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domingo, 8 de marzo de 2015

El hospital

   No tenía nada más que hacer sino mirar hacia el techo, o hacia la ventana o hacia la puerta y el brillo de la luz que había debajo de ella. No tenía como moverse en la cama a la que había sido recluido. Las cosas no estaban de la mejor manera , ni dentro de él ni fuera. Y, aunque en otros momentos hubiera adorado la posibilidad de estar acostado en una cama y no hacer nada, esa idea ahora lo estaba volviendo loco. No poder caminar en los últimos dos días lo había convertido en alguien aún más temperamental de lo que ya era.

 A veces la enfermera venía a revisar su pulso o algún otro dato en los aparatos que había en la habitación y luego se iba sin decir nada. Después de todo, lo habían puesto solo en una habitación intencionalmente, sabiendo que su temperamento no era el mejor para estar en compañía de desconocidos. Por alguna razón el accidente con su pierna lo había hecho un manojo de nervios y de violencia. Ya todas las enfermeras seguramente sabían de el “ataque” a una de ellas el día de su llegada, cuando la golpeó en una pierna por no recibirlo con prontitud.

 Y ahora no podía moverse lo que era todavía más frustrante que no ser atendido con rapidez. El dolor de cuerpo era horrible y sobre todo si trataba de mover mucho las piernas. De hecho le dolían así no más, sin hacer nada en el suelo. Era horrible tener que esperar y esperar a ver que tal progresaba pero el médico no era muy optimista. De hecho, nunca hablaba más de lo necesario y eso era otra cosa que frustraba mucho a este hombre. Sabía que solo por un entendible ataque de impaciencia, ahora nadie quería atenderlo bien sino que lo hacían como por hacer su deber. Y ya se sabe como es cuando la gente solo hace las cosas por deber.

 Pero aguantó lo que pudo y después de unos días más fue transferido a otro hospital, este sí en la ciudad donde vivía. El servicio no mejoró en nada, posiblemente porque entre médicos y enfermeras se habían pasado información acerca del incidente. Era ridículo francamente, como si estuvieran dando un servicio de clase mundial y no se los reconocieran. El hombre, en sus largas horas de contemplación,  sentía una rabia impotente ante todo lo relacionado a su accidente y estaba seguro que iba a demandar a ambos hospitales apenas saliera.

 Era simplemente inconcebible que, en muchas ocasiones, se demoraran horas y horas en traerle su comida o en reemplazar el suero o en venir para inyectarle alguna droga contra el dolor. Lo hacían a propósito y se notaba, sobre todo cuando por fin llegaban y hacían todo con una parsimonia exagerada y claramente innecesaria. Él trataba de no llamar a nadie y esperar a que los dolores pasaran o a que él mismo pudiese acomodarse en la cama pero cuando simplemente no podía hacerlo por si mismo, se sometía a timbrar unas cinco veces hasta que por fin alguien venía y eso que solo a preguntar que pasaba para demorarse otro par de horas en volver.

 La inutilidad es premiada. Eso pensó varias veces: en la sociedad actual se premia lo mediocre que pueda ser la gente, no solo en trabajos del sector de la salud sino en todos los que existen. A la gente se le premia por demoras procedimientos, procesos o trabajos ya que entre más tiempo demoren más dinero salen ganando. Solo a las pizzerías les interesa tener algo listo en menos de media hora, y eso. Ya no existe una necesidad de ir rápido, a menos que eso signifique algún tipo de ganancia y en medicina ciertamente este no es el caso.

 Cuando el paciente en cuestión pudo por fin desplazarse con unas muletas, se dio cuenta de que había varias personas en si misma situación. Sin problema, entró a varias de las habitaciones y habló con diferentes tipos de personas que le dijeron muchas veces lo mismo: que la atención no era la mejor a menos que el seguro que uno tuviera cubriera absolutamente todo. En ese caso, y lo pudo ver con sus propios ojos, el personal del hospital se convertía en el mejor grupo de personas del mundo, atento a cada necesidad de una sola persona mientras los demás simplemente sufrían en silencio.

 Pasada una semana, el hombre pudo salir del hospital hacia su casa y lo primero que hizo fue llamar a un abogado de confianza para pedirle que lo ayudara con su denuncia. Y como a los problemas hay que atacarlos de raíz, que mejor que exigir el cambio total del personal del hospital en la demanda. La idea era demandarlos por negligencia, a todos y a cada uno. Lo mejor era que no estaba solo él sino que tenía los testimonios de muchas otras personas que ansiaban contar sus historias.

 Todo el país estuvo pendiente del juicio, escuchando todos los días en los noticieros los sutiles cambios que iban ocurriendo. Era obvio que la sociedad médica se iba a defender con uñas y dientes. Sacaron expedientes de todas partes, en las que se probaba que muchos de los procedimientos hechos en el hospital habían salvado vidas y, por supuesto, que habían ayudado a miles de personas pobres de todos los rincones del país. Era obvio que querían salir pareciendo héroes modernos que lo único que hacían era trabajar por el bien de todos.

 Pero nuestro paciente sabía más. No solo sacó a la luz los testimonios que había ido recogiendo sino que también sacó a la luz varios procedimientos que el hospital veía como “normales” pero ciertamente no lo eran. Por ejemplo, para un lugar que reclamaba ser el  sitio para los pobres y necesitados, habían hecho bastante cirugía plástica y no precisamente del tipo que se hace para ayudar a alguien. Liposucciones, implantes de trasero y de senos, incluso un alargamiento de pene. Todo en el último año de operaciones. Todos los doctores del lugar lo sabían pero no decían nada a pleno pulmón y trataban de que los pacientes, que podían pagar con todo el dinero del mundo, estuvieran alejados y permanecieran allí solo lo necesario.

