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domingo, 9 de agosto de 2015

Caminando por Bogotá

   Me encanta salir y caminar y siempre que estoy de viaje trato de caminar lo más posible. No hay mejor manera de conocer un lugar a que a pie. No entiendo como alguien puede tomar uno de esos tours en bus o en bicicleta. De esa manera nunca van a ver nada, conocer nada o sumergirse en la experiencia que es estar en otra ciudad o incluso en la misma ciudad que has vivido toda la vida. Además, caminar es mi tipo de ejercicio porque no requiere estar encerrado como un preso en algún tipo de edificio. Los gimnasios son tristes fábricas de cuerpos “ideales”, que casi siempre fracasan en su intento. Es muy poca la gente que tiene un cambio extremo en su cuerpo y la verdad es que no vale la pena tener uno para sentirse mejor con todo.

 Al caminar soy solo yo y el camino y de paso voy conociendo y viendo como la ciudad cambia de rápido. De pronto en una ciudad algo más  monótona no sea una actividad muy divertida, pero aquí en Bogotá sí que lo es, donde los edificios parecen salir del suelo de un día para otro y parecen que toda la ciudad cobra vida. No es un lugar calmado sino más bien lo contrario y puede que sea esa vida que uno nota cuando sale a caminar lo que en verdad inspira a conocer mejor cada calle, cada parque y cada rincón de la ciudad. Veo las caras de la gente, sea que sale de un hospital o juega con sus hijos, la diferencia entre alguien que entra al trabajo y los que salen, las conversaciones entre marido y mujer que suelen ser entretenidas. Es un mundo de varias capas.

 Me gusta, sobre todo, cuando el camino fluye y te deja ver por cual lado puedes tomar o parece que te da diferente caminos para escoger. Obviamente el destino nunca cambia porque tienes que volver a casa en algún momento, más si has caminado trece kilómetros seguidos, pero las variaciones del camino hacen que las cosas puedan ser más interesantes. Pero, de hecho, incluso si el camino es siempre el mismo, la verdad es que ver como la ciudad va mutando es simplemente increíble. Y lo que es más extraño aún es que la mayoría de la gente parece no darse cuenta. La relación de los ciudadanos con la ciudad está cada vez peor.

 Creo que el hecho de salir me ha conectado más con la ciudad, con la tierra, con lo que no es humano. Esa ciudad está viva, a veces enérgica y otras veces adormilada, pero viva en todo caso. Pero la mayoría de la gente no ve nada de eso. La gente solo ve el tráfico que se amontona, las cuentas que hay que pagar y como sus deseos no se cumplen  y entonces todo es culpa de la ciudad, como si la ciudad comprara los automóviles que se amontonan, fuera la cobrara las cuenta o fuese una especie de genio de la lámpara con temperamento. La gente olvida rápido y muchos ya olvidaron que primero estuvo el espacio y luego vino la ciudad con sus habitantes, que suelen no ser lo mejores ejemplos de seres humanos.

 A esos los veo todos los días bloqueando calles mientras  descansan tranquilamente en sus automóviles o usan estos últimos como si les dieran el derecho de vivir más que los demás. La gente se queja mucho pero no ayuda en nada, como con la basura y la contaminación en general de todo. El aire, el agua e incluso los muros son contaminados todos los días con basura y mugre pero nadie es capaz de decir que es culpa nuestra. Nadie es capaz de hacer algo y si lo hacen, es un esfuerzo y tan mínimo e insignificante que no cambia nada. A veces los esfuerzos muy tardíos y demasiado débiles son el último recurso de aquellos que nunca han querido ayudar pero se sienten obligados a hacerlo. Por supuesto, esos esfuerzos mediocres casi nunca sirven.

 Hay que anotar que muchos todavía ven la ciudad como a un pueblo grande y por eso se le subestima con gran frecuencia. Esa manera de pensar es también culpable de que la relación con la ciudad no sea la mejor y de la manera todavía tan rudimentaria de pensar de algunos. Es que se comportan como gente de hace un siglo en una ciudad futurista pero esto es según su capricho porque a veces creen y reclaman estar en Europa cuando nunca han hecho nada para que la ciudad avanza como esas ciudades lo hacen. La grosería y la prepotencia son una cualidad local, regional y hasta nacional que creció como un tumor a causa de ese pensamiento triste y mezquino de inferioridad, que siempre ha sido a propósito.

