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lunes, 11 de septiembre de 2017

El engranaje del gran reloj

   Cuando tenía apenas diez años, Carlos tuvo que ir a una cita médica de urgencia por una hemorragia severa. Sin querer, su hermana menor le había dado un golpe con el codo directo a la nariz con una gran fuerza. La nariz estaba rota y la sangre había manchado ya varios cuartos de la casa antes de que los padres se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. Para cuando llegó al hospital, el pobre niño estaba algo mareado y no sabía muy bien lo que pasaba a su alrededor.

Despertó muchas horas después y, por fortuna, no tuvo que quedarse mucho tiempo allí. Solo los días suficientes para que los vasos sanguíneos se sanarán y los médicos hicieran una simple cirugía para arreglar el daño causado. De ese acontecimiento de la niñez surgieron dos cosas. La primera fue un lazo de amistad muy cercano con su hermana Lucía. Carlos jamás la dejó atrás de ahí en adelante, metiéndola a todos los juegos e incluyéndola en conversaciones a las que normalmente no estaba invitada.

 Esto creó en ella una confianza sin par, que se vio relucir en sus años de adolescencia y más allá. La joven agradecía siempre a su hermano por todos sus éxitos y le dedicaba siempre algún tiempo para que compartieran confidencias. Más que hermanos, eran amigos muy cercanos que sabían todo del otro. Fue así como ella fue la primera en saber que a Carlos le gustaban los chicos, muchos después de que él mismo empezara a experimentar por su cuenta.

 La razón para una experimentación tan temprana eran fruto de la segunda consecuencia que había tenido el accidente de la nariz: los médicos habían hecho análisis de sangre exhaustivos para verificar que el niño no sufriera de algo grave, como hemofilia. De esos exámenes salió un resultado inesperado: el niño tenía un gen bastante raro que se había probado era inmune a una gran variedad de virus que afectaban al ser humano. Entre esos estaba el virus del VIH/Sida.

 No era común que a un niño le hicieran ese tipo de examen y los padres reclamaron al escuchar los resultados de los exámenes. Les ofendía que su hijo se convirtiera en un conejillo de indias o algo parecido, y mucho menos para investigar enfermedades que solo tenían los “enfermos sexuales”. Esas fueron las palabras exactas que escuchó Carlos a esa joven edad. Eso selló, de cierta manera, su manera de ser frente a sus padres. Ello nunca sabrían de su verdadera vida sino hasta muy tarde, cuando ya no tenía sentido acercarse pues la distancia había crecido demasiado.

 El tema de su sangre e inmunidad, intrigaron mucho al niño. Los médicos insistieron una y otra vez en hacerle más exámenes pero los padres se negaron. Como era menor de edad, los doctores se rindieron pues sin el consentimiento de los padres nada sería posible. Sin embargo, todo el asunto hizo que Carlos se interesara por su especial característica y empezó a averiguar todo lo que podía en la biblioteca más cercana y en el portátil que pedía prestado a su padre, alegando querer jugar cosas de niños.

 La única que sabía de sus investigaciones era su hermana, que parecía interesada a veces y otras de verdad que no entendía que era lo que buscaba su hermano con todo ese asunto. Pasados dos años, con mucho conocimiento encima y las hormonas a flor de piel, Carlos experimento su primer encuentro sexual con un chico algo mayor que él. Se habían conocido en el equipo de futbol del que él era parte y habían terminado en sexo sin protección en la casa de su compañero.

 Tras el suceso, supo que era homosexual y que le gustaba el sexo. Entendió que su inmunidad lo hacía especial de cierta manera, pues así había convencido a su amigo de no usar un preservativo, que él aseguraba poder robar de un cajón en la habitación de sus padres. Ese fue el inicio de la vida sexual de Carlos, que tuvo muchos personajes y varios momentos en los que el joven se dedicó a explorarse a si mismo, no solo de manera física sino en otros niveles igual de importantes.

 Apenas cumplió los dieciocho, aplicó a una beca para irse a estudiar a Europa. La verdad era que no resistía más vivir en casa, con la tensión clara con sus padres y una hermana que ahora tenía su propia adolescencia para vivir. Tan pronto le anunciaron que había ganado la beca por sus buenas notas y dedicación al estudio, Carlos lo anunció a sus padres que estuvieron muy orgullosos y lo apoyaron sin condiciones. Fue la vez que se sintió más cerca de ellos, en la vida.

