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viernes, 25 de enero de 2019

Reglas de vida


   La gente está tan acostumbrada a la rutina, a que todas las vidas sean iguales, que simplemente no entienden cuándo la vida de una sola persona se sale de ese carril que se supone todos debemos seguir. Se dice que esa persona es rara, se dice que es su culpa que no funcione su vida ya que no quiere mantenerse en esos carriles definidos o claros. Con el tiempo, algunos de esos “raros” han sido empujado dentro de los límites de la vida que todos conocemos, pero siguen habiendo personas que simplemente no se acoplan.

 Desde una edad temprana es evidente que todos van hacia un mismo lado, de la misma manera. La libertad es una ilusión después de la más tierna infancia. Cuando se pone a un niño en un centro de educación, eso inevitablemente lo interna en esas reglas que las personas han creado para vivir vidas “normales”. Desde la primaria los niños saben quienes son “raros” y cómo detectarlos. Hay gusto normales y gustos anormales, hay manera de hacer que se aceptan y maneras que simplemente no son aceptables.

 Esto empeora de manera grave en la adolescencia, pues los seres humanos saben que saldrán de la protección de sus padres al finalizar esa etapa y entonces todo será por su cuenta y no podrán depender de nadie para tener éxito en las reglas de la vida que han sido impuestas hace mucho tiempo, por personas que necesitaban una serie de normas que estabilizaran el mundo a su alrededor y lo hicieran tener mayor sentido. Ahí fue que la adolescencia adquirió esa importancia falsa que tiene hoy en día.

 Pero en todo caso pelean, pelean por sus vidas echando a unos a un hueco eterno del que tal vez nunca salgan. Claro que factores externos pueden tener incidencia en quitar a ciertas personas, a los anormales, del camino pero la vida no es buena ni mala, solo es. Así que muchas personas siguen y deben competir con aquellos que por su vida y su empeño han adquirido todo lo necesario para triunfar por encima de los demás, una y otra vez, sin detenerse un solo momento a cambiar su camino.

 Es impensable hacerlo. No ocurre y por eso los que están del lado equivocado del camino lo tienen muy difícil para de pronto entrar al camino donde existen los problemas pero no son tan graves como para los que viven en los bordes de la sociedad y de la existencia. Es una tontería negar que unas personas tienen ventajas que otros no tienen, pero hay quienes dicen que esto es mentira y otros deciden justificar estas diferencias, diciendo que no todos pueden tener acceso a las mismas ventajas pues entonces no habría personas en todos los niveles de trabajo y vida en el planeta, algo que ellos dicen es necesario.

 Es el puto trabajo el que termina de dividirnos, de clasificarnos y de hacernos nada más sino una etiqueta. Miren el caso, por ejemplo, de las amas de casa. Muchas personas hoy en día todavía no creen que sea un trabajo que merezca nombrarse en reuniones y fiestas como todos los demás, por el único hecho de que la persona no recibe un salario. Trabajar así no es algo que ellos crean que tiene valor alguno y aunque lo nieguen, una y otra vez, es algo que es porque ellos lo han hecho así.

 Y ni hablemos de la clasificación de las personas por la cantidad de dinero que ganen en un tiempo determinado. No es solo la cantidad de dinero que ganen por su salario contractual, sino también en cuanto tiempo se gana ese dinero. Es mucho más impresionante ganar una gran cantidad de dinero en un tiempo que se piensa limitado que ganarlo todo una vez por una razón o por otra. Clasificamos entonces a las personas así y las pensamos en referencia a lo que ganan. Lo que son o lo que piensan es irrelevante.

 El dinero es una de esas manos invisibles que mueve el mundo y siempre lo ha hecho. A la gente le gusta pensar que esto es algo reciente y que antes no sucedía, pero el poder y el dinero siempre han ido de la mano controlando todo lo que existe y lo que creamos y hacemos. Nuestra libertad siempre ha sido limitada y una bonita ilusión que permite que aquellos que siguen el camino principal piensen que su felicidad es plena y que no hay margen de duda para que lleguen a pensar que puede haber algo que no cuadra.

