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viernes, 24 de noviembre de 2017

Malditos idiotas

   Cuando me desperté, estaba en una cama conectado a una de esas máquinas que hacen ruidos repetitivos. Un par de tubos iban y venían y algunos otros estaban conectados a mis manos. Me dio ganas de rascarme apenas los sentí, pero no pude hacerlo porque el solo pensamiento de moverme hizo que todo el cuerpo me doliera, como si una descarga eléctrica de alta potencia pasara por todo mi cuerpo. El dolor fue amainando y fue justo cuando ya no me dolía nada cuando la enfermera entró a la habitación.

 Pensé, tontamente, que había venido porque de alguna manera la estúpida maquina había detectado mi dolor. Pero no, solo había venido a revisar que estuviese vivo, respirando y absorbiendo el suero al que estaba conectado. Quise fingir que estaba dormido. No supe porqué, pero creo que no estaba listo para que la gente supiera que había despertado, vuelto a este mundo de mierda que me había puesto en esa cama de hospital. Pero no pude hacerlo y ella salió apresurada de la habitación.

 En poco tiempo otra enfermera y un doctor vinieron a visitarme. Tuvieron para conmigo las palabras de siempre que dicen cuando alguien está en un hospital y las mismas preguntas estúpidas del estilo: “¿Se siente usted bien?”. Imbéciles, pensé. Pero no lo dije. De hecho, no podía hablar porque la garganta me dolía demasiado. El doctor ordenó que me trajeran algo de tomar y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un hambre feroz y hubiese preferido un batido de carne al jugo de zanahoria que trajeron.

 Me lo tomé en silencio y solo, puesto que ya era tarde y nadie se quedó conmigo para ver si me tomaba el espeso liquido o no. No estaba feo pero el sabor o la consistencia del dichoso jugo no me importaba en lo más mínimo. Me lo tomé mirando por la ventana, como si pudiera ver algo. La verdad era que el otro lado parecía la boca de un lobo, completamente oscuro y sin ruidos que denunciaran exactamente donde estaba. Porque de idiota no me había fijado en la bata del doctor.

 Me quedé despierto varias horas, pensando en mi accidente. Me acordaba bien como se sentía su cuerpo cuando lo empujé al separador de la avenida y también recuerdo sentir como si se me viniera una montaña encima pero solo había sido un automóvil que había llegado al semáforo a alta velocidad. Por lo visto el color rojo no significaba nada para ese borracho o drogado o lo que fuese ese maldito desgraciado. No supe que pasó después pero la rabia no me dejó dormir en paz hasta que llegó la luz de la mañana. Tuvo un efecto de calmante y me dormí sin chistar.

 Los días en un hospital pasas lentamente. Debe ser lo mismo que en una cárcel, pues en ambos lugares se está en una pequeña habitación sin posibilidades reales de salir a dar una vuelta. En mi caso, no me dejaban salir porque no podía usar las piernas. No había quedado invalido pero había estado muy cerca. Todos los días venía un enfermero francamente atractivo y él era el encargado de hacer la terapia pertinente para que pudiese mover las piernas lo más pronto posible.

 Mi voz mejoró y pasados algunos días ya pude flirtear un poco con el terapeuta. El solo se ría o sonría y cambiaba de tema. Estaba seguro de que lo hacía sonrojar y eso era una indicación muy clara pero la verdad era que yo solo lo hacía por hacer algo, por sentir que todavía era la misma persona de antes. Además, no quería verme débil ante nadie y no había mejor manera de aparentar que haciéndome el chistoso todo el tiempo, con apuntes y preguntas tontas.

 Pero cuando se iba la gente, volvía a mi estado de casi depresión. Y digo casi porque dudo que haya sido igual a lo que viven muchos, que se sienten hundidos en un hueco del que no pueden salir. Mueven los brazos como locos y simplemente no logran salvarse a si mismos. No es mi caso o eso creo. Yo siento tristeza de lo que me pasó pero más que todo rabia hacia las dos personas que estuvieron en ese momento conmigo, los otros dos protagonistas de la historia.

