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viernes, 15 de julio de 2016

Chica rebelde

   Laura aprovechó que no estaba en la casa para poder comer algo que en verdad le gustara. Se paseó por cada rincón del supermercado hasta que se decidió por un helado de crema. El sabor era almendras y su tamaño era pequeño, pues se hubiese sentido culpable de haber tomado algo mucho más grande. Apenas pagó y salió del lugar, le quitó el envoltorio a su helado y le dio el primer mordisco.

 Como esperaba, el sabor era delicioso. Además, la cubierta de chocolate del helado se había partido en varios deliciosos pedazos y cada uno de ellos sabía incluso mejor que el propio helado. Laura entonces se dio cuenta que algunas personas que caminaban por la calle la miraban como si fuese un bicho raro. No sabía si era por estar comiendo un helado o si es que la reconocían de algún lado y desaprobaban de su comportamiento. Fuese como fuese, pensó que lo mejor era sentarse en algún lugar y disfrutar en paz de su helado.

 Llegó a un pequeño parque y se sentó en la banca que tenía más cerca. El sol estaba empezando a bajar en el cielo y el calor que había hecho en días anteriores se estaba retirando lentamente. Las noches empezaban a ser cada vez más frescas. Laura siguió comiendo su helado, a la vez que miraba a la gente pasar por el parque, a algunos niños jugar con una pelota y a una pareja de ancianos discutir en una banca cercana . Hablaban de la pensión, o algo así.

 Apenas terminó el helado, Laura se sintió culpable. Al final, había incluso lamido el palito y había buscado en el envoltorio del helado por si algún pedacito de chocolate todavía estaba por ahí. No pasó mucho tiempo antes de que se sintiera culpable. Se sentía mal al haber hecho algo que tenía prohibido pero es que tenía tantas ganas que no pudo evitarlo. Además, era uno de los pocos días en los que la habían dejado sola y había tenido la oportunidad de vivir como alguien normal.

 Miró su celular y vio que tenía varias llamadas perdidas de Connie, su representante y la persona que normalmente debía cuidarla como si fuera su propia hija. Ese día no había podido estar pendiente porque se le había presentado otro trabajo. Confiaba en Laura y ahora ella había traicionado su confianza al escaparse después de una sesión de fotos como si fuera un niña pequeña.

 Pero así era como se sentía a diario Laura, como una niña a la que no dejan hacer nada sin el permiso expreso de sus padres y de otro poco de gente que no tenía que ver nada con ella. Ser una modelo no era nada fácil y menos aún cuando tenía tanto trabajo y su cara aparecía no solo en las portadas más importantes sino también en varias campañas publicitarias.

 Apenas había cumplido los dieciocho años, le habían llovido incluso más ofertas que antes. Hacía poco había participado en su primer comercial de una cerveza y la verdad es que la experiencia no le había gustado nada. Aunque el producto era hecho para las mujeres y todo había sido cuidado para que no fuera agresivo ni degradante, de todas maneras Laura sentía que algo no estaba bien con la manera como estaba haciendo las cosas.

 Por eso había salido corriendo después de la sesión de fotos, que solo eran para renovar su libro y tener algunas imágenes más frescas. Pero al terminar, sentía de nuevo que estaba ahogándose y la única manera de sentirse mejor era salir a la calle y sentirse como una persona normal. Era algo que no había hecho hacía mucho tiempo y le hacía falta pues todavía era muy joven y no podía concebir una vida en la que estuviese encerrada todo el tiempo como una prisionera.

 La casa en la que vivía, sin embargo, era un lugar hermoso y de muy buen gusto. No era nada desagradable. Era un casa moderna con varias habitaciones, unas diez en total, que compartían varias chicas que estuviesen siendo manejadas por la misma empresa. Laura era un caso especial porque la creían muy joven aún para pagarle un lugar sola así que la mantenían en la casa por esa razón. Las chicas con las que compartía eran de todos tipos y de muchos lugares distintos.