 Pero los que están en los márgenes y más allá, saben muy bien que todo o es tan bonito como lo cuentan. Claro que la vida tiene cosas buenas y cosas malas, pero es mucho más oscura cuando no hay luz y no demasiado clara cuando sí la hay. La vida es compleja, es una maraña de caminos y de ideas que nunca terminan y que nos hemos encargado de ir limitando día tras día, al ir restringiendo lo que somos y como podemos llegar a serlo. Dejamos de ser libres porque nosotros lo decidimos.

 Fuimos nosotros los que le cortamos las alas a la humanidad y lo hicimos porque sabíamos que no podíamos permitir que todos volaran demasiado alto. De nuevo, las personas pensaron que no todos tienen el derecho de poder volar por encima de los demás, sea por un tiempo limitado o por la duración de toda una vida. Y en esto muchos estuvieron de acuerdo incluso existiendo en lugares diferentes de la sociedad. Los ricos y los pobres acordaron que tienen que seguir existiendo ambos grupos porque no hay otra manera de seguir existiendo para ellos, no conciben el mundo de otra manera.

 Y sí, claro que muchas de las cosas que suceden son cumpla nuestra, de nosotros como individuos únicos e independientes. Al menos en gran medida. Somos nosotros los que tomamos las pequeñas decisiones, aquellas que pueden corregir el curso de nuestras vidas en ciertos momentos, sin importar si son decisiones exitosas o desastrosas. Es nuestra culpa cuando fracasamos y casi siempre es por nosotros que alcanzamos el éxito. No todos estarán de acuerdo pero en general esa es la realidad de las cosas.

 Por supuesto que cuando nuestra vida es un fracaso, en gran parte la culpa es nuestra. Somos nosotros los que decidimos ser diferentes, los que vimos que estábamos en los márgenes y decidimos seguir hacia allá, sin mirar que nos alejábamos cada vez más del centro que todos aspiran a seguir. Estuvimos completamente conscientes de que estábamos alejándonos de lo que todo el mundo debe hacer y hay que aceptar las consecuencias de esa decisión, lo que ocurre cuando nos empeñamos en ser distintos.

 Las cosas no funcionan igual porque no tenemos las cualidades para saber navegar las aguas de la vida, de la vida que se ha asignado a nosotros por quienes somos y de dónde venimos. Tenemos un destino definido y si no lo cumplimos, está claro que vamos a fracasar una y otra vez. La única opción que tenemos es tratar de volver al camino trazado pero eso es más fácil decirlo que hacerlo. Es casi imposible entrar en un lugar en el que nunca has estado y donde hay gente que compite contigo.

 Y no solo compite. No se trata de perder y ganar. Porque la verdad es que nunca se gana y siempre se pierde, de maneras diferentes e incluso los más exitosos. La meta siempre cambia de lugar y por eso hay que seguir y seguir y urge tener todas esas ventajas que se entregan en la infancia. No hay un final claro y fracasar o tener éxito no tienen ningún significado en el gran esquema de las cosas, es solo cuando lo experimentamos que creemos que tienen alguna importancia pero no la tienen.

 El caso es que todo esto causa el síndrome de la gran cantidad de fracasados que somos y vivimos en este mundo. Personas que no llegamos a ningún lado, que no somos nada más sino un estorbo y que nunca podemos ser lo que nadie necesita ni quiere ni busca. Solo somos y no suele ser fácil.

 Hacemos lo que tenemos que hacer y, en algún momento pasa una de dos cosas: o nos dejan en paz y nos dejan vivir en un rincón de este mundo o salimos de él por nuestra propia voluntad o, a veces, por la de algún otro. Es simplemente la realidad de las cosas, de lo que a veces no queremos ver.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Sobrevives, ¿y luego qué?