 Obviamente sacaron a la luz el ataque del mismo paciente a una enfermera y su violenta reacción. Él la reconoció pero explicó que esa reacción había sido producto de esperar casi veinte horas para que lo atendieran, con una pierna casi destrozada y un brazo en mal estado también. El dolor era insoportable y les había pedido en repetidas ocasiones una camilla para al menos descansar pero había tenido que estar sentado en la silla de ruedas en la que lo habían traído porque nadie se había molestado en ver como estaba. Para esto tuvo como testigo a su mejor amigo, que lo había llevado al lugar.

 El juicio se prolongó por varios días, incluso meses, mientras se reunían todas las pruebas y testimonios y hubo una semana completa para que el jurado y el juez pudiesen analizar todo los documentos en relación al proceso. En este lapso de tiempo, muchos de los que habían declarado en contra del hospital, habían sido amenazados por teléfono y en la calle, con gritos o carteles. Algunos habían sido atacados por personas con cuchillos en la calle o les habían lanzado desperdicios hospitalarios a sus cuerpos o a sus casas. Todo esto se denunció y se buscó ponerlo también en el juicio pero ya no había tiempo.

 El jurado, finalmente, aceptó enviar a la cárcel a los directivos del hospital por la pésima administración del hospital, decidieron quitar la licencia a cada uno de los doctores y enfermeras y dieron un paso extra al decidir el cierre temporal del hospital mientras se establecía una nueva gerencia y mientras se investigaban las cuentas bancarias y demás estados financieros del lugar.

 Esto último no había sido uno de los objetivos y la verdad fue que a nadie le cayó muy bien. Otros centros hospitalarios tuvieron que ser adecuados para recibir un mayor flujo de pacientes ya que el hospital cerrado atendía a buena parte de la población de la zona y con su cierre había perjudicado a muchas personas, pacientes más que todo. Los ataques a las casas de quienes habían denunciado el maltrato en el hospital continuaron hasta que se conoció el caso de un hombre que habían asesinado afuera de su casa. Le habían inyectado una sustancia solo encontrada en hospitales, que en una dosis tan alta le había causado la muerte al instante.


 Hubo alboroto por todos lados, presión y más juicios hasta que se decidió, por parte del Estado, que el hospital sería reabierto y que se buscaría la manera de manejarlo lo mejor posible. Muchos se quejaron porque ya no habría programas especiales para poblaciones vulnerables y varios de los aparatos considerados caros serían vendidos a otras instituciones que pudieran costear las máquinas. Los ataques siguieron pero fueron disminuyendo hasta que al paciente que lo había hecho todo dejó de pensar en el asunto. Años después se fue del país a trabajar y olvidó todo el asunto, que seguía empeorando porque la verdad era que nada había cambiado, salvo un pequeño hospital.

martes, 16 de diciembre de 2014

El baile

El baile era intenso, apasionado, sin pretensiones. La pareja se deslizaba con facilidad por el escenario, siempre mirando a los ojos del otro. Estaban unidos por sus miradas, por una pasión privada que compartían ellos solos y nadie más. Incluso sonrían, de vez en cuando, también cuando el la alzaba a ella por un breve momento. Inclusive en esos momentos, su conexión permanecía.

Cuando terminaron la rutina, los jueces aplaudieron con fuerza atronadora. Les había encantado, así como a la audiencia, que gritaba y vitoreaba y saltaba y aplaudía. Todos habían sido tomados presa de una bella ejecución en la pista de baile. Por supuesto, ganaron el trofeo. Era su quinto premio en esa competencia, la mejor y más importante de todas en el circuito de los concursos de baile.

La pareja se sostuvo de las manos y luego las elevaron, celebrando su logro entre amigos, familiares y fanáticos. Flores llovían por todas partes, y confeti. La gente se les acercó y los alzaron en hombros hacia la salida. La gente aplaudía y vitoreaba como loca. Todo era perfecta. O bueno, casi todo...

Ya en el hotel, Melinda se lavaba el pelo en la ducha, tratando de quitarse el confeti y la  escarcha con la que se había adornado la frente y el resto de la cara. Cogía el jabón y hacía mucha espuma para luego pasarla por su cara, con fuerza, como si quisiera quitarse toda una capa de piel de esa manera. Se lavó la cara con agua y siguió duchándose, queriendo quedarse allí para siempre.

Afuera, en la cama, Camilo pasaba los canales de televisión con tremenda rapidez. La verdad era que no tenía muchas ganas de ver nada, solo quería distraerse y, si se podía, quedarse dormido con rapidez. No era que estuviera exhausto, aunque sin duda lo estaba. Era más bien el hecho de que supiera que una cosa era el escenario y otra muy distinta, la habitación.

Melinda salió del baño, vestida con una bata del hotel y con otra en la cabeza para secarse el pelo. Se puse frente a un espejo grande que había detrás del pequeño refrigerador de la habitación. Se quitó la toalla y empezó a peinarse, secándose primero.