 El conductor, alguien me dijo, se echó a la fuga antes de atropellarme. Eso era algo que yo no sabía e hizo que mi odio aumentara sustancialmente. Pero lo que me dio rabia, de esa que da ganas de demoler una pared a mordiscos, fue que la persona que yo había empujado no hubiese venido jamás a visitarme. Ni siquiera había preguntado por mi y cuando confronté a mi familia y a los pocos amigos que habían venido a verme, nadie decía nada, como si se tratase de un secreto de estado.

 Le pedí a mi hermana que me trajera mi portátil y obligué al guapo de la terapia a que me diera la clave del internet inalámbrico del hospital. Apenas pude, busque a la persona que salvé en internet y pude ver como se hacía el héroe en cuanta red social podía. Lo peor, era que todo el mundo se creía su ángulo de la historia, así hubiese sido yo el que lo había salvado. No tenía nada de sentido pero para atraer idiotas no hay que tener mucho sentido común, solo palabras atractivas. Palabras en las que nunca se me mencionaba, ni por error o confusión.

 Estuve cuatro meses en el hospital hasta que por fin pude mover las piernas. Tenía que seguir yendo a terapia pero eso no importaba, podía caminar y los pronósticos eran muy positivos. Abracé al guapo de mi terapeuta y le planté un beso en la boca que sorprendió a todos pero más que todo a él. Era mi última gran sorpresa, antes de irme a casa de vuelta a mi habitación y mis cosas. Debo decir que dejar el hospital fue duro, pues regresaba a la cruel vida diaria con el resto de mortales.

 Mi familia solo tenía para mí cariño y los más grandes cuidados. Les pedí que no se fastidiaran tanto estando pendientes de mi estado, puesto que debía avanzar yo solo para mejorar de verdad. Sin embargo, los dejé hacerme ricos postres y llevarme a restaurantes que me gustaban. Era mi momento para mimarme un poco, creo que me lo merecía. Tal vez no me merezca nada en esta vida pero me sentía cansado desde antes del accidente y aprovecharse de una tragedia personal no es tan malo.

 Al fin y al cabo, fue a mi que me levanto ese desgraciado del pavimento. Fui yo quien tuve las piernas casi rotas y fracturas por todo el cuerpo. Fue a mi al que me sangró la cara y otros lugares del cuerpo que prefiero no nombrar. Fui yo quién salvó a un imbécil de ser aplastado por un vehículo a alta velocidad. Así que algunos tendrán que disculpar mis ganas de vivir un momento de vida en tranquilidad, disfrutando de aquellas cosas que solo la buena vida y todo lo que ella implica, pueden aportar.

 Eventualmente dieron con el tipo que me había atropellado. Esta es una ciudad atrasada y llena de idiotas pero por alguna razón providencial, había una cámara de seguridad en un edificio frente al lugar donde me habían atropellado. Se veía todo con una claridad sorprendente y esa fue la pieza clave para dar con el paradero de quién resultó ser una mujer. Se había ido a esconder a otra ciudad pero pronto fue arrestada y se me pidió testificar en contra, algo que hice con todo el gusto.

 Fue a la cárcel, condenada por no sé cuantos años. La gente dice que debería perdonarla pero eso me parece una reverenda estupidez. Esa mujer hizo lo que hizo y lo primero que pensó no fue en ayudar sino en protegerse a si misma. Puede pudrirse en la cárcel.


