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domingo, 5 de abril de 2015

Kamchatka

   Cuando Javier salió del avión, aprovechó para estirar sus piernas y sus manos apenas bajó por la escalerilla del avión. Las azafatas lo miraban riendo por lo bajo pero no había como no hacer lo que estaba haciendo. Al fin y al cabo el viaje había tomado varias horas y eso solo era el último tramo. Y todavía había más por delante pero desde ya podía decir que su aventura estaba comenzando.

 Al salir del aeropuerto, un hombre con cara de pocos amigos, abrigado hasta la medula, lo encontró sosteniendo la foto que había enviado a la agencia. Era de hecho la foto del pasaporte y la habían ampliado varias veces y no se veía muy bien en el cartón que el hombre sostenía. Después de haberse saludado, subieron la única maleta de Javier y emprendieron el camino al hotel. Allí el hombre se despidió y le indicó, en inglés, que lo recogería temprano al otro día.

 Esa tarde, Javier organizó todo lo que debía llevar en la mochila de expedición: no podía echar todo lo que había traído y siempre lo había planeado. Había traído varios implementos para el cuidado personal porque en la noche haría una limpieza profunda de sí mismo, ya que iba a estar una semana entera por fuera, sin posibilidad de ducharse ni nada relacionado a su estética personal. Decidió también dejar fuera algo de ropa que vio que no iban a ser muy apropiados.

 Cuando llegó la noche, comió algo en el restaurante del hotel y luego se duchó por varios minutos, afeitándose después así como usando bastante desodorante. Durmió como una piedra hasta que la alarma del celular lo despertó a las cuatro de la mañana. Se bañó de nuevo, arregló lo último de la mochila y cuando bajó su anfitrión ya estaba allí. En la camioneta que manejaba se demoraron unos minutos hasta salir de la ciudad y viajar por carretera por cerca de media hora hasta llegar a un parque donde había un puesto de guardabosques. Allí, Javier se dio cuenta que había otros viajeros ya listos para emprender la travesía.

 Los reunieron a todos frente a la casa del guardabosques y una mujer muy rubia y alta fue quien les habló en inglés y les dijo como sería el recorrido y lo que debían esperar del recorrido. Les recordó que no podían usar el flash de sus cámaras y que no estaba recomendado llevar productos electrónicos aunque tampoco estaba prohibido. Javier apretó el celular en la mano pero no lo sacó ni dijo nada. Cuando la mujer terminó su discurso, les dijo que se alistaran ya que la caminata empezaba allí. Fue a buscar su propia mochila y entonces empezaron a caminar. Javier se despidió de su conductor, que pareció no verlo, y siguió al grupo.

 No eran muchos. Además de la guía, solo había una mujer que venía con su esposo. Eran franceses. Había un joven de la misma edad de Javier que venía de Corea y dos hombres estadounidenses que parecían tener mucha experiencia en este tipo de situaciones. Pero el grupo de hablaba mucho entre sí. Era como si vinieran a competir, o algo por el estilo, pero Javier no lo veía así. Él había ahorrado por mucho tiempo para hacer este viaje. Era un fotógrafo consumado e ir hasta Kamchatka siempre había sido uno de sus más grandes sueños.

 Como pudo, se fue acercando hacia Si-woo, el chico coreano. Lo bueno era que Javier sabía hablar bien en inglés y cuando lo saludó el chico se asustó un poco pero empezaron a hablar a gusto, compartiendo algo de sus vidas. Los demás hacían lo mismo, pero no entre ellos sino solo con quienes habían venido. Como ellos dos estaban solos, era apenas normal que se sintieran mejor hablando el uno con el otro. Si-woo era biólogo y había venido porque para él también era un paraíso en la tierra esta península plagada de volcanes y vida salvaje.

 Después de un tiempo de caminata, salieron del pequeño bosque a una extensa estepa plagada de flores de colores y algunas plantan menores. La guía les avisó que pronto se detendrían para tratar de tomar la foto de un zorro, que normalmente merodeaban por la zona. Cuando llegaron a la parte más plana y estable de la estepa, se hicieron en grupo y miraron para todos lados. Pero parecía que los animales o no estaba o no pretendían interactuar con los viajeros. De todas maneras Javier tomó algunas fotos y lo mismo hicieron los demás.

 Algo de neblina había empezado a bajar de la montaña, que era un volcán negro, y estaba cubriendo todo el lugar lentamente. La guía apuró el paso ya que debían llegar al borde de una cañada para tener en donde acampar. Pero a medio camino hacia allí, una tormenta se desató y casi no pudieron seguir. Varios se resbalaron y no había manera de encontrar el lugar para acampar. No venían árboles ni nada que los cubriera y poner tiendas de campaña no les iba a ayudar de nada. Debían seguir caminando lo que más pudiera hasta que la lluvia se detuviera o hasta que encontraran un lugar adecuado para pasar la noche.

