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lunes, 20 de noviembre de 2017

Cosas del momento

   El espejo era enorme. Cubría toda una pared del cuarto de baño, que era del tamaño de mi apartamento o tal vez más grande. No solo había un gran espacio libre de todo sino que había varios lavamanos y una bañera circular enorme, con una vista envidiable. Era de día, por lo que pude ver tan lejos como era posible. La luz del sol entraba suavemente por la ventana y acariciaba mi piel recién bañada. No me había demorado mucho pero los aceites y jabones eran perfectos para mi piel.

 El agua resbalaba el suelo, mojándolo todo. Pero no me importaba porque no era mi hogar. De hecho, estaba seguro de que no podría volver en mucho tiempo, si es que volvía alguna vez. Ese pensamiento se atravesó en mi mente y me hizo alejarme de la ventana y tomar una de las toallas mullidas que había cerca de la entrada. Revisé mi cara y mi cuerpo en el espejo enorme. Me miré por largo rato, como muchas veces hacía en casa aunque no con tanto esplendor a mi alrededor.

 Dejé caer la toalla y detallé cada centímetro de mi cuerpo. Mi pies, mis piernas, en especial mis muslos. Mi pene, mi cintura, el abdomen, los costados e incluso me di la vuelta para verme la espalda aunque eso era algo difícil. Terminé por el pecho y luego mis ojos oscuros mirándome en el espejo. Les faltaba algo pues veían algo apagados. Tal vez era porque toda la vida me había mirado en el espejo viendo mis defectos, viendo lo que creía que todo el mundo detallaba en mí.

 Sin embargo, muchos decían que jamás se habían dado cuenta de las estrías, de la grasa extra o de las cosas de más o de menos. Siempre pensé que lo decían por cortesía, tratando de seguir en lo que estábamos en vez de enfocarnos en la pésima percepción que tenía de mi mismo. Pero tal vez eran honestos conmigo, tal vez no habían visto nada de eso que me hacía sentir a veces tan pequeño e insignificante, tan tonto y a la vez más inteligente que los demás. Me alejé del espejo tras un largo rato.

 Me sequé el cuerpo lo mejor que pude y aproveché la toalla para secar un poco del piso que había mojado. No quería que él viniera después y encontrara todo hecho un desastre, aunque eso no podía ser muy probable ya que sabía que tenía empleados que limpiaban y ordenaban todo a su gusto. La casa era enorme y era apenas obvio que muchas personas ayudaban a que todo estuviese perfecto, casi como un museo. Por muy interesante e inteligente que fuese el dueño, sabía que con su trabajo no pasaría mucho tiempo allí. Por eso debía salir pronto.

 Sin ropa, pasé del baño a la habitación principal. Mi ropa ya no estaba en el suelo, como la había dejado al entrar a bañarme, sino que estaba toda en una silla, cuidadosamente doblada. Incluso las medias estaban, cada una, dentro del zapato correspondiente. Mi billetera también estaba en el montoncito Revisé mi chaqueta y me di cuenta de que mis otras pertenencias estaban allí. No quería desconfiar en semejante lugar pero igual abrí la billetera para ver que todo estuviera bien.

 Después de revisar, me vestí lo más rápido que pude. Era evidente que no estaba solo en la casa. Toda la habitación estaba impecable: la cama debidamente tendida y las persianas corridas para dejar entrar la luz. Incluso parecía como si hubiesen aspirado, aunque eso podía hacer parte de mi imaginación puesto que el ruido fácilmente hubiese llegado al baño. Lo último que me puse fueron los zapatos, con cierto apuro porque quería salir de ese lugar cuanto antes.

 La chaqueta la llevaba en la mano pues todavía tenía el calor del baño en el cuerpo. Al salir de la habitación, recordé que la anoche anterior había llegado a la casa con algunos tragos de más en el cuerpo, por lo que esperaba reconocer el camino de salida. Accidentalmente entrar en un baño, la cocina o la habitación de alguna otra persona no era una opción. De repente una horrible sensación de vergüenza y desespero me invadió el cuerpo y quise salir corriendo de allí.

 Bajé una hermosas escaleras que se retorcían hasta lo que parecía la entrada principal. Todo era bastante minimalista, cosa que recordaba pues había un chiste a propósito de ese detalle la anoche anterior. Sabía que a él le había gustado porque recordaba muy bien su risa y el aspecto de su rostro al sonreír. Era un hombre muy guapo y eso me hacía sentir bien y mal al mismo tiempo. Al fin y al cabo había sido algo pasajero, algo que seguramente no hubiese ocurrido en otras instancias.