 En cuanto a la persona que salvé, un día se me acercó en un cine y me pidió disculpas. Yo le dije que no tenía tiempo puesto que estaba en la mitad de algo importante. Tomé de la mano a mi terapeuta y la expliqué quién era la persona que me había saludado. “Nadie importante”, le dije.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Bajo la ventisca

   Los tanques de combustible explotaron con fuerza, enviando una bola de fuego hacia el cielo que alumbró todo lo que estaba alrededor. El color ámbar que inundó el lugar nunca se había visto en semejante lugar tan remoto y nunca se volvería a ver. La pequeña casa hecha de tejas de zinc y placas prefabricadas, el único indicativo de que algo había existido en ese lugar, dejó de existir en unos pocos segundos, completamente consumida por el fuego abrasador.

 Desde una colina cercana, un joven sin pelo miraba la escena, fascinado por los colores de las llamas que ardieron por largo tiempo antes de que el frío las apagara a punta de copos de nieve. Él no pensó en las personas que había allí, en los kilómetros de túneles y niveles enterrados debajo del bosque de tundra. Todos habían muerto ya o al menos pensó que eso sería lo ideal. Vivir para morir encerrado era algo que nadie merecía, ni siquiera esas horribles personas que trabajaban allí.

 Las marcas de la tortura sistemática estaban por todo su cuerpo. No sabía cuando lo habían internado allí pero sentía que había sido hacía mucho tiempo. Su celda era completamente oscura, desprovista de cualquier tipo de luz. Estando bajo tierra, era imposible saber que día era o que hora del día estaba viviendo. Después de un tiempo simplemente no importaba. Había dejado de pensar en esas trivialidades hacía mucho tiempo. Solo quería evitar volverse loco.

 En eso había sido algo exitoso y un fracaso, al mismo tiempo. Si bien todavía conservaba partes de su pasado y tenía a veces ganas de pelear y de rebelarse, la mayoría del tiempo era como un muerto en vida. Las pruebas que le hacían, fuese físicas o puramente medicas, lo cansaban demasiado. Después de algo así nadie tenía muchas ganas de idear planes de escape o algo parecido. Solo quería morir o al menos ese era un deseo que se le había metido en la cabeza hacía mucho rato.

 Cuando su mente estaba algo más clara, cosa que pasaba cuando sus captores no lo sacaban de la celda en mucho tiempo, pensaba que era casi seguro que no estuviese solo en ese lugar y que, tal vez, estuviesen jugando con él a un nivel mucho más profundo de lo que pensaba. Se le había ocurrido que tal vez ellos hubiesen influenciado en su mente para pensar en lo que pensaba y que tal vez revisaran su mente todos los días por medio de algún aparato instalado allí adentro. Podía ser solo paranoia pero cualquier cosa le parecía posible en esos momentos.

 Estaba claro que no era él quién había iniciado el caos. Él solo supo que el sistema eléctrico falló y las puertas de todo el lugar se abrieron para dejar paso libre a una evacuación completa. Cuando se atrevió a salir, vio acercarse a él llamas de un color naranja intenso. Corrió hacia el lado opuesto, eventualmente encontrando unas escaleras. Supo que subir era lo mejor que podía hacer. Estaba descalzo, vistiendo una de esas batas de tela que se usan en los hospitales.

 En el último piso vio, horrorizado, que no había acceso a la salida. Esas puertas, por alguna razón, permanecían cerradas. La gente que todavía estaba adentro gritaba y corría sin sentido, de un lado a otro. Él no sabía por donde era salida, por lo que se quedó quieto sin saber que debía de hacer. Se escuchaban explosiones lejos de él, en algún lugar muy por debajo. Salir de la celda parecía haber sido una buena idea, a pesar de que apenas se había abierto la puerta, el miedo lo había invadido.

 El exterior, el mundo que le esperaba le daba pánico. De hecho, ver a la gente correr de un lado a otro, lo había hecho quedarse quieto. Podía parecer una tontería, pero no quería llamar su atención, para bien o para mal. No quería que ninguna de esas personas lo ayudaran pero tampoco quería que lo vieran y aprovecharan para llevárselo con ellos, tal vez a otro siniestro lugar parecido al que estaba por terminarse. Esperó a que no hubiese nadie cerca y corrió por un corredor solitario.

