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miércoles, 25 de mayo de 2016

Caminar

   Los zapatos ya estaban atrás, hechos pedazos por lo duro del camino y porque era peor tenerlos puestos que no tener nada. Las medias también desaparecieron eventualmente, no mucho después. Su paso era lento pero constante, no había día que no caminara, no había día que no moviera su cuerpo hacia delante y planeara algo que hacer. Debía hacerlo o sino perdería la razón.

 Con frecuencia hablaba solo o fingía hablarle alguna persona que no estaba allí. Era algo necesario para que no se volviera loco. Eso podría parecer que no tenía sentido pero era mejor para él gritar decirlo todo en voz alta, para que sus ideas fueran lo más claras posibles y sus ganas no se vieran reducidas a nada por el clima y las diferentes cosas que pudiesen pasarlo en un día normal caminando por el mundo.

 Seguían habiendo animales y esos podían ser los encuentros más difíciles. Había algunos que parecían haber crecido. Ahora era más atemorizantes que antes y había que saber evitarlos. Si eso no era posible, había que saber como asustarlos para que se alejaran con rapidez o él pudiese alejarse con rapidez. Había osos y lobos y gatos salvajes e incluso animales más pequeños pero igual de agresivos. Al fin y al cabo la escasez de comida era general y a todos les tocaba tratar de encontrar comida en un mundo donde no quedaba mucho.

 Con el tiempo, además de los zapatos y las medias, perdió toda la demás ropa y solo se quedó con una chaqueta que había encontrado en uno de los muchos edificios abandonados. Le quedaba grande, llegándole hasta por encima de las rodillas. Era una chaqueta gruesa, que daba calor y tenía una superficie muy caliente en el interior. Era perfecta para dormir en la noche en sitios fríos o para evitar tocar el suelo cuando estaba cubierto de vidrios o de piedras.

 Gente ya no había o no parecía haber. Mucha había muerto en las revueltas del pasado y otros habían perecido después, por la falta de comida y de oportunidades de supervivencia. Porque en el mundo ya no había nada de lo de antes. El mundo conectado que había habido por tanto tiempo ya no existía y ahora tocaba conformarse con uno que apenas podía mantenerse vivo.

 Era difícil tener que viajar y caminar todo el tiempo, pero así eran las cosas y no tenía sentido quejarse de nada. Cuando empezó, todo era más difícil: lloraba seguido y pensaba que moriría después de unos días. Pero fue encontrando comida, fue planeando a partir de mapas viejos y del clima que cada vez era más cálido y pesado. Supo defenderse y solo siguió adelante, sin mirar atrás.

 Por supuesto, recordaba a sus padres, al resto de su familia, a sus amigos e incluso a esas personas que solo veía una vez a la semana en el supermercado o lugares por el estilo. Todo los días pensaba en todos ellos y se preguntaba que había pasado, como habrían sido sus últimos días en la Tierra. Esperaba que ninguno de ellos hubiese sufrido. Eso era lo único que uno podía esperar. De resto era difícil exigir mucho pues no había de donde ponerse quisquilloso.

 Los primeros meses se desplazó por todo su país únicamente, a veces siguiendo las carreteras y otras veces siguiendo los lindes marcados de muchos de los terrenos que habían pertenecido, alguna vez, a los poderosos. Se reía de eso. Se reía de la gente que había acumulado riquezas de todo tipo y ahora ya no estaba por ninguna parte. Estaban muertos y de nada les servía tener todo lo que habían tenido. A la muerte le da igual cuantas propiedades tiene alguien.

 La carretera era más fácil de recorred pero había el inconveniente de que muchos de los animales más agresivos se habían dado cuenta de lo mismo. No era extraño ver grupos de lobos pasearse campantes por la carretera, como si fueran vacaciones. Eran seres inteligentes y se daban cuenta de todo lo que el hombre había construido y trataban de sacarle provecho. No solo a las carreteras sino también a los campos que ahora eran lugares con hierba crecida pero mucho alimento sin controlar.