 Bajé de la manera más silenciosa que pude pero cuando estaba a solo un metro de la puerta, una voz hizo que mi cuerpo quedara congelado. Era una mujer. Voltee a mirarla, sin opción de hacer nada más. Ella estaba en lo que parecía ser una de las salas, tal vez donde habíamos estado bebiendo la noche anterior pero yo no lo recordaba claramente. Más que todo porque estaba concentrado en él y por eso me había sentido mal antes, porque sabía que me gustaba mucho más de la cuenta y eso era algo que no podía permitirme. Sin embargo, tuve que caminar hacia ella y saludar.

 Su respuesta fue una pregunta. “¿Se conocían de antes?” Sus palabras me dejaron frío, con los ojos muy abiertos puestos en ella. La mujer se dio la vuelta y se sentó en uno de los sofás. Había estado bebiendo algo de color amarillo con hielos. Tomó un sorbo y me miró de nuevo, con una expresión que parecía de regaño, como si quisiera reprenderme. Pero era claro que se estaba reprimiendo. Su cuerpo parecía contraerse en si mismo, tratando de no decir nada que no pensara bien antes.

 Cuando por fin habló dijo que era su hermana. Eso me hizo sentir un poco más aliviado porque cabía la posibilidad de que fuese casado. No voy a explicar como sé que eso puede ser una posibilidad pero solo sé que lo es. Me dijo que estaba preocupada por él puesto que recientemente había perdido a alguien que había querido mucho. Se puso de pie de nuevo y, sin pensárselo demasiado, me dijo que yo no era el primero que salía así de esa casa. Habían habido otros, no hace mucho.

 Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Me hizo sentir peor de lo que ya me había sentido al cambiarme o cuando estaba viendo el hermoso paisaje por la ventana del cuarto de baño. Yo no era un acompañante ni un trabajador sexual. Había sido una casualidad tonta que nos encontráramos en ese bar porque yo casi nunca salía de mi casa, de mi rutina. Pero estaba tan mal que quería alejarme de todo a través del licor y del ruido de la gente. Así y todo, él había estado allí, invitándome a un trago.

 Lo único que fui capaz de hacer fue pedir permiso y dar la vuelta para irme. Casi corrí a la puerta, la abrí de un jalón y caminé lo más rápido que pude hacia la reja perimetral de la casa. Hasta ese momento me di cuenta de lo lejos que estaba de mi casa. No sabía ni como llegaría pero no me importó. Solo quería salir de allí lo más pronto posible. Un jardinero se me quedó mirando, justo cuando crucé una reja que ya estaba abierta. No pensé en eso y seguí caminando, por varios minutos.

 Horas más tarde, entré en mi casa y me quité la ropa y todo lo demás de encima. Me sentía asqueroso, culpable de algo que no había hecho. Me metí a la ducha de nuevo, con agua fría, y con eso me dio rabia dejar que esa mujer dijera lo que había dicho.


 Juré, con los huesos casi congelados, que no volvería a hacer una cosa de esas. Me controlaría y trataría de manejar esos momentos de ánimos bajos de alguna otra manera o bebiendo en casa. Mientras lo juraba bajo el agua, mi celular se encendió al recibir un mensaje de él.

lunes, 6 de noviembre de 2017

No engañas a nadie

   El pequeño pueblo se veía a la perfección desde la parte más alta de la montaña. Desde allí, parecía ser el lugar perfecto para conseguir algo de comida y tal vez un transporte seguro hacia una ubicación algo más grande, alguna de esas urbes enormes de las que el mundo estaba hecho. Quedarse en semejante lugar tan pequeño no podía ser una opción pues eso pondría en peligro a los habitantes. Era algo que simplemente Él no quería hacer, sabiendo lo poco que sabía.

 Mientras bajaba por la ladera de la montaña, hacia el pueblito, se alegró un poco porque podría tal vez quitarse esas ropas untadas de sangre para ponerse algo que le quedara mejor. Las botas eran para pies más grandes y ya tenía varias llagas que habían sido insensibilizadas por el frío del suelo. Toda la región era un congelador gigante y eso era bueno y malo, muy incomodo pero también un refugio siempre y cuando Él se quedase quieto lo suficiente para que no lo vieran.

