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domingo, 20 de septiembre de 2015

Correo misterioso

   Teresa ya estaba acostumbrada al trabajo y hacía todo de forma automática. Estando encargada de reabastecer los estantes de un pequeño supermercado, sabía cuando tiempo debía tomarse en cada estante para demorarse el tiempo justo hasta la hora de almorzar. Si hacía todo antes de esa hora y si los dueños decidían que estaba siendo muy lenta, la ponían a limpiar los pisos y eso era lo peor que podía ocurrirle. Los brazos terminaban doliéndole mucho y cuando llegaba a casa en la noche tenía espasmos al acostarse. Pero hacía lo que le pidieran pues necesitaba el trabajo y el dueño del lugar pagaba muy bien, pues solo tenía tres empleados: su hijo que ayudaba a veces con los mismo que Teresa y su esposa que atendía la caja.

 A la vez que trabajaba en el supermercado, Teresa también estudiaba en la universidad. Su sueño era convertirse en una arquitecta renombrada pero tenía que confesar que no tenía la misma imaginación e inventiva que muchos de sus compañeros de clase. Había momentos de lucidez intelectual, como a ella le gustaba llamarlos, pero no ocurrían todo el tiempo y menos cuando llegaba a clase cansada luego de trabajar de siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Estudiar de noche era lo único que le quedaba pero la mayoría del tiempo no sabía ni lo que estaba haciendo y eso que todo el resto de compañeros pasaban por lo mismo. Teresa luchaba muchas veces por estar despierta y poner atención pero las ideas simplemente no fluían tan fácilmente.

 Además, y puede que lo más difícil del cuento, es que Teresa vivía completamente sola en un pequeño apartamento y su universidad la pagaba el Estado. Esto era un arreglo modelado para ella pues sus padres habían trabajado para el país por muchos años y habían muerto en el trabajo. Hasta donde se acordaba, ellos habían sido trabajadores del ministerio de obras públicas y habían muerto atendiendo una tragedia natural pero no sabía si había sido un terremoto o un volcán u otra cosa. En todo caso el Estado, a modo de compensación, le pagaba la universidad. El apartamento era uno que había sido de su padre cuando joven, o algo así, y ella lo había heredado.

 A ella siempre se le había hecho curioso que una persona joven fuera dueña de un apartamento y que el Estado fuese tan atento con ella solo porque sus padres habían muerto en un accidente del que nadie hablaba. Muchas noches, cuando no estaba rendida, Teresa trataba de recordar las caras de sus padres y el momento en que ella había entendido que ellos habían muerto. Pero simplemente no recordaba nada de nada, ni de alguien diciéndole la noticia ni los detalles del accidente de sus padres. Solo sabía que era pequeña, que la cuidó una tía hasta que tuvo dieciocho años y ahí se independizó y empezó a estudiar y trabajar.

 Secretamente, porque de eso Teresa no hablaba con nadie, ella soñaba que sus padres volvían y que le explicaban que todo había sido un terrible malentendido, en el que habían confundido a su padres con otra pareja. Y la habían dejado sola porque eran espías o algo parecido. Al final, cuando terminaba de soñar despierta, sonría y se daba cuenta de lo ridículo de las cosas. Ella incluso había ido a las tumbas de sus padres pero no le gustaba ir al cementerio pues no creía mucho en ir a hablarle a dos personas que ni existían. Sonaba cruel, pero así eran las cosas y a pesar de que ella soñaba siempre con los mismo, la verdad era que ahora era una persona independiente y ya no necesitaba de ningún tipo de familiar que velara por ella.

 Sin embargo, alguien comenzó a preocuparse. Se dio cuenta uno de esos días que llegaba rendida, cuando revisó la casilla del correo y se dio cuenta que había un sobre blanco pequeño solo con su dirección. En su cama, abrió el sobre y al hacerlo vio como cayeron varios billetes y adentro del sobre había más. Era mucho dinero. Pero lo más sorprendente del asunto no fue eso sino que por esos días ella tenía una deuda que debía pagar con una tienda de suministros para estudiantes de arquitectura, donde vendían todos los materiales para hacer las maquetas y demás. En el sobre había un poco más de lo que necesitaba para saldar la cuenta.

 Al día siguiente fue a pagar y la mujer del lugar le contó que habían recibido su carta para esperar un poco más y darle un día más de plazo para pagar. Ella sonrió y no dijo nada pero la verdad era que no había escrito ninguna carta. Ella pensaba que el plazo vencería y el monto a pagar simplemente se volvería más difícil de pagar pero eso no fue lo que ocurrió. Alguien la estaba ayudando, enviando esa carta y el dinero para pagar su cuenta. No preguntó por la carta pues hubiese sido extraño pedirle a la mujer algo que ella misma había escrito. Tampoco quería que la gente pensara que se había vuelto loca y eso que ya lo parecía a veces, cuando tenían mucho trabajo y estudio acumulado. Después de pagar se fue a casa y la semana siguió sin nada a notar.