 Pero Laura sentía que, al final del día, no tenía nada en común con ninguna de ellas. Se sentía alejada de todo y muchas veces desconectada del mundo real. A pesar del dinero que ganaba y la popularidad que empezaba a acumular, Laura era de las pocas chicas que extrañaba tener un vida común y corriente, con clases en la universidad y amigos de todo tipo y fiestas y todo lo que hacen los chicos de su edad.

 Ella no se consideraba a si misma una chica normal. Desde una edad mu y temprana la cuidaba Connie, después de que sus padres la hubieran encomendado a ella. Siempre Laura sintió que la habían regalado, incluso cuando le decían que era lo mejor que le había pasado pues nunca tendría que pasar dificultades ni nada parecido. Su familia era pobre y sabía bien que había sido un milagro que la descubrieran en el  mundo donde vivía.

 La historia era triste. Su madre trabajaba en una tienda de ropa, haciendo un poco de ropa. Era de esas tiendas donde venden de todo, casi siempre en descuento. Su madre seguido no tenía con quien dejarla cuando no podía mandarla a la escuela por alguna razón. Fue en una de sus escapadas, que tenía desde pequeña, en las que Connie la salvó de cruzar una carretera sola y la descubrió como su modelo estrella.

 Laura sabía que Connie deseaba lo mejor para ella pero era claro que a veces se le olvidaba tener un poco de compasión. La hacía trabajar como una esclava, como si no hubiera más días del año para hacer cosas y ganar dinero. En un día estaba tomándose fotos y al otro en un comercial y al siguiente modelando ropa y después volando a Europa. Todo eso podía sonar muy bien pero Laura llevaba haciéndolo más de diez años y estaba cansada y aburrida.

 Apenas la llamó de nuevo, Laura contestó y, sin dejarla hablar, le dijo a Connie que estaba en un parque y que podría recogerla cuando quisiera. Se rendía por el día de hoy. Connie dijo que el transporte iba en camino pero que había algo más de lo que le quería hablar. Dijo que le enviaría una imagen apenas colgaran. Y así fue, mientras Laura caminaba a la calle para esperar por el coche, vio la foto que le habían enviado y no supo si reír o llorar o no hacer nada.

 Lo que sí hizo primero fue subir la mirada y dar un vistazo a su alrededor, a las personas que tenía cerca. Pero seguramente ya daba igual. La foto que Connie le había enviado era de ella comiendo el helado. En la imagen se notaba la pasión con la que comía y lo mucho que le había gustado. Ella no se había dado cuenta, pero en un momento se había manchado de chocolate en la nariz y alrededor de la boca. Se veía como una niña pequeña comiendo helado.

 Apenas llegó el coche se subió y no dijo nada al conductor ni él a ella. Se conocían bien y su relación se basaba en los silencios. Laura no miró la foto de nuevo pero sabía las consecuencias que tendría. Seguramente Connie la pondría en una exagerada dieta por un mes y restringiría sus salidas y trataría de que no vieran a Laura en la calle por una buena cantidad de tiempo para que la gente no la relacionara con esa imagen. Sabía que iba a ser todo un lío y que sería castigada de alguna manera.

 A pesar de ser muy joven, no se sentía hace mucho como una niña. Tampoco como una mujer hecha y derecha sino como alguien en la mitad, una persona que no termina de ubicarse en el espectro de la vida y tal vez era eso lo que la tenía tan preocupada, lo que la hacía hacer cosas que la alejaban de lo que era bueno para ella.


 De nuevo vibró su celular. Y no eran más fotos sino un mensaje de Connie. No era un regaño ni su nueva dieta. Era una propuesta de la compañía de los helados para que Laura fuese la imagen de la nueva línea de helados bajos en calorías. La joven no pudo evitar soltar una carcajada. Le parecía gracioso que incluso tratando, no pudiese ser una chica rebelde.

miércoles, 6 de julio de 2016

Quemados

   Había ventiladores en todas las habitaciones del hospital y en cada pasillo e intersección de los mismos. En parte era por el calor pero también, según decía, era para disipar los olores que pudiera haber en el ambiente. El sitio donde había más aparatos funcionando era el ala norte, donde estaba la unidad de quemados. Era un lugar que todos los trabajadores del hospital evitaban a menos que tuvieran algo que hacer allí. Los deprimía tener que ver las caras y escuchar las voces de aquellos perjudicados por el fuego.