 Y es que desde su escape de la base destruida, varios helicópteros habían pasado por encima de su cabeza, sondeando cada metro del bosque, en búsqueda de sobrevivientes. Lo más probable es que buscaran el dueño de la voz que Él había oído antes de emprender su caminata, al menos eso se decía a si mismo. Pero la verdad era que todo podía ser solo una ilusión bien elaborada por  su mente para sobrevivir semejante experiencia. Tal vez todo estaba en su trastornada cabeza.

 Era probable que los helicópteros lo buscaran a Él, el único sobreviviente de la destrucción de ese horrible lugar. No sabía si llamarlo prisión u hospital o laboratorio. Era un poco de todas esas cosas. El caso era que ya estaba en el pasado y no quería volver a él. Sin embargo, estaba claro que no podría comenzar una vida común y corriente así como así. Sabía que la gente que lo buscaba, si sabían más de él que él mismo, no descansarían hasta tenerlo encerrado en una nueva celda.

 Llegó a la base de la montaña tratando de alejar los malos pensamientos de su mente y obligándose a sonreír un poco. Mientras caminaba hacia las casas más próximas, ideó en su mente la historia que diría por los días que le quedaran en la tierra. A nadie le podría decir la verdad y como no recordaba su pasado, lo más obvio era construir una realidad nueva, a su gusto. Diría que era un cazador que había sido atacado en el bosque por un oso. El golpe lo había dejado mal y ahora necesitaba comida, ropa y una manera de volver a su hogar lo más pronto posible.

 Llegó al centro de la población y pudo ver la oficina estatal que siempre existe en esos lugares. Estuvo a punto de encaminarse hacia allá cuando escuchó el grito de una niña. No era un grito de alarma sino una exclamación de sorpresa: “¡Mamá, mira!”. Y la niña señalaba con su dedo al hombre que acababa de entrar en el pueblo. “¿Quién es, mamá?”. La mujer salió corriendo de detrás de una casa. Cargaba dos bolsas llenas y, como pudo, tomó a la niña de la mano y la reprendió en voz baja.

 Él se acercó, con cuidado para no alarmar a las únicas personas que había en el lugar. La mujer levantó la mirada y no dijo nada. Se veía muy asustada, como si hubiese visto algún fantasma. Viendo su reacción, Él se presentó, con la historia que había ideado caminando hacia el lugar. La mujer lo escuchó, apretando la mano de su hija que seguía haciendo preguntas pero en voz baja. Cuando el hombre terminó de hablar, la mujer lo miró fijamente, cosa que casi dolía por el color tan claro de sus ojos.

 Una de las bolsas de papel se rompió y todo su contenido cayó sobre la nieve. La mujer se apresuró a coger las cosas pero Él la ayudó, cosa que obviamente no esperaba. Cuando tuvieron todo en las manos, la mayoría en manos del hombre, él le pidió ayuda de nuevo. La mujer miró a todos lados y con una mirada le indicó que la siguiera. Ella empezó a caminar casi corriendo, lo que hacía que la niña se quejara por no poder caminar bien. Pero al parecer la mujer tenía prisa.

 Pronto estuvieron en el lado opuesto del pueblo. La mujer le dio las llaves a la niña y fue ella quien abrió la puerta de la casa. Hizo que primero pasara su invitado para poder dar una última mirada a los alrededores. Cerró la puerta con seguro y dejo los víveres sobre un mostrador de plástico. Las casas eran tan pequeñas como se veían por fueran. Esa estaba adornadas con varios dibujos y fotografías que hacían referencia a un esposo, obviamente ausente en ese momento.

 La mujer recibió los víveres que faltaban de manos del hombre y le explicó que ese no era un poblado regular sino temporal. Era un campamento para los trabajadores de una mina de diamantes muy próxima a las montañas que había atravesado el hombre. La mujer le explicó, mientras cocinaba algo rápidamente, que hacía poco habían venido agentes estatales a revisar el campamento y a establecer allí un centro de operaciones temporal para lo que ellos llamaban una “operación secreta”, que al parecer era de vital importancia para el país.

 Mientras servía una tortilla con pan tajado, la mujer explicó que los hombres nunca venían hasta la noche y que los visitantes inesperados habían sido ahuyentados por la presencia del Estado. Por eso la llegada un hombre desconocido le había causado tanta impresión. De hecho, sus manos temblaron al pasarle el plato con comida y un vaso de agua. Él solo le dio las gracias por la comida y empezó a consumir los alimentos. Todo tenía un sabor increíble, a pesar de ser una comida tan simple.