Camilo la miraba y ella lo sabía. Había dejado de pasar canales y ahora se escuchaba la cansina voz de un comentarista deportivo. El hombre suspiró y dejó de mirar a su esposa. A pesar de haber estado casado dos años, no podía decir que la conocía. Es más, a veces sentía como si durmiera con una persona desconocida. Era una realidad que Melinda nunca había sido de la clase de personas que hablaban mucho. Pero él era su esposo. Había intentado pero nunca quería hablar de nada, prefería ella decidir cuando hablar lo que resultaba molesto.

Mientras se secaba el pelo, la mujer miraba su anillo de matrimonio de vez en cuando. No podía dejar de pensar, como en la ducha, que las cosas sin duda ya no funcionaban. De hecho, no tenía ni idea si alguna vez habían funcionado. Melinda quería mucho a Camilo y eso no estaba en duda pero otra cosa era mantener un matrimonio. Hacía meses que no tenían sexo y jamás compartían mucho más que un postre en un restaurante. Ella lamentaba que Camilo no fuera más romántico.

 - Tienes hambre? - preguntó ella.
 - Algo.
 - Quieres bajar al restaurante?

Camilo solo asintió. Se sentía mal al responderle como lo hacía pero la verdad era que la efusividad no era su fuerte y la verdad era que sabía muy bien que Melinda no respondía de ninguna manera ante el positivismo y la alegría. Era una mujer muy extraña en ese sentido.

En unos quince minutos, ambos estuvieron listos para bajar a cenar. Apenas llegaron al lugar, la gente que estaba allí los aplaudió y algunos se les acercaron para pedir autógrafos o una foto. Una vez más, fingieron sus amplias sonrisas y sacaron a relucir esas falsas personalidades. O tal vez no falsas, sino perdidas en el olvido.

Cuando por fin la gente se dispersó, con ayuda de uno de los camareros, se sentaron a la mesa y leyeron la carta con atención.

Camilo sonrió y Melinda lo vio. Pensó que hacía mucho no veía una sonrisa sincera en él, mucho menos por causa de ella. Cuando se conocieron eran siete años más jóvenes, lo que no parece mucho pero lo es. En esa época Camilo era el hombre más atento del mundo, siempre regalándole cosas pequeñas, dulces y cosas como esa. Era un detalle que ella siempre había adorado de él y no por los regalos sino porque le hacía ver que él pensaba en ella y eso se sentía bien.

La sonrisa de él se debía al primer platillo que vio en la carta. Era salmón ahumado y ese era también el primer platillo que habían cenado juntos. Fue en la cena de unos amigos y fue por ese salmón que habían empezado a charlar. Se burlaron de las dotes de cocinero que tenía su amigo en común. Él era un médico de tiempo completo y creía que sabía cocinar, lo que era cierto, pero no por completo. El salmón estaba bien pero la salsa era horrible y nadie le quería decir. Tanto Camilo como Melinda bromearon al respecto toda esa noche.

 - Están listos para ordenar? - preguntó el camarero que se había acercado silenciosamente.
 - Para mí la trucha al limón.
 - Excelente. Y para usted señor?
 - El salmón ahumado.

Y Camilo, sin pensarlo, le sonrió a su esposa. Ella no supo que hacer, decidiendo mejor mirar el mantel, como si fuera de hora.

 - Y una botella de Dom Perignon. Estamos celebrando.

El camarero sonrió y les dio sus felicitaciones por su victoria en el concurso. Incluso les dijo que había una selección excelente de postres y podían compartir uno por cuenta de la casa. Camilo le agradeció y el hombre se alejó.

Cuando el hombre estuvo lejos, Melinda levantó la mirada y la dirigió a su esposo. No se sentía la misma conexión que en el concurso. Más bien una tensión bastante inquietante. Por la mejilla de la mujer rodó una lágrima.

 - Que pasa? - preguntó él.
 - Que te pasa a ti? Nunca celebramos estas cosas.
 - Y? Hay una primera vez para todo. Además el lugar es muy bonito.

Él miró a su alrededor, como comprobando que lo que había dicho era cierto pero ella no le quitaba la mirada de encima, esa mirada incendiaria.

 - Me siento indispuesta, podemos...?
 - No!

Incluso quienes comían en las mesas cercanas oyeron la respuesta de Camilo. Todos fingieron desinterés e incluso molestia.

 - Que?
 - No, no podemos irnos. Ya ordenamos. No te da vergüenza?
 - Estás loco? En serio te molesta algo tan estúpido?

Ahora era a ella que escuchaban los demás comensales, algunos de los cuales dejaron de fingir y abiertamente miraban hacia la mesa de los bailarines.

 - Al menos puedo molestarme por esto.
 - Que quieres decir?
 - Dejemonos de idioteces, Melinda. Ya, no más.

Ella se limpió la única lágrima, de rabia, que había llorado y se incorporó. Ya todo el mundo los estaban mirando, incluso el personal del lugar.

 - Tienes razón. Ya no tiene sentido seguir con esta farsa.
 - Gracias, por fin eres sincera.

Ella rió.

 - Vaya, y muestras sentimientos. Bravo.

Camilo empezó a aplaudir, lo que hizo que la escena fuera aún más extraña e incomoda de lo normal. Algunas personas empezaban a llamar a los meseros para poder pagar e irse a casa. La situación ya no era cómica sino simplemente lamentable.

 - Mira quien lo dice.
 - Tienes quejas? En serio? Dilas entonces, abre esa estúpida boca alguna vez en tu vida.
 - Tu tampoco hablas mucho.
 - Porque siento que me puedes cortar la cabeza si hablo más de la cuenta. Pero, sabes? Ya me da    igual.

