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miércoles, 25 de mayo de 2016

Caminar

   Los zapatos ya estaban atrás, hechos pedazos por lo duro del camino y porque era peor tenerlos puestos que no tener nada. Las medias también desaparecieron eventualmente, no mucho después. Su paso era lento pero constante, no había día que no caminara, no había día que no moviera su cuerpo hacia delante y planeara algo que hacer. Debía hacerlo o sino perdería la razón.

 Con frecuencia hablaba solo o fingía hablarle alguna persona que no estaba allí. Era algo necesario para que no se volviera loco. Eso podría parecer que no tenía sentido pero era mejor para él gritar decirlo todo en voz alta, para que sus ideas fueran lo más claras posibles y sus ganas no se vieran reducidas a nada por el clima y las diferentes cosas que pudiesen pasarlo en un día normal caminando por el mundo.

 Seguían habiendo animales y esos podían ser los encuentros más difíciles. Había algunos que parecían haber crecido. Ahora era más atemorizantes que antes y había que saber evitarlos. Si eso no era posible, había que saber como asustarlos para que se alejaran con rapidez o él pudiese alejarse con rapidez. Había osos y lobos y gatos salvajes e incluso animales más pequeños pero igual de agresivos. Al fin y al cabo la escasez de comida era general y a todos les tocaba tratar de encontrar comida en un mundo donde no quedaba mucho.

 Con el tiempo, además de los zapatos y las medias, perdió toda la demás ropa y solo se quedó con una chaqueta que había encontrado en uno de los muchos edificios abandonados. Le quedaba grande, llegándole hasta por encima de las rodillas. Era una chaqueta gruesa, que daba calor y tenía una superficie muy caliente en el interior. Era perfecta para dormir en la noche en sitios fríos o para evitar tocar el suelo cuando estaba cubierto de vidrios o de piedras.

 Gente ya no había o no parecía haber. Mucha había muerto en las revueltas del pasado y otros habían perecido después, por la falta de comida y de oportunidades de supervivencia. Porque en el mundo ya no había nada de lo de antes. El mundo conectado que había habido por tanto tiempo ya no existía y ahora tocaba conformarse con uno que apenas podía mantenerse vivo.

 Era difícil tener que viajar y caminar todo el tiempo, pero así eran las cosas y no tenía sentido quejarse de nada. Cuando empezó, todo era más difícil: lloraba seguido y pensaba que moriría después de unos días. Pero fue encontrando comida, fue planeando a partir de mapas viejos y del clima que cada vez era más cálido y pesado. Supo defenderse y solo siguió adelante, sin mirar atrás.

 Por supuesto, recordaba a sus padres, al resto de su familia, a sus amigos e incluso a esas personas que solo veía una vez a la semana en el supermercado o lugares por el estilo. Todo los días pensaba en todos ellos y se preguntaba que había pasado, como habrían sido sus últimos días en la Tierra. Esperaba que ninguno de ellos hubiese sufrido. Eso era lo único que uno podía esperar. De resto era difícil exigir mucho pues no había de donde ponerse quisquilloso.

 Los primeros meses se desplazó por todo su país únicamente, a veces siguiendo las carreteras y otras veces siguiendo los lindes marcados de muchos de los terrenos que habían pertenecido, alguna vez, a los poderosos. Se reía de eso. Se reía de la gente que había acumulado riquezas de todo tipo y ahora ya no estaba por ninguna parte. Estaban muertos y de nada les servía tener todo lo que habían tenido. A la muerte le da igual cuantas propiedades tiene alguien.

 La carretera era más fácil de recorred pero había el inconveniente de que muchos de los animales más agresivos se habían dado cuenta de lo mismo. No era extraño ver grupos de lobos pasearse campantes por la carretera, como si fueran vacaciones. Eran seres inteligentes y se daban cuenta de todo lo que el hombre había construido y trataban de sacarle provecho. No solo a las carreteras sino también a los campos que ahora eran lugares con hierba crecida pero mucho alimento sin controlar.

 Pero casi siempre llegaban primero los más rápidos y acababan con todo. Los tiempos de compartir y ser amable se habían terminado hacía mucho. Los pájaros acababan con un cultivo en unos pocos minutos y los lobos atacan a los animales menores y solo dejaban los huesos. El humano que viajaba descalzo muy pocas veces podía comer carne porque, además del problema de no encontrarla, estaba el lío para cocinar y que el humo no alertara a los depredadores.

