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martes, 21 de abril de 2015

El único regalo

   El agua moviéndose por el movimiento del barco era lo único que tenía enfocado pero no estaba pensando ni en el agua, ni en el barco, ni en esta travesía sin sentido. El ferri viajaba de Atenas a Santorini y podría haber unido la Tierra con Urano y me hubiera dado lo mismo. Lo que había atrás, en Atenas y más allá, era lo que ocupaba mi pensamiento y no me dejaba seguir adelante como hubiese querido.

 No era, y sigo siendo, nada más que un escritor frustrado, apenas publicado y con un trabajo tedioso como medio para seguir viviendo. El arte no da dinero para vivir, solamente la felicidad para hacerlo. Pero yo no tenía ni lo uno ni lo otro. Eso sí, siempre había ahorrado y por eso había decidido tomar este viaje, lejos de todo y de todos. Necesitaba respirar otros aires y que mejor que hacer en un sitio donde ni siquiera entendería lo que se decía en la calle, lo que se dijera de mi en mi propia cara.

 El sonido de un niño vomitando me sacó de mis pensamientos y me trajo de nuevo al ferry, un montón de metal que de alguna manera flotaba sobre el Egeo y se acercaba con prisa a una isla volcánica famosa en la que yo tenía prometida una cama y un lugar en donde pensar para poder conectarme de nuevo con quien había sido antes. Ya no podía escribir. La pantalla o el papel en blanco me agobiaban y me daban breves ataques de ansiedad, de rabia y terror. No quería tener que sentir eso así que simplemente ya no lo intentaba. Pero en este viaje eso tenía que cambiar.

 Siempre había necesita una manera de sacar lo que sea que tuviese dentro. Y mi trabajo como asistente en una editorial no sacaba nada de mi imaginación, que parecía haber muerto hacía tanto tiempo. No digo que fuese bueno pero tampoco era irremediablemente malo. Yo diría que era lo que tenía que ser y lo que, ojalá, muchos necesitaran leer. Algo fácil pero con contenido. La literatura puede ser tan pretenciosa y llena de sí misma. Lo que yo quería era liberarme un poco de las ataduras. Y lo logré, al menos por un tiempo.

 Pero las cosas nunca se quedan quietas en la vida. Nada permanece quieto y eso lo odio. Porque tienen que cambiar las cosas? Para que la evolución, cuando va muchas veces en contra del crecimiento de los seres vivos? Yo no quiero cambiar ni quiero que nada cambie. Aunque para eso ya es tarde porque las cosas ya cambiaron y es tarde para llorar sobre esa podrida leche derramada. Ya no tengo lo que solía tener y, en mis intentos de recuperar lo perdido, solo me he ido hundiendo mpido te tragan y te llevan al olvido. mueven demasiado, mlas e ido hundiendo morque las cosas ya cambiaron y es tarde para lloraás en el barro. Es como las arenas movedizas de las películas, y supongo yo en la vida real; si te mueves demasiado, más rápido te tragan y te llevan al olvido.

 Por fin el barco atraco en el puerto de Santorini y caminar es otra de esas cosas que ayuda a que el cerebro no se atrofie, a que no se vuelva loco pensando en lo que puede y no puede ser. Para que perder tiempo con lo que no existe. Si no existe, por algo será. Yo solo quiero paz en mi mente y recuperar lo que antes tuve. Tal vez lo tenga todavía, lo siento a veces en mi interior pero es como si un grave accidente me impidiese volver a subirme en la proverbial bicicleta. No puedo, me duele y me agobia.

 Las callecitas y vistas en la isla son fantásticas. Muchos de los turistas que venían conmigo en el barco se quedan por solo unos días pero yo pienso quedarme dos semanas enteras en esta roca. Sí, supongo que por el ambiente pero también al ser una isla da mucho espacio para sentirse alejado, tal vez único. De pronto eso y la vista, la naturaleza, me ayuden a recuperar lo perdido.

 Me niego a perder algo que siempre me ha sacado del agua negra de la vida. Porque así se siente cuando te desconoces, te pierdes a ti mismo en un mar de mentiras, de falsas esperanzas y de sueños frustrados que simplemente murieron antes de tener una oportunidad. Son abortos, intentos fallidos que agobian la mente. Aún sin vida son capaces de atormentar. Se podría decir que son pura culpa pero nunca se sabe de que te sientes culpable. Creo que allí yace la verdadera agonía. Es horrible.