 Los abrazó en el aeropuerto y le dio besos en las mejillas a su hermana. Sin duda la iba a extrañar pero le prometió escribirle un correo electrónico al menos una vez por semana con lujo de detalles sobre su vida en un país nuevo. Y así lo hizo. En los estudios le fue excelente, siendo siempre dedicado y cuidados con sus estudios. Pero en Europa descubrió con rapidez que podía ser un joven homosexual abierto, que podía dejar de esconderse de todo y podía vivir de manera libre, haciendo lo que quisiera sin los límites de su vida anterior.

 Usaba la historia del codazo siempre que quería ligar con alguien. Con el tiempo, se dio cuenta que ha muchos no les interesaba escuchar historias de infancia. Su vida universitaria la vivió entre el estudio entre semana y las sesiones de sexo los fines de semana. Era casi una rutina que había adquirido con los días y que solo se detuvo con el tiempo, unos años después de terminar la carrera y empezar a trabajar. Como en muchas cosas, la razón para este nuevo cambio fue el amor.

 Cuando vio a Juan por primera vez, no supo que hacer. Eso era bastante extraño pues siempre había sabido qué decir y como comportarse frente a otros hombres, en especial si buscaba tener algo con ellos. Pero entonces entendió que no quería tener sexo con Juan sino algo más. Tal vez era por haberlo conocido en un lugar diferente a un bar o a un club de caballeros, pero el punto era que por muchos días no pudo quitárselo de la cabeza hasta que lo volvió a ver, por pura casualidad.

 Fue en una farmacia. Carlos estaba detrás de Juan en la fila para preguntar por medicamentos. Solo se dio cuenta que era él cuando lo tuvo de frente y a la bolsita que tenía en la mano. Juan se veía nervioso y Carlos se puso igual. Los dos estaban así por razones diferentes pero sonrieron al darse cuenta que causaban un pequeño embotellamiento en la farmacia. Carlos, de la nada, le pidió a Juan que los esperara. Pidió su crema especial para el dolor de músculos y se apresuró a hablar con Juan frente a la farmacia. Lucía supo todo a las pocas horas.

 Fue así como empezaron hablar. Pocos días después tuvieron una primera cita. Luego otra y otra y así pasaron varios meses, escribiéndose mensajes tontos por el celular y yendo a ver películas para luego criticarlas comiendo comida chatarra. Las noches de películas se trasladaron a sus apartamentos y fue en una de esas noches, meses después de conocerse, en la que Carlos quiso tener su primer encuentro sexual con alguien que amaba de verdad. Pero Juan lo detuvo, con una mirada seria.

 Juan tenía VIH. Lo confesó con lágrimas en la cara. Era algo con lo que vivía hace mucho pero era la primera vez que se enamoraba de alguien y creía que las cosas no podrían seguir pues era algo demasiado serio, en especial en una pareja del mismo sexo.


 Sin embargo, Carlos lo besó y le contó su historia. Más o menos un año después, la pareja se casó en un pequeño balneario junto al mar. Se quedaron allí varios días, felices de haberse encontrado en la vida. Parecía algo imposible pero nadie podía estar más sorprendidos que ellos mismos.

lunes, 17 de julio de 2017

Tan cerca, tan lejos

  La herida estaba abierta, casi escupía sangre. Era un corte profundo pero había sido ejecutado con tal agilidad que al comienzo no se había dado cuenta de que lo habían atacado de esa manera. Corriendo, solo se había sostenido el costado y había notado como se le humedecía la mano a medida que corría y como se cansaba más rápido. Su respiración era pausada y las piernas dejaron de funcionar al cabo de unos veinte minutos. Su compañero llamado B, lo ayudó a seguir adelante.

 El bosque en el que habían estado durante meses parecía haber adquirido alguna extraña enfermedad. Los árboles habían languidecido en tan solo unos días De ser unos gigantes verdes, pasaron a ser unas ramas marrones casi negras que se sostenían en pie porque el viento ya no soplaba con tanta furia como antes. Notaron que, lo que sea que estaba acabando con la vegetación avanzaba poco a poco. Tras una colina, encontraron un pedazo de bosque que apenas comenzaba a podrirse.