Camilo se puso de pie y le pidió a la gente disculpas por las molestias.

 - Queridos amigos, esto es solo el inicio de un divorcio. No dejen de comer el postre por esto. Se los  ruego.

Bajó cabeza al nivel de la oreja de Melinda y le dijo:

 - Que yo tome este paso es para que sepas lo miserable que me siento al fingir una vida que no tengo  junto a alguien que nunca se ha molestado por preguntarme si quiera como estoy. Yo tengo culpa    pero jamás niegues la tuya. No eres una víctima.

Y entonces Camilo se fue y dejó a Melinda sola. El despistado mesero trajo entonces la comida, cometiendo el error de poner el salmón frente a la mujer, que de un solo golpe mandó el plato al suelo y salió pisando fuerte.

El baile, que se había prolongado por tanto tiempo, había terminado.

martes, 2 de diciembre de 2014

Fado de Lisboa

Era como estar en un sueño. Casi no había ruido, el clima era tibio y solo había un par de nubes paseándose por el cielo. Era el día perfecto para caminar, tomar fotos y conocer mejor la ciudad. Y eso era precisamente lo que Gabriela estaba haciendo.

Lisboa había sido una opción de última hora para sus vacaciones de semana santa. Había muchas opciones pero algunas más costosas que otras y al final de cuentas Lisboa era un destino no tan lejano y relativamente barato. Se estaba quedando en un pequeño hotel cerca del centro con todas las comodidades. Ella esperaba llegar a un lugar oscuro y feo pero resultó siendo un hotel con todo lo necesario y, lo mejor, limpio.

Era su primer día en la ciudad así que se había puesto sus zapatos más cómodos y ropa ligera. Hacía varias horas que caminaba y ya había tomado varias fotos y, ahora que estaba en un mirador, sentía un gran dolor de pies. Buscó entonces un restaurante y se sentó en la terraza, para así seguir viendo a la gente pasar y la calle antigua en la que estaba.

Para comer, pidió algo típico del país: la entrada fue un rico caldo verde, que aunque caliente, ayudaba a calmar el hambre que ahora sentía. Su estomago había empezado a hacer ruidos hace poco y el caldo ayudaba a calmarlo.

Entonces escucho música y miró adonde estaban tocando pero no lograba ubicarlos. El mesero le puso el siguiente plato, pastel de bacalao con ensalada y se dio cuenta de que ella escuchaba con atención la melancólica música que se escuchaba a lo lejos.

Con una mano, y al parecer dándose cuenta de que Gabriela no sabía portugués, le señaló una ventana en un edificio diagonal al restaurante. Desde allí podía ver solo a una mujer que estaba sentada y cantaba apasionadamente.

Gabriela le agradeció al señor y comenzó a comer lentamente, a la vez que escuchaba el canto del grupo musical que estaba en ese apartamento, seguramente ensayando. La verdad era que no necesitaban hacerlo ya que, para ella, se oían excelente. La música era melancólica pero apasionada y sensible al mismo tiempo.

Mientras comía el delicioso bacalao, trató de entender las palabras y, por lo que entendía, la canción iba sobre la ciudad, sus esquinas y rincones y sus historia rica en leyendas y mitos espectaculares. Parecía una postal perfecta escuchar la música, comer la comida y estar sentada allí.

Gabriela se había sentido sola desde hacía mucho tiempo. Hace unos meses había terminado una relación de un año y, sin su familia, había sido difícil seguir adelante normalmente. A veces se encontraba a si misma llorando desconsolada sin razón aparente. Ella lo explicaba diciéndose a si misma que no había hecho bien el proceso de dejar ir a la persona. A decir verdad ella solo había estado enamorada unos meses pero una infidelidad siempre duele aunque no lo culpaba por eso sino por la mentira.

En todo caso era algo del pasado y ahora debía enfrentarse a estar sin compañía permanente. No era buena haciendo amigos así que no tenía muchas personas con quienes pasar el rato. La mayoría vivían ocupados, incluso ya estaban casadas y con hijos, y ella comprendía que eso no dejaba mucho margen para salir con las amigas.

Este viaje era también uno más de sus intentos de adquirir otros intereses fuera del trabajo. Y de hecho también pensaba estudiar o de alguna forma cambiar su vida porque su trabajo la aburría de sobre manera y pensaba que esa no era forma de vivir, así la mayoría de gente viviera así.

Al terminar el bacalao, también terminó la banda su ensayo. El mesero vino con un pastel de Belém y la cuenta. Ella le agradeció y comió medio pastel de una vez porque ya era tarde y quería visitar al menos dos lugares más antes de volver al hotel.

En ese momento salieron del edificio los miembros de la banda. Algunos tomaron hacia el lado opuesto de la calle mientras la cantante y otros dos hombres caminaban hacia el restaurante. Gabriela los miró y la joven cantante le sonrió. Esto la animó a hablar.

 - Me gustó mucho su música.

No tenía ni idea si ellos habían entendido, porque por un momento solo la miraron, así como hizo una pareja que comía a un par de mesas de ella. Se sonrojó, sonrió a forma de saludo y le dio otro mordisco al pastel.

La cantante entonces habló con sus compañeros, quienes se fueron. Ella se acercó a Gabriela y habló en español, bastante acentuado:

 - Puedo? - dijo, señalando una silla.