   El sonido de ventanas rompiéndose se había convertido en algo rutinario. Como el edificio tenía tantos pisos y casi nadie lo ocupaba, no había manera de reponerlos de manera rápida. Además, ya no había con que reparar nada, así la gente tuviese muchas ganas de hacerlo. La mayoría de los residentes vivían en los sótanos de la edificación. Había sido construida hacía muchos años como hospital, pero con el tiempo había dejado de tener esa función, después de que todo cambiara tan rápidamente.

 Las personas veían la luz del sol cada cierto tiempo, cuando salían y se paseaban por la zona aledaña del edificio. No era algo que quisieran hacer sino algo necesario, pues todavía crecían por ahí algunas plantas que daban frutos. Era increíble que sobrevivieran tanto tiempo, seguramente morirían en unos meses, pero había que aprovechar mientras estuviesen allí. La colecta se hacía de manera comunal y luego se dividía por el número de habitaciones ocupadas que había en el edificio. Nadie se quejaba de ello.

 De resto, solo los locos de los pisos más altos salían al exterior. Era gente que había decidido vivir arriba, dándole la cara a la difícil situación en la que se encontraban. Cada cierto tiempo, ellos tomaban un vehículo que habían adecuado y se lanzaban al desértico entorno, en busca de agua. Las reservas debajo del hospital eran vastas pero era más que evidente que no eran eternas. Y la mayoría de las personas no querían afrontar el dilema de pensar en el día cuando ya no hubiera más agua que beber.

 Los locos, como se les llamaba, se lanzaban al desierto y lo exploraban. Si había tormenta, salían apenas unas horas o ni salían del todo. Pero si el día era amable con ellos, podían perderse en ese montón de arena por días. Normalmente se iban en grupos de cinco personas, hombres y mujeres mezclados y vistiendo las mimas ropas, que apenas podían recibir el nombre de “ropa”. La verdad era que casi iban desnudos, el calor siendo una gran razón por la cual vestirse demasiado no era muy buena idea.

 La lluvia no era algo que ocurriera con mucha frecuencia y cuando lo hacía era ácida y pésima para el consumo humano. Las tormentas que ocurrían con frecuencia eran de arena y piedra, de minerales que volaban por los aires y amenazaban con rajar la cara de quienes estuvieran afuera. Suponían que en alguna parte había todavía agua potable, pero para eso era necesario viajar. A veces las distancias eran cortas, a veces podían ser increíblemente largas. Pero los locos estaban dispuestos a arriesgar el pellejo. Los demás solo querían sobrevivir con lo que tenían, morir si les había llegado la hora.

 Sin embargo, era un gran alivio para todos cuando los locos volvían con sus grandes bidones llenos de agua limpia para todos. Porque ellos no tenían envidia en sus corazones. Podían ser seres más libres que sus hermanos de los pisos bajos, pero querían que todos sobrevivieran o al menos que tuvieran la posibilidad de hacerlo. La Tierra ya había sido suficientemente devastada por el cataclismo, no había razón alguna para pelear por arena y rocas. Había que ver como podían sobrevivir todos, sin excepciones.

 Del pasado todavía quedaban ciertas ideas, como aquella de tener un líder que, aunque no poseía autoridad absoluta, era quien representaba mejor los intereses de todo el grupo. En el hospital había dos líderes, tres si se contaba al líder religioso de un culto de tres personas que había hecho su templo en uno de los ductos de ascensores que ya no servía. Uno representaba a los de los pisos superiores y el otro al de los pisos inferiores. Obviamente había una falta de balance, pues vivían más abajo que arriba.

 Pero eso no fue impedimento, al menos eventualmente. La gente se dio cuenta de que debían empezar a aprender a ceder en algunos casos, sin tener que luchar por todo. Al fin y al cabo, por eso mismo estaban eligiendo representantes, para que hablaran por ellos y plantearan las dudas que sus vecinos tenían frente a diversos temas. Era mejor hablar primero que enfrentarse sin razón. Todos habían visto morir a sus seres queridos y solo pensar en eso, en llegar a lo mismo de nuevo, los prevenía de hacer tonterías.