 Pero había gente a la que eso no le importaba. A Juan, por ejemplo, le gustaba pasarse sus ratos libres leyéndoles a los enfermos. Eran gente callada, ya que hablar requería a veces mucho esfuerzo. Incluso quienes estaban curando por completo y todavía estaban allí, preferían quedarse a ser pasados a otra habitación o a salir del hospital. Al menos allí se sentían como seres humanos y todo era por el trabajo que hacían Juan y algunos médicos.

 Les había leído algunas de las obras de Shakespeare y también cuento infantiles y libros de ciencia. Incluso a veces traía su libreta electrónica y les leía noticias o cualquier cosa que quisieran. Ellos no tenían permiso para tener ningún aparato electrónico mientras estuvieran en el hospital, así que a muchos les venía bien cuando Juan tenía algún rato libre y les venía a leer, sin hacer preguntas incomodas ni revisiones trabajosas. Eso lo dejaban para otros momentos.

 Juan lo hacía porque le gustaba pero también porque, desde que había presenciado él mismo un incendio, había quedado algo traumatizado con el evento y juró ayudar a cualquier persona que sufriera de algo tan horrible. Algunos en el pabellón eran niños, otros adultos e incuso había un par de reclusos. Estaban amarrados a la cama con esposas y siempre hacían bromas bastante oscuras, que el resto de los pacientes trataban de ignorar.

 Uno de ellos, Reinaldo, se había quemado el cincuenta por ciento del cuerpo al tratar de prenderle fuego a la bodega de su primo, al que le había empezado a ir muy bien importando revista de baja circulación y especializadas. Tuvo la idea de quemarlo todo para que su primo no pudiera recuperarse jamás y dejara de echarle en cara su éxito.

 Pero no calculó bien y se asustó en un momento, en el que se echó algo de gasolina encima y ni cuenta se dio. Cuando prendió el fuego y empezó a reírse como un maniático, ni se había dado cuenta que su pierna ya ardía. Pasados unos segundo empezó a gritar del dolor y se echó al suelo a rodar. Los bomberos que acudieron a apagar el incendio lo ayudaron y fue durante su recuperación que se supo, por videos de vigilancia, que él había sido el culpable.

 Ahora se la pasaba haciendo chistes horribles y asustando a los niños. Desafortunadamente, a pesar de pedirlo mil y una veces, los directivos del hospital no había aprobado pasar a los niños a otra habitación solo para ellos. No tenía sentido alguno que compartieran espacio con asesinos y con gente mayor que manejaba todo lo sucedido de una manera muy diferente.

 Los niños, por ejemplo, casi nunca lloraban ni se quejaban de una manera explicita. Solo cuando estaban siendo revisados de cerca por los doctores era que confesaban su dolor y su tristeza. Era porque les daba pena decir como se sentían y también algo de miedo porque estaban solos, sin sus padres como apoyo todos los días. Lo peor era que un par de ellos habían sido abandonados por sus padres, que jamás se habían molestado en volver a para saber que pasaba con sus hijos.

 Juan trataba de distraerlos, dándoles libros para colorear y haciéndoles jugar para que olvidaran donde estaban y porqué estaban allí. Él sabía que, al final del día, esas distracciones se desvanecían y la realidad se asentaba de nuevo en las cabezas de los niños. Pero trataba que su día a día fuera más llevadero para poder superar sus dificultades. Los niños eran mucho más fáciles de comprender que los adultos, eran muchos más tranquilos, honestos y, en cierta medida, serios. No había que hacer gran esfuerzo por convencerlos.