 Pero casi siempre llegaban primero los más rápidos y acababan con todo. Los tiempos de compartir y ser amable se habían terminado hacía mucho. Los pájaros acababan con un cultivo en unos pocos minutos y los lobos atacan a los animales menores y solo dejaban los huesos. El humano que viajaba descalzo muy pocas veces podía comer carne porque, además del problema de no encontrarla, estaba el lío para cocinar y que el humo no alertara a los depredadores.

 En esos casos, comía la carne cruda. El sabor era asqueroso al comienzo pero después se fue acostumbrando. Tenía que comer lo que había, lo que encontrara, o sino moriría de hambre y esa no era una opción que se planteara. Era algo extraño pero seguía echando para adelante, seguía pensando que valía la pena seguir viviendo.

 Era un mundo vuelto al revés, al borde del colapso total. Era algo que se podía ver todos los días, al atardecer, cuando las partículas de las explosiones nucleares flotaban en el aire y se veían allá arriba, como estacionadas, recordándole a la poca humanidad que había que su tiempo se había terminado.

 Sin embargo, él seguía adelante. Escalaba montañas y hacía los mayores esfuerzos para comer al menos una vez al día, fuesen bichos o carne cruda o solo plantas que otros animales no hubiesen atacado ya. Muchas veces tenía que parar y hacer una pausa en su vida salvaje. Al fin y al cabo, seguía siendo un ser humano. Seguía necesitando cosas que los humanos habían juzgado necesarias.

 Un ejemplo de ello era el baño. Se metía al menos dos veces a la semana en algún río o lago para quitarse la suciedad acumulada en la piel. Se limpiaba con hojas o con objetos que hubiese encontrado en el camino. En los bolsillos de la chaqueta guardaba pequeños tesoros, como una pequeña esponja de baño casi nueva, y los conservaba cerca como si fueran sus más grandes tesoros.

 Cuando estaba en el río, o donde fuese, usaba la esponja con cuidado y sentía, por algunos momentos, que volvía a ser un ser completamente civilizado. Sonreía y se imaginaba estando en uno de esos grandes baños en los que hombres y mujeres compartían anécdotas y noticias en el pasado. Eran baños agua caliente y con mucho vapor pero eran relajantes. De esos casi no había. En todo caso su imaginación era interrumpida siempre por algún aullido o algún otro sonido que le recordaba que el mundo ya no era el mismo.

 No lloraba. Era algo raro. No sabía si era que no podía o si no tenía razones reales para hacerlo. El caso es que no lo hacía nunca, así se golpeara en los pies o si se le clavaba una espina o un vidrio en alguna parte del cuerpo. No había lagrimas. Lo que había, era insultos y gritos. Porque se había dado cuenta que los animales todavía le tenían aprensión a la voz humana y cuando pensaban que había muchos cerca, simplemente no se acercaban. Al menos tenía una ventaja todavía y la usaba cuando estaba frustrado.

 Estarse moviendo todo el día era difícil. Hubiese querido poder quedarse en un solo sitio y vivir allí para siempre, tal vez incluso morir en un sitio de su elección. Pero, al parecer, ya no podría elegir nada en su vida. Le tocaba aceptar lo que había y seguir adelante. Ya no había felicidad ni tristeza. Todo era un sentimiento tibio, ahí en la mitad de todo en el que no había cabida para nada demasiado complejo.


 Alguna vez se encontró a otro ser humano. Estaba agonizando entre los escombros de una casa que parecía haberse venido abajo. Quien sabe cuanto había podido vivir ahí. Pero todo termina y así había terminado la pobre, sepultada por su propio hogar. Lo único que él hizo fue seguir caminando y no mirar atrás. No valía la pena.

sábado, 23 de abril de 2016

Reconstrucción

   Conocía la ciudad como la palma de su mano. Así que cuando le dijeron que tenía que esperar hasta la tarde para que procesaran su pedido de información, supo adonde ir. La ciudad, como el resto de ciudades, había sido devastada por la guerra y ahora se reconstruía poco a poco, edificio por edificio. Había grúas por donde se mirara, así como mezcladoras y hombres y mujeres martillando y taladrando y tratando de tener de vuelta la ciudad que alguna vez habían tenido.