 En mis caminatas he conocido los parques más verdes, parajes hermosos de naturaleza que parecen irreales. Todos rodeados de viviendas y con menos árboles de los que uno querría pero igual son pequeños bolsillos de paz y tranquilidad, algo que contrasta brutalmente con el resto de la ciudad y del país. En un parque de la ciudad casi nunca se tiene que soportar el incesantemente matoneo social, ni la presión política ni ninguno de esos temas que nunca llevan a ninguna parte. En los parque se disfruta del viento, de las mascotas, de los pequeños insectos y de los majestuosos árboles que, grandes o pequeños, siempre son una bendición de la naturaleza.

 Y después están esos lugares de paz intranquila porque han sido creados por el hombre. Barrios enteros rellenos de edificios con jardines minúsculos pero en total calma, como si los hubiesen cubierto todos con una manta inmensa. Son lugares extraños porque se supone que están habitados no por cientos, sino por miles de personas. Y sin embargo, son lugares increíblemente calmos, casi como están al lado de una corriente natural, pero sin ese arrullo característico. Hay remansos así, que parecen salir de la nada y que se sabe, no serán permanentes. Porque a estas alturas sabemos que con la Humanidad, nada es permanente.

 Rara vez me siento a descansar. Mis pies siempre duelen al final pero prefiero no relajarme por completo hasta cumplir mi meta ya que es un duelo personal conmigo mismo. La verdad no sé como suena eso pero así son las cosas y la verdad es que hasta ahora me ha funcionado muy bien. La próxima meta podría ser romper los catorce kilómetros por caminata pero eso depende mucho de por donde camino y a que ritmo. Incluso los peatones tenemos baches que superar y ni se diga cuando hay que compartir los andenes (o aceras si prefieren) con bicicletas y a veces incluso con vehículos motorizados. Así es esta ciudad donde se ofrece mucho pero casi nunca se usa para lo que es. La enorme comunidad de los ciclistas sabe eso muy bien, así se hagan los de oídos sordos.

 A veces el recorrido es largo y tengo que devolverme en autobús porque todavía no estoy listo para los veintiséis kilómetros. Tengo que decir que creo que lo lograría pero ese no es mi mayor obstáculo. Esta la noche, que muchos temen en esta ciudad, al mismo tiempo que la adoran. Es una relación extraña, pero de extrañas relaciones está hecha esta ciudad. La gente reclama seguridad pero jamás aclara que muchas veces, son ellos los que propician la inseguridad, sea por acciones poco cuidadosas o porque no demandan lo que deberían del gobierno de turno. Los policías en mi concepto son útiles solo en situaciones muy especial y jamás como ayuda al tránsito o caminando por ahí. No son personas en alerta todo el tiempo o al menos aquí no.

 Poner cientos y cientos de personas en las calles y en los buses con armas, no va a mejorar la vida de nadie. Es que nada más hay que decirlo en voz alta y la afirmación se hace cada vez más ridícula. Pero así es la gente, aterrorizada por algunas cosas pero siguen dejando a sus hijos solos, siguen haciendo alarde de sus pertenencias en la calle y pregonan quienes son, como si a alguien le importara. Pero así son y es poco probable que cambien. Por eso el único cambio real en la ciudad será el de los edificios nuevos y el de la naturaleza que se toma su tiempo pero hace las cosas mejor que ningún ser humano.

 Cuando camino, no me gusta ir con nadie aunque algún día tal vez me gustaría. La verdad es que creo que si caminara con alguien me impedirían caminar tanto como lo hago yo todos los días y no quiero tener obstáculos para lograr las metas tan simples que me pongo. Pero no me negaría a una caminata más tranquila, en alguno de esos lugares alejados de la ciudad que tienen todavía esa personalidad que parece estar desapareciendo entre los edificios. Mucha gente escala o se lanza de una roca o va a los bosque de niebla y toma fotos. En todas esas actividades y en los lugares donde se realizan, se puede sentir el carácter aún vivo de la Tierra y el poder que tiene para hacernos sentir parte de ella.

 Mientras llega esa persona, seguiré caminando por donde pueda, seguiré comprobándome a mi mismo que no puedo ser igual que los demás, igual que aquellos que son ciegos selectivos. Puede sonar prepotente, pero creo saber más que muchos en cuanto a como vivir en una ciudad que todavía no ha muerto y que sigue peleando, en silencio, para que la dejemos ser mucho más de lo que es, sin visitantes que solo vienen por una cosa y sin habitantes que la usan pero jamás devuelven. Esa es Bogotá.