 Mi habitación es pequeña pero la única ventana mira hacia la hermosa bahía y sobre un montón de otras casitas. Es fantástico, casi solemne. Me quedo en la casa de un anciana mujer que solo habla griego. Su nieta la acompaña y ella habla inglés. Atiende a los turistas y los ubica en alguna de las ocho habitaciones. Esta mujer debió ser rica, así no fuera en dinero. Nadie aquí tiene una casa tan grande y menos tan bien ubicada. Pero sea como sea, aquí estoy y aquí me quedo.

 Al día siguiente me voy a caminar, con una mochila casi vacía, solo con una botella de agua, dinero para el almuerzo, un bolígrafo y un cuaderno. No necesito más. Camino arriba y abajo, por callecitas y por caminos desolados. Y me doy cuenta que no lo he perdido, que todavía está allí. Es casi como el amor, creo. Se debe sentir como un globo dentro del cuerpo que crece o se desinfla dependiendo de lo que se esté sintiendo por esos días. No conozco al amor pero conozco la frustración y la realización. Supongo que tiene de ambos.

 Nunca me interesó saber mucho del amor. De pronto porque no creo en algo tan mágicamente espectacular. No creo en algo tan puro en un mundo tan corrupto y decadente. Porque estas casitas pueden ser blancas y esta isla puede parecer inocente pero aquí, como en todos lados, hay seres humanos. Y tenemos que entender que como eso mismo, somos una peste. Las ratas son incluso menos invasivas y destructivas. Nosotros somos peores porque no solo jugamos con el físico de los demás sino con sus mentes. Y eso es lo que pasa todos los días. Gente que se lanza de algún lado porque el hedor de este mundo pudo más que su débil voluntad.

 Tal vez no sea voluntad sino un reconocimiento de que en verdad jamás ganamos nada en la vida, más que la vida misma. Ese es el único premio verdadero y todo el mundo lo recibe. No hay más sino eso. La vida es solo importante porque es vida misma y ya. Lo que hacemos en ella, como lo hacemos y con quien, es tremendamente insignificante. A quien le importa de verdad, una cosa u otra? Si somos negros o blancos, si somos homosexuales o heterosexuales, hombres o mujeres, altos o bajitos, ricos o pobres? Eso no importa porque la realidad es que solo nacimos para perder, para ir en un declive suave hacia la muerte. Todos somos iguales, todos decaemos igual.

 Viendo los riscos, las rocas en el mar, la aridez del terreno, me doy cuenta que la muerte no puede ser tan mala. Morir es, al fin y al cabo, tan natural como morir. Incluso, si decimos que la vida es el único momento en que ganamos, tal vez se podría decir que la muerte también es una ganancia. Es un favor de la naturaleza a nuestros cuerpos, a nuestras mentes exhaustas. Es justicia pura y definitiva. Entiendo entonces que no hay nada peor que llorar en un entierro. Porque llorar cuando ahora esa persona volvió a ganar, vuelve a estar mejor, mientras que nosotros nos quedamos aquí, solos en tremenda multitud?

 Mis comidas son deliciosas y pienso que de pronto la vida no es tan mala pero olvido esta noción rápidamente. Una buena acción, no hace de nadie un héroe ni un santo. Esas son ilusiones que la gente se inventa a raíz e la necesidad de creer en algo, de creer que todo tiene un significado mayor y que el mundo es más fantástico de lo que en realidad es. Son mentiras que nos decimos para tratar de hacer este viaje menos tortuoso y turbulento. La vida es un camino lleno de rocas, parecido a algunos que he visto en mi estadía.

 He tomado fotografías y eso es un alivio. Porque es otro de esos enchufes que se habían desconectado y ahora está de nuevo unido a mi cerebro. Le agradezco a este paisaje, a esta gente incluso, por darme esto de vuelta. Me hace respirar con más facilidad, me hace sentir que estoy vivo y que tengo un camino que recorrer, sin importar que haya en él. Los colores, las imágenes, me inspiran y entonces siento esa burbuja extraña, esa cosa que nos llena como si fuéramos un jarra de jugo. Creo que ha vuelto y lloro solo como un niño tonto, porque sé que es verdad.


 Ya de vuelta en mi vida, mi imaginación ha vuelto y traigo conmigo los escritos de Santorini, hojas y hojas escritas a mano inspiradas por la vida misma, por ese único regalo que frecuentemente ignoramos pero que es la sal y el azúcar de la existencia. Nos hace sentir y que hay mejor que sentir? Tocar el cuerpo de otro ser humano, oler una flor, probar la comida de mamá, ver un atardecer y oír la abrumadora realidad, que es cruel y despiadada, pero es nuestro camino real a la grandeza.

domingo, 5 de abril de 2015

Kamchatka

   Cuando Javier salió del avión, aprovechó para estirar sus piernas y sus manos apenas bajó por la escalerilla del avión. Las azafatas lo miraban riendo por lo bajo pero no había como no hacer lo que estaba haciendo. Al fin y al cabo el viaje había tomado varias horas y eso solo era el último tramo. Y todavía había más por delante pero desde ya podía decir que su aventura estaba comenzando.

