conocedores de la vida y adoradores de lo que hay en ella nada más porque saben de la ley y el orden y de todo lo aparenta crear justicia.

 Tanto les gusta ese concepto, que la imparten ellos mismos. Por eso son peligrosos y unos lunáticos que deben ser detenidos antes de que pase nada. Eso es lo que se debería hacer con toda persona que cree un sistema alterno de justicia, cuando hemos convenido como sociedad humana que solo podemos atenernos a un código de reglas especifico y no a varios al mismo tiempo. Existirán otros sistemas, pero debemos atenernos al nuestro o sino todo es caos.

 Eso sí, que la gente crea lo que crea, que se vuelvan locos odiando y creyendo que su Dios, que su persona, que su familia o que quien sea tiene la razón. Que usen a sus niños como escudos, a sus mujeres como armas y a sus hombres como jueces, si es que no hacen daño, si no afectan a nadie y son como una de esas imágenes de museo que es graciosa porque ya es obsoleta.

 Así como esas piezas de colección, esa gente empezará a ser más y más escasa hasta que sean vistos como una curiosidad y luego ya no sean vistos más nunca. Eso es lo que necesita pasar, que conscientemente los hagamos a un lado si no están dispuestos a compartir el camino con nosotros. No se trata de ser amigos y darnos la mano y vivir juntos para siempre. Se trata de concesiones, incluso de respeto, más de tolerancia.


 Pero el mundo es un lugar podrido. Es un sitio vil que ha tenido el infortunio de ser nuestro hogar por tanto tiempo y lo será por más aún. Soportarnos será difícil pero al menos sabemos ahora que hay cosas por las que vale la pena vivir en paz y en calma y creo que esas son razones más que suficientes para tomar la iniciativa e ir extinguiendo a los fantasmas.

miércoles, 22 de junio de 2016

Vigorexia y otros males

   Matías entrenaba todos los días, sin importar el clima o su estado de ánimo, nada lo podía alejar del gimnasio que tenía cerca de casa. Había empezado a ejercitarse durante sus años de universidad y ya hacía mucho había logrado todos sus objetivos. El primero había sido perder peso y lo había logrado en un tiempo menor al pensado. La verdad era que Martín jamás había sido gordo ni había tenido ningún tipo de problema de peso, solo tenía los mismos rollitos que todo el mundo.

 En todo caso, unos seis meses después de entrenamiento intensivo, toda esa grasa se había esfumado gracias a la ayuda de su entrenador, un hombre un poco mayor que él que recibía un pago aparte de la tarifa normal del gimnasio para que lo dirigiera y trazara para él un plan de ejercicio y una dieta acorde. Matías trabajaba en una oficina como mensajero y, en parte, había sido contratado por su físico: lo hacía ágil en la motocicleta y nadie podía negarse a recibir nada de un tipo de un metro ochenta de altura.

 Sin embargo, Matías nunca se había fijado en esas características de sí mismo. O bueno, sí que se había fijado pero no las tomaba como ventajas en ningún sentido. Pensaba que esas eran cosas con las que había nacido y que, al final de cuentas, no importaban mucho a la hora de definir su futuro en diferentes ámbitos. La verdad era que Matías sí sufría de un mal pero no era algo físico sino sicológico, algo que él no había querido enfrentar pero había estado allí siempre.

 Él nunca lo contaba. No era algo de lo cual estar orgulloso. El hecho era que en la escuela, con unos dieciséis años, había tenido graves problemas de bulimia. Tan grave había sido el lío que sus padres habían tenido que ser llamados a la escuela para que explicaran el comportamiento de su hijo. Las escuelas entonces no eran tan comprensivas pues mucho ha cambiado en tan poco tiempo.

 Ese día fue el peor de su vida pues tuvo que decirles a sus padres, llorando, que todo lo que comía lo vomitaba porque se sentía que había subido mucho de peso en los últimos meses. Además no le daba ningún placer comer, no como antes. No sabía explicar la razón pero todo le daba asco o simplemente no le atraía en lo más mínimo. Sus padres siguieron el consejo de la escuela y lo enviaron a un sicólogo calificado.

 En poco tiempo, el problema quedó solucionado. Si bien Matías nunca arregló su problema respecto al gusto por la comida, no volvió a vomitar su comida nunca más, optando mejor por el ejercicio unos años después. Su entrenador le había confeccionado una dieta tan perfecta, que se acoplaba de manera ideal con su apetito de siempre. Eran pequeñas porciones de comida que nunca tenía mucho sabor. Perfecto para él.