 El ruido era enorme, entonces Andrés decidió alejarse de la mayoría del ruido pero eso probó ser imposible. Tuvo que tomar uno de los buses viejos que habían puesto a funcionar (los túneles del metro seguían obstruidos y muchos seguirían así por años) y estuvo en unos minutos en el centro de la ciudad. Definitivamente no era lo mismo que hacía tiempo. El ruido de la construcción había reemplazado el ruido de la gente, de los turistas yendo de un lado para otro.

 En este mundo ya no había turistas. Eso hubiese sido un lujo. De hecho, Andrés había viajado con dinero prestado y solo por un par de días, los suficientes para reclamar solo un documento que le cambiaría la vida y nada más. No había vuelto a ver como estaban los lugares que había conocido, los edificios donde había vivido. Ese nunca había sido el interés del viaje. Pero la demora con el documento le daba un tiempo libre con el que no había contado.

 Lo primero era conseguir donde comer algo. Caminó por la avenida que en otros tiempos viviera llena de gente, casi toda ella peatonal casi exclusivamente para los turistas. Ahora, con tantos edificios arrasados, la avenida parecía respirar mejor. Para Andrés, la guerra le había servido a ese pequeño espacio del mundo. Además, no había casi personas. Las que habían iban y venían y parecían tener cosas más importantes que hacer que recordar el pasado.

 Andrés por fin encontró un restaurante y tuvo que armarse de paciencia pues estaban trabajando a media marcha. Al parecer habían cortes de luz a cada rato y no podían garantizar que los pedidos llegaran a las mesas completos o del todo. Andrés pidió un sándwich y una bebida que no requería refrigeración y se la trajeron después de media hora, pues habían tenido que buscar queso en otra parte.

 La vida era difícil y la gente de la ciudad no estaba acostumbrada. En otros tiempos había sido una urbe moderna y rica, con problemas muy particulares de aquellas ciudades que lo tienen todo. Pero ahora ya no tenía nada, ahora no había nada que la diferenciara de las demás y eso parecía ser un duro golpe para la gente.

 Cuando por fin tuvo el sándwich frente a sus ojos, Andrés lo consumió lentamente. La luz iba y venía, igual que el aire acondicionado. Por eso se había sentado al lado de la ventana que daba a la calle, para que siempre tuviese luz y no se sintiera demasiado desubicado. Miraba la gente que pasaba y todos parecían estar muy distraídos. Ninguno oía el caos causado por las máquinas ni parecía que les importase en lo más mínimo. La guerra había hecho estragos de muchas maneras.

 Apenas terminó de comer, Andrés dejó el dinero exacto en la mesa y se retiró. Quería seguir caminando porque, por alguna razón, quedarse quieto demasiado tiempo lo hacía sentirse ahogado. Recordó el mar y caminó por la avenida con buen ritmo hasta llegar a los muelles. Las gaviotas habían vuelto pero no los barcos. Solo había algunas lanchas de pescadores y, donde antes habían habido tiendas de lujo, ahora se había formado un mercadillo de pescado y marisco.

 Andrés entró al lugar y se dio cuenta del olor tan fuerte que desprendía todo aquello. Pero le gustó, porque era un lugar que, a diferencia del resto de la ciudad, parecía tener personalidad. Era más calmado que afuera y los compradores apenas negociaban. La gente no tenía energía para pujar o pelear o siquiera convencer. Solo vendían y compraban, sin escándalos de ninguna índole. Era diferente pero Andrés no supo si eso era bueno o malo. Solo era.

Cuando salió del mercado, decidió caminar por la orilla del muelle y se dio cuenta que algunas cosas todavía seguían de pie: un edificio antiguo sobre el que se habían izado muchas banderas, el monumento a un tipo que en verdad no había descubierto nada pero la gente pensaba que sí varios locales de comida mirando al mar. Lo único era que estos últimos estaban casi todos cerrados y los edificios en pie estaban sucios y esa no era una prioridad.

 Eventualmente, siguiendo los muelles, llegó a la playa. No había nadie, ni siquiera un salvavidas y eso que hacía el calor suficiente para meterse al agua un rato. Andrés lo pensó, de verdad que lo pensó pero prefirió no hacerlo. Sin embargo se quitó los zapatos y las medias y camino por la arena un buen rato, barriéndola con los pies y recordando la última vez que había sentido arena.