 Por lo menos fue así hasta que recibió una caja llena de bolsitas de té. Era muy curioso, no solo porque la caja de nuevo no tenía remitente, sino porque ella amaba el té y la persona que lo había enviado seguramente sabía que a ella le gustaba. Esta vez, dentro de la caja, había una pequeña nota escrita en computador. Simplemente decía “No duermas en clase”. Esto la asustó más que nada y dejó la caja en la cocina sin revisar nada más. Esa noche no pude dormirse rápidamente, pensando que la persona que le había escrito ese mensaje sabía que ese mismo día ella se había quedado dormida en clase, sin que nadie se diese cuenta. O eso pensaba ella.

 Las próximas clases, estuvo despierta y con los ojos muy abiertos pero más que todo por el miedo de alguien, un pervertido o un loco, la estuviera vigilando en todas partes. Lo sucedido la estaba volviendo paranoica pues saltaba con cualquier sonido y respondía de mala gana a cualquier pregunta. Ya no tenía la concentración de antes para arreglar las estanterías y tuvo que pagarle a la esposa del dueño dos frascos de aceitunas que fueron a dar al piso por ella estar distraída mirando a su alrededor a ver si alguien las estaba observando. Todos los días era lo mismo y a veces se volvía peor, en especial cuando le llegaba algún sobre con un mensaje parecido al anterior, alguna frase corta que destruía con un encendedor.

 Ella no quería consejos ni dinero ni ayuda de nadie. Quería tener una vida en paz, tranquila y sin tener que estar mirando pro encima del hombro. Era una pesadilla tener que abrir la casilla de correo para ver si ese día el loco o la loca que la perseguía le había enviado algo. Estaba tan mal, que empezó a pensar que de pronto era que sus sueño se había convertido en realidad y que sus padres habían vuelto de donde sea que estaban para hablar con ella y vivir juntos todos de nuevo. Pero esa conclusión tenía problemas pues no tenía sentido que sus propios padres jugaran a las escondidas con ella, y menos ella sabiendo que le habían dicho que estaban muertos. No hubiese tenido sentido que se ocultaran como si fueran asesinos o algo peor que eso.

 Nada parecía tener sentido. Al menos no hasta que Teresa decidió tomar el toro por los cuernos y se fue con todas las cartas más recientes a la oficina de correos, donde preguntó por el remitente de las cartas. Por ley, ella tenía derecho a saber quién era la persona que le estaba enviando tantos mensajes y dinero y cosas para comer. Un hombre de la oficina de correos, que parecía ser muy hábil con el sistema, le dijo que le prometía encontrar al remitente pero que tomaría tiempo pues la persona se había ocultado muy bien detrás de todo el embrollo que era el sistema de correos. El hombre trabajó en ello toda una semana hasta que dio con una dirección y se la dio a Teresa por teléfono.

 Ella fue hasta allí. Hubiese podido averiguar un teléfono o incluso un correo electrónico pero pensó que lo mejor era hacer las cosas en persona para que quien sea que la acosaba, entendiera el mensaje de que ella no iba soportar más esa situación. Tocó a la puerta y abrió una anciana, una mujer muy encorvada y con demasiadas arrugas en la cara. Al ver la cara de Teresa, la mujer empezó a llorar. Del fondo de la habitación, vinieron una mujer y un niño y cuando vieron a Teresa también hicieron caras pero se ocuparon primero de la anciana. Todos entraron a la casa y después de un rato, la mujer sentó a Teresa a una mesa y le explicó lo que había estado sucediendo.


 La anciana era su abuela, la madre del padre de Teresa. Ella se había distanciado de su hijo pero había sabido de su muerte hasta hacía poco y la culpa la había hecho investigar sobre él. Había dado con la existencia de Teresa y había utilizado a su enfermera y a su hijo para que siguieran a Teresa y averiguaran que necesitaba. Ellos la habían ayudado con todo y ahora la mujer estaba bastante frágil de salud, razón por la cual había hecho todo lo posible por acercarse a Teresa pero sin hacerle daño. Teresa tuvo sentimiento encontrados pero al fin de cuentas esa era su abuela. La cuidó unos meses hasta que murió y entonces empezó a ir al cementerio. Tenía que hacer las paces con su familia y con el pasado.

lunes, 3 de agosto de 2015

Solo venía...