 Al salir del aeropuerto, un hombre con cara de pocos amigos, abrigado hasta la medula, lo encontró sosteniendo la foto que había enviado a la agencia. Era de hecho la foto del pasaporte y la habían ampliado varias veces y no se veía muy bien en el cartón que el hombre sostenía. Después de haberse saludado, subieron la única maleta de Javier y emprendieron el camino al hotel. Allí el hombre se despidió y le indicó, en inglés, que lo recogería temprano al otro día.

 Esa tarde, Javier organizó todo lo que debía llevar en la mochila de expedición: no podía echar todo lo que había traído y siempre lo había planeado. Había traído varios implementos para el cuidado personal porque en la noche haría una limpieza profunda de sí mismo, ya que iba a estar una semana entera por fuera, sin posibilidad de ducharse ni nada relacionado a su estética personal. Decidió también dejar fuera algo de ropa que vio que no iban a ser muy apropiados.

 Cuando llegó la noche, comió algo en el restaurante del hotel y luego se duchó por varios minutos, afeitándose después así como usando bastante desodorante. Durmió como una piedra hasta que la alarma del celular lo despertó a las cuatro de la mañana. Se bañó de nuevo, arregló lo último de la mochila y cuando bajó su anfitrión ya estaba allí. En la camioneta que manejaba se demoraron unos minutos hasta salir de la ciudad y viajar por carretera por cerca de media hora hasta llegar a un parque donde había un puesto de guardabosques. Allí, Javier se dio cuenta que había otros viajeros ya listos para emprender la travesía.

 Los reunieron a todos frente a la casa del guardabosques y una mujer muy rubia y alta fue quien les habló en inglés y les dijo como sería el recorrido y lo que debían esperar del recorrido. Les recordó que no podían usar el flash de sus cámaras y que no estaba recomendado llevar productos electrónicos aunque tampoco estaba prohibido. Javier apretó el celular en la mano pero no lo sacó ni dijo nada. Cuando la mujer terminó su discurso, les dijo que se alistaran ya que la caminata empezaba allí. Fue a buscar su propia mochila y entonces empezaron a caminar. Javier se despidió de su conductor, que pareció no verlo, y siguió al grupo.

 No eran muchos. Además de la guía, solo había una mujer que venía con su esposo. Eran franceses. Había un joven de la misma edad de Javier que venía de Corea y dos hombres estadounidenses que parecían tener mucha experiencia en este tipo de situaciones. Pero el grupo de hablaba mucho entre sí. Era como si vinieran a competir, o algo por el estilo, pero Javier no lo veía así. Él había ahorrado por mucho tiempo para hacer este viaje. Era un fotógrafo consumado e ir hasta Kamchatka siempre había sido uno de sus más grandes sueños.

 Como pudo, se fue acercando hacia Si-woo, el chico coreano. Lo bueno era que Javier sabía hablar bien en inglés y cuando lo saludó el chico se asustó un poco pero empezaron a hablar a gusto, compartiendo algo de sus vidas. Los demás hacían lo mismo, pero no entre ellos sino solo con quienes habían venido. Como ellos dos estaban solos, era apenas normal que se sintieran mejor hablando el uno con el otro. Si-woo era biólogo y había venido porque para él también era un paraíso en la tierra esta península plagada de volcanes y vida salvaje.

 Después de un tiempo de caminata, salieron del pequeño bosque a una extensa estepa plagada de flores de colores y algunas plantan menores. La guía les avisó que pronto se detendrían para tratar de tomar la foto de un zorro, que normalmente merodeaban por la zona. Cuando llegaron a la parte más plana y estable de la estepa, se hicieron en grupo y miraron para todos lados. Pero parecía que los animales o no estaba o no pretendían interactuar con los viajeros. De todas maneras Javier tomó algunas fotos y lo mismo hicieron los demás.

 Algo de neblina había empezado a bajar de la montaña, que era un volcán negro, y estaba cubriendo todo el lugar lentamente. La guía apuró el paso ya que debían llegar al borde de una cañada para tener en donde acampar. Pero a medio camino hacia allí, una tormenta se desató y casi no pudieron seguir. Varios se resbalaron y no había manera de encontrar el lugar para acampar. No venían árboles ni nada que los cubriera y poner tiendas de campaña no les iba a ayudar de nada. Debían seguir caminando lo que más pudiera hasta que la lluvia se detuviera o hasta que encontraran un lugar adecuado para pasar la noche.