 Se sentía hacía siglos. Había estado casado entonces y había sido feliz como nadie en el mundo. Ahora estaba solo y sabía que nunca sería tan feliz como lo había sido entonces. Y estaba en paz con eso, porque las cosas eran como eran y no tenía sentido pretender cambiarlas. Su caminata le sacó una sonrisa y un par de lágrimas.

 Por fin, mirando al mar, su celular le vibró. El hombre del archivo le había prometido enviarle un mensaje cuando tuviera listo su documento. Así que se limpió los pies, se puso los zapatos y las medias y buscó algún paradero de bus en el que hubiese una ruta que pasara por el archivo. Solo tuvo que devolverse un poco sobre sus pasos y lo encontró.

En el bus iba muy nervioso. Se cogió una mano con otra y se las apretaba y las estiraba y abría y cerraba. No entendía porqué se sentía así si solo iba por un papel. Pero al fin y al cabo que ese simple pedazo de hoja blanca le iba a cambiar la vida pues tenía encima escrito que su matrimonio había sido real, que no había sido una ilusión y que tenía validez legal pues las leyes que habían estado vigentes en el momento de la unión no eran leyes temporales, de guerra o impuestas. Eran las de siempre y había que respetarlas.

 Cuando llegó al archivo, el hombre que le había ayudado lo recibió en su pequeño cubículo y le entregó una carpeta de papel con tres papeles dentro. El primero era el que había pedido, un certificado de matrimonio como cualquier otro. El siguiente era un resumen de las leyes de la región y el tercero una ratificación formal de que la guerra no había cambiado nada y que todo lo hecho a partir de las leyes vigentes antes de la guerra, seguía siendo vigente después.

 El hombre le contó que su caso era muy particular pues esa ley había empobrecido a muchos y había creado conflictos graves. Pero estaba contento de que a alguien le hubiese servido. Andrés se sintió un poco mal por eso pero el hombre le puso una mano en el hombro y le dijo que así era la vida y que no lo pensara mucho. Solo tenía razones para estar feliz así que todo lo demás era secundario.

 Se despidieron estrechándose la mano y Andrés caminó de vuelta a la parada del bus, pensando en que ahora solo tenía que regresar a casa y vivir una vida algo mejor. Seguramente no sería todo fácil pero de eso se había encargado el amor de su vida. Y esos documentos le daban el pase especial para que todo empezara a funcionar.

 En poco tiempo estuvo en su hotel y decidió solo salir al otro día para el aeropuerto y no ver más de la ciudad. Había visto lo suficiente. Confiaba en que todo se reconstruyera o al menos aquello que le daba vida a la ciudad. Necesitaban renovarse y utilizar la tragedia como un momento para el cambio. Era lo mismo que necesitaba hacer él.

 Esa noche casi no duerme, pensando en el pasado y en lo que había ocurrido no muy lejos hacía tanto tiempo.


 En un parque idílico, con árboles enormes y flores hermosas y el sonido del agua bajando de lo más alto de una colina hacia el mar, allí se había casado con la persona que lo había hecho más feliz en la vida. No sabía si había aprovechado el tiempo que había tenido con aquella persona pero eso ya no importaba. Lo importante es que estaba en su mente y de allí nunca saldría. Había cambiado su vida y se lo agradecería para siempre.

viernes, 1 de abril de 2016

Recorrido natural

   La idea de salir a caminar la había tenido por dos razones. La primera era que sus pensamientos lo acosaban. No tenía ni un segundo de descanso, no había ni un momento en que dejase de pensar en todo los problemas que se le presentaban, en lo que le preocupaba en ese momento o en la vida, en el amor, el dinero, sus sueños, esperanzas y todo lo demás. Era como una soga que se iba cerrando alrededor de su pobre cuello y no había manera de quitársela de encima.

 La otra razón, mucho más física y fácil de entender, era que al edificio donde vivía le estaban haciendo algunas reformas y el ruido de los taladros y martillos y demás maquinaria lo estaba sacando de quicio. Sentía que se había mudado, de repente, a una construcción. Y con todo lo que ya tenía en la cabeza, sumarle semejante escándalo no ayudaba en nada.