 El resto del pabellón de quemados era difícil, por decir lo menos. Eran amas de casa quemadas por sus maridos o por accidente. Eran hombres que habían tenido accidentes en sus trabajos y ahora no podían esperar para volver a su hogar y empezar a trabajar de nuevo. Eran personas que estaban apuradas, que querían salir de allí lo más pronto posible y no escuchaban recomendaciones pues creían que su edad les daba mayor autonomía en lo que no entendían.

 Había una mujer incluso que había sido quemada por su esposo una vez. Él le había acercado la mano a la llama de la cocina porque había quemado su cena. La quemadura, menos mal, no era grave. Pero Juan la atendió y la volvió a ver un mes después, con algo parecido por en la cara. Ya a la tercera vez fue que vino en ambulancia y supo que toda la casita donde vivía se había quemado.

Y aún así, a la mujer le urgía correr hacia su marido, quería saber como estaba y si su casa estaba funcionando bien sin ella. No escuchaba a los doctores ni a nadie que le dijera cosas diferentes de lo que quería oír. Juan pensaba que era casi seguro que volviera de nuevo si era dada de alta y tal vez incluso directamente al sótano del hospital.

 Cuando no lo soportaba más, se iba a los jardines del hospital y se echaba en el pasto. Se le subían algunos insectos y el sol lo golpeaba en la cara con fuerza, pero prefería eso a tener que soportar más tantas cosas. Era difícil tener que manejar tantas personalidades, sobre todo de aquellos que se rehusaban a entender lo que les pasaba y querían seguir haciendo con su vida exactamente lo mismo que antes.

 Incluso los niños lo cansaban después de un rato. Cuando ya había mucha confianza, algunos empezaban a hablarle como si fuera su padre o algo parecido y eso no le gustaba nada. Tenía que cortarlos con palabras duras y se sentía fatal al hacerlo pero un hospital no era un centro de rehabilitación para el alma sino para el cuerpo. No se las podía pasar de psicólogo por todos lados, tratando de salvar a la gente de si misma. Ya tenía su vida para tener que manejar las de los demás.

 Cuando alguien, otro miembro del personal, lo encontraba en el jardín, sabían que el día había sido difícil. La mayoría no le decía nada pues cada doctor en el mundo tiene su manera de distanciarse de lo que ve todos los días. Incluso los que tienen consultorios y atienden gente por cosas rutinarias, deben hacer algo para sacar de su mente tantas cosas malas y difíciles de procesar. Algunos fuman, otros comen, otros hacen ejercicio, o gritan o algo hacen para sacar de su cuerpo todo eso que consumen al ser especialistas de la salud.

 Pero Juan siempre volvía al pabellón de quemados. Era lo suyo, no importaba lo que pasara y trataba siempre de hacer el mejor trabajo posible. Cuando tenía un par de días libres, los pasaba haciendo cosas mus distintas, divirtiéndose y tratando de no olvidar que todavía era un hombre joven y que la vida era muy corta para tener que envejecer mucho más rápido por culpa de las responsabilidades y demás obligaciones.

 Cocinaba, tenía relaciones sexuales, subía a montañas rusas, hacia senderismo, tomaba fotos,… En fin, tenía más de una afición para equilibrar su mente y no perderse a si mismo en su trabajo. Esos poquísimos días libres en lo que podía ser él mismo o, al menos, otra versión de Juan, eran muy divertidos y siempre los aprovechaba al máximo.


 Pero cuando volvía al hospital lo hacía con ganas renovadas pues creía que podía hacer alguna diferencia y no se cansaba de intentarlo. De pronto la mujer no volvería más si le hablaba con franqueza, de pronto el pirómano se calmaría con sus palabras y tal vez los niños no resentirían al mundo por lo que les había pasado. Juan se esforzaba todos los días por dejar una marca, la que fuera. Esa era su meta.

lunes, 30 de mayo de 2016

La montaña sabe

   En lo más alto de la montaña no había nada. No crecía el pasto ni algún tipo de flor ni nada por el estilo. Era un lugar desolado, casi completamente muerto. El clima era árido y había un viento frío constante que soplaba del el sur, como barriendo la montaña y asegurándose que allí nunca creciera nada. Así fue durante mucho tiempo hasta que dos personas que venían huyendo, vestidos ambos de naranja, subieron a la parte más alta de la montaña.