 Cuando se detuvieron, lo hicieron en la zona más espesa para evitar ser atacados. Pero si ya no los seguían quería decir que su enemigo se había cansado y había decidido dejar sus muertes para más tarde. Estaba más que claro que eran ellos los que llevaban las de perder. Estaban heridos y no habían comido como se debía en varios días. Se había alimentado de los pocos animales que quedaban y de plantas y frutas pero todo se moría. Pronto sería la falta de agua lo que los llevaría a la tumba.

 Al dejarse caer en el suelo, la sangre empezó a salir de A a borbotones.  Era demasiada sangre de un cuerpo que no era alto y ya había adelgazado demasiado por la falta de comida. Cuando se dieron cuenta de la extensión del daño, supieron de inmediato que su enemigo los había dejado ir para que murieran por su cuenta. Podía esperar a encontrar los cadáveres. No era un planeta grande, no podían correr para siempre. Ellos sabían que estaban perdidos.

 B trató de limpiar la herida lo mejor que pudo. Luego, rompió la camiseta sucia que llevaba puesta y, con la cara limpia, cubrió toda la cintura de su compañero. Tuvo que romper la tela en varios sitios, morder y gemir porque no habían descansado aún. A no paraba de llorar pero no emitía sonido mientras lo hacía. Era el dolor el que lo obliga a derramar lágrimas pero no quería dejarse terminar por algo que venía de sus adentros. Quería seguir corriendo, seguir luchando, pero al mismo tiempo sabía que no había más oportunidades en el horizonte.

 Había llegado la hora de darse cuenta, de abrir los ojos y ver la muerte a la cara. Por un lado, estaban tristes, devastados. Habían venido de muy lejos y todo había sido un paraíso terrenal. Pero las cosas habían empeorado de una manera vertiginosa y ahora estaban a solo pasos de su muerte. El tiempo podría ser corto o largo, si es que la vida quería torturarlos un poco más. Pero al fin de todo, sabían que muertos serían más felices. Era la única manera de estar juntos para siempre.

Ya no era un secreto a voces. Nunca se lo dijeron en palabras pero sabían bien lo que sentían y simplemente lo habían expresado y desde ese momento su tenacidad como compañeros había sido imparable. De cierta manera, el hecho de solo tener una herida de muerte entre los dos, era un hecho de admirar. Solo ellos habían enfrentado una legión de criaturas sedientas de sangre, locas por la carne humana y obsesionadas con la muerte. Se podía decir que habían salido bien librados.

 Comieron lo último que tenían en su pequeña y desgarrada mochila. Decidieron caminar más, en silencio y fue ese el momento para pensar en todo. A pensó que jamás volvería a respirar más y eso lo hizo sentir bien. Porque ahora su garganta le dolía y su cuerpo le pesaba. Ya no quería seguir así y sabía muy bien que no habría ninguna salvación milagrosa en el último minuto. Esas criaturas lo habían condenado y él no podía pelear contra la fuerza de la muerte.

 B, sin embargo, se había cuenta de un pequeño detalle: el seguiría vivo después de la muerte de A. Era estúpido pensar algo tan obvio pero cuando había visto la herida no la había sentido como exclusiva de su compañero. Para él, era un peso que cargaban en pareja y no en solitario. El solo hecho de no haber pensado en su supervivencia le había hecho pensar que de verdad era amor lo que sentía pero también le había hecho caer en cuenta que estaría solo, al menos por un tiempo.

 Al fin y al cabo, las criaturas y su maestro los seguirían cazando, con herida y sin ella. Eso quería decir para B, que vería al amor de su vida morir pero lo seguiría muy de cerca. Eso a menos que la tortura de parte del enemigo fuese dejarlo vivir y ahora que lo pensaba, sería algo muy horrible de vivir. Sin consultarlo con su pareja, recordó el cuchillo que habían robado y como colgaba de su cinto. Cuando A muriera, lo usaría en sí mismo para acabar con todo. No viviría un segundo más que la persona con la que había sobrevivido a tanto.

 La noche llegó y parecía apresurada. El cielo no se tiñó de colores al atardecer. Solo hubo un cambio repentino de luz a oscuridad. Era muy extraño pero el lugar en el que se encontraban era tan raro, que preferían no dudar de nada y no pensarlo todo demasiado. Se recostaron entre algunos árboles pequeños y se quedaron dormido uno contra la espalda del otro. Así podían sentirse cerca el uno del otro, sin descuidar el lugar donde estaban y sus provisiones, por pocas que fueran.