 En esos casos, comía la carne cruda. El sabor era asqueroso al comienzo pero después se fue acostumbrando. Tenía que comer lo que había, lo que encontrara, o sino moriría de hambre y esa no era una opción que se planteara. Era algo extraño pero seguía echando para adelante, seguía pensando que valía la pena seguir viviendo.

 Era un mundo vuelto al revés, al borde del colapso total. Era algo que se podía ver todos los días, al atardecer, cuando las partículas de las explosiones nucleares flotaban en el aire y se veían allá arriba, como estacionadas, recordándole a la poca humanidad que había que su tiempo se había terminado.

 Sin embargo, él seguía adelante. Escalaba montañas y hacía los mayores esfuerzos para comer al menos una vez al día, fuesen bichos o carne cruda o solo plantas que otros animales no hubiesen atacado ya. Muchas veces tenía que parar y hacer una pausa en su vida salvaje. Al fin y al cabo, seguía siendo un ser humano. Seguía necesitando cosas que los humanos habían juzgado necesarias.

 Un ejemplo de ello era el baño. Se metía al menos dos veces a la semana en algún río o lago para quitarse la suciedad acumulada en la piel. Se limpiaba con hojas o con objetos que hubiese encontrado en el camino. En los bolsillos de la chaqueta guardaba pequeños tesoros, como una pequeña esponja de baño casi nueva, y los conservaba cerca como si fueran sus más grandes tesoros.

 Cuando estaba en el río, o donde fuese, usaba la esponja con cuidado y sentía, por algunos momentos, que volvía a ser un ser completamente civilizado. Sonreía y se imaginaba estando en uno de esos grandes baños en los que hombres y mujeres compartían anécdotas y noticias en el pasado. Eran baños agua caliente y con mucho vapor pero eran relajantes. De esos casi no había. En todo caso su imaginación era interrumpida siempre por algún aullido o algún otro sonido que le recordaba que el mundo ya no era el mismo.

 No lloraba. Era algo raro. No sabía si era que no podía o si no tenía razones reales para hacerlo. El caso es que no lo hacía nunca, así se golpeara en los pies o si se le clavaba una espina o un vidrio en alguna parte del cuerpo. No había lagrimas. Lo que había, era insultos y gritos. Porque se había dado cuenta que los animales todavía le tenían aprensión a la voz humana y cuando pensaban que había muchos cerca, simplemente no se acercaban. Al menos tenía una ventaja todavía y la usaba cuando estaba frustrado.

 Estarse moviendo todo el día era difícil. Hubiese querido poder quedarse en un solo sitio y vivir allí para siempre, tal vez incluso morir en un sitio de su elección. Pero, al parecer, ya no podría elegir nada en su vida. Le tocaba aceptar lo que había y seguir adelante. Ya no había felicidad ni tristeza. Todo era un sentimiento tibio, ahí en la mitad de todo en el que no había cabida para nada demasiado complejo.


 Alguna vez se encontró a otro ser humano. Estaba agonizando entre los escombros de una casa que parecía haberse venido abajo. Quien sabe cuanto había podido vivir ahí. Pero todo termina y así había terminado la pobre, sepultada por su propio hogar. Lo único que él hizo fue seguir caminando y no mirar atrás. No valía la pena.

viernes, 1 de abril de 2016

Recorrido natural

   La idea de salir a caminar la había tenido por dos razones. La primera era que sus pensamientos lo acosaban. No tenía ni un segundo de descanso, no había ni un momento en que dejase de pensar en todo los problemas que se le presentaban, en lo que le preocupaba en ese momento o en la vida, en el amor, el dinero, sus sueños, esperanzas y todo lo demás. Era como una soga que se iba cerrando alrededor de su pobre cuello y no había manera de quitársela de encima.

 La otra razón, mucho más física y fácil de entender, era que al edificio donde vivía le estaban haciendo algunas reformas y el ruido de los taladros y martillos y demás maquinaria lo estaba sacando de quicio. Sentía que se había mudado, de repente, a una construcción. Y con todo lo que ya tenía en la cabeza, sumarle semejante escándalo no ayudaba en nada.