 Eran bandidos, uno peor que el otro, y se habían escapado de la cárcel hacia poco tiempo. Debían haber caminado mucho pues cualquier pedazo de civilización estaba ubicado muy lejos. Cuando llegaron a la parte más alta, se dejaron caer en el suelo y estuvieron allí echados un buen rato, descanso sin decir nada. Fue el mayor de los dos el que interrumpió por fin la escena y le preguntó al otro hacia donde debían seguir ahora.

 Fue el viento el que decidió porque justo entonces una ráfaga de viento los hizo cerrar los ojos y no volvieron a abrirlos hasta sentir que estarían a salvo de la tierra volando alrededor de su cuerpos. Cuando abrieron los ojos, eligieron el lugar desde el cual había venido el viento. Antes de seguir caminando, se quitaron los uniformes naranjas y quedaron solo en ropa interior. Algunos pasos abajo, por la montaña, había un hilillo de agua que utilizaron para lavarse la cara y refrescar la garganta.

 Ninguno de los dos se dieron cuenta de que los habían estado observando desde hacía un buen rato. Los desesperados criminales solo querían asearse un poco y seguir, caminando y caminando quien sabe hasta donde. No tenían atención alguna de convertirse en personas sedentarias o en personas de bien, para el caso. Ambos habían sido encarcelados por crímenes bastante particulares y, de alguna manera, se notaba en sus rostros lo que habían hecho.

 Cuando terminaron de refrescarse, volvieron a la parte alta de la montaña y observaron desde ahí si veían algún grupo de árboles en los que creciera fruta, pues tenían mucha hambre. Miraron a un lado y al otro pero lo único que había eran pino y pinos por todos lados, ningún árbol que diera frutos comestibles, jugosos como los que se imaginaban en ese mismo momento. Eso no existía.

Decidieron entonces seguir su escape y en el camino encontrar algo de comida. Bajaron por la pendiente menos inclinada y se adentraron en el bosque. Ninguno dijo nada pero los árboles parecían más juntos de lo que habían parecido desde arriba. Era difícil caminar por algunas partes. Aunque no les agradaba mucho, debían ayudarse tomándose de la mano para no perderse y tener apoyo para no quedar atascados.

 El avance fue poco al cabo de una hora. El bosque se cerraba, eso era lo único cierto. Cuando habían llegado a la zona no se veía así, tan apretado y oscuro, como si a propósito quisiera cerrarle el paso a los dos criminales. Uno de ellos sacó de su bolsillo una cuchilla hecha un poco de manera improvisada y atacó algunas ramas con ella pero no sirvió de nada. La cuchilla se desarmó después de algunos intentos y las ramas, a excepción de un par de hojas, seguían exactamente igual.

 La única opción era dar la vuelta y planear algo diferente porque evidentemente su plan actual era demasiado directo y el bosque parecía reaccionar ante algo que estaban haciendo. Cuando volvieron a la parte alta, el criminal más joven confesó que había creído ver algo entre las ramas de la copa alta de un árbol. Su compañero le dijo que seguramente estaba perdiendo la razón por el desespero que preocupa estar sin rumbo fijo. Le dijo que era algo normal y que no le diera mucho crédito a nada.

Decidieron pasar allí la noche, que se instalaba de a poco, y por la mañana planearían algo más. El viento del sur se detuvo en la noche y los hombres pudieron dormir en paz, sin ningún ruido que los molestara. Solo el bosque los miraba, con mucha atención. Sin duda todo lo que estaba vivo sabía de la presencia de aquellos personajes y estaban definiendo si hacían algo o si no hacían nada.  Lo hacían en silencio, sin palabras claras, a través de un código invisible.

 Al otro día, los criminales estaban cubiertos de hojas. Se las sacudieron rápidamente y miraron a un lado y al otro pero el lugar seguía tan pelado como siempre. Llegaron a pensar que había sido gente pero no tenía sentido ponerse a bromear estando tan lejos de todo. La única explicación era el viento, que de nuevo soplaba aunque de manera mucho más suave que antes. Estuvieron sentados un buen rato, tratando de idear algún plan. Pero no salió nada.