 Entonces tomó su celular (la idea no era quedar incomunicado), las llaves, se puso una chaqueta ligera y salió. Al comienzo se le ocurrió dar vueltas por ahí, por las calles que se fuera encontrando. Ya después podría volver a casa con el mapa integrado del celular. Pero ese plan dejó de tener sentido con la cantidad de gente que se encontró en todas partes. Parecía como si el calor de esos días hubiese sacado a la gente de una hibernación prolongada y ahora se disponían a rellenar cada centímetro del mundo con su ruido y volumen.

 Se decidió entonces por ir un poco más lejos, a una montaña que era toda un parque. No estaba lejos y seguramente no estaría llena de gente. No era una montaña para escalar ni nada, estaba llena de calles y senderos pero también de jardines y árboles y de pronto eso era lo que necesitaba, algo de naturaleza y, más que todo, de silencio.

 Cuando entró al primer jardín, como si se tratase de una bienvenida, se cruce con un lindo gato gris. Tenía las orejas muy peludas y se le quedó mirando como si mutuamente se hubiesen asustado al cruzarse en la entrada del lugar. Él se le quedó viendo un rato hasta que se despidió, como si fuese una persona, y siguió su camino. Ese encuentro casual le llenó el cuerpo de un calor especial y logró sacar de su cabeza, por un momento, todo eso que no hacía sino acosarlo.

 Ya adentro del jardín, había algunas personas pero afortunadamente no las suficientes para crear ruido. Se sentó en una banca y miró alrededor: un perro jugando, una mujer mayor alimentando un par de palomas y algunos pájaros cantando. Era la paz hecha sitio, convertida en un rincón del mundo que afortunadamente tenía cerca. Aprovechó para cerrar los ojos y respirar lentamente pero el momento no duró ni un segundo.

 Escuchó risas y voces y se dio cuenta que eran algunos chicos de su edad, no jóvenes ni tampoco viejos. Todos pasaron hablando animadamente y sonriendo. Estaban contentos y entonces uno de esos sentimientos se le implantó de nuevo en el cerebro. Sentía culpa. De no ser tan alegre como ellos, de no sentir esa alegría por ninguna razón. No tenía sus razones para ser feliz porque no sabía cómo serlo.

 Se levantó de golpe y decidió cambiar de lugar. Sacudió la cabeza varias veces y agradeció no tener nadie cerca para que no lo miraran raro. Caminó, subiendo algunas escaleras y luego siguiendo un largo sendero cubiertos de hojas secas hasta llegar a una parte del parque que era menos agreste, con un pequeño lago en forma de número ocho. Alrededor había bancas, entonces se sentó y de nuevo trató de contemplar su alrededor.

 Había dos hombres agachados, rezando. Patos nadando en silencio en el estanque y el sonido de insectos que parecía crecer de a ratos. Tal vez eran cigarras o tal vez era otra cosa. El caso es que ese sonido como constante y adormecedor le ayudó para volver a cerrar lo ojos e intentar ubicarse en ese lugar de paz que tanto necesitaba. Respiró hondo y cerró los ojos.

 Esta vez, el momento duró mucho más. Casi se queda dormido de lo relajado que estuvo. Sin embargo, al banco de al lado llegó una pareja que empezó a hacer ruido diciéndose palabras dulzonas y luego besándose con un sonido de succión bastante molesto. Trató de ignorarlo pero entonces la idea del amor se le metió en la cabeza y jodió todo.

 Recordó entonces que no tenía nadie a quien querer ni nadie que lo quisiera. De hecho, no había tenido nunca alguien que de verdad sintiese algo tan fuerte por él. Obviamente, habían habido personas pero ninguna reflejaba ese amor típico que todo el mundo parece experimentar. De hecho él estaba seguro que el amor no existía o al menos no de la manera que la mayoría de la gente lo describía.