* El pasado 6 de agosto la ciudad cumplió 477 años desde su fundación.

lunes, 3 de agosto de 2015

Solo venía...

   Me despertó una luz cegadora que, cuando abrí los ojos, ya no estaba allí. Era de noche y afuera estaba todo en calma, bajo el velo de la noche. No se oía nada, ni los automóviles en la avenida cercana ni nada por el estilo. Era un buen hospital por lo visto. Yo tuve que dirigirme al baño y allí mirarme en el espejo. Mis ojos no estaban enfocando muy bien, entonces abrí la llave y me lavé la cara con vigor. Pude ver un poco mejor y entonces me devolví a la cama. Me sorprendió verla tendida. Porqué la arreglarían si era de noche? Además no me había demorado tanto en el baño como para que no se dieran cuenta que todavía estaba en la habitación. Pero bueno, no quería estar más acostado.

 Revisé un closet que había en la habitación y vi que allí no estaba mi ropa, lo que era extraño porque juraba que había visto a una enfermera dejarla allí. En cambio, había un bastón, seguramente para los pacientes mayores. Lo cogí y decidí darme una vuelta por el lugar. Es cierto que me habían operado pero no podía quedarme quieto y menos con la angustia de haber tenido una pesadilla tan rara. Esa luz me había un poco mareado y solo caminar podría tranquilizarme al menos un poco. Así que me dirigí a la puerta, extrañado de no poder ponerme mi saco porque hacía mucho frío, y giré el pomo de la puerta con suavidad. Pensé que alguien vendría a decirme que no podía e incluso me forzarían de nuevo a la cama pero nadie vino. De hecho, no había nadie en el pasillo.

 Las demás habitaciones debían estar llenas o al menos algunas. Y sin embargo no vi ninguna enfermera paseándose por el lugar. Instintivamente miré a mi muñeca pero no tenía el reloj puesto así que no había manera de saber si era demasiado tarde y de pronto ellas estaban en una especie de sala de enfermeras o algo por el estilo. Caminé, tan rápido como me permitía el bastón, hasta el final del corredor. A lo lejos vi una enfermera pero se fue antes de que pudiese decirle nada. Me dio rabia no poder gritar pero no estaba tan fuerte como pensaba y al tratar de hacerlo me dolió la cabeza con una fuerza horrible. Nunca había sentido algo así por lo que decidí ser cuidadoso. No quería provocarme algo ms serio.﷽﷽me algo mquerza horrible. Nunca habñia omo pensaba y al tratar de hacerlo me doli decirle nada. algo por el estilo. Caás serio.

 Decidí caminar hacia donde estaba la enfermera. De pronto, por un pasillo que cruzaba por el mío pasó mucha gente alrededor de una camilla. No eran solo los doctores y las enfermas quienes iban con el enfermo sino también gente que parecía venir con él, vestidos de gala. Seguramente era alguien de dinero, algún pez gordo que había comido algo en mal estado o que tenía un corazón muy viejo. Fuese lo que fuese, ninguno de los que pasó por el pasillo pareció fijarse en mi. Nadie me miró ni pareció reconocer mi presencia y, aunque ya estaba un poco harto de no encontrar a nadie, estos al menos tenían una buena excusa.

 Seguí mi camino y por fin llegué hasta una recepción. Para mi suerte, había allí una mujer supremamente aburrida que pasaba las páginas de una revista con la mayor parsimonia. Seguramente había leído la revista unas quinientas veces porque no mostraba el mayor interés ni por los artículos ni por las fotografías. Yo me le acerqué y le dije “Buenas noches”. Nada. Fue como si nadie hubiese dicho nada porque la mujer no levantó ni una sola ceja. Volví a hablar, con una voz algo más fuerte, pero tampoco, era como si la mujer fuese sorda o algo por el estilo. Y que tal si lo fuese? No, una persona sorda no podría contestar el teléfono u oír si algo serio estuviese ocurriendo en el hospital. Le hablé en más ocasiones pero ella solo cambió el brazo donde apoyaba su mentón y nada más.