 Tenían tanta hambre, que se metieron al bosque de nuevo solo para tratar de conseguir algo que comer. Les daba igual lo que fuera, solo querían no morirse de hambre pues sus estómagos casi no los habían dejado dormir. La caminata empezó a buen ritmo y los árboles parecían algo más separados que la noche anterior.

 Pero más adelante, donde se oía el agua de un río más amplio, más caudaloso, los árboles también se habían juntado para formar una barrera que era imposible de pasar. Al otro lado estaría la ribera del río y tal vez en él habría peces y demás vida acuática que serviría muy bien para calmar sus apetitos y darle las energía suficiente para seguir su largo viaje, que de hecho no sabían cuanto duraría.

 Golpearon el cerco con fuerza, tratando de partir algunas ramas y troncos. En algún punto el mayor de los dos, el que tenía más fuerza bruta, parecía haber hecho un pequeño hoyo en una parte de la muralla pero se cubrió de hojas tan pronto se acercó para mirar si veía el río. Era inútil luchar contra algo que parecía no darse cuenta que ellos estaban allí. Decidieron caminar a lo largo de la muralla de troncos y hojas hasta llegar a un punto donde no hubiese más. Pero no lo había.

 De nuevo llegó la noche y tuvieron que volver a la parte alta de la montaña. Pero esta vez no era un lugar sin vida. Por primera vez en años había una pequeña planta creciendo allí. No sabían de que era pero supieron entender que se trataba de un suceso raro. Decidieron echarse a un lado de la planta y seguir como antes, tratando de expulsar los deseos de comida de la mente y confiando que las cosas terminarían bien a pesar de que, la verdad, nada pintaba bien.

 Al otro día, la pequeña plata nueva era un árbol de metro y medio. El crecimiento acelerado, sin embargo, no fue lo que los sorprendió. Fue más el hecho de descubrir que era un limonero y desde ya le estaban creciendo algunos limones por todos lados. Contando con cuidado, establecieron que había exactamente treinta pequeños limones. Es decir, quince para cada uno. Con el hambre que tenían, no había manera de discriminar ningún tipo de alimento.

 Cada un arrancó uno de los limones y se quedó sentado donde había dormido para comer. No había a cuchillo y tuvieron que mirar por los alrededores para ver si había algún instrumento que los ayudara. Desesperado, el más joven de los dos le hincó el diente a la fruta así como estaba. Como esperando, el sabor fue tremendamente amargo, solo un poco dulce. Pero era refrescante y, aunque dolía comer la pulpa, no paró hasta que no hubiese nada más.

 El mayor encontró una piedrita afilada y ella pudo abrir su limón en dos parte iguales. Se comió una primero y pensaba guardar la segunda pero no habría manera. Al cabo de unos minutos ya no quedaba nada de los limones. Enterraron los restos de fruta bajo un montoncito de tierra y se dieron cuenta que todavía tenían hambre.


 Pero también les había dado sueño. Mucho sueño. Quedaron acostados allí mismo y al cabo de un rato el bosque vino por ellos y los envolvió. Los limones habían hecho su trabajo. El bosque podía expulsar los cuerpo, lejos de la montaña sagrada. Ya esos asesinos tendrían un mundo hostil al cual enfrentarse y se lo debían a algo que ni habían visto.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Extraña llamada

   No recuerdo muy bien de que estábamos hablando pero sí que recuerdo que íbamos por la zona de la ciudad que empezaba a elevarse a cause de la presencia de las montañas. Como en toda ciudad de primer mundo, todo estaba cuidadosamente organizado y parecía que no había mucho campo para algo estuviera mal puesto o que un edificio fuese muy diferente al siguiente. Todo era muy homogéneo pero con el sol del verano no parecía ser un mundo monótono sino muy al contrario, parecía que toda la gente era auténticamente feliz, incluso aquellos que sacaban la basura o paseaban a su perro.