 El amor, o más bien el concepto del amor, era como un gas tóxico para él. Se metía por todos lados y lo hacía pensar en que nadie jamás le había dicho que lo amaba, nadie nunca lo había besado con pasión verdadera ni nunca había sentido eso mismo por nadie. Hizo un exagerado sonido de exasperación, que interrumpió la sesión de la pareja de al lado. Se puso de pie de golpe y salió caminando rápidamente.

 Trató de pisar todas las hojas secas que se le cruzaran para interrumpir el sonido de sus pensamientos. Estuvo a punto de gritar pero se contuvo de hacerlo porque no quería asustar a nadie, no quería terminar de convertirse en un monstruo patético que se lamenta por todo. Trató de respirar.

 Encontró un camino que ascendía a la parte más alta de la montaña y lo tomó sin dudarlo. Su estado físico no era óptimo pero eso no importaba. Creía que el dolor físico podría tapar de alguna manera el dolor interior que sentía por todo lo que pensaba todos los días. Su complejo de inferioridad y su insistencia en que él era al único que ciertas cosas jamás le pasaban. Tomó el sendero difícil para poder sacar eso de su mente y no tener que sentarse a llorar.

 El camino era bastante inclinado en ciertos puntos, en otros hacía zigzag y otros se interrumpía y volvía a aparecer unos metros por delante. Había letreros que indicaban peligro de caída de rocas o de tierra resbaladiza. Pero él no los vio, solo quería seguir caminando, sudar y hacer que sus músculos y hasta sus huesos sintieran dolor.

 El recorrido terminó de golpe. Llegaba a una pequeña meseta en la parte más alta, que estaba encerrada por una cerca metálica. Todo el lugar era un increíble mirador para poder apreciar la ciudad desde la altura. Pero él no se acercó a mirar. Solo se dejó caer en medio del lugar y se limpió el sudor con la manga. Esta vez estaba de verdad solo y su plan había funcionado: estaba cansado, entonces no pensó nada en ese mismo momento.

 Sintió el viento fresco del lugar y se quedó ahí, mirando las nubes pasar y respirando hondo, como queriendo sentir más de la cuenta. Sin posibilidad de detenerse, empezó a llorar en silencio. Las lágrimas rodaban por su cara, mezclándose con el sudor y cayendo pesadas en la tierra seca de la montaña. No hice nada para parar. Más bien al contrario, parecía dispuesto a llorar todo lo necesario. Se dio cuenta que no tenía caso seguir luchando así que dejó que todo saliera.

 No supo cuánto tiempo estuvo allí pero sí que nunca se asomó por el mirador ni tomó ninguna foto ni nada por el estilo. Solo sintió que su alma se partía en dos por el dolor que llevaba adentro. Agradeció que nadie llegara, que no hubiese un alma en el lugar, pues no hubiese podido ni querido explicar qué era lo que pasaba. Tampoco hubiese querido que nadie le ofreciera ayuda ni apoyo ni nada. Era muy tarde para eso. Además, era hora de que él asumiera sus demonios.

 El camino a casa pareció breve aunque no lo fue. Ya era tarde y los hombres que estaban trabajando en la remodelación se habían ido. Al entrar en su casa, en su habitación, se quitó la ropa y se echó en la cama boca arriba y pensó que debía encontrar alguna manera para dejar de sentir todo lo que sentía o al menos para convertirlo en algo útil. Había ido bueno liberarlo todo pero aún estaba todo allí y no podía perder ante si mismo.


 Ese día se durmió temprano y se despertó en la madrugada, a esas horas en las que parece que todo el mundo duerme. Y así, medio dormido, se dio cuenta que la solución para todos sus problemas estaba y siempre había estado en él mismo. Solo era cuestión de saber cual era.

martes, 22 de marzo de 2016

En movimiento

   No querían darse cuenta. Lo negaban, o mejor dicho, ni se les pasaba por la cabeza que pudiese ser una posibilidad. Lo que hacían era ir cuidándose el uno al otro, ir sobreviviendo la escasez de comida y el constante movimiento de un lado a otro. Al fin y al cabo los estaban buscando y no podían quedarse quietos esperando a ver si los atrapaban en alguno de los muchos pueblos y caseríos en los que decidían quedarse a dormir. A veces no había ni eso, sino musgo o algún rincón mullidito entre los árboles.