 Entonces llegaron a la cañada pero ya no era un pequeño riachuelo como habían visto en fotos. Era un torrente de agua que llevaba ramas y plantas hacia el mar. En ese momento la guía les indicó un camino para ir paralelo al torrente pero la pareja de franceses se acercaron demasiado y se resbalaron, cayendo en el agua. Uno de los gringos corrió rápidamente y lanzó una cuerda que tenía en su mochila. La mujer que había caído logró tomarla pero su esposo se le fue entre los dedos y se lo tragó prontamente la oscuridad de la noche.

 Cuando pudieron sacarla, la mujer temblaba como loca y no podía pronunciar palabra. Y así hubiera querido hablar lo más probable es que no se le hubiera entendido nada, por la lluvia. La guía decidió sacar un plástico de su mochila y les aconsejó a todos sentarse en el suelo y cubrirse con el plástico. Ella intentaría llamar al guardabosques. Lo intentó toda la noche, incluso después de que todos se durmieran. La lluvia se detuvo en algún momento de la noche, así como sus intentos.

 Uno de los gringos, el que venía con el que había rescatado a la mujer, se despertó de golpe, gritando. Todos lo miraron asustados. El hombre se cogía la pierna y de pronto quedó quieto, lívido. Su cuerpo cayó al suelo por su propio peso y quedó ahí. El que venía con el lo revisó y sacó de entre sus pantalones una serpiente que se le había metido en la noche. Lo había mordido varias veces y parecía ser venenosa.

 La guía empezó a llamar de nuevo pero nadie atendía. Parecía que la lluvia había dañado todo. Como pudieron, tratar de retomar el camino de vuelta pero la lluvia había cambiado el paisaje y parecía que por loa noche ellos también habían perdido el rumbo. La mujer dijo que lo mejor era cruzar el río en algún punto para llegar a un puesto al otro lado. Siguieron el curso de la cañada hasta llegar a un lugar poco profundo donde uno a uno fueron pasando tranquilamente. Después de unas horas, llegaron al otro puesto de atención y, como lo esperaban, no había nadie. Pero sí había un teléfono y la guía trató de contactar a alguien para que los ayudara.

 De pronto, estando dentro de la cabaña, oyeron un par de disparos y el sonido de aves asustadas. Se miraron los unos a los otros y se dieron cuenta que solo el chico coreano y el gringo faltaban. Cuando salieron, el chico tenía una pistola en la mano apuntando a su cabeza y el cuerpo del hombre al lado. La guía le preguntó que había pasado pero el joven respondió accionando el arma y suicidándose frente a todos. Ahora solo habían tres personas, tres personas que no entendían que sucedía. La guía volvió al teléfono y por fin contestaron. Ella no tuvo que decir nada; le contestaron que ya habían enviado un helicóptero.

 Cuando volvieron a la ciudad, se les informó que la policía secreta había ocupado la oficina y por eso no habían contestado antes. Resultaba que Si-woo era un hombre buscado en Corea por haber sido el único testigo del asesinato de su madre, una política importante, por parte de dos mercenarios norteamericanos. Entonces todos entendieron la actitud de unos y otros y como la muerte del francés había sido un accidente inesperado. Todo había pasado rápidamente pero casi en conjunción con los planes de venganza de cada uno. Los gringos no habían hecho nada por temor y el chico coreano había aprovechado esto para buscar una serpiente venenosa y ponérsela cerca uno de ellos. Al fin y al cabo, sí era un biólogo.


 Todos testificaron a la policía rusa y dejaron la ciudad apenas pudieron. En el avión de vuelta, dejaron la ciudad apenas pudieron. En el aviy ponersela ios norteamericanos. Entonces todos entendieron la actitud de ón de vuelta, Javier empezó a escribir en un cuaderno lo que recordaba para no olvidarlo. No podía creer el nivel de venganza, de miedo y de odio y, sobre todo, de paciencia que había habido para que todo lo que pasara tuviera que pasar sin que nadie se diese cuenta con antelación. El momento que tanto había anticipado, que iba a cambiar su visión de la vida, se había arruinado. Pero al final del día, si había cambiado su vida, solo que no de la manera deseada.

martes, 24 de marzo de 2015

Sintra

   El día no prometía mucho pero de todas maneras ya estaba yo allí y no había manera de volver. El tren no se había demorado mucho entre la ciudad y el pueblo. Lo entretenido, al menos para mí, de este paseo, era que las caminatas eran largas y por escenarios majestuosos, a juzgar por las fotografías que había encontrado en internet. Tenía mi cámara y mi celular listos y había tratado de desayunar lo mejor posible, aunque con el presupuesto de un estudiante eso era bastante difícil.