 Entonces llegaron a la cañada pero ya no era un pequeño riachuelo como habían visto en fotos. Era un torrente de agua que llevaba ramas y plantas hacia el mar. En ese momento la guía les indicó un camino para ir paralelo al torrente pero la pareja de franceses se acercaron demasiado y se resbalaron, cayendo en el agua. Uno de los gringos corrió rápidamente y lanzó una cuerda que tenía en su mochila. La mujer que había caído logró tomarla pero su esposo se le fue entre los dedos y se lo tragó prontamente la oscuridad de la noche.

 Cuando pudieron sacarla, la mujer temblaba como loca y no podía pronunciar palabra. Y así hubiera querido hablar lo más probable es que no se le hubiera entendido nada, por la lluvia. La guía decidió sacar un plástico de su mochila y les aconsejó a todos sentarse en el suelo y cubrirse con el plástico. Ella intentaría llamar al guardabosques. Lo intentó toda la noche, incluso después de que todos se durmieran. La lluvia se detuvo en algún momento de la noche, así como sus intentos.

 Uno de los gringos, el que venía con el que había rescatado a la mujer, se despertó de golpe, gritando. Todos lo miraron asustados. El hombre se cogía la pierna y de pronto quedó quieto, lívido. Su cuerpo cayó al suelo por su propio peso y quedó ahí. El que venía con el lo revisó y sacó de entre sus pantalones una serpiente que se le había metido en la noche. Lo había mordido varias veces y parecía ser venenosa.

 La guía empezó a llamar de nuevo pero nadie atendía. Parecía que la lluvia había dañado todo. Como pudieron, tratar de retomar el camino de vuelta pero la lluvia había cambiado el paisaje y parecía que por loa noche ellos también habían perdido el rumbo. La mujer dijo que lo mejor era cruzar el río en algún punto para llegar a un puesto al otro lado. Siguieron el curso de la cañada hasta llegar a un lugar poco profundo donde uno a uno fueron pasando tranquilamente. Después de unas horas, llegaron al otro puesto de atención y, como lo esperaban, no había nadie. Pero sí había un teléfono y la guía trató de contactar a alguien para que los ayudara.

 De pronto, estando dentro de la cabaña, oyeron un par de disparos y el sonido de aves asustadas. Se miraron los unos a los otros y se dieron cuenta que solo el chico coreano y el gringo faltaban. Cuando salieron, el chico tenía una pistola en la mano apuntando a su cabeza y el cuerpo del hombre al lado. La guía le preguntó que había pasado pero el joven respondió accionando el arma y suicidándose frente a todos. Ahora solo habían tres personas, tres personas que no entendían que sucedía. La guía volvió al teléfono y por fin contestaron. Ella no tuvo que decir nada; le contestaron que ya habían enviado un helicóptero.

 Cuando volvieron a la ciudad, se les informó que la policía secreta había ocupado la oficina y por eso no habían contestado antes. Resultaba que Si-woo era un hombre buscado en Corea por haber sido el único testigo del asesinato de su madre, una política importante, por parte de dos mercenarios norteamericanos. Entonces todos entendieron la actitud de unos y otros y como la muerte del francés había sido un accidente inesperado. Todo había pasado rápidamente pero casi en conjunción con los planes de venganza de cada uno. Los gringos no habían hecho nada por temor y el chico coreano había aprovechado esto para buscar una serpiente venenosa y ponérsela cerca uno de ellos. Al fin y al cabo, sí era un biólogo.


 Todos testificaron a la policía rusa y dejaron la ciudad apenas pudieron. En el avión de vuelta, dejaron la ciudad apenas pudieron. En el aviy ponersela ios norteamericanos. Entonces todos entendieron la actitud de ón de vuelta, Javier empezó a escribir en un cuaderno lo que recordaba para no olvidarlo. No podía creer el nivel de venganza, de miedo y de odio y, sobre todo, de paciencia que había habido para que todo lo que pasara tuviera que pasar sin que nadie se diese cuenta con antelación. El momento que tanto había anticipado, que iba a cambiar su visión de la vida, se había arruinado. Pero al final del día, si había cambiado su vida, solo que no de la manera deseada.

viernes, 20 de marzo de 2015

Un botánico en Borneo

   Podrá no parecer algo muy apasionante pero el mundo de las plantas es simplemente maravilloso. Hay tantas especies, tan variadas con brillantes colores y extraños comportamientos, que es imposible no enamorarse de alguna de ellas. Eso, al menos, era lo que pensaba Martín Jones, hijo de un renombrado naturalista británico y de una aguerrida luchadora por los derechos de los animales. Naturalmente, al conocerse sus padres, se habían enamorado al instante pero les tomó algún tiempo tener hijos. De hecho, Martín era el único.