 Los líderes se reunían en la planta baja con frecuencia, discutiendo las necesidades de unos y de otros. Eran ellos los que organizaban la colecta de las frutas de los árboles cercanos y las misiones de salvamento de comida y objetos de necesidad básica en edificaciones en la vecindad del hospital. En esas excursiones sí habían habitantes de los sótanos, a los que les urgía tener medicamentos. La falta de sol no era lo mejor para sus cuerpos y necesitaban una dosis vitamínica más alta que sus vecinos de arriba.

 Esas misiones eran cortas, de un par de horas máximo. Solo se dedicaban a un edificio en cada una de esas salidas y eran de carácter semanal, a menos que una tormenta bloqueara la salida, lo que la corría por completo hasta la semana siguiente. Los residentes de los sótanos tenían miedo del mundo exterior, no les gustaba nada estar demasiado tiempo lejos de los suyos, en lugares que les parecían potencialmente mortales. Por eso eran tan tajantes con sus reglas para pasearse por el mundo, contrario a lo que hacían el resto de habitantes del edificio, con muchas menos reglas que seguir.

 El problema más grave al que tuvieron que enfrentarse vino un día de la nada. Fue una tormenta de piedras y arena más violenta de lo que jamás hubiesen imaginado. En los pisos superiores, los locos tuvieron que moverse a habitaciones más seguras, escuchando a cada rato los vidrios romperse. Debían caminar con cuidado por todas partes, pues no se sabía que podía ocurrir. Algunos fueron incluso golpeados por piedras mientras vigilaban puntos clave, en particular el garaje en el que tenían el vehículo para traer agua.

 Después del tercer día de la tormenta, tuvieron que proteger el vehículo lo mejor posible y dejar de vigilarlo, pues era peligroso para los centinelas estar allí parados. En los sótanos sentían también las ráfagas de viento que entraban por las antiguas entradas de los coches. Sin embargo, los residentes habían construido algo así como muros en esos accesos hacía mucho tiempo, así que habían aprendido a minimizar el impacto del viento. La tormenta era de todas maneras feroz y había que estar pendiente de su desarrollo.

 Al quinto día, pasó lo peor que ni siquiera habían considerado: empezó a caer lluvia liquida, pero de aquella que era altamente tóxica. El problema con eso no era solo que la arena se podía convertir en algo más parecido al barro que nada, causando incluso más daños que los que ya estaban causando las piedras y la arena. El problema real era que el viento actuaba como un distribuidor de contaminación, esparciéndolo por todas partes de forma casi uniforme. El aire se volvía nocivo y estar expuesto al exterior era casi suicidio.

 Para entonces, los líderes acordaron cortar la comunicación frente a frente. Cada uno se retiraría con su grupo y esperarían el final de la tormenta. Nadie podía arriesgarse por los demás y los grupos debían concentrarse en su supervivencia. Se dieron la mano en la planta baja y se separaron pronto, pues el aire era cada vez más venenoso. Fue la última vez que un residente del sótano vio a uno de los de arriba, a uno de los locos, en varios meses. La tormenta parecía rehusarse a detenerse siquiera un segundo.

 Más de una persona murió intoxicada por el aire que se metía por las más pequeñas rendijas. Los más susceptibles fueron los que ya estaban enfermos, los niños y los ancianos. Muy pronto dejaron de existir las voces agudas en el mundo y nada más sino el silencio las reemplazó de manera permanente.

 El dolor era enorme y más aún sabiendo que su mismo mundo parecía determinado a exterminarlos, a expulsar por completo de aquel territorio que desde hacía milenios había sido suyo. El mundo ya no los quería y ellos se amarraban a una esperanza inexistente, a una realidad que nunca podría volver a ser.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Decisión


   Estaba decidido. Apenas me desperté ese día, supe que lo tenía que hacer. Ya no había sombra de dudas, ya no había razón para seguir postergándolo o para pensarlo más de lo que ya lo había hecho. Nada me detenía. Por mucho tiempo había sentido una molestia por todo el cuerpo, dentro de mi cerebro, pero como iba y venía solo le ponía atención cuando de verdad me hacía sentir muy mal, cuando ya no la podía aguantar y debía quitármela de encima, como una manta que se aferra al cuerpo, como algo invasivo.