 El tren nunca se llenó y fuimos pocos los que descendimos en la última parada. El pequeño poblado parecía de fantasmas, sin un alma a la vista por ningún lado. La verdad es que ese no era el pueblo al que yo quería ir. Para ir eso había que seguir las indicaciones que señalaban el inicio de los caminos de las montañas. El primer tramo, al lado de una carretera, fue bastante tranquilo y apacible. A un lado, la hermosa montaña llena de árboles y algunas casas de arquitectura particular. Del otro, un acantilado pero no muy profundo. Más calles y casas del poblado habían sido construidas allí, donde alguna vez hubo un río.

 El primer tramo terminaba en el verdadero pueblo, un pequeño montón de casas en lo que parecía un promontorio de la montaña. La vista la dominaba un palacio que tenía más cara de fábrica que de otra cosas. Me acerqué al lugar y vi que era el primero de varios museos que iba a encontrar ese día. Había un puesto de información donde un aburrida mujer me permitió tomar los folletos que quisiera. Los tomé en varios idiomas y de cada sitio de la montaña y los guardé con cuidado en el fondo de mi maletín. Solo dejé uno fuera para tener a mano, esperanzado de que gracias a ese montón de papel no me perdiese en la neblina que había empezado a bajar lentamente por la ladera de la montaña.

 El palacio resultaba mucho más hermoso por dentro que por fuera. Pagué la entrada más cara, para visitar todos los sitios, y seguí paseando por el lugar. Es hermoso caminar por las antiguas moradas de la gente e imaginar que pudo haber ocurrido en dichos corredores hace unos cien, doscientos o hasta quinientos años. Quien sabe que secretos se murmuraron o que discusiones rebotaron de muro a muro. Lo mejor fue ver los objetos, aquellos quelos antiguos habitantes de la casa habían utilizado. Sin problema, pude imaginarme vistiendo las extrañas ropas del siglo XVII, sentado a la mesa comiendo algún plato que fuese típico de la región. Tal vez faisán o alguna otra ave de caza?

 Estoy seguro que los pocos turistas que me acompañaban me miraban un poco extrañados al ver que sonreía como un tonto cada vez que miraba alguna de las piezas o cuando me quedaba demasiado tiempo mirándolo todo. La verdad no es algo que me importase entonces o ahora. En los museos, detesto cuando la gente camina rápido y simplemente creo que se trata de un circuito de carreras o algo parecido. No, para mi un museo es más un templo que cualquier otra cosa. Es prácticamente un cementerio, un lugar adonde mucho de nuestro pasado va a morir. Obviamente que no todo muere y mucho se transforma pero lo que no perdura, lo físico, va y encuentra su lugar en un museo y eso para mi merece el más profundo respeto.

 Cuando salí del palacio, abrí el mapa y me propuse caminar al siguiente sitio con prontitud. El día cada vez empeoraba y para ser las diez de la mañana, el clima parecía anunciar el final de la tarde. Lo mejor era ir primero a los palacios de la parte alta del bosque y luego seguir con los demás sitios que quedaban un poco más retirados. Lo bueno era que todo estaba debidamente señalizado, como en pocos sitios. La caminata fue buena hasta que la lluvia empezó a caer y debí abrigarme solamente con mi chaqueta. Para mi sorpresa, era muy efectiva pero no lo suficiente para alejar el frío. Ya estaba en pleno bosque cuando la lluvia pareció ceder. Era un lugar hermoso, igual de solitario que los demás.

 Es la verdad cuando digo que mi cabeza estuvo a punto de explotar de tanto que había por fotografiar, por ver e incluso por sentir. Había pequeños lagos formando un jardín entre los grandes árboles y los caminos de piedra. Como no había nadie pude rendirme a mi imaginación y con facilidad pude verme como un caballero al mejor estilo de Robin Hood, usando flechas para cazar mi alimento y defender a quienes no podían hacerlo solos. El lugar también se prestaba para imaginar un encuentro romántico y fue ahí cuando mi imaginación se frenó y no trabajó más.