 Había terminado hacía poco la carrera de biología y ahora estaba especializándose en botánica en Londres, desde donde había salido de viaje con un grupo de naturalistas de la universidad a la jungla de Borneo. Indonesia es el corazón de aquellos que aman las plantas. Martín quería conocer en persona un aro gigante, a veces llamadas flores cadáver por su asqueroso olor.  Estaba tan entusiasmado que en el avión hacia Jakarta solo leyó y releyó su libro sobre el tema y no dejó de acosar a todos los demás con todos los detalles de cada planta extraña que pensaba documentar. Además, quien sabe, podría descubrir alguna nueva especie.

 Ese era su sueño desde el comienzo. Hacer un aporte a la ciencia que lo pusiera en el mapa de los botánicos más destacados junto a muchos de sus ídolos y, por supuesto, junto a sus padres. Ellos todavía se dedicaban a amar la naturaleza, viajando por todo el mundo dando conferencias, trabajando para la televisión pública e incluso colaborando con documentalistas para diversos proyectos relacionado a la naturaleza. Mientras su hijo llegaba a Banjarmasin, ellos estaban en la tundra canadiense.

 Martín no tenía a nadie más sino a sus padres. De resto, solo tenía una tenía en Estados Unidos y otra en Japón. Su único tío había muerto en un accidente automovilístico y no había tenido hermanos. Tenía primos pero jamás los había visto y sus abuelos, por ambos padres, estaban muertos hacía ya buen tiempo aunque su padre siempre le contaba historias de su abuela paterna, una mujer que tejía su propia ropa, cazaba su comida y había vivido casi toda su vida como una pionera en el desierto de Mojave.

 Más que nada, lo que Martín quería era tener una vida igual que la de sus padres o que las de sus ídolos en el mundo de la ciencia. Todos hablaban de grandes aventuras y descubrimientos, de tantos tipos de vivencias que era difícil no querer lo mismo. Quería ser igual que todos ellos e incluso mejor, dejando una huella imborrable en la botánica. Este era su primer viaje serio, después de varias expediciones por su cuenta con la única compañía de Maxwell, un perro ovejero que había estado con él por muchos años. Pero el animal ya no estaba y debía afrontar este viaje como un profesional.

 Después de un largo y doloroso viaje por carretera, llegaron al borde de la selva donde fueron atendidos con amabilidad por una tribu que tenía su asentamiento a algunos metros de los primeros grandes árboles de la selva impenetrable. Como ya era tarde, Martín solo pudo oler la selva y para él fue suficiente para aguantar hasta el día siguiente. Comió la cena ofrecida por los indígenas y se acostó rápidamente, pensando en levantarse temprano para tener el mejor primer día posible.

 De hecho, fue su compañero quien lo levantó. Al parecer, Martín estaba más cansado de lo que había pensado y se les había hecho algo tarde. Por lo que pudo ver mientras se cambiaba, estaba lloviendo ligeramente pero no había nada de viento.  Cuando estuvieron todos listos, siguieron a uno de los guías locales y empezaron la larga caminata del día. Como habían comenzado tarde, iban a volver pasado el atardecer así que no podían demorarse más de lo necesario. Pasados los primeros minutos, varios de los científicos pudieron ver varias de las criaturas, sobre todo insectos así como árboles inmensos y flores hermosas. Martín apretaba tan fuerte el obturador de su cámara que se arriesgaba a fracturarse un dedo.

 Pero no importaba nada porque estaba en su elemento. O al menos lo estuvo hasta que, por estar tomando fotos al borde de una cañada, resbaló sobre una roca cubierta de musgo y se torció un tobillo. Trató de hacerse el valiente y lo primero que hizo fue revisar la cámara que no tenía ni un solo rasguño. En cambió él tenía la pierna sangrando porque se había cortado con una piedra afilada y, además, no podía caminar. El dolor era demasiado. Se disculpó con sus compañeros pero ellos le dijeron que era algo que solía pasar. El grupo decidió regresar, cuando no pasaba de la una de la tarde.

 Mientras una de las mujeres de la tribu atendía a Martín, los demás se dedicaron a clasificar su trabajo y a planear el día siguiente, que de paso iban a iniciar al as cuatro de la mañana para evitar perder tiempo. El joven botánico les prometió acompañarlos y, en efecto, fue el primero en levantarse al día siguiente. Pero no hubo manera de que los acompañara porque su tobillo se había hinchado y el dolor era peor que el día anterior. El grupo lo dejó con la tribu y Martín se sintió el fracaso más grande del mundo por no poder acompañarlos.