 No tenía como saberlo pero su idea había sido la correcta. De lado opuesto de la edificación había unas largas escaleras que servían de ruta para el incendio, que ya consumía los cuerpos de varias personas, tanto trabajadores del lugar como prisioneros. Del otro lado no había nadie porque no había una escalera parecida. Lo que había allí era el sistema de ventilación que era estrecho y tenía un olor a gas bastante desagradable. Él descubrió un acceso en un armario de la limpieza.

 Tuvo que utilizar la poca fuerza que tenía para arrancar la rejilla. Cuando por fin pudo soltarla, cayó al piso con fuerza. Eso lo aturdió por un momento pero fue entonces cuando escuchó una voz. Era una voz clara y ensordecedora. Le hizo doler la cabeza la potencia que tenía. Lo extraño era que la puerta seguía abierta y no veía a la persona que gritaba. Solo sabía que sentía que la cabeza le iba a explotar. La voz decía que cosas horribles, alimentadas por rabia y dolor, sentimientos que Él pudo sentir por todo su cuerpo, erizando cada vello de su cuerpo.

 A pesar del dolor, el hombre se puso de pie y usó más de su supuesta escasa fuerza para treparse al acceso de la ventilación. La voz parecía alejarse de su cabeza, lo que hizo más fácil trepar por el frío metal del tubo. La bata médica se le rajó en varias partes. Para cuando llegó a la parte superior, estaba desnudo y sangraba de al menos dos dedos. Sin embargo, el sentir el aire puro y frío del exterior, le hizo sentirse aliviado por primera vez en mucho tiempo. Era como si en verdad fuese libre.

 Se dejó caer junto a la salida de la ventilación, disimulada debajo de un matorral enorme, rodeado de grandes árboles. Desde allí no se podía ver nada de lo que pasaba debajo de él. Para cualquier persona que pasara por ese lugar, sería otro día en el bosque helado. Como pudo, el hombre se puso de pie y se dio cuenta de que moriría del frío allí afuera. Por un momento, mientras daba tumbo entre los árboles, quiso volver a su celda que también era fría pero no así. El pensamiento se mantuvo con él, por largo tiempo.

 Fue entonces que vio la cabaña de zinc, sola y oscura y supo que debía ser la entrada al lugar donde había estado encerrado. Había algunos cuerpos tirados cerca de la puerta que parecía estar muy bien cerrada. Él se acercó corriendo a uno de ellos y lo despojó del abrigo y las botas. Seguramente le servirían mucho más a él, era otro problema solucionado sin intención alguna de encontrar una solución. Se vistió como pudo y empezó a caminar colina arriba, alejándose de la casa.

 Luego de ver el hongo de fuego elevarse por los aires, dio la espalda al lugar y empezó a caminar lentamente, sobre el lomo de una cordillera baja que parecía extenderse por varios kilómetros. Fue un buen rato después que escuchó de nuevo la misma voz que había hecho que le doliera la cabeza. Pero esta vez no estaba cargada de rabia o de dolor sino de miedo, de un tristeza profunda que pedía ayuda. Era raro decirlo pero la voz parecía llorar suavemente hasta que se apagó.

 Él se quedó allí, esperando a volver a escuchar la voz. Pero no pasó nada. Solo podía escuchar el viento y en su cabeza no sentía nada más que una ligera migraña por haber vivido tantas cosas en un lapso de tiempo de comprimido. Era lo normal.


 Comenzó a caminar al sentir que el frío se hacía más intenso. Cerró el abrigo lo mejor que pudo y comenzó a caminar a buen ritmo, trazando una senda entre la blancura eterna del bosque. Pronto el viento barrería sus rastros y los de su prisión.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Rutina semanal

   Como todos los días que iba a la panadería, la señora Ruiz compraba pan francés, una caja llena de panes surtidos y un pastelillo relleno de crema para acompañar el café de las tarde. Como siempre, iba después del almuerzo, muy a las dos de la tarde. Le gustaba esa hora porque podía ver a las personas volviendo a sus puestos de trabajo. A veces compraba algo extra para comerlo sentada en alguna de las bancas del sendero peatonal que tenía que atravesar para llegar a casa.