 Estuve a punto de gritar y formar un escándalo que trajera a todas las personas en el hospital a esa recepción, pero no hice nada porque de una puerta salieron dos doctores y a ellos los conocía. Les iba a saludar pero pronto entraron por otra puerta, no sin antes decir que algo que lo dejó intrigado. “El caso del joven Ruiz es muy interesante”. Ese era yo, yo soy el joven Ruiz. Qué hacía que mi casa fuese interesante? De que estaban hablando si para lo único que había venido yo al hospital era para que me quitaran las famosas amígdalas. Y en ese momento me di cuenta que no me dolía la garganta. No me habían hecho nada.

 Tuve que sentarme por un momento porque  no entendía que pasaba. Se suponía que esa noche debían de extirpar mis amígdalas que, según uno del os doctores que había pasado, estaban muy hinchadas y debían sacarse pronto. Me habían prometido un dolor bastante molesto en la garganta pero también mucho helado y una vuelta a mi casa bastante pronto. Pero nada de eso había ocurrido. Me toqué al instante y me di cuenta que mis amígdalas ya no estaban inflamadas. Estaban normales. Sería por eso que mi caso era interesante? De pronto mi cuerpo había arreglado todo antes que ellos y por eso estaban tan fascinadas, porque los doctores parecían interesados y asombrados cuando pasaron hablando de mi

 Me puse de pie de golpe y entré por la puerta que ellos habían cruzado. Decía que solo permitían personal autorizado pero como la recepcionista, de nuevo, no dijo nada, pues yo seguí adelante. Otra vez era un corredor pero, al ir pasando por cada una de las puertas, pude ver que eran más que todo oficinas y consultorios. Algunos tenían gente dentro y en otros nadie. Ninguna de las personas que vi eran mis doctores y era con ellos que yo quería hablar para que resolvieran mis dudas. Seguí adelante y entonces me di cuenta que, en efecto, esta zona del hospital no era para que los pacientes estuviesen rondando o preguntando cosas que tal vez tenían la explicación más normal del mundo. Traté de devolverme pero abrí la puerta equivocada y entonces quedé sin aire.

 Tuve ganas de pegar un chillido o algo pero no pude. Solo abrí la boca y traté de sostenerme sobe mi bastón lo mejor posible. Era un cuarto bastante amplio, mucho más que cualquiera de los otros en ese mismo corredor. En la pared del fondo había varias puertas metálicas redondas y yo sabía muy bien en que lugar estaba. Era tétrico haber entrado, incluso por accidente, en la morgue del hospital. Y lo más miedoso de todo el asunto no era ver las puertas detrás de las cuales estaban los cadáveres de varios seres humanos. Lo que sí daba miedo era que delante de esa pared había seis camillas y dos de ellas estaban ocupadas. Estaba a menos de un par de metros de dos personas que habían muerte hacía nada y eso era suficiente para crisparme los nervios.

 Pero algo pasaba, algo se sentía en el aire y lo podía sentir en mi cuerpo. La reacción normal de cualquier otro hubiese sido salir corriendo pero yo no podía moverme de mi sitio. Y tampoco quería hacerlo porque, por alguna razón que todavía no entiendo, quería verlos. Esos cuerpos, esas personas, sentía que me atraían hacia ellos y que debía acercarme a verlos. Era una sensación extraña, como si alguien me manipulara desde lejos, como si no importara lo que yo pienso sino lo que alguien más pensara del asunto. Cuando me di cuenta, estaba ya al lado de una de las camillas. Sin mayor miramiento, quité la  sábana y observé.

 Era una mujer. Estaba vestida de gala y estaba muy bien arreglada, a pesar de estar muerta. Lo curioso es que estaba seguro de haberla visto antes. No era vieja ni joven, tenía una sonrisa amable pero un aspecto no tan benévolo como su sonrisa. Por fin recordé quién era: la esposa de alcalde. Habían salido en los periódicos hacía poco por un escándalo de corrupción y en todas las fotos la mujer tenía una expresión seria, un tanto sombría. Casi la misma que ahora tenía su cadáver aunque la diferencia era que su cuerpo sin vida estaba sonriendo. Eso me dio muchos nervios porque estaba seguro que no era muy normal que alguien quedase con esa sonrisa. Tomé la sábana y volví a cubrir a la mujer.