Gabriela asintió y, lo primero que dijo, fue que le había encantado la última canción que habían practicado. No entendía toda la letra pero creía que sin duda era una muy buena melodía y transmitía muchos sentimientos.

La joven cantante, llamada Raquel, le contó que esa era su canción favorita y por eso la cantaba siempre al final. Le parecía que decía todo lo que había que decir de la ciudad. Ella había viajado por el mundo estudiando y cantando pero siempre volvía a su ciudad porque creía que había algo atractivo y escondido allí, muy especial.

Gabriela le confío que solo había estado allí un día pero que ya sentía lo que Raquel mencionaba. Entonces la joven cantante la invitó a su hogar para que conociese a su familia y prometió hacer de guía el resto de días.

Las dos se hicieron amigas con rapidez y Raquel resultó esencial para que Gabriela tomara una decisión que cambiaría toda su vida: sin pensarlo mucho, regresó a su hogar tras una semana de vacaciones, renunció a su empleo, tomó todas sus posesiones (que no eran muchas) y se mudó a Lisboa. Allí empezó a estudiar cocina, algo que siempre le había gustado pero no había tenido la valentía de asumir. Y Teresa fue su ayuda durante todo el proceso.

Meses después, relajándose en una playa, pensó en como habían sucedido las cosas. Todo había sido muy apresurado pero era evidente que había sido para lo mejor. Por primera vez en mucho tiempo era feliz, se sentía completa. Y eso era más importante que nada.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Regresa...

Y entonces recordé que ese saco era suyo. Se lo ponía todos los domingos, cuando no quería salir de casa y prefería quedarse para comer, ver películas y simplemente pasarlo bien y sin preocupaciones de ningún tipo.

Lo guardé, pues al momento de sacarlo del cajón me di cuenta del dolor que me causaría oler ese saco de nuevo, y pensar en él como alguien presente cuando no lo estaba. Tampoco estaba muerto pero para mí era casi lo mismo. En mis convicciones personales, era como estar muerto en vida, él y yo.

Nunca entendí sus razones para hacer lo que hizo y se lo dije. Discutimos decenas de veces sobre porque él tenía que ir a una guerra a la que nadie lo había llamado. Él decía que lo hacía por su país, por sus padres y por mi. Y yo le respondía que yo no necesitaba que él se convirtiera en un superhéroe de ningún tipo. Yo lo quería vivo y conmigo y no me importaba si eso sonaba egoísta de alguna manera. Ya había sido bastante difícil estar juntos y ahora lo dejaba todo para irse a matar gente quien sabe adonde.

Cuando le mencionaba la muerte, se enojaba aún más. Decía que era lo que tenía que hacer, lo que su padre y su hermano habían hecho en ocasiones anteriores. Ese día creo que me pasé pues dije algo de lo que me arrepentí casi al segundo: le dije que no valía la pena que se convirtiera en un asesino, tal vez de gente indefensa, solo para agradar a una familia que toda la vida había estado decepcionada de él.

Ese día sentí tanto dolor, tanto pesar, tanta rabia, que tuve que irme de casa para pasar la noche en casa de una amiga. Ella se veía preocupada y hablamos al respecto. Lloré porque no quería nunca recibir noticias de él, de su cuerpo inerte llegando en un avión y de saber que tal vez nunca más podría seguir con una vida que él se había labrado y que era lo que más admiraba de él.

Había hecho su propia empresa, diseñando todo tipo de artículos para el hogar. Todos los objetos eran únicos y su éxito era alucinante. Yo lo conocí a través de su negocio, ya que mi restaurante tenía una visión algo especial de la cocina y quise que todo fuera único e irrepetible. Y entonces conocí a alguien muy parecido a los objetos que hacía y peleé de la mano con él contra todo lo que hubo después.

Todo eso lo recordé durmiendo, o mejor intentando dormir, en el sofá cama de mi amiga. Lloré toda la noche y me pregunté porque la vida era de esa manera, porque las cosas nunca podían quedarse como estaban, siempre cambiando y rompiendo tanto lo bueno como lo malo.

Al día siguiente decidí volver a casa y, como era domingo, lo encontré tomando café y leyendo un libro que había empezado hacía mucho pero que no parecía estar cerca de terminar. Me le acerqué por atrás y le di un beso en la nuca sin decir nada más. En vez de hablar, decidí transmitir en ese beso todo el amor que sentía por él, la admiración, el respeto y la inmensa confianza que le tenía, a pesar de mis palabras sacadas del alma por el dolor de perderlo.

Ese día no hablamos de nada que tuviera relación con su decisión. Nos quedamos en casa e hicimos el amor, cocinamos juntos, hablamos de anécdotas cómicas de nuestros amigos o familiares y de temas varios como adonde iríamos en nuestras próximas vacaciones.

Al día siguiente se fue a trabajar y yo me quedé un rato, escribiéndole una carta y dejándosela en la almohada. No quería hablar más de algo que me dolía tanto, pero creo que todo lo que había dentro de mí quedo resumido en esas dos hojas que puse en un sobre postal sobre la cama.

Ese día no pude concentrarme mucho en el restaurante y decidí dejarlo todo en manos de mi ayudante. Tampoco quería verlo a él, no hasta que leyera mi carta y supiera su respuesta, su actitud. Fui a comer solo y luego a un parque y así traté de pasar el tiempo, tratando de no pensar pero pensando el triple.

Cuando llegué la carta ya no estaba. Me fui a la cama antes que él porque estaba cansado, de alguna manera. Sentía como si un elefante se me hubiese sentado encima y solo el sueño lo pudiese ahuyentar.