 Cuando lo hacía, era porque el día era muy bello o porque en verdad quería ver a la gente pasar. Algunos parecían tener problemas serios, iban con la cabeza agachada y la espalda visiblemente tensionada. Otros iban de un lado a otro con una gran sonrisa en la cara, incluso reían. Siempre que veía a alguien así, se le pegaba la risa o se daba cuenta que estaba sonriendo sin razón aparente. Veía gente joven y gente mayor, mujer y hombres, empleados y dueños de empresas. Para ella era apasionante.

 Pero la mayoría de veces, prefería regresar pronto a su casa, en especial porque el clima no dejaba que se quedara mucho tiempo caminando por ahí. Los peores días eran sin duda aquellos en los que ni siquiera podía salir por culpa de la lluvia. Quedarse sentada en casa, viendo la televisión o en la sala tratando de leer mientras las lluvias golpeaban el vidrio de la ventana, no era su manera favorita de pasar un pedazo de la tarde. Ya se había acostumbrado a ver la cara de la gente e imaginar sus vidas.

 Tanto así, que mantenía un pequeño diario y anotaba algunas líneas todos los días. Esta era su tarea justo antes de preparar el café y comerse su pastelillo de crema. Todo su día estaba completamente ordenado, desde las siete de la mañana que se despertaba, hasta las once de la noche, hora en la que normalmente estaba en cama para dormir. Su rutina diaria estaba perfectamente definida. Algunas personas le decían que eso podía ser muy aburridor pero para ella era perfecto.

 La señora Ruiz era viuda y no tenía a nadie con quién compartir sus cosas, ni dentro de la casa ni fuera de ella. Su marido había muerto hacía menos de diez años de un ataque al corazón, cuando todavía era bastante joven, o al menos lo suficiente para estar disfrutando su pensión. Toda la vida había trabajado, desde muy joven, y durante un largo tiempo había buscado la jubilación para poder disfrutar de la vida. Sin embargo, fue meses después de dejar de trabajar cuando el ataque se lo llevó y condenó a la señora Ruiz a estar solo por una buena parte de su vida.

  Había hijos, un hija y una hoja para ser más exactos. Sin embargo, poco la visitaban. A ellos se les había vuelto rutina llamar una vez por semana y creían que con eso cumplían la obligación de estar en contacto con su madre. Solo venían físicamente cuando ella cumplía años o cuando necesitaban algo de dinero, pues su marido le había confiado todos sus ahorros y ella recibía el cheque de la pensión sin falta. Era gracias a ese dinero que podía vivir bien a pesar de no tener a nadie.

 También venía o, mejor dicho, se la llevaban los días de fiesta como Navidad y todo eso pero para ella era siempre un momento muy estresante porque pasaba de no ver a nadie a ver montones de personas, muchas veces gente que ni conocía. Le gustaba pero su cuerpo se cansaba rápidamente y no podía quedarse con los más jóvenes por mucho tiempo. Incluso jugar con sus nietos era un reto para ella y eso que le encantaba hacerlo porque se sentía muy a gusto con ellos.

 Pero eso casi nunca pasaba. Por esos sus salidas después de comer. A veces también salía por las mañanas pero eso solo cuando tenía alguna cita médica o cosas de ese estilo. Odiaba confesarlo pero le encantaba tener esa cita una vez al mes pues el doctor era muy amable con ella y muy guapo también. Era casi como un cita para ella. Además veía otra gente en el hospital y se distraía por algún tiempo más en la semana. Era triste estar feliz en un hospital pero le pasaba seguido.