 Entonces tomó su celular (la idea no era quedar incomunicado), las llaves, se puso una chaqueta ligera y salió. Al comienzo se le ocurrió dar vueltas por ahí, por las calles que se fuera encontrando. Ya después podría volver a casa con el mapa integrado del celular. Pero ese plan dejó de tener sentido con la cantidad de gente que se encontró en todas partes. Parecía como si el calor de esos días hubiese sacado a la gente de una hibernación prolongada y ahora se disponían a rellenar cada centímetro del mundo con su ruido y volumen.

 Se decidió entonces por ir un poco más lejos, a una montaña que era toda un parque. No estaba lejos y seguramente no estaría llena de gente. No era una montaña para escalar ni nada, estaba llena de calles y senderos pero también de jardines y árboles y de pronto eso era lo que necesitaba, algo de naturaleza y, más que todo, de silencio.

 Cuando entró al primer jardín, como si se tratase de una bienvenida, se cruce con un lindo gato gris. Tenía las orejas muy peludas y se le quedó mirando como si mutuamente se hubiesen asustado al cruzarse en la entrada del lugar. Él se le quedó viendo un rato hasta que se despidió, como si fuese una persona, y siguió su camino. Ese encuentro casual le llenó el cuerpo de un calor especial y logró sacar de su cabeza, por un momento, todo eso que no hacía sino acosarlo.

 Ya adentro del jardín, había algunas personas pero afortunadamente no las suficientes para crear ruido. Se sentó en una banca y miró alrededor: un perro jugando, una mujer mayor alimentando un par de palomas y algunos pájaros cantando. Era la paz hecha sitio, convertida en un rincón del mundo que afortunadamente tenía cerca. Aprovechó para cerrar los ojos y respirar lentamente pero el momento no duró ni un segundo.

 Escuchó risas y voces y se dio cuenta que eran algunos chicos de su edad, no jóvenes ni tampoco viejos. Todos pasaron hablando animadamente y sonriendo. Estaban contentos y entonces uno de esos sentimientos se le implantó de nuevo en el cerebro. Sentía culpa. De no ser tan alegre como ellos, de no sentir esa alegría por ninguna razón. No tenía sus razones para ser feliz porque no sabía cómo serlo.

 Se levantó de golpe y decidió cambiar de lugar. Sacudió la cabeza varias veces y agradeció no tener nadie cerca para que no lo miraran raro. Caminó, subiendo algunas escaleras y luego siguiendo un largo sendero cubiertos de hojas secas hasta llegar a una parte del parque que era menos agreste, con un pequeño lago en forma de número ocho. Alrededor había bancas, entonces se sentó y de nuevo trató de contemplar su alrededor.

 Había dos hombres agachados, rezando. Patos nadando en silencio en el estanque y el sonido de insectos que parecía crecer de a ratos. Tal vez eran cigarras o tal vez era otra cosa. El caso es que ese sonido como constante y adormecedor le ayudó para volver a cerrar lo ojos e intentar ubicarse en ese lugar de paz que tanto necesitaba. Respiró hondo y cerró los ojos.

 Esta vez, el momento duró mucho más. Casi se queda dormido de lo relajado que estuvo. Sin embargo, al banco de al lado llegó una pareja que empezó a hacer ruido diciéndose palabras dulzonas y luego besándose con un sonido de succión bastante molesto. Trató de ignorarlo pero entonces la idea del amor se le metió en la cabeza y jodió todo.

 Recordó entonces que no tenía nadie a quien querer ni nadie que lo quisiera. De hecho, no había tenido nunca alguien que de verdad sintiese algo tan fuerte por él. Obviamente, habían habido personas pero ninguna reflejaba ese amor típico que todo el mundo parece experimentar. De hecho él estaba seguro que el amor no existía o al menos no de la manera que la mayoría de la gente lo describía.

 El amor, o más bien el concepto del amor, era como un gas tóxico para él. Se metía por todos lados y lo hacía pensar en que nadie jamás le había dicho que lo amaba, nadie nunca lo había besado con pasión verdadera ni nunca había sentido eso mismo por nadie. Hizo un exagerado sonido de exasperación, que interrumpió la sesión de la pareja de al lado. Se puso de pie de golpe y salió caminando rápidamente.