Al otro día, me sorprendió verlo a mi lado. Se despertó con una caricia mía y pude notar que tenía los ojos algo rojos y la nariz congestionada. Era obvio que había estado llorando. Solo nos abrazamos y no dijimos nada.

El par de meses siguientes fueron perfectos. Nunca me había dado cuenta en realidad de cuanto lo amo y cuanto lo necesito. Hicimos cosas que nunca habíamos compartido y nos conocimos como nunca antes, como si acabáramos de conocernos.

Incluso fuimos con su familia y con la mía y les explicamos nuestra situación. Lo hicimos porque nos dimos cuenta que habíamos vivido al margen de nuestras familias por mucho tiempo. Solo los veíamos cuando parecía ser necesario o en ocasiones especiales pero vimos que eso estaba mal. Nosotros nunca habíamos hecho nada malo y nunca les dimos a ellos la oportunidad de hablar, de decir algo.

Ambas ocasiones fueron memorables y lo amo ahora aún más por haberme casi forzado a hacerlo. Yo tenía miedo pero él no y me convenció y estoy feliz de que eso sucediera.

Hicimos una gran cena con todos, amigos y familiares, para despedirlo y desearle la mejor de la suertes. Por supuesto, lloré en algunos momentos porque todo parecía mejorar ahora, justo cuando la persona que más quería se iba lejos y no sabía cuando volvería ni en que estado.

Pero agobiarme con eso no tenía ningún sentido. Era un hombre capaz y bueno y no dudaba por un segundo que un arma jamás torcería su camino.

Después de que todos se fueran, compartimos una de las mejores noches de mi vida y traté de que fuera lo mismo para él, para que tuviera recuerdos que le impulsaran a seguir hasta volver.

Entre todos lo llevamos al aeropuerto y nos despedimos, uno por uno, todos llorando. Parecía que nunca lo fuéramos a ver de nuevo y eso no era así. Él volvería y seguiría haciendo de nuestra vida un paraíso.

Han pasado ya seis meses de su partida. Nos escribimos correos electrónicos cada día de por medio, contándonos absolutamente todo. Yo le mando fotos de la casa, nuestras mascotas, la familia y amigos y él hace lo propio, con fotos de comida y compañeros. Ayuda en la unidad médica y atiende heridos en zonas de combate. No sé si es mejor o peor de lo que yo imaginaba pero cada vez que leo lo que me escribe, lo oigo hablarme y lo siento más vivo que nunca y con ansias de volver.

Al oler su saco antes de guardarlo, recordé nuestros primeros días juntos y los sueños que teníamos como pareja pero también recordé el mutuo respeto que nos tenemos y que, aunque nada es para siempre, el final es solo uno y todavía no está aquí.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Al otro día

Había tomado tanto la noche anterior que no era una sorpresa que la cabeza me diera tantas vueltas. Parecía ser de noche todavía o al menos estar muy oscuro. No prendí ninguna luz para llegar hasta el baño, conocía mi pequeño apartamento lo suficiente para saber donde iba.

Adentro, oriné, me lavé la cara y giré el cuello un par de veces antes de volver a la cama. Antes de quedar dormido, mi último pensamiento fue en lo rica que se sentía la cama, más caliente que de costumbre.

Horas más tarde, casi al medio día, me desperté de nuevo. No tenía el más mínimo deseo de levantarme. Además era domingo, entonces no había necesidad de hacerlo. En pocos minutos, decidí que dormiría un par de horas más y luego pediría algún domicilio, algo rico para compensar los pésimos almuerzos (o falta de ellos) durante la semana.

Cerré los ojos pero no podía conciliar el sueño. De pronto ya había dormido lo suficiente... Fue entonces que oí algo que me asustó y me incorporé de golpe, quedando sentado en una esquina.

A mi lado, dormía otra persona. Era un hombre. Traté de recordar quien era pero no había caso. Había bebido tanto que no recordaba haber dejado a nadie dormir en mi casa, menos aún en mi cama.

Reconstruí la noche anterior en algunos segundos: con amigas y amigos habíamos decidido salir a bailar y tomar algo pero empezó a llover tan fuerte que preferimos dejarlo para después. Entonces tuve la idea de quedar mejor en mi casa, donde ya estaba la mitad de la gente, y hacer una fiesta pequeña.

En efecto, compramos bastante alcohol, algo de comida y bailamos todo tipo de música. Fue bastante agradable, en especial porque hacía mucho no veía a algunas personas y había notado que la amistad había resistido las pruebas del tiempo y de la distancia.

Pero entonces quién era ese hombre en mi cama? Decidí despertarlo. Sin duda era lo mejor. Incluso era posible que el hombre no supiera donde estaba y seguramente tendría algún lugar adonde ir.

Me levanté con cuidado y, al salir del cuarto, cerré de un portazo. Eso debía despertarlo. Caminé a la cocina y serví algo de café frío y lo puse a calentar. La cantidad era para dos, ya que seguramente mi compañero de cama lo necesitaría también.

Apenas serví el liquido, oí que la puerta de mi cuarto se abría y, para mi sorpresa, se cerraba la del baño. "Que frescura!", pensé yo en ese momento. Cómo era capaz de entrar al baño de un desconocido así como así? Hay que ver la gente lo descarada que puede ser.