 Pero ya no la sentía así. Esa mañana, les plantee a mi padres un paseo al que iría yo solo. Argumenté que quería ir a ver unas señales pictóricas talladas en piedra para tomarles fotos. No sé porqué me inventé semejante excusa, pues era demasiado elaborada y daba demasiadas pistas. Ellos se alegraron al oír mi idea y pensaron que los estaba invitando. Rápidamente, tuve que decirles que iría con mi amigo, aquel que me había inventado hacía tanto años y que no era más real que Harry Potter o que Cthulhu.

 Preparé ese día lo necesario y me mantuve lo más normal que pude durante todo el día. No quería atraer la atención hacia a mi ni que notaran lo tensionado que estaba a veces, al pensar en lo que iba a hacer. Dicen que si tienes dudas no deberías hacer algo pero solo lo dicen cuando es algo considerado “malo”. Si las dudas son sobre algo “bueno”, te dirán que te lances y que, termine como termine, será una buena experiencia. Es la típica doble moral de la humanidad, que sirve en todos los casos.

 Esa noche casi no pude dormir. El dolor de espalda que tenía era monumental y la cara me había empezado a picar como si hubiese metido de lleno en un matorral lleno de ortiga. Di vueltas y vueltas, pensando mucho. Cada cosa en la que podía pensar apareció en mi mente como si se colara por entre un pequeño huequito. No recuerdo ya si solté algunas lágrimas, si grité en mi almohada o si me levanté en algún momento a lavarme la cara en el baño. Solo sé que por fin me quedé dormido, no sé a que hora.

 Soñé con un campo enorme, verde como nada que hubiese visto en la vida real. El cielo no se veía. Había una capa gruesa de neblina que lo cubría todo y no dejaba ver nada. Yo caminaba dando pasos lentos, tratando de ver lo que no había manera de ver. En algún momento, escuché ruidos que venían del otro lado de la neblina. Al comienzo no supe que era, pero entre más me acercaba, más evidente se volvía de que se trataba de gritos. La piel se me erizó y creo que lo mismo ocurrió con mi piel real. Creo que el sueño duró más tiempo pero ya no recuerdo qué era lo que pasaba o cómo terminó.

 Al día siguiente, me levanté temprano y revisé mi mochila. Tenía todo listo.  Solo me la eché a la espalda y salí de casa. El camino iba a ser largo pero mis pasos no eran los de alguien que duda de lo que va a hacer. Eran pasos seguros, que daba a un ritmo constante, sin un momento de duda. Cuando llegué a la parada de los buses, pedí en mi cabeza que no tomara mucho tiempo para pasar el que me servía. No quería esperar más de lo necesario, no tendría sentido en una situación como en la que estaba.

 No se demoró mucho ni poco, lo normal para una ciudad tan caótica como en la que vivía. La ruta del bus me llevaba directo hacia el borde norte, donde tendría que tomar otro transporte para poder llegar a mi destino final. Todo esto estaba planeado y lo había tenido en cuenta antes. Mientras el bus paraba para dejar o recoger más pasajeros, yo solo miraba por la ventana para apreciar el color azul que tenían las mañanas por allí. Fue entonces que me di cuenta que había llovido y todo parecía tener colores más brillantes.

 Vi subirse ancianos y niños, mujeres solas que iban a trabajos mal pagados y hombres que no parecían muy contentos. Algunos hablaban en voz demasiado alta y otros no tenían a nadie con quien hablar, aunque se les notaba que querían. Me pregunté entonces si todos ellos, no solo los solitarios sino todos, habían pensado alguna vez en lo que yo iba a hacer. ¿Serían sus vidas muy diferentes a la mía y nunca pensarían en algo así? ¿Se los prohibiría su religión, su código moral o sus reglas sociales?