 Trató de pisar todas las hojas secas que se le cruzaran para interrumpir el sonido de sus pensamientos. Estuvo a punto de gritar pero se contuvo de hacerlo porque no quería asustar a nadie, no quería terminar de convertirse en un monstruo patético que se lamenta por todo. Trató de respirar.

 Encontró un camino que ascendía a la parte más alta de la montaña y lo tomó sin dudarlo. Su estado físico no era óptimo pero eso no importaba. Creía que el dolor físico podría tapar de alguna manera el dolor interior que sentía por todo lo que pensaba todos los días. Su complejo de inferioridad y su insistencia en que él era al único que ciertas cosas jamás le pasaban. Tomó el sendero difícil para poder sacar eso de su mente y no tener que sentarse a llorar.

 El camino era bastante inclinado en ciertos puntos, en otros hacía zigzag y otros se interrumpía y volvía a aparecer unos metros por delante. Había letreros que indicaban peligro de caída de rocas o de tierra resbaladiza. Pero él no los vio, solo quería seguir caminando, sudar y hacer que sus músculos y hasta sus huesos sintieran dolor.

 El recorrido terminó de golpe. Llegaba a una pequeña meseta en la parte más alta, que estaba encerrada por una cerca metálica. Todo el lugar era un increíble mirador para poder apreciar la ciudad desde la altura. Pero él no se acercó a mirar. Solo se dejó caer en medio del lugar y se limpió el sudor con la manga. Esta vez estaba de verdad solo y su plan había funcionado: estaba cansado, entonces no pensó nada en ese mismo momento.

 Sintió el viento fresco del lugar y se quedó ahí, mirando las nubes pasar y respirando hondo, como queriendo sentir más de la cuenta. Sin posibilidad de detenerse, empezó a llorar en silencio. Las lágrimas rodaban por su cara, mezclándose con el sudor y cayendo pesadas en la tierra seca de la montaña. No hice nada para parar. Más bien al contrario, parecía dispuesto a llorar todo lo necesario. Se dio cuenta que no tenía caso seguir luchando así que dejó que todo saliera.

 No supo cuánto tiempo estuvo allí pero sí que nunca se asomó por el mirador ni tomó ninguna foto ni nada por el estilo. Solo sintió que su alma se partía en dos por el dolor que llevaba adentro. Agradeció que nadie llegara, que no hubiese un alma en el lugar, pues no hubiese podido ni querido explicar qué era lo que pasaba. Tampoco hubiese querido que nadie le ofreciera ayuda ni apoyo ni nada. Era muy tarde para eso. Además, era hora de que él asumiera sus demonios.

 El camino a casa pareció breve aunque no lo fue. Ya era tarde y los hombres que estaban trabajando en la remodelación se habían ido. Al entrar en su casa, en su habitación, se quitó la ropa y se echó en la cama boca arriba y pensó que debía encontrar alguna manera para dejar de sentir todo lo que sentía o al menos para convertirlo en algo útil. Había ido bueno liberarlo todo pero aún estaba todo allí y no podía perder ante si mismo.


 Ese día se durmió temprano y se despertó en la madrugada, a esas horas en las que parece que todo el mundo duerme. Y así, medio dormido, se dio cuenta que la solución para todos sus problemas estaba y siempre había estado en él mismo. Solo era cuestión de saber cual era.

domingo, 14 de febrero de 2016

Encuentro

   El rocío cubría gran parte del terreno, haciendo que cada pequeña planta, cada flor y casa montoncito de musgo brillaran de una manera casi mágica. La mañana en las tierras altas y alejadas del mundo era diferente a las del resto del planeta. Aquí parecía que todo se demoraba en despertar, tal vez porque el sol se veía a través de una cortina de niebla o tal vez porque no existía civilización en miles de kilómetros. Eso sí, muchas migraciones habían pasado por este lugar pero ninguna se había quedado, ninguna gente había decidido de hacer de ese páramo su hogar. Y era extraño pues había agua en abundancia y ríos donde pescar y animales que cazar. Eso sí el balance natural era frágil. En todo caso allí no vivía nadie.