 Con mi amigo hablábamos a ratos, hacíamos pausas para mirar el entorno. Nos entendíamos aunque tengo que decir que amigos de pronto era una palabra demasiado grande para describir nuestra relación. La verdad era que habíamos sido compañeros de universidad, de esos que tienen clases juntos pero se hablan poco, y nos habíamos encontrado en el avión llegando a esta ciudad. Como por no ir a la deriva y tener alguien con quién hablar, decidimos tácitamente que iríamos juntos a dar paseos con la ciudad, con la posibilidad de separarnos cuando cualquiera de los dos lo deseara. Al fin y al cabo que ninguno de los dos conocía gente en la ciudad y no estaba mal compartir experiencias con alguien.

 Ese día estábamos juntos pero fui yo, cansado, el que me senté contra el muro de un local comercial cerrado junto a unos hombres de los que solo me había percatado que tenían la ropa blanca. Ellos estaban agachados pero no sentados, seguramente para evitar manchar sus pantalones blancos. Me di cuenta que me miraban hacia el otro lado de la calle por lo que yo también hice lo mismo. Era la esquina de una de esas cuadras perfectamente cuadradas de la ciudad. Había dos grandes locales: uno daba entrada a un teatro en el que, justo cuando voltee a mirar, apagaron las luces del vestíbulo. El otro local era una pizzería donde algunas personas se reunían a beber y comer.

 De pronto los hombres se levantaron y se dirigieron hacia el teatro. Sin explicación alguna, yo también me puse de pie y los seguí. No le avisé a mi amigo por lo que él se quedó allí, mirando su celular. Yo entré al teatro que tenía sus luces encendidas de nuevo pero decidí no acercarme al punto de venta de billetes porque no hubiera sabido que decir. En cambio me senté en unas sillas vacías, como de sala de espera. Desde allí pude ver que los actores que había visto afuera estaban discutiendo con alguien que parecía trabajar allí también. No se veían muy contentos. La conversación terminó abruptamente y los actores se acercaron a mi. Me asusté por un momento pero solo se sentaron en las sillas al lado mío, hablando entre ellos y después quedando en silencio.

 No sé porque lo hice porque normalmente no soy chismoso ni me meto en las cosas de los demás, pero allí estaba en ese teatro sin razón alguna. Y cuando el actor sacó su celular, el mismo actor junto al que me había sentado afuera, no pude evitar mirar la pantalla. Solo vi que era un mensaje de texto pero no tenía tan buena vista como para leerlo y la verdad no quería ser tan obvio, así que me puse a mirar los afiches de obras pasadas que había en un muro opuesto, como si me interesaran.

 El hombre entonces se puso de pie y se dirigió adonde había unos teléfonos. Por un momento ignoré que la presencia de esos aparatos fuera una reliquia del pasado pero no dudé su presencia allí. Mi amigo llegó justo en ese momento, dándome un codazo y preguntándome porqué lo había dejado solo afuera. Solo le pedí que hiciera silencio y nada más. No podía explicarle porque estaba allí.

 Miré al hombre hablar por teléfono durante un rato. Quería saber que estaban diciendo, quería saber qué era lo que decía y con quién hablaba. Era un presentimiento muy extraño, pero sabía que en todo el asunto había algo raro, algo que había que entender y que no era solo entre esos personajes sino entre todos los que estábamos allí, incluso mi muy despistado amigo. Era una sensación que no me podía quitar de encima.

 Cuando el hombre colgó, lo vi acercarse pero me dirigí a mi amigo cuando ya estaba muy cerca. Le dije muy crípticamente, incluso para mí, que nos iríamos en un rato. No tengo ni idea porqué le dije eso pero estaba seguro de que era cierto.

 El actor se me sentó al lado visiblemente compungido. Lo que sea que había hablado al teléfono no lo había recibido muy bien. Se había puesto pálido y era obvio que sudaba por el brillo en sus manos. Podía sentir su preocupación en la manera en que respiraba, en como miraba a un lado y a otro sin en verdad mirar a nada y a nadie.