 Caminando algo robóticamente, me dirigí a la siguiente camilla pero cuando iba a retirar la sabana escuché voces afuera y me escondí detrás de unos taques de oxigeno. Entraron mis dos doctores. Hablaban animadamente, la doctora pidiéndole a su compañero que revisara el cuerpo y viera por él mismo lo que ella le había comentado.  Desde donde yo estaba no se veía muy bien, pero retiraron la sabana del cuerpo y la mujer le explicó al doctor como el paciente tenía una variedad de cáncer bastante particular. Por lo visto no era la cantidad o la expansión de la enfermedad, sino la efectividad que asombraba a la doctora. Taparon el cuerpo y se dirigieron a la puerta donde lo último que escuchó fue “y solo vino por una amigdalitis”.


 Me puse de pie sin ayuda de nada y rápidamente salté sobre el cuerpo y lo destapé. Lo que pasó después no lo entiendo y creo que nunca lo voy a entender. En todo caso ya no estoy en el hospital, sino en otro edificio que nunca antes había visto. Es siempre de día y tampoco hay nadie. Todo el tiempo camino y camino y no llego a ningún lado. Me pregunto, que fue lo que hice para estar aquí? Porqué no hay nadie que me responda? Porque estoy tan solo?

lunes, 2 de febrero de 2015

Ágata

   Su nombre era Ágata. Era una gata bastante peluda, con ojos grandes y de un amarillo penetrante. Sin embargo, era imposible no verla en donde estuviera. Atraía las miradas con su hermoso semblante y aparente elegancia. Se estiraba suavemente en cualquier superficie placentera que encontrara y casi siempre dormía plácidamente, obviamente sin ninguna preocupación en el mundo.

 La hermosa gata era propiedad de Yrina, la famosa supermodelo rusa. La mujer viajaba por todos lados pero nunca olvidaba a su inseparable amiga felina. Ágata había sido un regalo de un novio que la mujer había tenido pero el amor terminó pronto y lo único que le quedó a Yrina fue la gata. Eso sí, todo ocurrió un año antes de que se volviera famosa y ahora la modelo reía sola al pensar en lo arrepentido que estaría el idiota que le había dado a la gata. Seguramente estaría golpeándose contra una pared.

 Ágata sabía de esto ya que, de vez en cuando, Yrina reía macabramente cuando le acariciaba su pelo. Vagamente recordaba al hombre que le había regalado y entendía que todavía tenía un efecto particular en su dueña. También la había visto llorar cuando la relación se había terminado y la había visto pasar por muchas cosas más, así que no sabía de en verdad ese chico se arrepentiría o si, más bien, se sentiría aliviado.

 Siendo una gata, era ciertamente difícil juzgar a los seres humanos. Eran criaturas para ella interesantes pero muy complicadas. A pesar de lo que oía alrededor, sobre todo de quienes venían a maquillar o peinar a su ama, las hembras y los machos de la especie humana eran iguales en todo sentido, incluida su ingenuidad, cinismo y tontería. Podían ser muy inteligentes y muy estúpidos y se preocupaban por cosas que ella no entendía. En esas ocasiones, prefería recostarse por ahí y dormir una buena siesta.

 No podía negar, nunca, que Yrina era una buena humana con ella y, al fin y al cabo, eso era lo que contaba. La peinaba en sus ratos libres y, lo había notado desde el comienzo, Yrina era otra persona cuando estaban solas. Solía comer comida más apetitosa que las comidas raras que muchas veces le hacían comer y veía mucha televisión. Claro que Ágata no entendía nada de lo que decía o mostraba ese aparato, pero casi siempre su ama la ponía en su regazo y la acariciaba mientras veía alguna película. Era realmente relajante.

 Diametralmente eran los días de trabajo. Yrina casi nunca la tocaba, a menos que fuera para quitarla de un sitio donde no debía estar. Parecía que no supiera que los gatos no pueden quedarse siempre en un mismo sitio.  Los gatos necesitan moverse, explorar, cazar y jugar un poco. Pero cuando decenas de otros seres humanos estaban alrededor, esto se volvía imposible. Ágata prefería dormir antes que ser acariciada por algún desconocido.

   Más de una vez había rasguñado a alguien con sus garras, que siempre eran cortas, porque odiaba a los desconocidos. Era insoportable que se acercaran haciendo ruidos idiotas y acariciando mal, a veces frotando mucho, como si estuvieran acariciando a un oso polar. Pero cuando rasguñaba, mejor dicho cuando se defendía, Yrina se enojaba bastante y la regañaba. Esto era insoportable, no solo por el factor de la comida, sino porque Yrina el único ser humano que Ágata soportaba y era como ser rechazado por un buen amigo.