 Los pasos de Bruno no fueron entonces escuchados por nadie, ni por mujer ni por hombre ni por niño, solo por algunas aves que parecían estar buscando insectos entre las plantas bajas y el ocasional venado que no huía, sino que pasaba alejado del ser humano. Se veían mutuamente pero se dejaban en paz. El venado lo hacía porque no conocía al ser humano pero podría ser peligroso. El humano lo hacía porque ya había comido y no le era necesario comer más. Esa era la realidad del asunto. Siempre la crueldad de una de las bestias es más poderosa que la de la otra y por eso es que hay depredadores y depredados. Bruno además tenía respeto por el lugar y por eso no cazaba a lo loco ni pisaba el musgo si podía evitarlo. Incluso en ese lugar perdido había piedras.

 Sus botas resbalaban un poco, sobre todo sobre rocas húmedas o sobre los terrenos mojados a las orillas de los ríos. Eran sitios de una belleza increíble y cada cierto tiempo recordaba su cámara y la sacaba para tomar una foto pero recordaba lo mucho que odiaba como el sonido al accionar el obturador rompía con la magia del sitio por unos preciosos segundos. Era como si se violara a la naturaleza tomándole fotografías, así que no lo hacía demasiado, solo cuando había algo que estaba seguro que no podría recordar después y que solo guardándolo en una imagen podría perdurar. Tenía fotos de varios ríos, de los picos rocosos entre la neblina, de un cañón profundo y negro y de los venados comiendo en la pradera.

 Fue cuando llegó a la cima de una de esas montañas de pura roca, queriendo ver si ninguna tenía nieve, que descubrió algo de lo más extraño. La punta de la montaña era algo plana al final y allí se sentó un rato, teniendo cuidando de no caer por la parte más peligrosa. Y fue sentándose que vio lo que creyó eran más rocas. Pero más las miraba y más se daba cuenta que las rocas parecían pulidas y casi podía verles una forma, como de ser vivo. Estaban a tan solo unos metros más abajo pero como todo allí era más lento, su cerebro estaba contagiado y se demoró un buen rato decidiendo si debía bajar a mirar o no.

 Cuando por fin lo hizo, descubrió que las rocas no eran rocas sino huesos. Había lo que era posiblemente un fémur, largo y casi pulido por el viento, unos pequeños huesitos regados por alrededor, que bien podían ser de la mano o de un pie, y un poco más allá un cráneo con un hueco en la parte superior. El cráneo pesaba bastante y se notaba que el hueco era producto de una caída o algún accidente, es decir, el animal que fuera no tenía ese hueco por naturaleza. Era un cráneo alargado, de cuencas oculares grandes y trompa como la de un perro pero más ancha, más grande. Y en la boca todavía tenía algunos dientes, todos afilados. Bruno se cortó tocándolos y fue cuando la magia se terminó.

 Nunca había visto un animal que pudiese tener ese cráneo, fuese en un libro o en fotos de los páramos. Ya mucha gente había venido por estas tierras y habían documentado todo o casi todo pero seguramente se les habría escapado uno que otro espécimen. Lo raro es que este animal debía ser grande y difícil de ignorar, así que se trataba de un misterio con todas sus características. Además, para reforzar lo extraño del caso, porqué estarían solo esos huesos y porqué casi en la cima de una montaña? No era un lugar común para que los animales viniesen a pasear. De hecho los venados siempre pastaban por zonas planas y las aves tampoco merodeaban por allí. Tal vez algunas cabras salvajes o algo parecido pero ese no era el cráneo de una cabra.

 Esta vez no dudó en tomar foto a todo y se sintió parte de esos programas de televisión donde investigan una muerte violenta. Casi quiso tener la pequeña regla que ponían al lado de los objetos para las fotos y ese exagerado flash sobre la cámara. Pero obviamente no tenía nada tan complicado y se conformo con tomar una veintena de fotos, las suficientes para mostrar bien el cráneo y los otros huesos que había en el lugar. Dejó el cráneo donde lo había encontrado y bajó la montaña hasta una zona más plana, con algunos árboles. Recordó que tenía hambre y busco por instinto sombra para poder comer. Pero sabía que eso era solo por costumbre pues allí todo siempre estaba envuelto en sombras, sin el sol que hiciese de las suyas.