 Hacía mucho frío cuando me bajé para tomar el segundo bus. Ya estaba allí cuando llegué, esperando a llenar su cupo con las personas que llegaran a ese punto de la ciudad. Cuando subí, solo habían unos cuatro asientos ocupados. Me senté por la mitad del bus y esperé, como todos los demás, a que el conductor decidiera que ya había esperado demasiado. No sé cuanto tiempo estuvimos allí, solo sé que al rato estábamos yendo a toda velocidad por la carretera, esta vez sin las limitaciones del tráfico.

 La vista cambió por completo. Antes veía solo edificios y casas, torres de oficinas y comercio. Ahora eran las montañas, verdes y marrones, así como algunas casitas pobres y fábricas que habían expulsado lo más lejos posible para evitar contaminar los pulmones de millones de personas. Estuve una hora allí hasta que por fin llegamos a la parada que me servía y me bajé antes que nadie. Era un camino de tierra solitario el que partía desde la carretera principal y se adentraba en el monte, hacia el bosque y el sitio donde de verdad sí había antiguas rocas talladas por indígenas que ya no existían.

 En mi celular tenía un mapa de toda la zona y solo tuve que mirarlo para saber por donde ir. Primero había que caminar a lo largo del camino de tierra por un buen rato. Así que eso hice, pisando charcos y barro en el recorrido. Hacía mucho frío y pensé entonces que era el día y el lugar perfecto para hacer lo que tenía que hacer. No tenía ni una sola duda en la mente, al contrario. Ese clima y el panorama parecían haber despejado cualquier duda que pudiese haber tenido en ese momento o antes.

 Cuando llegue a la entrada del lugar, vi un letrero y senderos mejor cuidados que partían en diferentes direcciones. Yo debía de tomar el de la izquierda y seguirlo hasta lo más profundo del parque. Tengo que decir que me fastidiaba un poco la idea de hacer todo ese esfuerzo, porque caminar por el sendero podía cansar muy rápido, pero traté de no pensar demasiado en ello. Solo debía seguir y seguir, sin pensar en nada ni tomarme las cosas demasiado personales. Así tenían que ser las cosas, sin importar nada más.

Al final del camino había un hermoso lago cuya superficie parecía casi plana y era oscura como nada. Imaginé que la temperatura del agua debía ser horriblemente fría. Me dieron nervios de solo pensar en caer allí y, solo esa idea en mi cabeza, hizo que empezara a reír de manera estridente. No me tapé la boca ni hice nada para detener las carcajadas, las ganas que tenía de reírme de verdad. Se sentía como algo que había querido salir hacía muchísimo tiempo pero que simplemente no había tenido la oportunidad.

 Caminé un poco más, hacia un grupo de árboles que había a un lado del lago, y allí me senté, quitándome la mochila de la espalda. Inhalé el impecable aire de la zona y miré a mi alrededor. No había ni rastro de seres humanos y los únicos animales presentes eran algunas moscas. Inhalé de nuevo, la sonrisa desdibujándose de mi cara, y fue entonces que decidí abrir mi mochila y sacar lo que había traído. Un frasco, una barra de mi chocolate favorito y mi portátil. Tenía claro el orden de las cosas.

 Las pastillas actuarían en cinco minutos, así que las tomé primero. Se recomendaban sin agua, aunque su sabor era un poco como a tiza o a hierro. Acto seguido, tomé mi portátil y lo lancé al lago con fuerza. Mi como se hundió rápidamente, causando movimiento con algunas burbujas.