   Me despertó una luz cegadora que, cuando abrí los ojos, ya no estaba allí. Era de noche y afuera estaba todo en calma, bajo el velo de la noche. No se oía nada, ni los automóviles en la avenida cercana ni nada por el estilo. Era un buen hospital por lo visto. Yo tuve que dirigirme al baño y allí mirarme en el espejo. Mis ojos no estaban enfocando muy bien, entonces abrí la llave y me lavé la cara con vigor. Pude ver un poco mejor y entonces me devolví a la cama. Me sorprendió verla tendida. Porqué la arreglarían si era de noche? Además no me había demorado tanto en el baño como para que no se dieran cuenta que todavía estaba en la habitación. Pero bueno, no quería estar más acostado.

 Revisé un closet que había en la habitación y vi que allí no estaba mi ropa, lo que era extraño porque juraba que había visto a una enfermera dejarla allí. En cambio, había un bastón, seguramente para los pacientes mayores. Lo cogí y decidí darme una vuelta por el lugar. Es cierto que me habían operado pero no podía quedarme quieto y menos con la angustia de haber tenido una pesadilla tan rara. Esa luz me había un poco mareado y solo caminar podría tranquilizarme al menos un poco. Así que me dirigí a la puerta, extrañado de no poder ponerme mi saco porque hacía mucho frío, y giré el pomo de la puerta con suavidad. Pensé que alguien vendría a decirme que no podía e incluso me forzarían de nuevo a la cama pero nadie vino. De hecho, no había nadie en el pasillo.

 Las demás habitaciones debían estar llenas o al menos algunas. Y sin embargo no vi ninguna enfermera paseándose por el lugar. Instintivamente miré a mi muñeca pero no tenía el reloj puesto así que no había manera de saber si era demasiado tarde y de pronto ellas estaban en una especie de sala de enfermeras o algo por el estilo. Caminé, tan rápido como me permitía el bastón, hasta el final del corredor. A lo lejos vi una enfermera pero se fue antes de que pudiese decirle nada. Me dio rabia no poder gritar pero no estaba tan fuerte como pensaba y al tratar de hacerlo me dolió la cabeza con una fuerza horrible. Nunca había sentido algo así por lo que decidí ser cuidadoso. No quería provocarme algo ms serio.﷽﷽me algo mquerza horrible. Nunca habñia omo pensaba y al tratar de hacerlo me doli decirle nada. algo por el estilo. Caás serio.

 Decidí caminar hacia donde estaba la enfermera. De pronto, por un pasillo que cruzaba por el mío pasó mucha gente alrededor de una camilla. No eran solo los doctores y las enfermas quienes iban con el enfermo sino también gente que parecía venir con él, vestidos de gala. Seguramente era alguien de dinero, algún pez gordo que había comido algo en mal estado o que tenía un corazón muy viejo. Fuese lo que fuese, ninguno de los que pasó por el pasillo pareció fijarse en mi. Nadie me miró ni pareció reconocer mi presencia y, aunque ya estaba un poco harto de no encontrar a nadie, estos al menos tenían una buena excusa.

 Seguí mi camino y por fin llegué hasta una recepción. Para mi suerte, había allí una mujer supremamente aburrida que pasaba las páginas de una revista con la mayor parsimonia. Seguramente había leído la revista unas quinientas veces porque no mostraba el mayor interés ni por los artículos ni por las fotografías. Yo me le acerqué y le dije “Buenas noches”. Nada. Fue como si nadie hubiese dicho nada porque la mujer no levantó ni una sola ceja. Volví a hablar, con una voz algo más fuerte, pero tampoco, era como si la mujer fuese sorda o algo por el estilo. Y que tal si lo fuese? No, una persona sorda no podría contestar el teléfono u oír si algo serio estuviese ocurriendo en el hospital. Le hablé en más ocasiones pero ella solo cambió el brazo donde apoyaba su mentón y nada más.

 Estuve a punto de gritar y formar un escándalo que trajera a todas las personas en el hospital a esa recepción, pero no hice nada porque de una puerta salieron dos doctores y a ellos los conocía. Les iba a saludar pero pronto entraron por otra puerta, no sin antes decir que algo que lo dejó intrigado. “El caso del joven Ruiz es muy interesante”. Ese era yo, yo soy el joven Ruiz. Qué hacía que mi casa fuese interesante? De que estaban hablando si para lo único que había venido yo al hospital era para que me quitaran las famosas amígdalas. Y en ese momento me di cuenta que no me dolía la garganta. No me habían hecho nada.