Me senté a la barra, que cerraba la pequeña cocina, y empecé a tomar de mi taza. Al rato, salió el hombre y no pude evitar quedar con la boca abierta. Y no fue por su apariencia sino porque en ese mismo momento supe quien era. No era porque lo hubiese recordado sino porque había visto su foto.

 - Buenos días. - dijo él. Me sonrió. - Dormiste bien?

Cerré la boca y la abrí de nuevo para contestar pero no salió ni una palabra. Debí parecer un pescado muriendo o algo por el estilo. Él pareció no darse cuenta o solo ignoró la situación. Se acercó y cogió la otra taza de café. Tomó un sonoro sorbo y luego hizo un sonido, como si hubiera tomado algo particularmente refrescante.

 - Justo lo que necesitaba. No soy nada sin el café de la mañana.

"Al demonio", pensé.

 - Eres el hermano de Cristina.

Él me volteó a mirar y, de inmediato, pude notar que su actitud relajada había desaparecido. Me preguntó si me acordaba de él y le respondí con toda honestidad. De la foto, sí. Pero no de anoche.

 - No recuerdas? Llegué tarde y mi hermana nos presentó. Les conté que había discutido con mi  familia y no tenía donde quedarme y tu me ofreciste tu casa.

No lo podía creer. Que carajos me había pasado? Así de bebido estaba? Por un momento dudé en creerle pero el tipo parecía preocupado y no había un actor tan bueno como para fingir un malestar de ese tamaño.

 - Lo siento. Estabas... Mierda. Me voy, no te preocupes.
 - No!

La palabra salió de mi boca, sin pensarla. Él se detuvo en sus pasos y me miró, con unos ojos que parecían de historieta, grandes y suplicantes.

 - Ya estás aquí. Toma el café y puedes desayunar conmigo. Ya dormimos juntos entonces, que más  da.

Él chico asintió y pareció aliviado. Hice sandwiches para cada uno, en pan baguette, con jamón y queso y tomate y lechuga y de todo. Quedaron deliciosos y me lo agradeció mucho.

Durante el desayuno, le pregunté porque había discutido con sus padres. Me confesó que les había confesado que era homosexual y ellos no lo habían aceptado.
Yo conocía bien a Cristina y sabía que amaba a su hermano. Eran amigos. Pero su familia era muy devota, de ir a la iglesia todos los domingos, y francamente la situación del chico no me sorprendía.

Tomamos jugo de naranja también, que él sirvió. Me confesó que no sabía que hacer, adonde ir. Yo solo podía decirle que todo se arreglaría con el tiempo, que las cosas sabían como encajar casi solas.

 - Que bebí ayer?

Mario, ese era su nombre, se rió de mi pregunta.

 - De verdad no recuerdas nada?

Y así era. Él se puso de pie y empezó a mirar en unas bolsas. Estaban llenas de botellas. Había de whisky, aguardiente, vino y vodka.

 - Que asco.
 - Si no has vomitado es que tienes buen estomago. Además el desayuno ayuda.

Sonreí ante su comentario.

Terminamos de comer y entonces entramos al cuarto. En ese momento, nos dimos cuenta que habíamos comido en ropa interior y camiseta pero nadie dijo nada. Cada uno recogió su ropa. Lo vi ponerse el pantalón mientras yo guardaba lo mío y entonces tuve una idea.

Siempre me habían dicho que no me arriesgaba lo suficiente, que me gustaba hacer todo lo que era seguro y nunca lo que era loco o inesperado. Y entonces me di cuenta que tenía a la mano una oportunidad.

 - Que vas a hacer? - le pregunté.
 - Verme con mi hermana. Es lo único que se me ocurre.

Asentí, todavía pensando en mi idea.

 - Gracias por tu ayuda.
 - De nada.

Lo acompañé a la puerta y entonces nos miramos y fue extraño. Sentí algo raro, como si ese momento ya hubiera ocurrido. Pero eso no importaba.

 - Te quieres quedar?

No, eso sonó raro.

 - Quiero decir... Para hacer algo? Iba a quedarme en la casa y pedir algo y ver películas. No sé si sea  buena idea pero si quieres... Podemos llamar a...

 - Sí. Sí, quiero.

Sonrió más que antes y otra vez sentí lo mismo, como si ya lo hubiera visto antes.

Se quitó su chaqueta y nos sentamos en el sofá. Allí empezamos a hablar y casi nunca dejamos de hacerlo. Ese día comimos juntos, reímos y compartimos gustos. Hacía mucho no me sentía tan a gusto compartiendo tanto tiempo con alguien, mucho menos alguien que prácticamente no conocía.

Él era divertido, muy gracioso y con bastantes anécdotas. Y él, al parecer, creía que mi vida era interesante y siempre quería saber más. Todo se sentía bien.

En la noche lo invité, de nuevo, a quedarse en mi casa. Esa vez lo hice sobrio y le ofrecí mi sofá.

Cuando me despedí antes de ir a dormir, me pidió un momento y me confesó algo:

 - Ayer... Antes de acostarnos, me diste un beso. Pensé que... deberías saberlo.

Y sin pensarlo, le di uno nuevo y lo invité a dormir a mi cama otra vez. Sabía que me sentía así por alguna razón y esa era. Algo había en él que me hacía sentir extraño, pero de una manera muy agradable.

martes, 7 de octubre de 2014

Equilibrio

Sofya era la mejor en toda la competencia, de eso no había ninguna duda. En cada una de sus presentaciones se lucía con pasos cada vez más refinados, perfectos. Su cuerpo parecía hecho de plastilina o algún otro material maleable. Verla era increíble.