 Sin embargo, no durmieron todo lo que hubiese querido. En la mitad de la noche los despertó un gran estruendo. Se pusieron de pie de un salto, pensando que venían por ellos los asesinos. Por un segundo, pensaron en su muerte. Se tomaron de la mano y esperaron el ataque. Pero otro sonido les hizo caer en cuenta que lo que los había despertado venía de arriba, del cielo. Era como una mancha y luego se transformó en luces. Cuando estuvo cerca, pudieron ver que era un vehículo.

Aterrizó cerca de ellos pero los dos hombres no se movieron. No podían confiar en nada de lo que vieran. Así que B hizo que A se recostará en un tronco aún fuerte y esperaron juntos, en la sombra. El vehículo se quedó en silencio y, de repente del costado, apareció una puerta. A través de ella salió una criatura hermosa. Era similar a una mujer humana pero algo más alta, con piel rosada y escamas iridiscentes en sus piernas. Era lo más hermoso que hubiesen visto nunca.

El ser caminó de manera estilizada hasta ellos. No dudó por un segundo. Apartó ramas y los miró a los ojos. Ellos no sabían que hacer. La miraron y ella hizo lo mismo, sin emitir un solo sonido. El momento parecía durar una eternidad porque la mujer parecía analizarlos y algo por el estilo. Había una sensación de urgencia en el aire pero, al mismo tiempo, de una extraña paz que les impedía salir corriendo hacia el costado opuesto. Era todo demasiado raro, loco incluso.

 A finalmente cedió al dolor. Sus rodillas se doblaron y cayó de golpe al suelo. Sangre salía de su boca. B saltó hacia él y entonces la mujer, o lo que fuera, abrió la boca, como si fuera a gritar. Pero ellos no oyeron nada. Cuando cerró la boca, ayudó a B a cargar a su compañero a la nave.


 En la puerta, B miró hacia atrás cuando la nave se elevó. Lo último que vio fue los cadáveres de sus enemigos, destrozados. La mujer había hecho algo allí, algo que ellos no entendían. Y ahora ella y su piloto trataban de tomar a A de los brazos de la muerte.

miércoles, 14 de junio de 2017

El castillo en la colina

   El camino hacia el castillo había sido despejado hacía varias horas por cuerpos móviles de la armada, que habían continuado marchando hacia la batalla. A lo lejos, se oían los atronadores sonidos de las baterías antiaéreas móviles y de los tanques que, hacía solo unas horas, habían destruido la poca resistencia del enemigo en la base de la colina. El pequeño grupo de científicos y expertos de varias disciplinas que venían detrás de los equipos armados, tomaron la ruta que se encaminaba al castillo.

 En el camino no vieron más que los restos de algunos puestos que debían haber estados ocupados por soldados del bando opuesto. En cambio, las ametralladoras y demás implementos bélicos habían sido dejados a su suerte. Era una buena cosa que decidieran entrar al castillo junto a algunos de los hombres armados que los habían acompañado hasta allí. Parecía que el enemigo se estaba ocultando dentro del castillo y no en el camino que conducía hacia él.

 Los historiadores, expertos en arte y demás estuvieron de acuerdo en que no se podía bombardear el castillo. No se le podía atacar de ninguna manera, pues se corría el riesgo de que al hacerlo se destruyera mucho más que solo algunos muros de piedra que habían resistido ochocientos años antes de que ellos llegaran. No se podía destruir para retomar, eso era barbárico. Así que lo mejor que podían hacer era despejar el camino y ahí mirar si el enemigo seguía guardando el lugar o no.

 El camino que subía la montaña tendría un kilometro de extensión, tal vez un poco más. La enorme estructura estaba situada en la parte más alta de la colina, que a su vez tenía una vista envidiable hacia los campos de batalla más allá, hacia el río. Era allí donde la verdadera guerra se haría, pues el enemigo sabía bien que no podía resistir en las montañas o en terrenos difíciles de manejar. El sonido de las explosiones era ya un telón de fondo para los hombres que se acercaban a la entrada principal de la estructura.