 Tuve que sentarme por un momento porque  no entendía que pasaba. Se suponía que esa noche debían de extirpar mis amígdalas que, según uno del os doctores que había pasado, estaban muy hinchadas y debían sacarse pronto. Me habían prometido un dolor bastante molesto en la garganta pero también mucho helado y una vuelta a mi casa bastante pronto. Pero nada de eso había ocurrido. Me toqué al instante y me di cuenta que mis amígdalas ya no estaban inflamadas. Estaban normales. Sería por eso que mi caso era interesante? De pronto mi cuerpo había arreglado todo antes que ellos y por eso estaban tan fascinadas, porque los doctores parecían interesados y asombrados cuando pasaron hablando de mi

 Me puse de pie de golpe y entré por la puerta que ellos habían cruzado. Decía que solo permitían personal autorizado pero como la recepcionista, de nuevo, no dijo nada, pues yo seguí adelante. Otra vez era un corredor pero, al ir pasando por cada una de las puertas, pude ver que eran más que todo oficinas y consultorios. Algunos tenían gente dentro y en otros nadie. Ninguna de las personas que vi eran mis doctores y era con ellos que yo quería hablar para que resolvieran mis dudas. Seguí adelante y entonces me di cuenta que, en efecto, esta zona del hospital no era para que los pacientes estuviesen rondando o preguntando cosas que tal vez tenían la explicación más normal del mundo. Traté de devolverme pero abrí la puerta equivocada y entonces quedé sin aire.

 Tuve ganas de pegar un chillido o algo pero no pude. Solo abrí la boca y traté de sostenerme sobe mi bastón lo mejor posible. Era un cuarto bastante amplio, mucho más que cualquiera de los otros en ese mismo corredor. En la pared del fondo había varias puertas metálicas redondas y yo sabía muy bien en que lugar estaba. Era tétrico haber entrado, incluso por accidente, en la morgue del hospital. Y lo más miedoso de todo el asunto no era ver las puertas detrás de las cuales estaban los cadáveres de varios seres humanos. Lo que sí daba miedo era que delante de esa pared había seis camillas y dos de ellas estaban ocupadas. Estaba a menos de un par de metros de dos personas que habían muerte hacía nada y eso era suficiente para crisparme los nervios.

 Pero algo pasaba, algo se sentía en el aire y lo podía sentir en mi cuerpo. La reacción normal de cualquier otro hubiese sido salir corriendo pero yo no podía moverme de mi sitio. Y tampoco quería hacerlo porque, por alguna razón que todavía no entiendo, quería verlos. Esos cuerpos, esas personas, sentía que me atraían hacia ellos y que debía acercarme a verlos. Era una sensación extraña, como si alguien me manipulara desde lejos, como si no importara lo que yo pienso sino lo que alguien más pensara del asunto. Cuando me di cuenta, estaba ya al lado de una de las camillas. Sin mayor miramiento, quité la  sábana y observé.

 Era una mujer. Estaba vestida de gala y estaba muy bien arreglada, a pesar de estar muerta. Lo curioso es que estaba seguro de haberla visto antes. No era vieja ni joven, tenía una sonrisa amable pero un aspecto no tan benévolo como su sonrisa. Por fin recordé quién era: la esposa de alcalde. Habían salido en los periódicos hacía poco por un escándalo de corrupción y en todas las fotos la mujer tenía una expresión seria, un tanto sombría. Casi la misma que ahora tenía su cadáver aunque la diferencia era que su cuerpo sin vida estaba sonriendo. Eso me dio muchos nervios porque estaba seguro que no era muy normal que alguien quedase con esa sonrisa. Tomé la sábana y volví a cubrir a la mujer.

 Caminando algo robóticamente, me dirigí a la siguiente camilla pero cuando iba a retirar la sabana escuché voces afuera y me escondí detrás de unos taques de oxigeno. Entraron mis dos doctores. Hablaban animadamente, la doctora pidiéndole a su compañero que revisara el cuerpo y viera por él mismo lo que ella le había comentado.  Desde donde yo estaba no se veía muy bien, pero retiraron la sabana del cuerpo y la mujer le explicó al doctor como el paciente tenía una variedad de cáncer bastante particular. Por lo visto no era la cantidad o la expansión de la enfermedad, sino la efectividad que asombraba a la doctora. Taparon el cuerpo y se dirigieron a la puerta donde lo último que escuchó fue “y solo vino por una amigdalitis”.