 En su maleta guardaba algunos restos de pescado que había comido más temprano así como frutos secos y un termo lleno de agua fresca de uno de los muchos riachuelos de la zona. También tenía un par de duraznos pequeños que había encontrado al inicio del viaje y nunca volvió a ver un árbol similar. Seguramente una semilla había sido llevada hasta allí por alguna ave o un animal migrante. Comió también uno de los duraznos y tiró la pepa a una parte del terreno sin árbol. Le deseó buena suerte a la semilla y siguió su camino hacia la gran pradera a la que se dirigía desde hacía un par de días.

 Se suponía que era el lugar preferido por todas las especies de la región y eso era porque estaban protegidos del exterior pero también porque había comida y refugio. Era todo en uno mejor dicho. Pero algunos animales solo iban ocasionalmente, pues sabían que muchos depredadores merodeaban esa planicie para cazar y tener más de cenar que lo habitual. Fue todo un día de caminata extra para alcanzar la planicie. Antes tuvo que quitarse la ropa, bañarse desnudo en un riachuelo de agua congelada y lavar la ropa para quitarle los olores que tuviera. Estuvo tiritando por un buen tiempo pues en ese clima la ropa no se secaba con rapidez pero rápidamente se adaptó al clima y decidió seguir así desnudo.

 Se sentía más libre que nunca, pues podía moverse más ágilmente a pesar de tener su gran mochila a la espalda. Todavía tenía los zapatos puestos, así que no tenía que temer a las piedras con filo o a los insectos tóxicos. Cuando se acercó a la planicie dejó oír una expresión de asombro que nadie nunca escuchó y ningún animal entendió. Había algunos venados pero también veía, desde un punto alto, a un par de lobos acechando y a un zorro comiendo lo que parecía fruta. Había también unas aves grandes como perros peleando por los restos de algún pobre venado. Todo era entre roca y musgo y flores de todos los colores. Era hermoso, incluso viendo la muerte que cernía sobre el lugar. Era la naturaleza en sí misma y su magia en exposición.

 Entonces un sonido extraño rompió el silencio. El sonido venía de una zona en descenso, por lo que Bruno no podía ver que era. Tenía algo de metálico peor también de gruñido. Incluso parecía el sonido que la gente hacía cuando hacía gárgaras. En su mente, el explorador pensó en todos los animales que podrían hacer ese ruido, en toda criatura que fuese depredadora y viviese en este fin del mundo. Pero no había tantas opciones y entonces fue cuando vio algo que lo hizo agacharse detrás de un gran pedrusco y quedarse allí temblando ligeramente. Lo primero que pensó fue en tomarle una foto pero lo mejor era estar pendiente del animal y no distraerse ni atraer atención sobre si mismo.

 Se tranquilizó y miró de nuevo. El animal ya había subido la cuesta y los demás huyeron atemorizados. Solo los lobos se quedaron gruñendo y eso, por lo visto, no fue buena idea. La criatura se lanzó ágilmente sobre uno de ellos y lo destrozó. Bruno dejó salir un gritito y la criatura pareció escucharlo pues se giró hacia donde estaba él. Olió el aire pero al parecer decidió que tenía suficiente con la comida que acababa de obtener. Empezó a comer arrancando pedazos del pobre lobo y manchándose de sangre todo su hocico, que era más grande que el de un perro, y sin cerrar unos grandes ojos amarillentos.


 La criatura era, o parecía más bien, a lo que mucha gente llamaría dinosaurio. Pero no tenía la piel escamosa sino más bien con pelo corto y duro. Las patas eran garras y las delanteras eran alargadas y fuertes. La manera de pararse era tal cual la de los monstruos jurásicos de las películas pero no mucho más era similar. Lo extraño de todo, era que se veía hermoso, natural en ese momento. Era una criatura más y posiblemente Bruno era la primera persona en verla en mucho tiempo. Sacó la cámara, tomó una foto y ágilmente salió de allí despavorido, pero a la criatura eso no lo importó pues no sabía qué era un ser humano, ni le importaba.

miércoles, 13 de enero de 2016

Perro del fin del mundo

   El perro dejaba las marcas de sus patas en la playa pero se iban borrando tan pronto pisaba. El arena estaba muy húmeda en esa zona y nada duraba allí, ni siquiera las plantas, que habían decidido retirarse a la zona más alta de la playa. La textura hacía parecer que ya no fuera arena sino que fuese una especie de lodo pegajoso pero el perro casi no lo notaba pues avanzaba a paso lento pero seguro por la franja costera.