 Tenía que pensar en el amor, aquella cosa extraña y amorfa en la que ya no sé si creer o no. Por supuesto me hubiera encantado estar allí con alguien especial, compartiendo lo hermoso del lugar, seguramente tomados de la mano y dándonos besos cada cinco segundos. Pero para que desgastar mi imaginación, que solía ser tan buena, en cosas que ni siquiera la mente más brillante podía recrear con fidelidad? Porque si el amor existe, dudo que se pueda replicar y dudo que se pueda sentir sin que sea real. Pero como saber que es real?

 Menos mal la lluvia volvió y tuve que dejar de pensar en tontería para mejor encontrar un sitio adecuado para no bañarme más de la cuenta. Casi resbalo al llegar a las puertas del palacio más cercano, que se veía extrañamente sombrío bajo la neblina y la casi oscuridad en pleno día.  Era extraño porque las paredes estaban pintadas de colores y las torres tenían formas divertidas y estrambóticas. Se veía como algo sacado de un cuento de terror pero mezclado con algo demasiado alegre. Pero era un techo al que llegar así que, después de caminar por la calzada de acceso, entré al sitio donde, por fin, había varias personas que habían corrido a resguardarse.

 Decidí seguir al museo, a diferencia de las otras personas, para no quedarme mirando hacia fuera como un perro al que le urge salir a orinar. No, yo preferí explorar el lugar y pronto estuve inmerso de nuevo en mis elucubraciones imaginarias. El lugar, era obvio, siempre había servido como hogar. Había varias habitaciones, una gran cocina con cava y almacén, salones majestuosos con varios muebles y tapetes exquisitos. Que perfecto hubiera sido vivir en un lugar así, tan alejado de todo y tan bien adecuado para la vida humana. Claro que no cualquiera hubiera vivido allí pero eso no importa a la hora de imaginar.

 La lluvia por fin pasó y salí del lugar pronto, tratando de hacer que el día rindiera lo más posible. El sitio más cercano estaba en la colina siguiente. Eran más que todo ruinas y decían que desde allí se podía ver el mar y los pueblos costeros. Cuando llegué, era obvio que no se veía nada pero era otra situación diferente a las anteriores: el sitio era obviamente mucho más antiguo y era sobrecogedor de una manera diferente, por estar tan abierto a los elementos. Siendo alguien que se atemoriza fácil con la alturas, tuve que agradecer que la montaña estuviese cubierta de neblina porque allí abajo era un acantilado profundo, por todo el lado de la montaña.

 Llegué, como pude, a la parte más alta de las ruinas. Era difícil de caminar por lo estrecho de los caminos y porque el viento había empezado a soplar con fuerza, haciendo de caminar algo difícil y hasta peligroso, ya que no había ningún tipo de barrera que impidiera que alguien pudiese caer de las partes más altas. Tomé un par de fotos, de la neblina, las ruinas y las banderas en cada torrecilla, y luego descendí con sorprendente rapidez al camino principal. Mis nervios estaban de punta por la altura y ahora solo quería caminar.

 Siguiendo la carretera, caminando una media hora, estaba otro palacio que parecía ser muy bello, según una de las guías que tenía en mi maletín. Pensé que la caminata me relajaría pero no fue así porque la carretera tenía muchas curvas, no había un andén propio para caminar y, lo más importante, porque me perdí después de una bifurcación confusa. Tenía el presentimiento de haberme perdido pero como el mapa no era exacto era difícil de saber. Había casas a un lado y a otro y parecías residencias grandes pero, a diferencia de los palacios, eran lugares modernos y con vida.

 Decidí volver por donde había venido hasta la bifurcación. Tomé el camino correcto y, después de unos minutos, llegué a mi destino. Para acceder al palacio, había que atravesar un jardín. Era hermoso, con flores de todos los continentes, de todos los colores y con estanques y cañadas ornamentales. Tomé fotos pero esta vez no soñé despierto porque vi que había alguien más haciendo lo mismo que yo, solo que estaba de pie sobre una piedra cubierta de musgo. Tuve apenas el tiempo para reaccionar, tomándolo del brazo antes de que cayera con fuerza sobre la piedra y luego al estanque verdoso. Me agradeció y empezamos a hablar. Paseamos juntos por el palacio y decidimos almorzar juntos ya que él, como yo, estaba solo.


 Cuando la noche cayó, volvimos juntos a la ciudad y compartimos nuestros datos. Sin decir nada, se despidió con un beso en la mejilla y se fue a su hotel. Fue el final perfecto para un día ideal, en un lugar mágico.

viernes, 20 de marzo de 2015

Un botánico en Borneo

   Podrá no parecer algo muy apasionante pero el mundo de las plantas es simplemente maravilloso. Hay tantas especies, tan variadas con brillantes colores y extraños comportamientos, que es imposible no enamorarse de alguna de ellas. Eso, al menos, era lo que pensaba Martín Jones, hijo de un renombrado naturalista británico y de una aguerrida luchadora por los derechos de los animales. Naturalmente, al conocerse sus padres, se habían enamorado al instante pero les tomó algún tiempo tener hijos. De hecho, Martín era el único.