  Además, estaba lo extraño. A veces cuando estaban solas, Yrina se comportaba de una manera muy extraña. Tenía días en los que fumaba bastante, tanto que parecía a uno de esos coches viejos que todavía andan por ahí. Además, se encerraba en el baño por horas y, muchas veces, Ágata la esperaba afuera y arañaba la puerta pero jamás conseguía respuesta. Ni un regaño, ni un grito, ni una afirmación. Nada.

 Podía ser un gato, pero Ágata sabía que algo no iba bien, unos tres años después de haber sido regalada a su ama. Nunca había sido un ser humano particularmente jovial pero ahora parecía que no sonreía nunca y, Ágata pensó, que se veía cada vez más fea. No era buena jueza de la belleza humana pero siempre había pensado que Yrina era bastante agradable a la vista.

 Ya no era así. A veces, cuando dejaban de viajar y regresaban al apartamento que compartían. Ágata se quedaba mirando a su ama mientras dormía, cuando dormía. Parecía verse más pequeña, como reducida por un dolor o por algo que ella no pudiera controlar. Además su pelo, que siempre había sido bello (aunque Ágata pensaba que los gatos les ganaban a los humanos en esto), parecía menos vivo, más opaco y triste. Lo mismo sus dientes. La hermosa sonrisa con la que tantas veces había saludado a la felina, ya no existía.

 Sin embargo, el trabajo por esa época parecía haber aumentado. Yrina lucía cada vez peor pero tenía más trabajo. Ágata agradecía que la llevara a todos los sitios a los que iba, así fuera a países lejanos. No era muy alegre viajar en un avión que solo hacía ruido y en el que se podía casi mover, pero la recompensa era ver a su ama feliz, o al  menos fingir felicidad. No sabía nunca cuando era una cosa o la otra pero, Ágata pensaba, al menos parece intentarlo.

 Pasó otro año, de viajes y mucho trabajo, y Ágata empezó a notar algo más. El apartamento que por tanto tiempo había sido para ellas solas se convirtió en un centro de eventos. Casi no pasaban dos días antes de que decenas de seres humanos, todos descuidados, llegaran y dejaran el sitio hecho un desastre. Incluso el cojín favorito de Ágata era movido de un lado al otro, como si fuera alguna diversión enfermiza.

 La gente que venía se parecía a la nueva Yrina. No eran mujeres particularmente bellas ni hombres naturales sino gente que parecía haber salido de uno de los programas que la gata veía que su ama veía en la tele hacía mucho. La mayoría de los humanos iban demasiado arreglados y, a juicio de Ágata, se veían ridículos. Era cierto que nunca había entendido el concepto de la ropa, pero incluso ella podía ver que no era lo apropiado, el modo de vestir de esas personas.

 Además, nunca había visto a ninguno de esos humanos. Ni en la casa, ni en ninguno de los trabajos pasados de la modelo. Y Ágata se preciaba de tener una buena memoria. Que hacían entonces toda esa gente en el apartamento y porque tan seguido? Todos bebían líquidos que olían horrible y sabían peor (era imposible ignorar las manchas por todos lados) y, curiosamente, no había un solo plato de comida en toda la casa.

 Lo único que ágata siempre encontraba gracias a Lupe, una mujer que venía de vez en cuando, era su comida y un plato lleno de agua en un rincón que era solo para ella. Incluso los invitados de las fiestas nunca entraban allí. Aunque había habido una vez, en la que había encontrado a dos seres humanos allí pero el calor era tal que había salido corriendo al instante. Odiaba el calor.

 Y así siguieron las cosas, por meses y meses hasta que un día se quedaron las dos solas de nuevo. Ágata, apenas se despertó, corrió al cuarto de Yrina para despertarla con su ronroneo pero no había nadie en la cama. Seguramente, pensó la gata, estará en el baño. En efecto, la puerta estaba entreabierta y, con dificultad, Ágata pudo entrar. Su ama estaba tendida en el piso y tenía una bolsita al lado llena de algo que no pude saber que era.