 Agradeció de nuevo a la mujer, quien se había acercado para mirar a su hija jugar sobre un sofá. Él le iba a preguntar la edad de la niña cuando la mujer le dijo que era obvio que su historia era mentira. Era algo que se veía en su cara, según ella. Apenas dijo eso, se dio la vuelta y entro en un cuarto lateral. Mientras tanto, la niña lo miraba fijamente. De la nada esbozó una sonrisa, lo que causo una también en su rostro. Sonreír era todavía algo muy extraño para él.

 Cuando la mujer volvió, su hija estaba muy cerca del hombre, mostrándole algunos de sus dibujos. La mujer traía un abrigo grueso, que según ella era parte de un uniforme viejo de su marido. Tenía también un camisa térmica que ella ya no usaba y pantalones jeans viejos. Lamentó no tener botas o zapatos que pudiese usar pero él dijo que ya era bastante con lo que tenía en los brazos. Además, lo siguiente era viajar a alguna ciudad cercana, si es que eso era posible.

 La mujer respondió con un suspiro. Sí había una ciudad relativamente cerca, a seis horas de viaje por carretera. El problema era que no había transporte directo desde allí sino desde el poblado más cercano y ese seguro estaría todavía más lleno de agentes del Estado que la propia mina. El hombre iba a decir algo pero ella le respondió que sabía que había cosas que era mejor no decir. Le indicó donde era el cuarto de baño y el hombre se cambió en pocos minutos.

 En las botas puso algo de papel higiénico, para ver si podría caminar un poco más. La mujer le indicó el camino hacia el pueblo, pasando un denso bosque que iba bajando hacia la hondonada donde habían construido todas las casas y demás edificaciones.


Se despidió con la mano de madre e hija. Apenas puso, apresuró el paso. Horas más tarde, el esposo de la mujer llegó. Ni ella ni su hija dijeron nada, y eso que el hombre vio en uno de los dibujos de su hija un hombre con gran abrigo y grandes botas, ambos con manchas de sangre. Lo atribuyó a la imaginación de la pequeña.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Bajo la ventisca

   Los tanques de combustible explotaron con fuerza, enviando una bola de fuego hacia el cielo que alumbró todo lo que estaba alrededor. El color ámbar que inundó el lugar nunca se había visto en semejante lugar tan remoto y nunca se volvería a ver. La pequeña casa hecha de tejas de zinc y placas prefabricadas, el único indicativo de que algo había existido en ese lugar, dejó de existir en unos pocos segundos, completamente consumida por el fuego abrasador.

 Desde una colina cercana, un joven sin pelo miraba la escena, fascinado por los colores de las llamas que ardieron por largo tiempo antes de que el frío las apagara a punta de copos de nieve. Él no pensó en las personas que había allí, en los kilómetros de túneles y niveles enterrados debajo del bosque de tundra. Todos habían muerto ya o al menos pensó que eso sería lo ideal. Vivir para morir encerrado era algo que nadie merecía, ni siquiera esas horribles personas que trabajaban allí.

 Las marcas de la tortura sistemática estaban por todo su cuerpo. No sabía cuando lo habían internado allí pero sentía que había sido hacía mucho tiempo. Su celda era completamente oscura, desprovista de cualquier tipo de luz. Estando bajo tierra, era imposible saber que día era o que hora del día estaba viviendo. Después de un tiempo simplemente no importaba. Había dejado de pensar en esas trivialidades hacía mucho tiempo. Solo quería evitar volverse loco.

 En eso había sido algo exitoso y un fracaso, al mismo tiempo. Si bien todavía conservaba partes de su pasado y tenía a veces ganas de pelear y de rebelarse, la mayoría del tiempo era como un muerto en vida. Las pruebas que le hacían, fuese físicas o puramente medicas, lo cansaban demasiado. Después de algo así nadie tenía muchas ganas de idear planes de escape o algo parecido. Solo quería morir o al menos ese era un deseo que se le había metido en la cabeza hacía mucho rato.