 Me puse de pie sin ayuda de nada y rápidamente salté sobre el cuerpo y lo destapé. Lo que pasó después no lo entiendo y creo que nunca lo voy a entender. En todo caso ya no estoy en el hospital, sino en otro edificio que nunca antes había visto. Es siempre de día y tampoco hay nadie. Todo el tiempo camino y camino y no llego a ningún lado. Me pregunto, que fue lo que hice para estar aquí? Porqué no hay nadie que me responda? Porque estoy tan solo?

martes, 28 de julio de 2015

Volar

   Su aspecto era majestuoso e iban de aquí para allá con la mayor libertad. Era hermoso verlas volar, de manera tan resuelta pero a la vez tan libre de ataduras y de tantas cosas que nosotros sí tenemos como seres humanos. Las aves eran libres, libres de verdad. Es cierto que tal vez no sean las criaturas más brillantes pero que importa eso cuando tienen el don del vuelo, la libertad, de nuevo, de ir y venir hacia y de donde quieran. Miles de personas iban a ver a las aves al parque, era algo así como una tradición en la ciudad ya que era de los pocos sitios urbanizados donde aves migratorias venían a descansar después de su largo viajes desde aquellas tierras frías del norte. Había días en los que el sitio parecía un aeropuerto, llegando oleada tras oleada de aves.

 La gente tomaba fotos y se divertía con el espectáculo pero para Ignacio, las aves eran su vida, su pasado y su futuro. Se dedicaba a ir todos los días de la migración a tomar fotos y, si podía, a clasificar los tipos de aves y sus tamaños. Incluso podía saber de donde venían si alguna de ellas tenían un chip implantado que se podía leer a distancia y sin molestarlas. Siempre había tenido interés en las aves, desde que era un niño pequeño y veía las palomas volando por el parque. Lo que más le había atraído era el concepto de volar y de poder ir adonde quisiera cuando quisiera. Era un don que obviamente el ser humano no tenía por su naturaleza misma, volar habría sido un error pero se las habían arreglado para corregirlo con tecnología.

 Era extraño, pero para alguien que adoraba volar, a Ignacio no le gustaba nada la idea de meterse en un avión y estar allí por horas para llegar en otro lado. La primera vez que lo intentó, fue un dolor de cabeza tanto para él como para los demás pasajeros. Él no lo sabía pero era claustrofóbico y simplemente no podía meterse en ningún tipo de aparato que volara. Simplemente no lo disfrutaba nada y para volver de ese primer viaje, su familia prácticamente tuvo que drogarlo para que durmiera y no sintiera nada de nada. Era un poco cómico para ellos, aunque nunca se lo dijeron de frente, que semejante amante del vuelo y las aves, no pudiese volar en un avión.

 Lo bueno fue que, al crecer, no tuvo tantas oportunidades de salir a viajar a ningún lado y las vacaciones siempre las tenía que pasar en algún lugar cercano a la ciudad. Su familia aprendió de esto y decidieron hacer planes por su lado y que Ignacio hiciera planes con amigos para pasar las vacaciones. Esto los distanció un poco pero hubiese sido injusto que alguien tuviese que ceder su vida nada más por un inconveniente personal. Así funcionan las cosas algunas veces y nadie tenía la culpa. En todo caso, cada uno pasaba siempre buenas vacaciones y se reunían a discutirlas una vez Ignacio se mudó de casa.

 Al vivir solo, dedicó su vida a sus investigaciones y a tomar fotografías y demás. La verdad era que Ignacio no se sentía bien. No solo porque se había dado cuenta de que no conocía bien a sus propios padres sino porque su vida se sentía vacía, como si le faltaran pedazos que él ni siquiera sabía que debían estar allí. No tenía nada que ver con el amor o algo por el estilo sino más con tener un sentido de pertenencia, una dirección clara. Porque la verdad era que lo que hacía ya no lo llenaba como antes. Era bonito estar en casa los fines de semana con su mascota Paco, que era un loro bastante brillante pero eran los únicos momentos en los que se sentía sin ninguna molestia. Era extraño sentirse así porque no era algo que él conociera, que hubiera vivido antes pero sabía que algo estaba mal.

 Ignacio decidió ir a un sicólogo donde ventiló lo poco que sentía y que entendía de ello pero no fue suficiente. El sicólogo, era evidente, solo respondía a algo cuando era más bien obvio, como si los síntomas no los entendieran las personas que los sentían sino solo él. Fue una experiencia decepcionante y nunca más trató de ir a un profesional de la mente, como se hacían llamar. Después de la cita, salió con tanta rabia del consultorio que casi tumba a una mujer que iba entrando al edificio y por poco se le olvida que desde allí no podía caminar a casa. Se sentía frustrado y desesperado. Parecía que este fracaso le había hecho sentir muchas cosas más, ninguna que entendiera con claridad.