 Sin embargo, Matías renovó su membresía al gimnasio después del primer año. No solo había perdido el peso que quería sino que había ganado mucha masa muscular un poco por todo el cuerpo y había marcado casi todo lo que se podía marcar en el cuerpo. Estaba tomando vitaminas y muchas otras cosas para ayudar a que sus músculos crecieran un poco más, para llegar siempre a un nivel más alto. Aunque trabajaba todo el día, de lunes a viernes, siempre estaba a las ocho de la noche en punto en el gimnasio y no salía sino hasta cuatro horas después.

 El entrenador que tenía se convirtió en su amigo y dejó de ser su entrenador pues ya no había necesidad. Él le había insistido que quería seguir con él más tiempo, para aprender y saber como manejar sus dietas y ejercicios y demás pero el tipo le dijo que él ya no lo podía ayudar en nada pues Matías había pasado ya todo los niveles que él consideraba necesarios y que él conocía. De ahora en adelante estaba por su cuenta.

 Se puso a leer entonces páginas de internet y algunos libros y encontró recetas y rutinas para seguir trabajando su cuerpo. No le decía a nadie pero la verdad era que todavía veía los rollitos de antes, seguía viendo zonas de grasa en su cuerpo, parte de piel que no estaban tensionadas y trabajaba en ellos todos los días, sin poner atención a nada más en su vida sino a todo eso que no estaba allí.

 En el gimnasio nadie se daba cuenta pues mucha de la gente que iba tenía el mismo problema y los demás tenían los propios. Nadie tenía tiempo de darse cuenta que algo podría estar realmente mal. En su familia la cosa tampoco era muy distinta. Todos comentaban lo bien que se veía, que parecía más alto y que sus brazos fornidos seguramente eran la sensación entre las chicas.

Él era modesto y no decía nada pero la verdad que, aunque sí se le acercaban muchas mujeres, la mayoría salía corriendo apenas se daban cuenta de la personalidad que había detrás de los músculos. Normalmente sus relaciones sentimentales no pasaban de la primera semana porque Martín ya tenía sus prioridades y el gimnasio era una de esas y no lo cambiaría, a pesar de que se cruzaba con las horas perfectas para salir a comer, bailar, tomar algo y hasta tener sexo.

 Algunas chicas lograron meterse en su cama pero, como nunca habían planeado ir más allá, les daba igual la personalidad de Matías y la hora a la que se metieran en su cama. Lo hacían más porque era como un reto, como algo nuevo en su lista de ligues. No era todos los días que se estaba con un hombre con un cuerpo así.

 Con el tiempo, esos momentos fueron siendo cada vez menos hasta que Matías dejó de lado por completo su vida sentimental y se dedicó casi al cien por ciento al gimnasio. Aunque sus padres no supieron, dejó su trabajo de mensajero que le había dado el dinero para salir de casa y vivir solo, y decidió entrenar para un concurso de fisicoculturismo. Esa era su meta ahora, estar entre hombres que la gente consideraba dioses vivientes. Él quería estar entre ellos y sentirse por fin realizado.

 El concurso estaba a siete meses y por eso aumentó su régimen de entrenamiento y su dieta. Lo hizo todo solo, sin ayuda de nadie. Al comienzo los cambios no parecían ser muy efectivos. Matías se desesperó y no era extraño ver en su casa marcas en las paredes de cuando las había golpeado con fuerza, dejando la silueta de su puño o al menos algo de sangre sobre el blanco del muro.

 Pero con el tiempo se empezaron a ver los resultados y entonces fue cuando en verdad Matías perdió todo contacto con la realidad. No tenía más vida sino esa: de la casa al gimnasio y del gimnasio a la casa. La falta de dinero no era problema pues no gastaba en casi nada, solo en la nueva dieta y ya. Caminaba al gimnasio y su membresía estaba paga por un buen tiempo. Su cabeza solo servía para entrenar, comer y dormir. Había dejado todo lo demás de lado, incluidos sus amigos y su familia.