 De resto, en casa solo tenía montones de libros y la televisión. En cuanto a los primeros, había leído ya un gran número. Su esposo había sido un ávido lector y había comprado muchos títulos a lo largo de los años. Había cuanto genero se pudiera uno imaginar, así como libros gordos y libros muy delgados. Había libros de arte llenos de imágenes y otros de letra pequeña y casi sin espacios para descansar la vista. Lentamente, todos ellos se habían vuelto parte de su rutina diaria.

 En cuanto a la televisión, no era algo que ella adorara. La gente piensa que a todos los adultos mayores les encanta ver la tele pero la señora Ruiz era la prueba de que eso no era cierto. Solo veía algunos programas y lo hacía de noche, cuando necesitaba estar cansada. Porque eso era lo que le provocaba la televisión: un cansancio completo con el volumen que tenía y las imágenes rápidas. Solo veía o trataba de ver una telenovela. Lo peor era cuando se terminaba una y comenzaba la otra, pues a veces se perdía con frecuencia en la trama.

 Los fines de semana eran tal vez sus días favoritos. El domingo era más calmado pero desde hacía años había decidido que el sábado sería su día de hacer lo que ella quisiera. Es decir, que lanzaría su rutina por la ventana, por un día, y haría solamente lo que se le ocurriera. Esto podía resultar en días muy distintos de una semana a otra y eso era precisamente lo que ella estaba buscando, algo de emoción y cambio en su vida, que era sin duda monótona y cansina.

 Muchas veces optaba por ir al cine. No iba siempre a la misma hora y después siempre comía algo en la enorme plaza de comidas del centro comercial que le quedaba más cercano a casa. Como podía caminar hasta allí, era perfecto para cuando quería distraerse con cualquier cosa. Las películas que elegía eran siempre diferentes y cada vez que lo hacía pedía el consejo de una joven cajera que conocía de siempre. La joven le explicaba que nuevas películas habían llegado y de que se trataban.

 Cuando era joven, a la señora Ruiz no le había interesado mucho ni el cine ni muchos de sus géneros como el terror o la ciencia ficción. Pero ahora que era mayor, le encantaba ver películas muy diferentes las unas de las otras. Un sábado era alienígenas asesinos, el siguiente una pareja enamorada en alguna ciudad europea y al siguiente una película llena de explosiones y artes marciales. Ninguna recibía su descontento, muy al contrario. Todas la hacían muy feliz.

 A veces, si todavía tenía energía después de la película y de comer, se ponía a pasear por el centro comercial. Recorría cada pasillo, sin importar si estuviera lleno de gente o más bien vacío. Le gustaba hacerlo pues así llegaba rendida a casa y dormía mucho mejor de lo normal. Le gustaba estar cansada para sentir que había tenido un día igual de agitado que los demás. Sentía a veces que nada había cambiado y, aunque eso obviamente no era cierto, la ilusión la hacía sentir plena.

 Los domingos los tenía reservados en su rutina semanal. Esos días siempre se vestía con sus mejores vestidos y se arreglaba como si fuera a ir a una fiesta. Pero esa no era la razón. Contrataba un servicio especial que la llevaba a su destino y las esperaba lo suficiente.


  Iba siempre con flores y se sentaba al lado la tumba de su marido por horas y horas, a veces solo la levantaba la lluvia o el frío de la noche que llegaba. Durante ese tiempo, hablaban largo y tendido, o esa era la idea. Los domingos eran solo para él.

lunes, 10 de octubre de 2016

Nadie más en el mundo

   Cuando se dio cuenta, no había nada más en el mundo. Buscó por toda la casa, en cada habitación, en cada posible escondite. Pero no había nadie. Todos se habían ido y no se sabía adónde. Salió de la casa corriendo, el miedo era su impulso. Gritó por todas las calles que recorrió, hasta hacerse daño en la garganta. Ese esfuerzo era inútil porque era la única persona en el mundo, todos los demás se habían ido o habían desaparecido de la noche a la mañana. Era la nueva versión del mundo y ya no había nada que pudiese hacer para cambiarlo.