 Ya habían viajado, a pie, unos quinientos kilómetros y todavía les faltaban quinientos más para poder llegar a la costa. Era un camino muy largo pero era la única oportunidad que tenían si querían volver a hablar en voz alta alguna vez en sus vidas. No hablaban casi, no decían nada que no fuese muy necesario. No era solo por el miedo a que los descubrieran sino también porque estaban tan cansados que si no era necesario simplemente no abrían la boca.

 En el camino se encontraron a otros huyendo y presenciaron como la policía y los militares arrestaban a algunos e incluso les disparaban en el sitio, sin preguntar nada y haciendo caso omiso de los gritos y de las suplicas para seguir viviendo. Habían dejado hace mucho de ser hombres íntegros y respetuosos de la ley. La ley había empacado y se había ido quién sabe adónde. Los cuerpos se iban acumulando cada vez más y ya ni siquiera eran disidentes y demás. Era cualquiera que subiera mucho la voz.

 Por eso evitaban, en lo posible, pisar la carretera o los caminos labrados hacía mucho tiempo. Preferían atravesar por entre las tierras abandonadas por los campesinos y quitadas a los hombres y mujeres que habían tenido tierras propias, para hacer sus casas o para labrarlas o para lo que sea. Ya todo pertenecía al Estado pero el Estado todavía no era supremo y no podía vigilarlo todo. No estaba todavía en todas partes, eso tomaría algo de tiempo todavía y de eso se aprovecharon ellos dos.

 Se daban la mano cuando tenían que cruzar los alambres que cercaban las fincas abandonadas y para cruzar arroyos que crecían a veces por las lluvias en las tierras altas. Los únicos que los veían pasar eran los animales: vacas a punto de morir y pájaros que, como ellos, se dirigían a otro lugar, pues nadie quería estar en semejante lugar ya nunca. Podía haber sido un paraíso alguna vez, un paraíso incompleto, pero ya no habría posibilidad de que eso ocurriera nunca.

 Los grupos que tanto habían luchado al margen de la ley eran ya cosa del pasado, habían sido los primeros en ser eliminados, esta vez sistemáticamente, sin contemplaciones de ningún tipo. La gente no se quejó entonces y por eso pasó lo que pasó.

 Cuando llegaron al gran río, supieron que el camino que habían hecho era correcto pero ahora debían elegir entre quedarse de un lado y del otro o incluso podrían robar un barco y navegar río abajo. Pero al ver que nadie utilizaba sus lanchas, era evidente que el transporte fluvial no era lo común y se notaría bastante. Decidieron entonces cruzar al otro lado y volverían cuando hubiera otro paso encima del río.

 En el puente no había nadie. Empezaron a caminarlo temblando un poco, abriendo los ojos más de la cuenta pues era de madrugada y no se veía mucho pero era el mejor momento del día para cruzar. El puente era metálico y había visto mejores tiempos. Cada paso resonaba y al poco rato tuvieron que quitarse los zapatos para no hacer ruido y caminar descalzos.

 Entonces uno de ellos apuntó con la mano al otro lado del puente. Una luz roja. Había visto una lucecilla allá al otro lado. El otro le preguntó de qué hablaba pero su respuesta fue la de callarse. Lo tomó de la mano y lo hizo devolverse lo más rápido que pudo. Fue a tiempo puesto que la lucecilla era una de esas que se ponen en los aparatos de comunicación. Y si no la hubieran visto se habrían hundido con el metal del puente en el fondo del río pues el Estado y su magnifico líder títere habían aprobado la demolición de estructuras “viejas e inútiles” en todo el país. La verdad era que solo querían bloquear el paso de la gente y mantener a todo el mundo encerrado. Campos de concentración pero sin el encierro evidente.

 Los siguientes días no hubo comida. Guardaban algunos enlatados que habían logrado robar de alguna tienda en la mitad de la nada o de casas abandonadas. Pero no era suficiente, menos aún con el calor que hacía en las lindes del río. No era uno de esos bonitos países templados sino un infierno tropical con todas las de la ley. Caminar de día era horrible y los pies parecían doler el triple al pisar las piedritas recalentadas durante el día.