 El pobre animal había estado caminando por días y por eso las ganas y la energía para trotar habían dejado su cuerpo hacía mucho. El agua sabía extraño por esas partes así que también estaba algo deshidratado pero de todas maneras seguía caminando, seguro de que sus patas lo llevarían al lugar al que quería ir. Lo que hacía era seguir su instinto y ese campo electromagnético que todos los seres vivos sienten que los atrae a ciertos lugares y que los repele de otros. Él no lo entendía pero de todas maneras hacía lo que tenía que hacer.

 De repente de la arena salió un cangrejo. Era grande y había quedado quieto al ver al perro. Sus pinzas se abrían y cerraban despacio y producía algo de espuma en su boca. Parecía pensar en algo. El perro solo lo miraba. Le hubiese gustado ladrarle o perseguirlo o hacer algo más que no fuese quedársele mirando como un tonto pero sabía que llevaría las perder así pudiera hace cualquier de esas cosas. No estaba en condiciones para pelear con nadie, sobre todo si ese alguien tenía armas incorporadas.

 El cangrejo finalmente se movió a un lado, como si tuviera intenciones de meterse al mar, pero lo que hizo fue dar una vuelta cerrada y caminar en la dirección que el perro estaba siguiendo. Entendiendo que tenía que continuar, el perro siguió al cangrejo por un largo tiempo. Tanto tiempo fue que la noche se acercaba, con la tarde tiñéndose de un rojo absoluto que reinaba el mundo desde hacía un buen tiempo.

 Caminaron más, hasta que el frescor de la noche llegó y todo pareció estar incluso más calmado que antes. Eso sí, las noches no eran como antes cuando los insectos hacían conciertos por aquí y por allá, alegrando cada jardín y cada espacio salvaje con sus canciones. Ya no había muchos insectos y los que quedaban no eran del tipo que cantaban, más bien del tipo que comían carne en descomposición.

 Cuando la luna empezó a iluminar el paisaje costero, el cangrejo por fin se detuvo y el perro se le acercó. La criatura marina no lo atacó, solo se retiro por fin al mar, dejando que las suaves olas lo fueran envolviendo hasta que fuese arrastrado al fondo. Cuando el perro no lo vio más, se dio cuenta de dónde estaba: la desembocadura de un riachuelo, una fuente de agua dulce que no había visto en varios días.

 El perro se acercó con cuidado, bajando una pequeña pendiente que daba al río como tal. Bueno, río no era porque era casi un hilo de agua el que podía llegar hasta el mar, pero era más que suficiente para beber y recuperar fuerzas. El perro bebió y bebió sin cansarse, ingiriendo toda la cantidad de liquido que su cuerpo pudiese aguantar. Cuando por fin se sintió satisfecho, mucho tiempo después de que el cangrejo desapareciera, se echó en la parte superior de la pendiente y durmió a pierna suelta, cansado de un viaje demasiado largo.

 Soñó imágenes borrosas, unas tras otras, pero lo que sí oía con completa definición eran los sonidos y las voces que había en los sueños. Y se despertó de golpe cuando volvió a escuchar la voz de su amo. Apenas abrió los ojos, miró a un lado y otro, como buscándolo. Incluso utilizó su olfato para asegurarse que todo había sido un sueño. Se echó de nuevo sobre la arena, deprimido y adolorido en más de una forma. Extrañaba de sobre manera a su amo, que no veía desde hacía mucho tiempo. Lo más probable es que nunca lo encontrara pero valía la pena buscarlo.

 Se quedó dormido una vez más  Ya no soñó más nada y pudo descansar su cuerpo y su mente para en verdad estar en paz consigo mismo. Era la única manera de continuar su viaje. Al otro día, lo despertó el agua que lo salpicaba en la cara: el riachuelo ahora sí era un río y amenazaba con llevárselo si no se levantaba. Lo bueno, era que por alguna razón se había acostado del lado opuesto al que había llegado. Si no lo hubiera hecho así, seguro hubiera tenido que buscar tierra adentro por algún cruce sobre el agua.