 Había terminado hacía poco la carrera de biología y ahora estaba especializándose en botánica en Londres, desde donde había salido de viaje con un grupo de naturalistas de la universidad a la jungla de Borneo. Indonesia es el corazón de aquellos que aman las plantas. Martín quería conocer en persona un aro gigante, a veces llamadas flores cadáver por su asqueroso olor.  Estaba tan entusiasmado que en el avión hacia Jakarta solo leyó y releyó su libro sobre el tema y no dejó de acosar a todos los demás con todos los detalles de cada planta extraña que pensaba documentar. Además, quien sabe, podría descubrir alguna nueva especie.

 Ese era su sueño desde el comienzo. Hacer un aporte a la ciencia que lo pusiera en el mapa de los botánicos más destacados junto a muchos de sus ídolos y, por supuesto, junto a sus padres. Ellos todavía se dedicaban a amar la naturaleza, viajando por todo el mundo dando conferencias, trabajando para la televisión pública e incluso colaborando con documentalistas para diversos proyectos relacionado a la naturaleza. Mientras su hijo llegaba a Banjarmasin, ellos estaban en la tundra canadiense.

 Martín no tenía a nadie más sino a sus padres. De resto, solo tenía una tenía en Estados Unidos y otra en Japón. Su único tío había muerto en un accidente automovilístico y no había tenido hermanos. Tenía primos pero jamás los había visto y sus abuelos, por ambos padres, estaban muertos hacía ya buen tiempo aunque su padre siempre le contaba historias de su abuela paterna, una mujer que tejía su propia ropa, cazaba su comida y había vivido casi toda su vida como una pionera en el desierto de Mojave.

 Más que nada, lo que Martín quería era tener una vida igual que la de sus padres o que las de sus ídolos en el mundo de la ciencia. Todos hablaban de grandes aventuras y descubrimientos, de tantos tipos de vivencias que era difícil no querer lo mismo. Quería ser igual que todos ellos e incluso mejor, dejando una huella imborrable en la botánica. Este era su primer viaje serio, después de varias expediciones por su cuenta con la única compañía de Maxwell, un perro ovejero que había estado con él por muchos años. Pero el animal ya no estaba y debía afrontar este viaje como un profesional.

 Después de un largo y doloroso viaje por carretera, llegaron al borde de la selva donde fueron atendidos con amabilidad por una tribu que tenía su asentamiento a algunos metros de los primeros grandes árboles de la selva impenetrable. Como ya era tarde, Martín solo pudo oler la selva y para él fue suficiente para aguantar hasta el día siguiente. Comió la cena ofrecida por los indígenas y se acostó rápidamente, pensando en levantarse temprano para tener el mejor primer día posible.

 De hecho, fue su compañero quien lo levantó. Al parecer, Martín estaba más cansado de lo que había pensado y se les había hecho algo tarde. Por lo que pudo ver mientras se cambiaba, estaba lloviendo ligeramente pero no había nada de viento.  Cuando estuvieron todos listos, siguieron a uno de los guías locales y empezaron la larga caminata del día. Como habían comenzado tarde, iban a volver pasado el atardecer así que no podían demorarse más de lo necesario. Pasados los primeros minutos, varios de los científicos pudieron ver varias de las criaturas, sobre todo insectos así como árboles inmensos y flores hermosas. Martín apretaba tan fuerte el obturador de su cámara que se arriesgaba a fracturarse un dedo.

 Pero no importaba nada porque estaba en su elemento. O al menos lo estuvo hasta que, por estar tomando fotos al borde de una cañada, resbaló sobre una roca cubierta de musgo y se torció un tobillo. Trató de hacerse el valiente y lo primero que hizo fue revisar la cámara que no tenía ni un solo rasguño. En cambió él tenía la pierna sangrando porque se había cortado con una piedra afilada y, además, no podía caminar. El dolor era demasiado. Se disculpó con sus compañeros pero ellos le dijeron que era algo que solía pasar. El grupo decidió regresar, cuando no pasaba de la una de la tarde.