 Paco era su único amigo. Era triste decirlo pero el loro era el único que parecía entender lo que Ignacio sentía. Se le subía al hombro o al cuerpo y se recostaba en él, algo inusual para Paco que solo quería decir que entendía por lo que su amo estaba pasando. Era algo tierno que pronto lo sacó lágrimas a Ignacio, que se sentía cada vez más atrapado pero algo aliviado que así fuera su ave entendiera algo de lo que estaba pasando. Desde ese día trató a Paco como un príncipe y le compró varios juguetes y una comida mucho mejor que la que comía habitualmente. Pero este cambio en su relación no cambió en nada lo que sentía, ese peso en el alma que sentía cada vez más pesado, como si creciera.

 Tratando de obviar el fracaso con el sicólogo, intentó ir con un médico general. Era posible, pensó, que sus afecciones tuviesen que ver con algún problema físico. Fue decepcionante, de nuevo, saber que estaba en perfecto estado de salud y que, a excepción de una deficiencia de calcio notable por su aversión a la leche, todo marchaba como un reloj. De la cita solo sacó una botellita de pastillas de calcio y nada más. Las empezó a tomar juiciosamente pero después de un tiempo las dejó, viendo que huesos más fuertes no ayudaban nada en su estado de ánimo. Varias noches estuvo echado en la cama, mirando hacia arriba y preguntándose que pasaba.

 Tiempo después, su mejor amigo del colegio volvió a la ciudad y le pidió que se vieran ya que tenía algo que contarle. Se vieron en un bonito restaurante y allí su amigo Cynthia le contó que estaba embarazada. Por lo visto la reacción de Ignacio no fue suficiente ya que ella le reclamó por su falta de entusiasmo. Ignacio le respondió que él no sabía mucho de eso pero que estaba feliz por ella, porque sabía que siempre había tenido un gran instinto maternal y ahora podría usarlo de verdad. Ella se alegró con esa afirmación y le contó que había decidió con su pareja no casarse todavía hasta ver que tal se llevaban durante el embarazo y todo lo demás. Era poco ortodoxo pero era mejor que apresurarse. Cuando le preguntó a Ignacio como estaba, él, sin razón, empezó a llorar.

Al rato de haber empezado, se detuvo a la fuerza, viendo como la mayoría de las personas en el restaurante habían girado sus cuellos para ver que era lo que ocurría. Se secó las lágrimas torpemente y Cynthia entendió que era hora de que se fueran. Caminaron en silencio unos minutos hasta llegar a un parque pequeño, donde se sentaron y ella por fin le preguntó que era lo que pasaba. Él la miró, con los ojos rojos del llanto, y le dijo que no sabía que era lo que ocurría. Se sentía perdido y con afán de algo pero no sabía de que. Ella le preguntó si le hacía falta alguien pero él le respondió que ella sabía muy bien que para él las relaciones amorosas no era algo que a él le interesara mucho.

 Ignacio le contó a su amiga Cynthia de sus citas con el sicólogo y con el médico, de su nueva amistad con Paco y de cómo su insomnio era cada vez peor, de tanto pensar y pensar. Le confesó que ya no sabía que hacer y que cada día era difícil para él levantarse y hacer su trabajo, que menos mal era a distancia y no tenía a nadie encima molestando. Ella le dijo que era natural que muchas veces uno simplemente colapse y empiece a ver su vida con otros ojos y a darse cuenta que le hubiese gustado hacer las cosas de otra manera. Tal vez era eso o tal vez era él hecho de que, para ella, Ignacio vía una vida demasiado ermitaña, demasiado cerrada sobre sí mismo.

 Desde la época del colegio había dejado de hablar con la mayoría de sus amigos y ya no iba a acampar o de viaje a ver aves en algún parque nacional. Ella entendía bien que no fuera de los que persiguen el amor pero le dijo que todos los seres humanos necesitan compañía, no importa en que forma venga. Le dijo que Paco era probablemente un buen comienzo pero que siempre era mejor tener un ser humano cerca. En ese momento lo rodeó con un brazo y le dijo que sentía no poder ser ella la que estuviera allí con él pero que era obvio que lo iba a obligar, como pudiera, a ir a visitarla cuando la bebé naciera. Ignacio sonrió y abrazó a su amiga, de nuevo llorando pero esta vez en silencio.