 Cuando su mente estaba algo más clara, cosa que pasaba cuando sus captores no lo sacaban de la celda en mucho tiempo, pensaba que era casi seguro que no estuviese solo en ese lugar y que, tal vez, estuviesen jugando con él a un nivel mucho más profundo de lo que pensaba. Se le había ocurrido que tal vez ellos hubiesen influenciado en su mente para pensar en lo que pensaba y que tal vez revisaran su mente todos los días por medio de algún aparato instalado allí adentro. Podía ser solo paranoia pero cualquier cosa le parecía posible en esos momentos.

 Estaba claro que no era él quién había iniciado el caos. Él solo supo que el sistema eléctrico falló y las puertas de todo el lugar se abrieron para dejar paso libre a una evacuación completa. Cuando se atrevió a salir, vio acercarse a él llamas de un color naranja intenso. Corrió hacia el lado opuesto, eventualmente encontrando unas escaleras. Supo que subir era lo mejor que podía hacer. Estaba descalzo, vistiendo una de esas batas de tela que se usan en los hospitales.

 En el último piso vio, horrorizado, que no había acceso a la salida. Esas puertas, por alguna razón, permanecían cerradas. La gente que todavía estaba adentro gritaba y corría sin sentido, de un lado a otro. Él no sabía por donde era salida, por lo que se quedó quieto sin saber que debía de hacer. Se escuchaban explosiones lejos de él, en algún lugar muy por debajo. Salir de la celda parecía haber sido una buena idea, a pesar de que apenas se había abierto la puerta, el miedo lo había invadido.

 El exterior, el mundo que le esperaba le daba pánico. De hecho, ver a la gente correr de un lado a otro, lo había hecho quedarse quieto. Podía parecer una tontería, pero no quería llamar su atención, para bien o para mal. No quería que ninguna de esas personas lo ayudaran pero tampoco quería que lo vieran y aprovecharan para llevárselo con ellos, tal vez a otro siniestro lugar parecido al que estaba por terminarse. Esperó a que no hubiese nadie cerca y corrió por un corredor solitario.

 No tenía como saberlo pero su idea había sido la correcta. De lado opuesto de la edificación había unas largas escaleras que servían de ruta para el incendio, que ya consumía los cuerpos de varias personas, tanto trabajadores del lugar como prisioneros. Del otro lado no había nadie porque no había una escalera parecida. Lo que había allí era el sistema de ventilación que era estrecho y tenía un olor a gas bastante desagradable. Él descubrió un acceso en un armario de la limpieza.

 Tuvo que utilizar la poca fuerza que tenía para arrancar la rejilla. Cuando por fin pudo soltarla, cayó al piso con fuerza. Eso lo aturdió por un momento pero fue entonces cuando escuchó una voz. Era una voz clara y ensordecedora. Le hizo doler la cabeza la potencia que tenía. Lo extraño era que la puerta seguía abierta y no veía a la persona que gritaba. Solo sabía que sentía que la cabeza le iba a explotar. La voz decía que cosas horribles, alimentadas por rabia y dolor, sentimientos que Él pudo sentir por todo su cuerpo, erizando cada vello de su cuerpo.

 A pesar del dolor, el hombre se puso de pie y usó más de su supuesta escasa fuerza para treparse al acceso de la ventilación. La voz parecía alejarse de su cabeza, lo que hizo más fácil trepar por el frío metal del tubo. La bata médica se le rajó en varias partes. Para cuando llegó a la parte superior, estaba desnudo y sangraba de al menos dos dedos. Sin embargo, el sentir el aire puro y frío del exterior, le hizo sentirse aliviado por primera vez en mucho tiempo. Era como si en verdad fuese libre.

 Se dejó caer junto a la salida de la ventilación, disimulada debajo de un matorral enorme, rodeado de grandes árboles. Desde allí no se podía ver nada de lo que pasaba debajo de él. Para cualquier persona que pasara por ese lugar, sería otro día en el bosque helado. Como pudo, el hombre se puso de pie y se dio cuenta de que moriría del frío allí afuera. Por un momento, mientras daba tumbo entre los árboles, quiso volver a su celda que también era fría pero no así. El pensamiento se mantuvo con él, por largo tiempo.

 Fue entonces que vio la cabaña de zinc, sola y oscura y supo que debía ser la entrada al lugar donde había estado encerrado. Había algunos cuerpos tirados cerca de la puerta que parecía estar muy bien cerrada. Él se acercó corriendo a uno de ellos y lo despojó del abrigo y las botas. Seguramente le servirían mucho más a él, era otro problema solucionado sin intención alguna de encontrar una solución. Se vistió como pudo y empezó a caminar colina arriba, alejándose de la casa.