 Ya nadie jugaría con todos esos aparatos y figuras de plástico que plagaban el mundo. No habría más risas infantiles ni preguntas que se suceden una a la otra ni nada por el estilo. Todo ellos, todos los niños, también se habían ido. Seguramente había ocurrido al mismo tiempo que el evento que se había llevado a sus padres. Pero eso era solo una suposición. Nadie podría saber eso a ciencia cierta. Ni siquiera había manera de probar que algo de gran escala había ocurrido. Lo único que lo probaba era el hecho de que no hubiese nadie.

 Siguió caminando por las calles, consumiendo la comida que encontraba por ahí, tomando lo que el mundo dejara en paz. Muchos lugares empezaban ya a oler mal y no tomaría mucho tiempo para que todo en la ciudad también oliera a alcantarilla o algo peor. La muerte no estaba presente como tal pero se podía sentir su oscura mano sobre la ciudad. Lo que sea que hubiese pasado había dejado toneladas de comida que se dañarían en poco tiempo, máquinas que dejarían de funcionar en el futuro, causando un caos del que no serían testigos.

 La primera noche fue, sin duda alguna, la más difícil de todas. Las caras de las personas que había amado en vida, incluso las caras de personas que solo había visto una vez, pasaban frente a sus ojos uno y otra vez. No durmió mucho esa primera noche. Otra razón había sido que, tontamente, tenía miedo de un ataque. Entendía que era un miedo irracional pero de todas maneras sentía miedo cuando era de noche y no había nadie más en la cercanía. Eran los instintos básicos del hombre que entrar a jugar siempre que pasa algo parecido.

 Ya después se fue acostumbrado a tal nivel que podía dormir en cualquier parte sin que le supusiera ningún fastidio. El tiempo al comienzo pareció correr con más lentitud pero, cuando aprendió a entender como era todo, se dio cuenta que el tiempo era una ilusión. Si algo le entusiasmaba, de la manera más extraña jamás vista, era la posibilidad de morir. Con cada noche que dormía, se hacía más a la idea de no estar más un día. Pensar en ello no le quitaba el sueño sino exactamente lo contrario.

 Sin embargo, antes de dejarse llevar por la muerte, era casi su responsabilidad la de cerciorarse que de verdad fuese la última persona en la Tierra. Con tantos vehículos abandonados, no fue difícil tomar uno cualquiera y hacerse a la carretera. No revisó suburbios ni edificio por edificio. Quería irse lejos, empezar de nuevo, como si lo que había pasado fuese muy diferente. Su vida había sido convertida en un juego y lo único sensato era seguir jugando. Detenerse era dejarse morir o, tal vez, dejar que la locura consumiera su cuerpo.

 Circular por las carreteras no fue fácil: muchos vehículos abandonados hacían imposible circular de la mejor manera posible. Pero no se preocupaba porque, de nuevo, sabía que tenía todo el tiempo del mundo. A veces detenía el coche, se bajaba y movía los otros coches para poder pasar. Otras veces le daban por conducir a campo traviesa pero eso tenía sus partes difíciles y tampoco era la idea complicarse la vida sin razón alguna. Con paciencia, llegó a la ciudad más cercana a su ciudad natal. Era más un pueblo que una ciudad.

 Dejó el coche en la mitad del pueblo, adornando la plaza principal, y fue allí donde vio algo en lo que no se había fijado en ningún momento antes: tampoco habían animales. No se había fijado en eso antes, tal vez con demasiadas cosas en la cabeza para pensar y encima, pero ahora que lo pensaba no había visto perros o gatos en todo su recorrido. En lo que había caminando y recorrido en coche no había visto ningún tipo de animal, fuese uno domestico o algo salvaje. Ni siquiera moscas o perros ni cosas más raras. No solo los humanos se habían ido.