 El castillo, según los registros históricos, había sido construido a partir del año mil doscientos para defender la pequeña cordillera formada por una hilera de colina de elevaciones variables, de la invasión de los pueblos que vivían, precisamente, más allá del río. Era extraño, pero los enemigos en ese entonces eran básicamente los mismos, aunque con ciertas diferencias que hacían que se les llamara de otra manera. Cuando llegaron a la puerta, vieron que el puente levadizo estaba cerrado, lo que quería decir que era casi seguro que había personas esperándolos adentro.

 Dos de los soldados que venían con ellos decidieron usar unas cuerdas con sendos ganchos en la punta. Los lanzaron con precisión hacia la parte más alta del muro y allí se quedaron enganchados y seguros. Con una habilidad sorprendente, los dos soldados se columpiaron sobre el foso (de algunos metros de ancho) y al tocar sus pies el grueso muro empezaron a subir por el muro como si fueran hormigas. Verlos fue increíble pero duró poco pues llegaron a la cima en poco tiempo.

 Adentro, los hombres desenfundaron sus armas y empezaron a caminar despacio hacia el nivel inferior. Lo primero que tenían que hacer era abrir el paso para que los demás pudiesen entrar y así tener la superioridad numérica necesaria para vencer a un eventual enemigo, eso sí de verdad había gente en el castillo. El problema fue que ninguno de los soldados conocía el castillo ni había visto plano alguno de la estructura. Así que cuando vieron una bifurcación en el camino, prefirieron separarse.

 Uno de los dos llegó a la parte del puente en algunos minutos y fue capaz de accionar la vieja palanca para que el puente bajara. Despacio, los expertos, sus equipos y los demás soldados pudieron pasar lentamente sobre el grueso pontón de madera que había bajado para salvar el paso sobre el foso. Sin embargo, el otro soldado todavía no aparecía. El que había bajado el puente explicó que se habían separado y que no debía demorar en aparecer puesto que él había llegado a la entrada tan deprisa.

 Sin embargo, algo les heló la sangre y los hizo quedarse en el lugar donde estaban. Un grito ensordecedor, potenciado por los muros y pasillos del castillo, se escuchó con fuerza en el patio central, donde todos acababan de entrar. El grito no podía ser de nadie más sino del soldado que había tomado un camino diferente. Pero fue la manera de gritar lo preocupante pues el aire mismo parecía haber sido cortado en dos por la potencia del sonido. Incluso cuando terminó, pareció seguir en sus cuerpos.

 Los soldados se armaron de valor. Sacaron armas y prosiguieron por la escalera que había utilizado el que les había abierto. Los llevó hacia la bifurcación y tomaron el camino que debía haber seguido el soldado perdido. Caminaron por un pasillo interminable y muy húmedo hasta que por fin dio un giro y entonces vieron una habitación enorme pero mal iluminada. Esto era muy extraño puesto que a un costado había una hilera de hermosas ventanas que daban una increíble vista hacia los campos y, más allá, el río de donde venían atronadores sonidos.

 De repente, se escuchó el ruido de algo que arrastran. Mientras la mayoría de los soldados, que eran unos quince, miraban el ventanal opaco, ocurrió que el que les había bajado el puente ya no estaba. Había guardado la retaguardia pero ahora ya no estaba con ellos sino que simplemente se había desvanecido. El lugar era un poco oscuro así que uno de los hombres sacó una linterna de baterías y la apunto al lugar de donde venían. El pobre soldado soltó un grito que casi le hace soltar la linterna.

 En el suelo, había un rastro de sangre espesa y oscura. Pero eso no era lo peor: en el muro, más precisamente donde había un giro que daba a la bifurcación, había manchas con formas de manos, hechas con la misma sangre que había en el suelo. Lo más seguro, como pensaron todos casi al mismo tiempo, era que el soldado que los había encaminado a ese lugar ahora estaba muerto. El enemigo sin duda estaba en el lugar, de eso ya no había duda. Lo raro era que no los hubiesen escuchado.

 Uno de los soldados revisaba la sangre en el suelo, tomando prestada la linterna de su compañero. Con algo de miedo, dirigió el haz de luz sobre su cabeza y luego al techo del pasillo que había recorrido. No había nada pero algo que le había hecho sentir que, lo que sea que estaban buscando ahora, estaba en el techo. Una sensación muy rara le recorrió el cuerpo, haciéndolo sentir con nauseas. Su malestar fue interrumpido por algunos gritos. Pero no como él de antes.