 Mi celular entonces timbró una vez, con un sonido ensordecedor. Como lo tenía en el bolsillo, el volumen debía haberse subido o algo por el estilo, aunque con los celulares más recientes eso no era muy posible. Al sacarlo del pantalón y ver la pantalla, vi que era un mensaje de audio enviado por Whatsapp. El número del que provenía era desconocido. Miré a un lado y a otro antes de proceder. Desbloqué mi teléfono y la aplicación se abrió.

 El audio comenzó a sonar estrepitosamente. Era la voz del actor que estaba al lado mío que inundó la sala y la de otro hombre. Torpemente tomé el celular en una mano y la mano de mi amigo en la otra y lo halé hacia el exterior. Él no entendía nada pero como yo tampoco, eso no importaba.

 Lo hice correr varias calles hasta que estuve seguro que no nos había seguido nadie. Fue un poco incomodo cuando nos detuvimos darme cuenta que todavía tenía la mano de mi compañero de universidad en la mía. La solté con suavidad, como para que no se notara lo confundido que estaba, por eso y por todo lo demás.

 La voz me había taladrado la cabeza y eso que no había entendido muy bien lo que decían. Miré mi teléfono y el audio se había pausado pero yo estaba seguro que no habían sido mis vanos intentos por apagar el aparato los que habían causado que se detuviera el sonido. Con mi amigo caminamos en silencio unas calles más hasta la estación de metro más cercana, pasamos los torniquetes y nos sentamos en un banco mirando al andén. Allí saqué mi celular de nuevo y vi que el sonido ya era normal. Miré a mi amigo y él entendió. Puse el celular entre nosotros y escuchamos.

 Primero iba la voz del actor, que contestaba el teléfono en el teatro. La voz que le respondía era gruesa y áspera, como la de alguien que fuma demasiado. Era obvio que el actor se sentía intimidado por ella. Sin embargo, le preguntó a la voz que quería y esta le había respondido que era hora de que le pagara por el favor que le había hecho. La voz del pobre hombre se partió justo ahí y empezó a gimotear y a pedirle a la voz gruesa más tiempo, puesto que según él no había sido suficiente con el que había tenido hasta ahora.

 Esto no alegró a la voz gruesa que de pronto se volvió más siniestra y le dijo que nadie le decía a él como hacer sus negocios ni como definirlos, fuera con tiempo o con lo que fuera. Le tenía que pagar y lo amenazó con ir el mismo por todo lo que le había dado, además de por su paga que ya no era suficiente por si sola. Antes de colgar, la voz de ultratumba hizo un sonido extraño, como de chirrido metálico.

 El tren llegó y nos metimos entre las personas. Adentro compartimos con mi amigo un rincón en el que estuvimos de pie todo el recorrido. Solo nos mirábamos, largo y tendido, como si habláramos sin parar solo con la vista. Pero nuestra mirada no era de cariño ni de entendimiento, era de absoluto terror. Había algo en lo que habíamos escuchado que era simplemente tenebroso.  Por alguna razón, no era una amenaza normal la que habíamos oído.

 Llegamos a nuestra estación. Bajamos y subimos a la superficie con lentitud, sin amontonarnos con la masa. No nos miramos más ese día, tal vez por miedo a ver en los ojos del otro aquello que más temíamos de esa conversación, de ese momento extraño.

 Esa noche no pude dormir. Marqué al número que me había enviado el audio pero al parecer la línea ya estaba fuera de servicio. No escuché la conversación de nuevo por físico susto, porqué sabía que entonces nunca dormiría en paz.


 Hacia las dos de la mañana tocaron en mi puerta y creo que casi me orino encima del miedo. Esto en un par de segundos. Fue después que oí la voz de mi amigo. Lo dejé pasar y esa noche nos la pasamos hablando y compartiendo todo el resto de nuestras vidas, creo yo que con la esperanza de que sacar a flote otros recuerdos nos ayudara a olvidar esa extraña experiencia que habíamos tenido juntos.