 Sus padres lo llamaban a veces preguntado que pasaba. Lo hacían al celular porque la línea de teléfono fijo había sido cortada. Era un gasto que no necesitaba ahora. Él apenas les hablaba, contestando con monosílabos y sin el menor interés por saber como estaban ellos, que pasaba con sus vidas ni nada de eso. Ellos se preocuparon pero al mismo tiempo pensaron que tal vez era ese momento de la vida cuando los hijos ya toman vuelo y no tiene caso seguir encima de ellos.

 El día del concurso, Matías preparó todo él solo. Era el único concursante que venía sin una comitiva. Algunos de los otros hombres trataron de hablarle, de crear una amistad basada en sus gustos, pero no sirvió de nada. En persona era igual que por teléfono. El concurso prosiguió todo ese día con diferentes tipos de desfiles y actividades hasta que, al final, Matías quedó segundo, después de un tipo que apenas ganó corrió a su esposa e hijos y los abrazó.


 Matías no sintió nada en ese momento más que pena por si mismo. Un segundo lugar no era lo que quería. Recogió todo lo suyo y salió del sitio corriendo, sin esperar un segundo más. En su mente, ya pensaba como ganar otros concursos. Estaba tan metido en eso que no vio el camión al cruzar la calle frente al recinto de espectáculos. Matías no pensó en nada, nunca más.

viernes, 17 de junio de 2016

Sauna

   Con toda la confianza que le fue posible reunir en un par de minutos, Martín entró en el recinto y fue siguiendo los letreros. Lo que él quería estaba al final del pasillo. Caminó con cierta prisa, haciendo que sus chanclas hicieran un sonido gracioso, y en un momento llegó hasta la puerta que tenía un letrero grande con la palabra “sauna”. Por un momento, dudó si debía abrir la puerta o si debía volver. No estaba muy seguro de lo que estaba haciendo allí pero, como por arte de magia, la puerta se abrió antes de que tuviera que pensar mucho más.

 Se hizo hacia atrás para dejar pasar a la persona que salía. No lo miró a los ojos porque no se acostumbraba al hecho de no llevar nada de ropa en un lugar en el que normalmente la gente llevaba, al menos, unos pantalones cortes. Toda la zona hacía parte de la más reciente ampliación del gimnasio al que Martín había empezado a ir hacía solo un par de meses. La idea de ir al sauna le había atraído, pues decían que era bueno para muchas cosas y que debía intentarlo.

 Sin embargo, él jamás se había sentido muy cómodo con poca ropa. Cuando iba a la playa, podían pasar horas antes de quitarse la camiseta para estar más fresco. Era algo reprimido que tenía adentro, un recuerdo de la infancia, cuando su cuero era diferente y los niños eran más insensibles. Eso todavía rondaba su mente y le hacía pensar que los adultos no cambiaban mucho de cuando eran menores.

 El caso es que había escuchado a su entrenador, el tipo que le ayudaba a coordinar su rutina de ejercicio, y él le había dicho que ir al sauna era una muy buena idea pues era relajante, ayudaba un poco a adelgazar y además limpiaba la piel. La mayoría eran ventajas. Martín al comienzo no pareció muy convencido pero su entrenador le insistió tanto que decidió ir ese viernes, el día que menos gente iba al gimnasio pues estaban todos ocupados yendo a bailar y demás.

 Pensó que era razón suficiente para que el sauna estuviese más vacío y pudiese disfrutarlo más. Sin embargo, cuando entró, había cinco hombres ocupando los tres escalones que conformaban el sauna. Era bastante amplio, todo cubierto de madera, con la cosa que parecía una hoguera en el centro de la habitación y las gradas para sentarse alrededor como en un anfiteatro.

 Martín miró por un momento y decidió hacer lo que había hecho en clase en la universidad cuando entraba a salones similares: subió a la parte más alta y allí se sentó, solo, tratando de no quedarse mirando a nadie. No era difícil pues el vapor era espeso y no se veía mucho. Era una sensación extraña y pronto se dio cuenta que le gustaba. Resultaba muy agradable al encontrar la posición perfecta y cerrar los ojos.

 Lo mejor fue cuando uno de los que estaba más abajo le echó agua a las piedras. El vapor se volvió espeso de nuevo y la piel parecía recibir cada oleada de aire caliente de la mejor manera. En poco tiempo estuvo sudando pero no se sentía asqueroso como luego de hacer ejercicio. Se sentía bien, relajante. Decidió echarse para atrás, contra la pared y estirar sus piernas de modo que quedara lo más relajado posible. Por un momento, pensó que se iba a quedar dormido.