 La primera noche en el pueblo fue la última que estuvo allí. Revisó cada casa, mucho más fácil en este caso, y no encontró a nadie aunque sí abasteció su vehículo con muchas botellas de agua y algo de comida que no se dañara con el paso de los días. Ya las tiendas y supermercados olían a podredumbre y entrar a un local para sacar lo que quería no era algo muy placentero que digamos. Se tapaba la boca y la nariz con una bufanda y trataba de demorarse lo menos posible al interior de cualquiera de esos establecimientos.

 Cuando ya tuvo todas sus “compras” listas, arrancó de nuevo. En cada pueblo pequeño que encontraba a su paso revisaba palmo a palmo todo para que no se le escapara otro ser vivo . Pero no había nadie. Cada día se hacía más a la idea que no había nada más y que debía hacerse a la idea de que así sería por el resto de sus días. Después de un mes buscando otro ser humano, decidió que lo mejor era vivir su vida de la mejor manera posible para así no tener que sufrir o arrepentirse cuando llegase el momento de su inevitable muerte.

 Hubiese querido ir lejos, muy lejos. Incluso pensó en pilotar un avión pequeño para realizar su sueño pero se dio cuenta de que no era factible. Nunca sabría si en verdad había aprendido a pilotar bien, solo estando allí dentro. Y si moría en un accidente aeronáutico sería, en su opinión, el mayor desperdicio de su tiempo en la Tierra. Así que lo que hizo fue seguir conduciendo y explorar cada rincón que pudo visitar. Cruzaba fronteras internas y externas. Iba a lugares fríos y calientes Trataba de hacer lo mejor para disfrutar lo que el mundo todavía tenía que ofrecer.

Un mes vivía en una cabaña construida a mano en un hermoso bosque donde siempre hacía más frío que calor. Sin embargo las noches, que parecían no durar mucho, eran un poco más duras de lo normal y debía entonces abrigarse más de la cuenta. Fue por eso que al mes siguiente decidió quedarse en la más linda cabaña de playa que jamás hubiese visto. Seguramente alguien muy rico la había disfrutado en el pasado. Se sentía muy divertido poder vivir así.

 Sin embargo, cada cierto tiempo, le ocurrían unas duras depresiones. Era como si lo golpearan con un martillo llamado realidad. Era muy doloroso tener que volver a pensar en todas las personas que jamás vería, en todo lo hermoso del mundo que ya no existía. Los amaneceres duraban un segundo y la belleza de la vida se había ido para ser reemplazado por un mundo mucho más práctico a la hora de tomar decisiones. Podía hacer lo que quisiera y aún así seguía poniéndose limites. Era algo extraño pero común en el ser humano.

 Los años pasaron, aunque nunca se supo con claridad por donde y hacia donde. El caso es que se sentía muy viejo a pesar de solo verse un poco mayor de lo que había estado en el momento en el que había decidido irse de su ciudad. Era una situación muy extraña. Al buscar medicina que le sirviera en las droguerías abandonadas por las que pasaba, se dio cuenta que nada le servía. Era como si todo se deshiciera antes de consumirlo pero sin que nada entrara en su cuerpo. No habían manera de evitar lo inevitable y al parecer el momento había llegado.


 Se acostó en la cama más confortable que pudo encontrar y se sentó allí a esperar su muerte. La cama estaba de frente a un enorme ventanal, en un hermoso apartamento ultramoderno. Cuando por fin sintió que empezaba a irse, que el aire le faltaba y que su corazón parecía no poder sostenerlo más, tuvo una extraña visión: de repente, cosas aparecían frente a él. Eran como borrones en el aire. Cuando estuvo a un paso de la muerte, los borrones se convirtieron en personas y se dio cuenta que ninguno de ellos jamás se había ido. Su cuerpo y vida eran los que se habían acelerado tanto que los había dejado de ver. Pero ya no más. En su último segundo, se dio cuenta de todo y una última lágrima rodó por su mejilla, antes de volverse polvo.