 Cuando Lupe llegó, Ágata la atrajo hasta el baño y allí cambió todo. No solo fueron los gritos de Lupe ni que la llevaran a un hogar para animales. Era también el hecho de que, al final, mientras Lupe corría gritando por todos lados, Ágata se acerco a su ama y la olió. Entonces entendió que su vida iba a cambiar porque su ama ya no estaba. No se preguntó que sería de ella sino que pensó: “Que pasó con mi ama, con Yrina?”.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Mirarte a los ojos

Martín se había vestido con su mejor ropa, toda planchada y limpia. Había seleccionado varias prendas y se las había probado frente a un espejo, viendo como le quedaba cada cosa. Por celular, recurría a la ayuda de su amiga Lorena, tomándose foto y pidiéndole comentarios respecto a cada conjunto.

Nunca antes había hecho nada por el estilo y estaba más que nervioso. Era como ese sentimiento e inseguridad, miedo y ansia que se siente al tener una entrevista de trabajo. De hecho, si uno lo miraba desde cierto punto de vista, era como una entrevista excepto que en vez de un trabajo podría conocer a alguien increíble.

Por lo menos sabía que el otro chico, Damián, tenía mucho de increíble. Por eso era que le había pedido a Lorena primero su correo y luego su número. De lo primero se retractó, ya que hubiera sido un poco extraño y loco enviarle un correo a un desconocido o agregarlo por alguna red social. Parecería como si estuviera desesperado o desequilibrado y definitivamente no quería parecer como nada de los dos.

Su amiga Lorena conocía muchas personas, seguramente miles y miles. Y no era una exageración: ella organizaba eventos. Tenía su propia compañía que alquilaba salones, bandas y hacía el catering para multitud de reuniones, eventos familiares y demás compromisos sociales. Le iba más que bien y todo era porque era ella misma: a veces regañaba pero siempre era dulce y sabía que la gente hiciese lo que ella decía sin que nadie dudara de ella.

Un día, hacía unos tres meses, había celebrado una fiesta pero en su apartamento. Un lugar hermoso y bastante grande. La fiesta era, en esta ocasión, para ella. Celebraba su cumpleaños número treinta y muchas de las personas con las que había trabajado y amigos que había hecho en los último seis años, habían venido a celebrar con ella. Había bastantes regalos, comida deliciosa (sus platillos favoritos) y buena música. Nada podía ser mejor.

Martín llegó allí más por respeto a su amiga que por físicas ganas. De estas últimas, no tenía muchas. Para él las fiestas se habían ido tornando en algo tedioso, algo que por cualquier medio debía evitar. Odiaba que lo halagaran con falsas afirmaciones como "Como estás de delgado!" o cosas por el estilo. Siempre había sido flaco, no era algo de sorprenderse.

Como había barra libre, empezó con un trago y luego con otro y así hasta que ya habían sido demasiados destornilladores. Fue así que dio tumbos hasta llegar a la barra donde estaba la comida y se propuso servirse algo grasoso, para ver si se quitaba algo de la borrachera de encima.

Fue entonces cuando lo vio. Hoy, Martín puede jurar que en ese momento su ebriedad se desvaneció casi por completo, al ver los profundos ojos de un chico que estaba a su lado, también buscando comida. Solo cruzaron miradas por un momento pero para Martín, fue eterno. Se le que quedó mirando, como hipnotizado. Ni se hablaron, ni se volvieron a mirar. El chico solo sirvió algo de arroz chino y pollo en su plato y se fue a su mesa.

Martín sirvió lo mismo, como pudo, y volvió a su asiento, sin perder de vista el del chico, que no estaba muy lejos. Mientras comió e incluso mientras hablaba con otros invitados, lanzaba miradas para ver que hacía el chico. A veces hablaba con alguien, a veces reía, a veces bailaba y otras tomaba algo, solo. En esos momentos, Martín quiso tener la valentía para acercarse y decir algo. Pero simplemente no podía. No quería arriesgarse a quedar en ridículo y mucho menos en un lugar tan lleno de gente.

Su borrachera le hizo ir, ya a la madrugada, al baño. Cuando salió, el otro chico se había desvanecido en la noche. De verdad, ya no se sentía tomado. Había sido ese hombre, y la comida, como un remedio para él.

Cuando se despertó en su casa al otro día, desayunando en silencio acompañado de su gato Pepe, pensó en llamar a Lorena y pedir el número del chico de la fiesta. Pero apenas tuvo el celular en su mano, se arrepintió. Se vería desesperado y torpe, pensó él. Además el tipo parecía de esos que solo están al alcance de unos pocos y, aunque la autoestima de Martín no había recibido golpes serios, sabía que no era precisamente irresistible.