 Lo último fue morder la barra de chocolate y probarla por última vez. El sabor se combinaba con el de las pastillas, cosa que no había pensado, pero no importaba ya. Me eché a un lado del lago, saboree el chocolate y cerré lo ojos, esperando que todo terminara lo más pronto posible.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Humanos


   No, la vida nunca ha sido justa. Es gracioso cuando alguien se arrodilla y le pide a Dios explicaciones, argumentando que lo que pasa no es “justo”. El concepto de justicia es uno que los seres humanos inventamos para prevenir que unos pasen por encima de los otros, para hacer que todos seamos iguales bajo otro concepto inventado que es el de la ley. Creamos cosas que nunca antes existieron para sentir que el mundo vive en un equilibrio constante alrededor nuestro, lo que es una ilusión.

 Aunque es cierto que el mundo se equilibra a si mismo, son las fuerzas naturales las que hacen esto y muchas veces se toman un buen tiempo para llegar a un equilibrio verdadero, no es algo instantáneo. Los seres humanos, cuando nos dimos cuenta de que la naturaleza podía ser un poco lenta para solucionar problemas, tomamos el toro por los cuernos e inventamos unas cuantas reglas que todos debíamos respetar para evitar un desequilibrio que pusiera en peligro nuestra existencia y supervivencia en un mundo hostil.

 Con el tiempo, y bajo esas reglas, el mundo comenzó a ser nuestro y ya no teníamos que poner demasiada atención a lo que la naturaleza pudiera lanzarnos pues nuestra inteligencia se adelantaba a la lenta progresión natural y podía, con facilidad, adelantarse a lo que pudiese ocurrir. Por eso ya no le tememos de verdad a la naturaleza o por lo menos no era así cuando no habíamos destruido tanto en nuestro mundo que la naturaleza tuvo que ponerse en pie para empezar a pelear, a protestar de forma cada vez más notable.

 Le volvimos a temer a la lluvia y al viento porque fuimos nosotros los que atacamos primero. La naturaleza era solo ella, era lo que es y nada más. Pero nosotros llegamos, pensamos y destruimos, sin nada más que decir. Y tuvimos la osadía de pensar que el mundo era nuestro y que podíamos hacer lo que se nos diera la gana, pues uno hace lo que quiera en su casa. Estábamos equivocados y ahora lo vemos casi a diario y por todas partes. No somos dueños de nada, ni siquiera de nosotros mismos.

 Inventamos cosas, físicas e imaginarias, para hacernos la vida cada vez más fácil. Pero lo que hacemos es seguir destruyendo y no nos damos cuenta. Tenemos una vocación increíble, como seres vivos, de ir mucho más allá de lo que somos. No estamos contentos con ser lo que somos y nada más, queremos cada vez más y más y más y no nos detenemos en la meta que nos ponemos sino que luego pasamos a otra y a otra y así hasta que morimos y alguien más debe tomar nuestro lugar.  Es el ciclo de vida que hemos creado para nosotros mismos, otra ilusión que no existía y nos hemos asignado.

 No contentos con destruir la naturaleza que nos dio la vida, ahora apuntamos a nosotros mismos. Las leyes, las reglas y todas las demás maneras de limitarnos, están haciendo que la creatividad, que es la que nos caracteriza y separa de los demás animales sobre este planeta, se esté limitando cada vez más a lo que un grupo de nosotros quiere y necesita, dejando de lado mucho de la imaginación originales del ser humano. En otras palabras, estamos destruyendo lo que nos hizo un ser distinto a todos los demás en existencia.

 Creemos que lo hacen unos es correcto porque siempre los hemos seguido, tal vez porque se han ganado un lugar entre los más brillantes o entre los más aventureros. Posiblemente, sea porque los que tienen más dinero suelen tener una voz a la que se la da más importancia. El caso es que no decimos nada cuando, poco a poco, nuestras voces se van apagando porque ellos así lo han pedido. No peleamos cuando vemos, en el día a día, como todo está construido para que no reflexionemos, a menos que sea útil para “todos”.

 Lo peor viene cuando algunos de nosotros empezamos a repetir lo que dicen esos a los que hemos dado mayor importancia. Repiten y repiten. Se convierten en una versión humana de los pericos o los loros, seres que en verdad no reflexionan demasiado sino que solo viven por impulsos. De hecho, y siendo justo con las aves, muchas de ellas muestran algún grado de comprensión de ciertas situaciones. Algunos de nosotros ni siquiera tenemos eso. Solo atacamos cuando lo creemos necesario y repetimos y repetimos.