 Tuvieron que volver casi corriendo al patio inferior, pues los gritos eran de alerta, de parte de los científicos y demás hombres que se habían quedado abajo. El líder de los soldados bajó como un relámpago, algo enfurecido por lo que estaba pasando, al fin y al cabo tenía dos hombres menos en su equipo y no tenía muchas ganas de ponerse a jugar al arqueólogo ni nada por el estilo. Cuando llegó al patio estaba listo para reprenderlos a todos pero las caras que vio le dijeron que algo estaba mal.


 Uno de los hombres mayores, un historiador, le indicó el camino a un gran salón que tenía puerta sobre el patio central. Los hombres habían logrado abrir el gran portón pero lo habían cerrado casi al instante. El líder de los soldados preguntó la razón. La respuesta fue que el hombre mayor ordenó abrir de nuevo. Del salón, salió un hedor de los mil demonios, que hizo que todos se taparan la cara. La luz de la tarde los ayudó entonces a apreciar la cruda escena que tenían delante: unos treinta cuerpos estaban un poco por todas partes, mutilados y en las posiciones más horribles. Sus uniformes eran los que usaba el enemigo. De repente estuvo claro, que algo más vivía en el castillo.

viernes, 2 de junio de 2017

Exilio

   El sonido del metal de las cucharas contra la pared de las latas era lo único que se podía oír en ese paraje alejado del mundo. Los dos hombres, jóvenes, comían en silencio pero con muchas ganas. Parecía que no habían probado bocado en un buen tiempo, aunque saberlo a ciencia cierta era bastante difícil. Lo que comían era frijoles dulces. Los habían calentado en las mismas latas sobre una pequeña hoguera que humeaba detrás de ellos. No muy lejos tenían armada una tienda de campaña.

 Apenas terminaron la comida, se quedaron mirando el mar. El sonido de las olas estrellándose contra las rocas negras y afiladas era simplemente hermoso. Los dos hombres se quedaron mirando la inmensidad del océano por un buen rato. Sus ropas, todas y sin excepción, estaban manchadas de sangre. En algunas partes eran partículas oscuras, en otras manchones oscuros que parecían querer tragarse el color original de la ropa. Pero ellos seguían mirando el mar, sin importar la sangre ya seca.

 Uno de ellos tomó la lata del otro y caminó cuesta arriba hasta el pequeño sector plano donde estaba la tienda. Allí adentro echó las latas en una bolsa que tirarían luego, quien sabe donde. La tienda era e color verde militar y no muy gruesa que digamos. Adentro debían dormir los dos juntos pero apenas habían espacio para dos personas y solo un saco de dormir. Tenían que vérselas como pudieran pues dos fugitivos no podían exigir nada y mucho menos darse lujos en el exilio.

 El que dejó la bolsa de la basura en la tienda se devolvió, quedando sentado al lado de su compañero. Tenía el pelo medio oscuro pero, cuando pasaba por el sol, parecía que se le incendiaba la cabeza porque los cabellos se tornaban de un color rojizo, muy extraño. Su nombre no lo sabía, lo había perdido en el lugar de donde habían escapado y no había manera de devolverse para preguntar. En lo poco que habían estado juntos, no había habido tiempo para darse a conocer mejor.

 El otro prefería que le hablaron por su apellido. Orson así lo demandaba de todos los que conocía puesto que su nombre de pila era demasiado ordinario y agradecía a su madre tener un apellido medio interesante para que él pudiese usarlo. El de su padre, jamás lo había sabido. Esa era la vida de él y jamás se quejaba porque sabía que no tenía caso. Tal vez por eso no le exigía a su compañero que le dijera su nombre, apodo o apellido. Cada persona tiene derecho a vivir como mejor le parezca, o al menos eso era lo que él pensaba desde hacía tiempo.

 En algunas horas iba a caer la noche pero el sol flotando a lo lejos sobre el mar era un visión magnifica. Era como ver algo que solo estaba reservado para unas pocas personas. Tener el privilegio de estar ahí, en esa ladera que bajaba abruptamente a una playa llena de roca y al mar salado, era algo que ninguno de los dos había pensado tener. Mucho menos el chico sin nombre que no había estado a la luz del sol en muchos meses. Por eso su piel era tan blanca, sus ojos tan limpios.