 Se dio cuenta que el río tenía ahora un color marrón desagradable y que ya no parecía muy bueno para beber de él. El agua además arrastraba al mar pedazos de troncos, hojas y otros objetos que parecían hechos por humanos, Se quedó mirando el raro espectáculo hasta que se dio cuenta que el río crecería aún más, a juzgar por el olor del ambiente que denotaba una tormenta acercándose. Como no quería mojarse ni estar allí para más agua marrón, emprendió su camino por la costa de nuevo.

 En efecto, las gotas empezaron a caer suavemente después de algunas horas de viaje. No caían con fuerza sino con insistencia, como anunciando la tormenta que se iba a desprender en cualquier momento. El perro miró a un lado de la playa y vio que la vegetación era allí más salvaje de del otro lado del río. Seguramente lo mejor era cruzar por ese paraje en vez de quedarse en la playa donde no habría donde resguardarse cuando la tormenta decidiese llegar con vientos, lluvia y demás.

 Pisar pasto y musgo era agradable para sus patas, era como flotar. Pero también había lodo y residuos de lo que hacía tiempo había sido la civilización. En efecto, después de caminar un poco más, se cruzó con un pueblo fantasma. La verdad era que no se había cruzado con ninguna población desde que había salido de la suya en busca del mar. Después de todo, recordaba que su amo poseía otra casa cerca de la playa pero no recordaba exactamente en dónde. Por eso ahora recorría la playa, tratando de recordar donde era para así llegar a esa casa y de pronto reunirse con su amo.

 Pero ese pueblo no tenía nada que ver con la casa de playa que buscaba. Era un lugar casi destruido, con pocas estructuras todavía de pie. La severidad de las tormentas recientes se podía ver allí: muros completamente destruidos, vegetación por todos lados y causante de parte de la destrucción y casi nada de vida fuera de las plantas. El perro pudo notar, sin embargo, que había un nido en un rincón de una de las casas pero no había huevos ni ave ni nada. Lo que había era una rata muerta y otra que se la estaba comiendo.

 Si hubiese tenido energía, se hubiese comido a la rata. Pero el perro cada día se sentía peor, el cuerpo le pesaba como si llevara una carga demasiado pesada para su demacrado cuerpo y comer un animal que posiblemente estaba más enfermo que él no le llamaba mucho la atención. Además había recargado algo sus baterías con el agua del riachuelo. De hecho aprovechó estar en eso lugar tan horrible para orinar sobre unas plantas y así ayudar a su crecimiento, si es que eso todavía era posible.

 Cuando pasó el pueblo, llegó a una carretera. El asfalto era de esas cosas que los seres humanos habían inventado que no se borraba con nada y menos aún estando la memoria de su existencia tan fresca. Fue allí, viendo las borradas líneas en el suelo negro y un letrero caído en el suelo que el perro se dio cuenta que estaba cerca de su destino.

 Fue entonces que empezó a correr como loco, sin importarle el dolor y lo mucho que cada paso le cobraba a su cuerpo. El dolor iba en aumento pero a él ya no le importaba nada más porque sabía que ya no había tiempo para nada. Al fin y al cabo su pelaje estaba lleno de parches y no podía comer así quisiera. Así que solo corrió y corrió hasta que de nuevo el mundo se tiñó de rojo con el atardecer.

 Fue entonces que por fin encontró la casa que tanto había buscado. La entrada para él seguía allí y estaba abierta. Era pequeña así que la recorrió en poco tiempo pero fue entonces que se dio cuenta que su amo no estaba allí y que posiblemente su destino ahora fuese el mismo que el de él.


 Lo mejor, pensó, era echarse a descansar en la cama sobre la que se había acostado tantas veces desde que era cachorro. Allí había aprendido varias cosas sobre los seres humanos, sus locuras y genialidades, pero sobre todo sus ganas de querer y de ser lo mejores posible cada día. El perro olfateó por última vez el olor de su amo y cerró los ojos para dormir por siempre.