 Días después, las cosas empezaron a mejorar un poco. Ignacio decidió lanzarse al agua, como se dice, e inició varias conversaciones con las personas que veía en el sitio donde iba a fotografiar aves. Muchos eran amantes del concepto de volar, como él, y otros solo amaban a los pájaros y se reían con las anécdotas acerca de Paco. A los pocos meses, conocía ya a varias personas y algunas empezaban convertirse en sus amigos. Y de repente todo iba mejor, la presión en su pecho se había alivianada y su ansiedad solo se presentaba algunas noches, como recordándole que faltaba camino. Pero él dormía bien, pensando que lo que faltara de camino no lo tendría que recorrer solo.

viernes, 6 de marzo de 2015

Ampollas y Libertad

     Ampollas. Al menos cinco que pueda ver en el pie derecho. En el izquierdo, solo unas tres. Con razón el dolor, casi infernal, al pisar con botas para escalar y medias gruesas. Quien lo diría, siendo ambos de la talla justa. Pero así son las cosas. Mientras tanto me siento aquí en esta roca y planeo mis siguientes movimientos. Podría seguir el río que corre por el cañón, lo que me llevaría, tarde o temprano, a algún punto poblado de la región. Pero no sé todavía si eso es lo que quiero, si quiero “interactuar” a estas alturas, cuando apenas siento que he empezado.

 Caminar, explorar, de verdad ver y sentir la Tierra en la que vivimos. Esa fue mi idea cuando lo empecé a planear todo, cuando mis padres me vieron con cara de preocupación, cuando toda persona a la que le contaba mi plan se me quedaba mirando como si tuviera una enfermedad contagiosa o como si me hubiera vuelto completamente loco. Pero no siento que así sea. Solo siento que necesito alejarme, necesito enfrentarme a mi mismo en un ambiente en el que no pueda dañar a nadie sino a mi mismo, si eso llegara a ocurrir.

 Aquí, entre los riachuelos, los bosques y las montañas silentes, he podido verme a mi mismo como nunca antes y no me arrepiento de nada. Todavía me falta mucho más que hacer y mucho más que caminar y explorar. No voy a dejar que esto me gane. Es como un reto, un desafío que me impongo para probarme y llevar mi cuerpo y mi mente a límites a los que jamás han ido antes. Después de todo, he vivido mi vida en la comodidad, nunca he hecho mucho ejercicio y, como seres humanos, estamos cada vez más enfocados en la tecnología y alejados de la realidad del mundo así que porque no acercarme más, porque no cambiar de perspectiva.

 He estado caminando por una semana y me parece que no ha pasado mucho tiempo todavía. Siento que podría quedarme aquí para siempre. Es imposible, claro está, porque las raciones no son para siempre y hay días en los que cazar y tomar agua del río no es suficiente. Además, sería interesante ver como he cambiado, si es que ha habido algún cambio a notar en estos días, respecto a mi interacción con otras personas.

 La verdad no creo que sea mucho el cambio. No soy alguien que guste de la gente así no más. De hecho muchas veces me aburro, sobre todo si son grupos de mucha gente. Las fiestas y aglomeraciones simplemente me cierran, me vuelven más hosco de lo que siempre he sido y me llevan a sitios de mi mente de los que no son particularmente fanático. En parte, por eso estoy aquí, para enfrentar esas sombras que no quiero ver a la cara en mi vida diaria. Muchos dicen que eso es normal y sano pero no me parece. Hay que afrontar las cosas y yo lo estoy tratando de hacer aquí, entre los árboles.

 Bajo al río para tomar algo de agua y meter los pies allí, a ver si siento menos el dolor. En el estado en el que están, no podré llegar muy lejos. Nada más caminar al río fue una prueba bastante dura de dolor y aguante, pero no creo que pueda prolongar eso por días, que sería lo que habría que caminar hasta un puesto de salud donde puedan ayudarme o un lugar donde pueda reposar más tranquilo. No, tendrá que ser aquí. Si me quedo un par de días a la orilla del río, nada malo podría pasarme.

 Lo bueno de aquí es que los seres humanos no han llegado o al menos no encontraron nada para quitarle a la Tierra. Es un páramo desolado y creo que eso es lo que más me gusta de todo: el sonido del silencio, de la paz, de la tranquilidad sin límites que puede haber aquí. Armar la carpa para dormir va a ser horrible pero sé que adentro me sentiré cómodo y que mañana podré pescar algo delicioso para comer, frito ligeramente en la pequeña cocina que traje.

 Al otro lado del riachuelo hay conejos. Puedo verlos moviéndose casi en círculos, como si esa fuera su forma de explorar cada centímetro del suelo, buscando comida para sus enormes familias. Su orejas a veces erguidas, a veces abajo, sobre sus pequeñas cabezas. Lo peor del momento es que sé que si me da mucha hambre, tendré que matar un pequeño conejo. Solo uno, ya que no soy una persona muy grande y estoy solo. Créanme que la culpa estará presente pero también el dolor de estomago por siempre comer lo mismo y la ansiedad de no tener que comer. En todo caso es una posibilidad, una que tendré en cuenta cuando no pueda encontrar buenos peces.