 Orson lo miró de reojo y se dio cuenta de que el chico estaba fascinado con el atardecer. La luz naranja los bañaba a los dos y era hermoso. Orson se dio cuenta, por primera vez, que el otro era un poco más joven que él, pero no demasiado. Lo exploró con la mirada, fijándose sobre todo en sus brazos. Eran largos y delgados pero tenían una particularidad: estaban marcados por varios rastros de inyecciones, quien sabe si para sacar sangre o para meter algo dentro de él.

 El chico se movió, diciendo que tenía frío. Era natural. Orson tenía la chaqueta puesta hacía rato pero el desconocido no, parecía que en verdad no se había fijado en la temperatura desde hacía tres días, cuando sus vidas se habían encontrado y los eventos que habían culminado con sus escape habían empezado. Desde entonces no se había fijado si hacía frío o calor. Se devolvió de nuevo a la tienda de campaña y sacó de ella una chaqueta idéntica a la de Orson.

 Casi todo lo que tenían era nuevo. Con dinero sacado de su cuenta personal en un cajero seguro, Orson había decidido comprar todo lo que iban a necesitar. La tienda de campaña era la mejor que había podido conseguir y el dinero era la razón por la que solo tenían una sola bolsa de dormir. Las chaquetas eran una promoción y dentro de una maleta en la tienda tenían varias latas más de comida fácil de preparar. Habían tenido que hacer esas compras deprisa y sin atraer la atención.

 Hasta ese lugar habían llegado caminando, después de varias horas. Era un sitio alejando del mundo de los seres humanos que iban y venían con sus rutinas incansables. Allí nadie iría a buscarlos y, si lo hacían, tendrían que enfrentarse a dos personas que habían masacrado a por lo menos diez hombres adultos, entrenados y armados. No cualquier querría enfrentárseles y eso era una clara ventaja para su seguridad. El chico regresó con la chaqueta puesta y se sentó al lado de Orson, poniendo la mano muy cerca de la suya. Se miraron a los ojos un instante y luego al mar.

 Cada vez era más tarde pero algo hacía que no se quisieran meter en la tienda de campaña. En parte era todavía muy temprano pero también estaba la particular situación para dormir. Solo habían dormido una noche allí y Orson había decidido quedarse sin bolsa de dormir. Pero ya sabía lo frías que podían ser las noches en ese rincón del mundo y la verdad era que no quería pasar otra vez de la misma manera. Si lo hacía, seguro amanecería congelado o algo así, por lo menos.

 La hoguera no la podían prender. Lo habían pensado, para calentarse los cuerpos durante la noche. Además, proporcionaría una excelente oportunidad para hablar y conocerse mejor. Si iban a huir de las autoridades juntos, lo mejor era saber un poco más del otro, conocerse a un nivel aceptable al menos. Pero la hoguera era solo para cocinar en el día, cuando nadie notaría la luz. De noche, sería un faro para quienes quisieran hacerles daño o para curiosos no deseados.

 Cuando ya estuvo completamente oscuro, Orson se resignó: debía dormir fuera de la bolsa de dormir de nuevo. Al fin y al cabo, el joven había vivido mucho tiempo en un estado traumático y habría sido injusto hacerlo pasar por más situaciones de ese estilo. Así que se encaminaron a la tienda de campaña y Orson le dijo al chico que se metiera en la bolsa de nuevo. Este lo miró y se negó con la cabeza. Le dijo que hoy le tocaba a él. Era raro oír su voz, algo suave pero severa al mismo tiempo.

 Se quedaron mirándose, como dos tontos, hasta que Orson le dijo a su compañero que podrían intentar meterse los dos a la bolsa de dormir. No estaba hecha para dos pero era mucho más grande que una sola persona. Así que podrían intentarlo. Orson era alto pero no muy grande de cuerpo y el otro estaba muy delgado y parecía haber sido más alto antes. Intentar no le hacía daño a nadie y les arreglaba un problema que iban a seguir teniendo durante un buen tiempo.

 No sabían cuando podrían dejar de correr o si cambiarían de ambiente al menos. Así que arreglárselas con lo que tenían no era una mala idea. Se metieron en la tienda de campaña y, después de varios forcejeos, entraron los dos en la bolsa de dormir.


 No era cómodo pero tampoco había sido tan difícil. Podían al menos girar y dormir espalda con espalda. Pero eso no pasó. Nunca supieron si dormidos o no, pero se abrazaron fuerte y así amanecieron al otro día, con el cantar de las gaviotas.