 Mientras una de las mujeres de la tribu atendía a Martín, los demás se dedicaron a clasificar su trabajo y a planear el día siguiente, que de paso iban a iniciar al as cuatro de la mañana para evitar perder tiempo. El joven botánico les prometió acompañarlos y, en efecto, fue el primero en levantarse al día siguiente. Pero no hubo manera de que los acompañara porque su tobillo se había hinchado y el dolor era peor que el día anterior. El grupo lo dejó con la tribu y Martín se sintió el fracaso más grande del mundo por no poder acompañarlos.

 Les había arruinado el primer día y no quería hacer lo mismo el segundo. Por eso no protestó pero se odió a si mismo por no poder hacer nada. Eran dos semanas en Borneo y cada día era esencial para clasificar y documentar pero como lo iba a hacer si no podía ni caminar. Uno de los hombres indígenas, que hablaba algo de inglés, le explicó que venía un médico en camino para atenderlo. Martín no quería pero sabía que no podía negarse, no estando tan lejos. Sabía que era un esfuerzo para el médico ir hasta allí y no quería hacer que alguien más perdiese su tiempo por su culpa.

 El médico llegó justo después del almuerzo. Lo revisó brevemente, le puso una inyección y le pidió dos días completos de descanso. Martín le dijo que necesitaba salir de expedición al día siguiente pero el médico le dijo que eso solo empeoraría su tobillo. Tenía que descansar y moverse lo menos posible. Cuando el grupo llegó pasada la tarde, todos muy contentos, Martín no quiso hablar con ninguno de ellos. Ronald trató de hablar con él pero el joven botánico se hizo el dormido. No quería ver en sus caras la alegría del día, no cuando los envidiaba tanto.

 Al día siguiente, el grupo se fue de nuevo. Martín solo se dio cuenta horas después, cuando se despertó. Decidió bañarse, cosa que no había hecho desde el día que había salido de casa. La mujer indígena que lo había ayudado antes le hacía señas para que no se moviera mucho pero el solo le sonreía y hacia señas de que todo iba a estar bien. La mujer le prestó una sillita de plástico y le mostró un sitio, detrás de las casas, donde podía bañarse con tres baldes llenos de agua que le trajo sin mayor dificultad. Él se lo agradeció y esperó a que estuviera lejos para quitarse la ropa.

 Siempre teniendo cuidado de su pie, se sentó sobre la sillita de plástico y se echó encima el primer baldado de agua. Estaba fría pero apenas para el calor que hacía tan temprano en cercanías de la selva. Mientras sacaba del pantalón un jabón pequeño que había traído de casa, notó los sonidos que salían de los altos árboles cercanos. Casi se cae de la sillita cuando, mientras se echaba jabón por las piernas, un animalito pequeño, parecido a un mono, salió de entre los árboles. Parecía buscar algo por el suelo. Martín se echó agua con cuidado para no asustarlo pero la criatura se volvió hacia él y lo miró un buen rato hasta que se cansó y se fue.

 Martín sonrió ante el particular evento. Se puso de pie como pudo, utilizó el jabón en sus partes intimas y en el resto del cuerpo y, cuando se dispuso a vaciar el último balde sobre su cabeza, vio que el animalito había vuelto con otros dos. Todos lo miraron a él y luego se dedicaron a husmear el suelo. Martín recordó algo y despacio se agachó a buscar en su bermuda a ver si lo que quería estaba allí. En efecto, había guardado una de sus cámaras desechables en uno de los muchos bolsillos. La sacó con cuidado y se sentó en la sillita de plástico.

 Los animalitos ni se inmutaron de los movimientos que hacía Martín y solo se dedicaron a buscar por el suelo. Uno de ellos por fin encontró una semilla y se la comió. Parecieron acelerar el paso a raíz de esto. Menos mal, la cámara no tenía flash. El acercamiento que se podía hacer no era el mejor pero los animalitos se veían. Martín les tomó varias fotos hasta que los animales lo notaron y uno de ellos se le acercó. Le tomó fotos estando a apenas dos metros. De repente, voltearon a mirar a la selva como si hubieran escuchado algo, que Martín no había oído. Al rato, penetraron la selva y no volvieron más.


 Martín estaba muy contento y solo se puso su bermuda para volver adonde la mujer y devolverle los baldes y la sillita. Quiso preguntarle si conocía a los animalitos pero ella no hablaba su idioma. Les contó a sus compañeros cuando volvieron, como una anécdota interesante y cómica pero ninguno de ellos río, de hecho un par lo miraron sombríamente. Al parecer, esos dos habían venido buscando a dichos animalitos, antes avistados pero nunca documentados con propiedad. Resultaba que Martín había hecho un descubrimiento científico y ni se había dado cuenta. Y por mucho tiempo, sus colegas se burlaron porque lo había hecho desnudo y mojado.