 De pronto, sintió algo en su hombro. Al comienzo, medio dormido como estaba, pensó que era algún tipo de bicho. Luego cayó en cuenta que no estaba en un parque sino en un sauna y abrió los ojos. A su lado estaba su entrenador, mirándolo con una gran sonrisa en el rostro. Era obvio que se burlaba de él por estar casi dormido. Le preguntó, tratando de no sonreír más, si estaba disfrutando el lugar. Martín le dijo que sí, que era muy agradable.

 Pero entonces se dio cuenta de algo. En los meses que llevaba allí, Raúl siempre había sido su entrenador. No lo había elegido sino que él se le había acercado y había ofrecido ayudarle. Y Martín había aceptado su ayuda pues el no tenía experiencia alguna en todo el asunto de ir al gimnasio. Desde más joven había querido empezar a tener una rutina de ejercicio, pues siempre había tenido problemas de autoestima por su físico, pero no había hecho nada al respecto hasta entonces.

 A Raúl lo veía como alguien amable pero la verdad era que no hablaban demasiado. Solo un poco al comienzo de cada hora en la que Martín iba al gimnasio y no más. Nunca se había molestado en mirarlo mucho más allá de sus explicaciones y sus consejos. Pero ahora lo tenía en frente, riéndose de él con tan solo una toalla cubriéndose su cuerpo. Y lo que no cubría la toalla, era lo que Martín miró más y no parecía poder parar de mirar.

 Raúl era quién Martín había querido ser, al menos en algún momento. Tenía el cuerpo perfectamente modelado por el ejercicio, por el gimnasio mejor dicho. Era igual que los modelos de las revistas, los que usan para perfumes o cosas que tengan que ver con la playa o el verano. Era un poco más alto que Martín, pelo corto y tenía pectorales definidos y abdominales ridículamente marcados. Era el sueño de todo el planeta.

 El entrenador le preguntó a Martín, de nuevo, como le había ido ese día en el trabajo. Cuando oyó la pregunta, a Martín se le hizo la pregunta más rara de la vida. ¿Acaso Raúl sabía en lo que él trabajaba? ¿Se lo había contado alguna vez? No tenía ni idea y ahora que lo había visto casi sin ropa, no tenía cerebro para nada más. Sus inseguridades habían vuelto.

 Respondió la pregunta con un “bien bien”, que no sonó especialmente convincente. Martín estaba más preocupado mirando como bajar las gradas para poder salir que responder algo más en una pregunta tan abierta y, para él, tan extraña. Hubo un silencio incómodo, en el que Martín trató de evitar la mirada de Raúl, tratando de ver donde estaba la puerta pero el vapor era muy espeso para ver nada. Raúl, en cambio, se estiró en su lugar y cerró los ojos, viendo que lo mejor era relajarse.

 Martín aprovechó el momento para ver el cuerpo de Raúl de nuevo. Era exactamente como él siempre había querido ser. Sin embargo, tendría que nacer de nuevo para poder ser más alto y tener una dieta muy estricta para poder perder el peso necesario y eso era algo que estaba fuera de discusión. Eso sí era algo que recordaba haberle dicho a Raúl alguna vez: agradecía ayuda con su rutina pero jamás con su nutrición. Eso estaba fuera de la mesa.

 Podía parecer obstinación, pero el caso era que Martín no quería cambiar su vida por completo nada más con adelgazar. Antes de decidir entrar al gimnasio, había pensado que lo que más quería era perder el peso que toda la vida le había molestado y tratar con ello de levantar una nueva autoestima, una que tomara en cuenta sus esfuerzos y todo lo que él hiciera para mejorar. Eso sí, no incluía la comida pues ese era uno de sus placeres más grandes y no estaba preparado para dejarlo ir. Comer menos, sí. Dejar de comer, no.

 Y ahora tenía frente a sí el modelo, el prototipo de lo que la gente quería ser, la meta a la que todos querían llegar. Se daba cuenta que él jamás llegaría hasta ese lugar, jamás llegaría a tener ese cuerpo y, siendo sincero consigo mismo, jamás tendría la confianza necesaria para estar cómodo en el suyo. Estaba atrapado entre dos cosas distintas y no podía seguir avanzando.

 En un segundo, pensó que debía rendirse. Se podía salir del gimnasio en cualquier momento, aunque perdería dinero. Pero al menos conservaría su sentido común y no se sentiría peor después. O podría seguir, tratando de acomodarse a la idea de que jamás llegaría a ser un prototipo, jamás sería lo que el mundo quisiera que él y todos los demás fueran.