 Los que lo hacen, lo hacen por miedo. Se les ha asustado una y otra vez con el cuento de que, si dejamos que la gente haga lo que quiera, pronto será todo un caos y terminaremos por volver a la naturaleza, donde la mayoría no quiere volver. Le temen a lo salvaje, a lo que no se puede controlar, a aquellos impulsos básicos que residen en el interior de todo ser humano. No quieren volver a ese estado primordial del ser humano en el que nada se puede controlar y todo está bajo el reino de lo natural, lo más básico.

 Somos seres temerosos, temblamos con cualquier cosa. Incluso en nuestros primeros días como especie éramos débiles y tuvimos que crear sociedades y entidades, así como reglas para poder florecer como lo hicimos. Todo se lo debemos a la naturaleza, de nuevo, que nos dio cerebros que podían hacer mucho más de lo que jamás se había visto en este mundo. Y lo que hacemos hoy con ese regalo es limitarlo para que solo haga unas pocas cosas, las que hemos decidido calificar como “aceptables”.  Creamos de paso grupos marginales, formados por aquellos que no consideramos parte de la sociedad.

 Antes eran los artistas y luego fueron los músicos y con el tiempo se empezaron a definir por sus modas que se salían de la norma. Todas esas personas eran de la clase que la sociedad en general no consideraba aceptable. Eran los cerebros que habíamos querido apretar y limitar y simplemente no habíamos podido. Y se les echó la culpa de no querer ser parte de la comunidad de seres humanos con mismos valores y leyes y reglas y se les puso aparte, se les atacó y se trató de eliminarlos como se pudiera.

 Aquí aparecen todos esos odios que tenemos el uno por el otro, como seres humanos. Cuando odiamos a un negro siendo blancos o cuando odiamos a los blancos al ser indígenas o golpeamos a un hombre por tener sexo con otro hombre. Todos esos odios han sido alimentados por la verdadera bestia, por el monstruo creado por el hombre llamado sociedad. Le hemos dado poder a algunos y ahora ellos lo usan para controlar y para decirnos a quienes debemos atacar después. Porque nunca termina, solo cambia un poco.

 Nos creemos superiores a los animales salvajes, creemos ser mejores que ellos porque hablamos y pensamos pero la realidad es que usamos nuestra boca para decir cosas que no importan y utilizamos el cerebro como nos han pedido que se use. Atacamos a los que no responden a esas normas sociales, a los que no viven la vida que todos han vivido. Los que no quieren lo mismo que el grupo mayoritario, entonces son raros y deben saber lo que son. Se les ataca, se les aminora y se le quitan las oportunidades al instante.

 Los seres humanos somos seres que nos hemos dejado llevar y ahora no somos más que una sombra de lo que pudimos haber sido. Todavía se piensa que seremos algo increíble en el futuro, que revolucionaremos este rincón del universo y que todo seguirá girando alrededor nuestro, porque nosotros somos los únicos que importamos. Nos vemos yendo más allá de las estrellas, todavía con las mismas reglas, los mismos valores y respondiendo al mismo grupo central, al monstruo, que dicta cómo y qué debemos ser.

 Pero ese momento pasó. El momento en el que podíamos tener la oportunidad de hacer algo por nosotros, de evolucionar a un ser aún más avanzado, ya pasó. Seguiremos cambiando, obviamente, si es que no nos matamos los unos a los otros antes de la naturaleza nos de ese último impulso.

Porque aunque la odiemos y le tengamos miedo, la naturaleza es la madre que no nos quiere dejar, la que nos da vida y nos acoge cuando morimos. No llegaremos a ser nada espectacular, tal vez solo una bolsa de carne que piensa. Pero tuvimos la oportunidad. La desperdiciamos pero la tuvimos.