 Comí hace unas horas y la verdad no tengo nada de hambre. Tengo alguna barra energética para la noche y listo, no necesito más que eso. La noche, en todo caso, está hecha para pensar y reflexionar sobre mí mismo, para cogerme a puños si quiero o para llorar en silencio, sin nadie que pueda venir a ayudarme. Puede sonar terrible lo que digo pero así son las cosas. No podría decir que soy una persona totalmente estable pero tampoco soy un problema ambulante. Supongo que solo soy humano y eso no está mal o al menos no lo creo.

 Una vez me hice sangrar la frente y la nariz. Eso fue el segundo día. Me lavé en el río con agua fría y respiré pausadamente después de eso. Sorprendentemente, desde ese día, siento como si me hubiese quitado un peso de encima. Como si algo que me había estado apretándome el corazón hubiese de repente desaparecido. Muchos me preguntarían porque hacerlo aquí y no en un gimnasio o aprendiendo a boxear. La respuesta es fácil: lo que tengo adentro prefiero sacarlo a mi manera, dejarlo salir sea destructivamente o con calma. No necesito la disciplina del deporte sino el caos de la naturaleza, la falta de control.

 Toda la vida controlándolo todo y para que. Somos seres ordenados, incluso lo más distraídos. Se nos ha enseñado que es de mal gusto sentir emociones violentas cuando, lo más natural, es que así sea. Después de todo somos animales, evolucionados, pero animales en todo caso. Debemos dejar salir lo que tenemos adentro. Algunos lo hacen gritando, otros golpeando y otros prefieren consumirse lentamente en su propio odio y desdén. Obviamente, la última opción es demasiado destructiva y daña, no solo a nuestra mente, sino a las de los que nos rodean.

 Lo bueno de estar aquí, armando mi tienda de acampar sobre el prado algo húmedo al lado del riachuelo, es que no puedo dañar a nadie. Si dejo salir mi rabia, mis frustraciones, es imposible que afecten a nadie. Además, aquí entre nos, no soy alguien que grita mucho. Así que los animales tampoco se espantan mucho. De hecho, en las mañanas, suelo ser visitado por alguna criatura curiosa. Como no me comporto violentamente a esas horas, me miran con esos grandes ojos, sin miedo alguno.

 No hay nada en este mundo como ver los ojos de un animal. Puede que no reflexionen pero es imposible no creer que piensan, a su manera si es posible, pero lo hacen. Una mañana, un zorro había entrado a mi tienda y me despertó lamiéndome una herida que tenía en los nudillos. Lo hizo con delicadeza y soltó un sonido compasivo después. Se fue sin más pero me hizo sentir mejor de lo que ningún ser humano hubiese podido lograr. Y después me preguntan que porque me vine hasta aquí…

 La idea es volver a casa después de un mes. Cuando cumpla los treinta días ver ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽s. Cuando cumpla los treinta daqu soltsible, pero lo hacen. Una mañana, un zorro habposible no creer que piensan, asu é que hacer. Para entonces espero haber enfrentado todos mis demonios y haberlos derrotado o al menos, haber llegado a ciertos acuerdos con cada uno de ellos. Esa es la mejor forma de estar en paz, no solo con uno mismo sino con todos los que nos rodean. Hay que reconocernos y dejar de ignorar que unos u otros existen. Hay que tumbar esas fronteras imaginarias y acercarnos más, así sea solo para reconocer en el otro una humanidad que compartimos y nada más.

 Hace mucho frío aquí y los dedos se cansan rápido al escribir pero me gusta la idea de haber traído un diario. Mantiene mi mente despierta y consciente y me deja registrar cada estúpido pensamiento que pasa por mi mente. Espero que mañana pueda caminar mejor, aunque mis pies seguramente no quieran recibir más presión. Moveré la tienda al menos unos metros para no acostumbrar a nadie a mi presencia y para sentir que no desperdicio estos días de descanso que me doy.

 Me río de pensar en lo que muchos de mis amigos dirían: “Como descansar cuando te fuiste precisamente a eso”. Porque eso piensan que vine a hacer. A relajarme. Y, aunque lo estoy haciendo y no lo niego, no fue ese el punto de mi viaje. Como ya lo dije, tuve otras razones que prefiero no repetir para no aburrir a nadie ni a mi mismo. A veces los extraño, a mis amigos y a mi familia. Los quisiera tener cerca para contarles lo que he visto y lo que he sentido, lo que he aprendido de mi mismo y del mundo.


 Suena existencial y hasta místico y puede que lo sea pero el punto de todo es que me siento más libre aquí de lo que jamás me he sentido. Siento que puedo hacer lo que quiera y no hay quien me diga que no. Ahora me doy cuenta que esa es otra razón por la que quise venir aquí: porque quería ser libre y creo que lo estoy logrando.