 Raúl interrumpió sus pensamientos de nuevo. Le puso una mano en la espalda y le dijo que había avanzado mucho en los últimos meses y que tenía ahora un cuerpo del que podía estar orgulloso. Martín se sintió avergonzado pero también un poco confundido. ¿Que quería decir eso? ¿Acaso estaba bien ser como él, diferente al prototipo?

lunes, 13 de junio de 2016

Como un vampiro

      Mi casa parece la casa de un vampiro. No porque esté ubicada en una colina lejana con rayos y centellas detrás o porque tenga muchos pasillos secretos y un sótano lleno de ataúdes. Lo digo por los espejos: no hay ni uno solo. Al comienzo, cuando volví, se me hacía raro ir a cepillarme los dientes al baño y no tener donde mirarme. Lo mismo con el espejo que solo había sobre el mueble de la sala, que siempre había hecho parecer que mi pequeño apartamento era mucho más grande de lo que era.

 También habían sido retirados los espejos más pequeños, casi todos en mi habitación y en el baño. Lo único que daba un reflejo era, a veces, los vidrios de las ventanas y los charcos de agua que se hacían en el baño cuando usaba la ducha. No podía culpar a mi familia por haber tomado semejantes decisiones. Al fin y al cabo, tenía dos marcas bastante notables en las muñecas que me recordaban porqué no podía mirarme al espejo nunca y también porqué todavía no estaba listo para volver a hacerlo.

 Hacía casi un año había vuelto a casa, después de vivir un año en una institución alejada de la sociedad. Estaba en el campo, donde había animales para acariciar y gente amable que hacía preguntas con mucho cuidado. Allí me curé de mis heridas y fui, poco a poco, recuperándome de todas ellas, las físicas y las mentales. Creo que el proceso fue muy rápido y todavía me da algo de miedo que todo haya sido tan apresurado. ¿Que tal si no funcionó?

 Supongo que tendré que esperar a ver para saberlo. Es un problema con el que tendré que vivir, lo mismo que con las cicatrices en mis muñecas y con el hecho de no tener espejos. A todo se acostumbra uno. Lo mismo sucedió con mi trabajo que, obviamente, no había esperado por mi mientras estaba encerrado. Tuve que empezar a buscar algo que hacer y lo encontré teniendo dos trabajos en casa. Tuvieron que ser dos para poder pagar las facturas y demás.

 El primer trabajo es muy simple. Soy vendedor por teléfono de productos lácteos para una gran empresa. Desde temprano en la mañana hasta la hora del almuerzo, me la pasa llamando a oficinas y a diferentes tipos de personas, preguntándoles por sus pedidos de yogures, quesos, leche y demás productos. Algunas veces son colegios y otras veces supermercados. Es muy aburrido pero pagan a tiempo.

 Sin embargo, pagan mal y por eso necesito el otro trabajo que hago en las tardes, hasta las ocho de la noche. Soy asistente técnico para una compañía que provee servicios de internet y de telefonía. La verdad es que mi horario no es estable y puede terminarse antes o muchos después, eso depende de cuando llegue alguien a cortar mi tiempo con los clientes. Es casi al azar.

 Los días son pesados pero, gracias a que sé negociar y utilizar mis incapacidades, no trabajo los fines de semana. Esos dos días los tengo solo para mí. Los sábados normalmente son los días más activos, en los que recibo la visita o visito yo mismo a mis padres. Siempre tienen mucho que decir y mucho que hacer. Sea como sea, siempre que me veo con ellos hay comida por montones, sea que la hacen o sea que pedimos a domicilio. Siempre me dicen que me veo flaco y triste pero creo que eso es algo que ya no se puede arreglar y trato de bromear al respecto.

 A veces las bromas salen muy mal y hago llorar a mamá o enojar a papá. Todavía es difícil hablar del tema, de mi tiempo lejos de todos y de porqué no hay espejos en la casa. Es algo delicado y, la verdad, tratamos de que no sea necesario hablar del tema. Porque no lo es. Nadie necesita escuchar esa historia por enésima vez, nadie necesita revivirlo todo de nuevo, ni ellos ni yo, así que simplemente no lo discutimos.