Para dejar de pensar en el asunto, se dirigió al baño y se duchó con agua caliente. Trató cantando y exfoliando su piel con un trapo especial y una fuerza que dejó su piel roja. Pero simplemente no podía quitarse al chico de su mente. Tanto que tuvo que calmar su mente para no tener que aliviar su emoción allí mismo.

Cuando salió de la ducha, buscó de nuevo el teléfono. Pero de nuevo, no hizo nada. Y así se pasó los siguientes días: quería llamar pero de nuevo lo atacaba el miedo al ridículo. Y pensaba en que no había nada malo si no pasaba nada pero se arrepentía al pensar que posiblemente el chico tuviera novio o, peor, que ni siquiera estuviera interesado en los hombres.

En cuestión de un mes, no dejó de pensar en el asunto ni en el chico que solo había visto por unas horas, con el que ni siquiera había hablado una sílaba. Se imaginaba invitándolo a comer algo, a pasear, hablando. Pero siempre eran sueños. Cuando se despertaba, Martín se volvía en el más pesimista de los hombres: pensaba que seguramente un chico así ni siquiera viviría en una ciudad tan insignificante como en la que él vivía ni estaría interesado en un chico como él.

Pasaron dos meses, sí, dos meses completos antes de que el destino cruzara a Lorena con Martín. Fue en un café, del que él salía y ella entraba. Con su característica candidez, ella le ofreció pagarle algo de beber o de comer para que conversaran. Ella tenía una cita pero no sería hasta dentro de una hora y necesitaba el café. Así que hablaron y, sin quererlo pero sin retenerlo dentro, Martín le preguntó por el chico de la fiesta,

Resultaba que sí vivía en la ciudad, son sus padres. No tenía trabajo en el momento. Ella lo había conocido por unos amigos mutuos. La verdad era que no sabía mucho más. De hecho, él era un acompañante de una de sus invitadas a la fiesta y por eso estaba allí.

Martín entonces le confesó que deseaba conocer al chico y Lorena, de nuevo tan amable, le dijo que le ayudaría pero que sería difícil ya que no era alguien cercano ni conocido.

Durante el mes siguiente, Lorena lo contactó para irle diciendo cosas: había hablado con su amiga, el chico no aparecía, estaba de viaje, era algún tipo de artista,... Datos sueltos de una vida que por, alguna razón, Martín quería conocer.

A veces se sentía mal, porque parecía como un loco con el tema, siempre ansioso de ver algún mensaje o llamada perdida de Lorena, con alguna nueva información. Había muchos peces en el agua, como decían, pero él solo quería conocer a ese pez del arroz chino. Simplemente no lo podía explicar.

Eso fue hasta que un buen día Lorena lo llamó con una sorpresa: había concertado una cita con el chico ella misma. Se debían ver en una cafetería. No sabía por cuanto tiempo ni en que circunstancias, pero era lo mejor que había podido hacer. Martín le agradeció a Lorena su bondad y de inmediato le envió flores a su casa como agradecimiento.

El día de la cita, Martín llegó con su mejor ropa, perfumado, arreglado al último detalle. Resaltaba bastante en la cafetería. A la hora concertada entró y, al no ver ninguna cara conocida, compró un café. Cuando se giró para mirar de nuevo, vio una mano llamándolo desde una de las mesas. Era él. Y en ese momento supo que la bebida no había tenido nada que ver.

Se sentó y empezaron a conversar. El chico de lo mucho que le había sorprendido la llamada de Lorena y Martín disculpándose por su insistencia. El chico le decía que no había problema. Tenía una cara triste, algo melancólica. Martín le preguntó si se sentía bien y el chico respondió que venía de una reunión donde le habían negado considerar una de sus obras para publicación.

Entonces, empezaron a conocerse mejor. Fue como si ese detalle, ese intimo vistazo a su vida hubiera sido el espacio perfecto para empezar a entrar. Tomaron café y comieron y rieron y hablaron de cosas serias. Hacia el final de la cita, Martín acompañó al chico a su parada de bus. Y allí le confesó lo siguiente:

 - Es una estupidez pero, desde el primer momento que te vi, quise buscarte. Y hoy, por fin cumplí esa meta.

El chico lo miro a los ojos, como aquella noche, y le preguntó:

 - Cual es tu meta ahora?

Martín sonrió. Ya sabía la respuesta a esa pregunta.

 - Seguir mirándote a los ojos.