 Luego de ver el hongo de fuego elevarse por los aires, dio la espalda al lugar y empezó a caminar lentamente, sobre el lomo de una cordillera baja que parecía extenderse por varios kilómetros. Fue un buen rato después que escuchó de nuevo la misma voz que había hecho que le doliera la cabeza. Pero esta vez no estaba cargada de rabia o de dolor sino de miedo, de un tristeza profunda que pedía ayuda. Era raro decirlo pero la voz parecía llorar suavemente hasta que se apagó.

 Él se quedó allí, esperando a volver a escuchar la voz. Pero no pasó nada. Solo podía escuchar el viento y en su cabeza no sentía nada más que una ligera migraña por haber vivido tantas cosas en un lapso de tiempo de comprimido. Era lo normal.


 Comenzó a caminar al sentir que el frío se hacía más intenso. Cerró el abrigo lo mejor que pudo y comenzó a caminar a buen ritmo, trazando una senda entre la blancura eterna del bosque. Pronto el viento barrería sus rastros y los de su prisión.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Un último día

   Varias luces se fueron encendiendo, poco a poco. La habitación de tamaño medio se vio completamente iluminada, así como cada uno de los objetos que había a los costados, emplazados con cuidado en cajones forrados con terciopelo y telas suaves en las que pudieran descansar por siempre, de ser necesario. El hombre joven dio unos pasos al frente y su cara se iluminó de repente. En el umbral de la puerta estaba todo oscuro, pero adentro era un mundo completo de luz y color.

 Estaba bien vestido, con una corbatín negro que combinaba con su traje de alta costura. Su cara estaba inusualmente bien cuidada, el vello facial bien afeitado y delineado y todo lo demás en orden, como si se hubiese preparado para semejante lugar por mucho tiempo. Caminó lentamente, calculando su respiración, mirando a un lado y otros los objetos que resaltaban por todas partes, como pequeños tesoros. Él sabía que eso eran, al menos para su dueño, quién estaba en el salón principal de la casa, varios metros por debajo.

 Llegó al final de la habitación y allí se quedó mirando una pequeña caja con fondo rojo. Era la única adornada así. Adentro había un reloj de oro, con un pulso trabajado con esmero. Alrededor del cuerpo del reloj había pequeñas piedras preciosas y las manecillas brillaban intensamente, pues no estaban hechas de otra cosa sino de platino. Era un objeto completamente hermoso. Era difícil de creer que algo así estuviese escondido en un cuarto, en una casa casi abandonada.

 Sabía que su anfitrión no la usaba como casa principal sino como su casa de verano, a la que venía unas semanas cada año y a veces ni eso. Era un hombre tan rico que tenía posesiones y propiedades por todo el mundo y esa gran casa era solo una de varias. Sin embargo, había sido elegida esa vez por el lugar donde se encontraba, muy cerca a la desembocadura de un gran río que serviría en el futuro como troncal de transportes para hidrocarburos y otros productos de muy buena venta en el comercio mundial.

 Hoy en día el río era más bien estrecho y poco profundo, al menos para la visión que tenían los empresarios. Sería completamente convertido al excavar su cauce, haciéndolo más ancho y más profundo. La casa desaparecería pues estaba demasiado cerca del agua para sobrevivir. La fiesta era para celebrar la firma del contrato de obras y también una despedida merecida para una casa en la que habían pasado pocas cosas, ninguna de mucha importancia. Había sido una mansión señorial alguna vez pero de eso ya no quedaba nada, ni siquiera con los arreglos para la fiesta.

 El joven de traje negro y corbatín tomó el reloj y se lo metió en un bolsillo. Sabía que adentro de la habitación no había alarmas ni cámaras, eso solo estaba afuera. El dueño pensaba que nadie sabía de esa bóveda y ese error había sido aprovechado por el hombre que ahora salía con paso firme y cerraba la puerta de seguridad detrás de sí. Sacó su celular de otro bolsillo y lo golpeó algunas veces. La puerta detrás de él hizo un sonido seco, como de barrotes moviéndose de golpe.

 Al bajar, vio que todos estaban bebiendo y hablando de tonterías, seguramente de negocios. Nadie se había dado cuenta de su desaparición. Se mezcló entre las mujeres bien vestidas y los hombres algo tomados. Llamó la atención de un mesero y le pidió una copa de vino. Fue luego a una gran mesa donde habían canapés y pequeños frutos de la región. Mientras comía y bebía observaba a los demás. Le producía rabia estar allí pero también algo de felicidad por haber robado el reloj.