 Los sábados también suelen ser para salir a dar una vuelta. Normalmente voy con ellos, casi nunca solo. Me acompañan a comprar ropa, a comer algo, a ver gente por aquí y por allá. A pesar de que gano mi dinero, todavía necesito el apoyo económico de mis padres. Sin él no tendría que vestir ni tampoco electricidad para cocinar o para tener la luz prendida toda la noche como me pasa seguido.

 Tengo que confesar que no son pocas las veces que me siento mal por ello. No creo que mis padres tengan la responsabilidad de cuidarme a esta edad todavía pero lo hacen sin decir nada más. Al comienzo, cuando apenas había vuelto del “lugar”, me tuve que quedar con ellos y fue tras mucho insistir que me dejaron volver al apartamento que alguna vez había comprado con dinero ganado en mi trabajo anterior.

 Cuando los convencí que podía vivir solo, decidieron que lo mejor era traerme bolsas llenas de cosas. Me compraban ropa y la traían directo de la tienda o venían con bolsas y bolsas del supermercado. Pasaron un par de meses, en los que venían varios días en la semana, antes que escucharan y entendieran que yo no necesitaba actos de caridad de nadie. No quería que me regalaran las cosas como si no tuviese pies o manos.

 Lo mejor que pudieron hacer fue llevarme a los lugares y limitar sus compras. Tampoco quería que se gastaran el poco dinero que tenían en mi. Pero querían ayudar con tanto ahínco que los dejé que me hicieran un pequeño mercado cada mes y que me compraran una prenda de vestir cuando yo se le los pidiera. Era lo máximo que podía normalizarse nuestra relación después de lo ocurrido.

 Fue en uno de esas salidas a comprar ropa en las que me volví a mirar en un espejo. Normalmente me compraba todo acorde a las tallas y si había que hacer arreglos pues mamá haría su mejor esfuerzo. Pero para comprar pantalones era mejor probármelos, porque cada marca era distinta, todas las tallas, así fuesen del mismo número, no eran iguales en un almacén que en otro. Entonces me decidí por dos modelos en una gran tienda e hice la fila para entrar a los probadores. Yo empecé a sudar allí, pues me molestaban tales aglomeraciones.

 Desafortunadamente para mí, la fila se movió con rapidez. Me tocó en el último probador en un pasillo estrecho y apenas entré, caí en cuenta del espejo. Al comienzo, lo ignoré completamente. Hice el ejercicio de darle la espalda y quitarme los pantalones que tenía puestos así. Me temblaba todo y me demoré más de lo normal quitándome la ropa. Casi tropiezo al quitarme los pantalones de los tobillos y fue entonces, casi en el suelo, que mis ojos se tropezaron con mi reflejo.

 Todo volvió a ser como ese día, hacía casi dos años. Lo recordé todo de golpe, cada detalle de esa escena en la que había cogido a puños el espejo del baño hasta destrozarlo. Mis puños sangraban pero no había terminado. Tomé uno de los trazos más grandes y, sin dudas, me corté las muñecas como pude. Por suerte, era sábado y no demoraron en encontrarme unos amigos que venían a tomar algo todos los fines de semana.

 Me puse de pie en el vestidor a pesar de estar mareado. Creí que iba a vomitar pero me contuve. Miré los pantalones que esperaban a ser probados pero me di cuenta entonces que me sentía muy débil. Todo me daba vueltas y mis brazos se sentían como hechos de papel. No era momento de probarme ropa ni nada de esas tonterías. Como pude me puse mis pantalones de nuevo y salí corriendo de allí. Les dije a mis padres que compraran los de mi talla.

 Cuando volví a casa, fui directamente a la cama. Me quité la ropa y me acosté boca abajo. Tenía ganas de llorar pero no lo hice, no había lágrimas en mis ojos. Sin embargo no podía dejar de pensar en como se sentía el vidrio sobre mi piel y mis manos destrozadas por el vidrio del baño. Instintivamente, me miré las muñecas y los nudillos. Cualquiera vería con facilidad lo que había dejado ese episodio de mi vida en mi cuerpo.


 Como era común, no pude dormir en toda la noche. Me la pasé pensando, en la oscuridad, en los sentimientos que me habían hecho destrozar ese espejo. Recuerdo bien que lo destrocé simplemente porque me vi en el él y no soportaba verme. Aún hoy, eso no ha cambiado. Agradezco a mi familia que haya convertido mi casa en la de un vampiro.