Su mayor seguidora era su madre. La niña había mostrado aptitudes desde pequeña y los profesores habían instruido a Katerina para que la niña aprendiera algún deporte donde pudiera sacar a la luz todo su potencial. Estuvo un año haciendo ballet pero la niña odiaba estar en grupos grandes, con otras niñas. Y Katerina detestaba sentarse con madres obsesionadas con sus sueños frustrados.

La niña se decidió entonces por la gimnasia rítmica, un deporte que podría practicar sola pero que pediría bastante de su cuerpo y de su disciplina. Pero así lo hizo, cumpliendo con todo lo que debía hacer. Sofya era dedicada y cuando entraba a competir, era como si no hubiera nada más en el mundo.

Su madre le preguntaba con frecuencia si estaba segura de que esto era lo que quería hacer y la pequeña siempre respondía que su sueño era estar en los Olímpicos. La madre estaba feliz pero puso reglas: no más de cierta cantidad de práctica a la semana y nada de competencias demasiado pesadas, al menos no hasta que fuera algo mayor.

Sofya resentía esta actitud de su madre, ya que ella creía que era un miedo de Katerina de ver a su hija fracasar o algo por el estilo. La verdad era que su madre quería que fuera una niña normal y disfrutara otros aspectos de la vida, no solo estar siempre metida en algún gimnasio o preocupada por su peso o aspecto.

Cuando podían, Katerina lleva a la niña con al centro comercial de compras, a jugar en el parque con su perrita Ariel o jugaban juegos de baile en la consola que tenían en casa. Todo para que Sofya no sintiera que debía hacer cosas sino que las hiciera cuando quisiera.

Pero el mundo de las competiciones lentamente fue tocando la mente de Sofya hasta que, a los dieciséis años, ya había desarrollado un serio problema sicológico. Nunca había sido de aquellas niñas con montones de amigas. De hecho Katerina no conocía ninguna amiguita de su hija, a parte de las chicas que iban al mismo gimnasio a entrenar.

Lo más grave era que Sofya había empezado a crecer y ahora se veía a si misma diferente. Veía a una chica con más busto y caderas y le era más difícil manejar su cuerpo en ciertas maniobras. Otras chicas seguían siendo delgadas y casi no tenían senos. Y eso le daba rabia.

Katerina se había dado cuenta un día, cuando había encontrado a su hija mirándose al espejo como si estuviera contemplando a alguien que nunca hubiera visto. Sin dudarlo, habló con ella y la relación que habían construido dio frutos cuando la niña le dijo exactamente que le molestaba.

La mujer le respondió que su cuerpo era más bello que el de las otras chicas y que tal vez ese era un nuevo reto para ella, manejar su cuerpo a través de los ejercicios más difíciles. Le propuso hablarlo con su entrenadora.

La mujer les dijo, sin pelos en la lengua, que todo era más fácil para una chica ligera, con menos carga. Pero que nada era imposible. Este era un deporte que solo se podía practicar hasta cierta edad, hasta que los huesos permitieran los difíciles giros y saltos.

Con la ayuda de Katerina, Sofya se sometió a una dieta para bajar de peso. Esto ayudó a hacer que la relación entre las dos fuera más estrecha y a que Sofya viera a su madre como quien era en realidad: una mujer dedicada a complacer a su hija, desde pequeña.

Ahora hablaban de chicos, del trabajo de Katerina en una inmobiliaria y de los entresijos de las competencias de gimnasia.

La joven, con permiso de su madre, empezó a practicar más seguido. Dejó a un lado sus estudios, habiendo prometido a su madre que sin importar el resultado, volvería al colegio apenas todo terminara.

Katerina ayudó a su hija con la música para su rutina y le aconsejó mezclar algunos pasos de baile moderno con los ejercicios. A la entrenadora y a su hija les encantó la idea.

Por fin llegó el día de la competencia nacional, que se llevaría a cabo en una ciudad costera. Katerina y su hija disfrutaron del hotel y de la playa antes del día de la competencia, prometiendo estar juntas pasara lo que pasara.

En la competencia, Sofya se lució ante los jueces, a quienes les encantó la música moderna y los pasos contemporáneos mezclados con rutinas de ejercicio complejas que Sofya pude ejecutar a la perfección, con disciplina y esfuerzo.

En la tabla general quedó tercera y eso la calificaba automáticamente para competir a nivel regional, con chicas de otros países del continente. Era un paso más hacia su sueño de llegar a las Olimpiadas.

Katerina la felicitó y le dijo que había tenido una idea: la ayudaría a estudiar bastante para poder graduarse lo más pronto posible, antes o después de las regionales. Creía que era básico estudiar y tener un respaldo.

Aunque en un principio Sofya se enojó ya que pensó que eso ponía a la luz cierta desconfianza de su madre, después entendió que ella solo quería lo mejor para su hija. Así que cuando la chica volvió a hablar con su madre, como siempre lo hacía, le dijo que quería estudiar arquitectura y que así su madre podría vender las casas que ella hiciera.

Esto alegró a Katerina, no por el hecho del trabajo y los estudios sino porque le hizo ver lo rápido que su hija había madurado. Estaba segura que Sofya sería una gran mujer en el futuro, capaz de tomar decisiones por su cuenta sin ayuda ni presiones de nadie. Sería una mujer libre y eso era lo que Katerina siempre había querido, tras sus muchos sacrificios y esfuerzos.