 Dormían mal pero siempre uno junto al otro pues, aunque no lo decían, tenían miedo de separarse. Una cosa era hacer el viaje en pareja y otra muy distinta era hacerlo juntos. Tendrían más oportunidades de sobrevivir si trabajaban con ambos ingenios y eso ya lo habían comprobado cuando eran terroristas. Porque eso era lo que habían sido y la verdad era que estaban orgullosos. Habían plantado bombas tratando de frenar al nuevo Estado, les hacían atentados.

 No funcionó como debía y hubo civiles muertos, como siempre los hay. Pero ganaron un tiempo que salvo a miles pues pudieron escapar y ahora era su turno. Pero ya nadie en ningún lado se oponía pues no había manera de oponerse sin ser descubierto rápidamente.

 El siguiente tramo del viaje, de un par de días, fue a través de una zona muy plana, caliente y desprovista de vegetación capaz de ocultarlos. La técnica era solo viajar de noche y de día ocultarse en alguna de las casas abandonadas entre los vastos cultivos que se habían podrido hace meses. En algunas de esas casas casi se podía vivir a gusto, no feliz, pero a gusto. Había camas y una cocina y aunque no usaban la segunda para no ser descubiertos, era bonito ver un lugar que parecía estar congelado en el tiempo.

 No fueron noches normales pero incluso hubo una vez que sonrieron y durmieron un poco más de lo normal. El último día en la sabana central vieron de nuevo a los militares y estos casi los pillan si no fuera porque parecían ir muy de prisa a alguna parte. Ellos dos no sabían lo que se planeaba y que no eran prioridad en esa región. Pues era una región que siempre había sido reacia al gobierno actual y ahora ellos les iban a cobrar por tratar de bloquear sus yacimientos de petróleo y otras riquezas.

 Mientras penetraban los pantanos, ocurrió una masacre tras otras. Pero no se enterarían de nada hasta muchos años después, cuando ellos serían los que llevarían uniforme.

 En las ciénagas tuvieron que aprender a abrir los ojos aún más y a tener cuidado con donde pisaban. Fueron picados por diversos insectos y otras criaturas, vieron caimanes e incluso hipopótamos y vieron como muchas zonas estaban inundadas de agua apestosa, cubierta de mosquitos. No se acercaron mucho a esos lados pero tenían ideas de porqué eso era así.

 Los árboles seguían siendo escasos pero no eran ya necesarios. El Estado no tenía nada que hacer en semejante región y ya la ocuparía cuando tuviese las zonas más ricas ocupadas. Entre el agua, el lodo y los mosquitos, no había nada que el Estado quisiera pero si algo que los dos terroristas necesitaban y era el camino a la costa. Era solo seguir el agua y tras casi una semana se acercaron a uno de los puertos más grandes.

 Se disfrazaron un poco, maquillaron su cara con lodo y tierra y fueron adonde todo el mundo iba: a la entrada del puerto. Allí había montones de personas y el Estado las vendía para trabajar como esclavos. Aunque en realidad no era tal cual. Lo único que querían era ganar dinero al expulsar indeseables del país y solo dejaban salir a quienes no significaran un peligro futuro.

 Como ya lo habían hecho antes, mataron para cruzar de noche y meterse en el primer barco que vieron. Allí amenazaron primero y suplicaron después. El barco zarpó con ellos escondidos entre el pescado fresco y solo salieron de allí dos días después. Habían dejado medio cuerpo entre el pescado y el aire del mar era un cambio drástico a lo que habían estado viviendo durante los últimos meses. Además, la compañía de tanto marinero hostil no era lo mejor del mundo y tampoco tener que pagar el viaje con trabajo de esclavos.

 Pero ya se liberarían, ya verían cómo hacer para seguir avanzando. Porque ambos sabían que nada terminaba en ese barco, si acaso una etapa pero nada más. Entre el pescado fresco se dieron de nuevo la mano y cada día se la darían una vez, apretando un poco para no olvidar nunca lo que se siente tocar otro ser humano que, al menos, te entiende algo.


 Eso cambiaría después pero, por el momento, era más que suficiente.