 El anfitrión de la fiesta salió de la nada. Se subió a una pequeña tarima y desde allí agradeció a los constructores de la obra su colaboración y amistad. Mientras había estado arriba, se había firmado el contrato. Seguramente había habido chistes tontos y demás gestos que se hacen siempre en esas ceremonias carentes de sentido para muchas de las personas que lo único que hacer es vivir su día a día, sin pensar en los millones de dólares que circulan a su alrededor y nunca ven.

 Brindaron todos por el anfitrión. Él sonrió, se bajó de la tarima y empezó a saludar a uno y otro, a cuchichear y a pretender que estaba encantado con la compañía de cada una de esas personas. Su lenguaje corporal era claro como el agua pero también era obvio que ninguno de los invitados se daban cuenta de ello o tal vez no querían darse cuenta. Ninguno de ellos pensaba nada bueno del otro, pues todos eran rivales en los negocios y solo estaban allí para obtener información. Cualquier cosa era buena.

 El anfitrión miró hacia el hombre de corbatín. La sonrisa que esbozó entonces era completamente autentica, no había nada de falsedad en ella. Sí hubo en cambio mentira en la del hombre joven, que sonrió y saludó al anfitrión. Este le pidió que se acerca y él lo hizo, a pesar de tener planeada con anterioridad una salida rápida después del pequeño discurso que había acabado de tener lugar. Los invitados le abrieron paso hasta que estuvo cerca de la tarima, desde donde lo miraban varios ojos llenos de envidia, sorpresa y duda. No entendían que hacía allí el hijo de aquel magnate.

 El hombre se los presentó a todos como su hijo mayor, el que heredaría todo lo que ellos sabían que él tenía. Les dijo, a modo de broma, que los negocios futuros tendrían que ser hechos con él y con nadie más. Lo apretó por los hombros con sus grandes y arrugadas manos. El hijo se sintió pequeño, como si de repente se hubiese convertido en un niño pequeño, incapaz de tomar sus propias decisiones en la vida. Y eso era lo que lo había llevado a aceptar hacer parte de esa patética ceremonia.

 Cuando su padre lo soltó, el hombre de corbatín saludó a algunas otras personas, al mismo tiempo que apretaba en su bolsillo el reloj de oro y demás piezas valiosas. Trató de esbozar su mejor sonrisa, de dar la mano como le había enseñado varias veces su padre. Los miró a los ojos, en parte para intimidarlos pero también para tratar de ver sus intenciones. Para él todos eran ratas que querían meterse al barco más lleno de dinero y de objetos preciosos. Estaban en el lugar correcto.

 Cuando por fin se liberó de las aves rapaces, desapareció entre los meseros. Se metió a la cocina y por ese lado se escabulló al garaje. Había choferes fumando y contándose historias eróticas los unos a los otros. No se dieron cuenta cuando él se subió a uno del os vehículos, el que le había regalado su padre para su cumpleaños más reciente, y pasó casi volando por al lado de todos ellos, levantando una nube de tierra que se les metió por entre la nariz y los ojos, dejándolos casi ciegos.

 Aceleró aún más al llegar a la autopista que lo llevaría al aeropuerto, donde el avión privado de su padre lo llevaría a una gran ciudad no muy lejana. Allí lo esperaría la persona que más quería, la única en la que confiaba. Lo esperaría con una maleta con ropa y algunas otras cosas, de esas que todo el mundo necesita cuando viaja. Y en esa misma maleta iría el reloj de oro que estaba en su bolsillo, que sería la piedra angular en su próxima vida, ojalá diferente a la que llevaba viviendo por más de treinta años.

 Su padre se daría cuenta mucho tiempo después que el reloj no estaba. Se daría cuenta tarde del verdadero potencial de su hijo, completamente desperdiciado en un mundo decadente, tan lleno de trampas y mentiras que ya era casi imposible saliendo a flote.


 El coche se detuvo frente a la terminal. Lo dejó allí, sin vigilancia. Dejó las llaves en el aparato y tan solo caminó adonde lo esperaba su próximo transporte. No podía esperar al día siguiente. Mientras despegaba, sentía que una parte de su vida quedaba atrás, tal como lo había querido por tanto tiempo.