 Les había arruinado el primer día y no quería hacer lo mismo el segundo. Por eso no protestó pero se odió a si mismo por no poder hacer nada. Eran dos semanas en Borneo y cada día era esencial para clasificar y documentar pero como lo iba a hacer si no podía ni caminar. Uno de los hombres indígenas, que hablaba algo de inglés, le explicó que venía un médico en camino para atenderlo. Martín no quería pero sabía que no podía negarse, no estando tan lejos. Sabía que era un esfuerzo para el médico ir hasta allí y no quería hacer que alguien más perdiese su tiempo por su culpa.

 El médico llegó justo después del almuerzo. Lo revisó brevemente, le puso una inyección y le pidió dos días completos de descanso. Martín le dijo que necesitaba salir de expedición al día siguiente pero el médico le dijo que eso solo empeoraría su tobillo. Tenía que descansar y moverse lo menos posible. Cuando el grupo llegó pasada la tarde, todos muy contentos, Martín no quiso hablar con ninguno de ellos. Ronald trató de hablar con él pero el joven botánico se hizo el dormido. No quería ver en sus caras la alegría del día, no cuando los envidiaba tanto.

 Al día siguiente, el grupo se fue de nuevo. Martín solo se dio cuenta horas después, cuando se despertó. Decidió bañarse, cosa que no había hecho desde el día que había salido de casa. La mujer indígena que lo había ayudado antes le hacía señas para que no se moviera mucho pero el solo le sonreía y hacia señas de que todo iba a estar bien. La mujer le prestó una sillita de plástico y le mostró un sitio, detrás de las casas, donde podía bañarse con tres baldes llenos de agua que le trajo sin mayor dificultad. Él se lo agradeció y esperó a que estuviera lejos para quitarse la ropa.

 Siempre teniendo cuidado de su pie, se sentó sobre la sillita de plástico y se echó encima el primer baldado de agua. Estaba fría pero apenas para el calor que hacía tan temprano en cercanías de la selva. Mientras sacaba del pantalón un jabón pequeño que había traído de casa, notó los sonidos que salían de los altos árboles cercanos. Casi se cae de la sillita cuando, mientras se echaba jabón por las piernas, un animalito pequeño, parecido a un mono, salió de entre los árboles. Parecía buscar algo por el suelo. Martín se echó agua con cuidado para no asustarlo pero la criatura se volvió hacia él y lo miró un buen rato hasta que se cansó y se fue.

 Martín sonrió ante el particular evento. Se puso de pie como pudo, utilizó el jabón en sus partes intimas y en el resto del cuerpo y, cuando se dispuso a vaciar el último balde sobre su cabeza, vio que el animalito había vuelto con otros dos. Todos lo miraron a él y luego se dedicaron a husmear el suelo. Martín recordó algo y despacio se agachó a buscar en su bermuda a ver si lo que quería estaba allí. En efecto, había guardado una de sus cámaras desechables en uno de los muchos bolsillos. La sacó con cuidado y se sentó en la sillita de plástico.

 Los animalitos ni se inmutaron de los movimientos que hacía Martín y solo se dedicaron a buscar por el suelo. Uno de ellos por fin encontró una semilla y se la comió. Parecieron acelerar el paso a raíz de esto. Menos mal, la cámara no tenía flash. El acercamiento que se podía hacer no era el mejor pero los animalitos se veían. Martín les tomó varias fotos hasta que los animales lo notaron y uno de ellos se le acercó. Le tomó fotos estando a apenas dos metros. De repente, voltearon a mirar a la selva como si hubieran escuchado algo, que Martín no había oído. Al rato, penetraron la selva y no volvieron más.


 Martín estaba muy contento y solo se puso su bermuda para volver adonde la mujer y devolverle los baldes y la sillita. Quiso preguntarle si conocía a los animalitos pero ella no hablaba su idioma. Les contó a sus compañeros cuando volvieron, como una anécdota interesante y cómica pero ninguno de ellos río, de hecho un par lo miraron sombríamente. Al parecer, esos dos habían venido buscando a dichos animalitos, antes avistados pero nunca documentados con propiedad. Resultaba que Martín había hecho un descubrimiento científico y ni se había dado cuenta. Y por mucho tiempo, sus colegas se burlaron porque lo había hecho desnudo y mojado.

viernes, 6 de febrero de 2015

Alto en el valle

   Desde la punta de la montaña se podía ver todo el valle, que era largo y estrecho, con el pequeño riachuelo que corría por la parte más baja brillando bajo el sol. María tomó un sorbo de su botella de agua, que gracias a estar en un termo estaba fría, a diferencia del día. Los rayos de luz calentaban todo alrededor. Tanto que la joven tuvo que sentarse en un plástico que había traído en su mochila.

 Había decidido ir a escalar para apreciar mejor este lugar, que era el que había escogido para pasar unas vacaciones alejadas del ruido de la ciudad y de la gente que solo vivía para molestar. Aquí no había ni gente fastidiosa, ni smog, ni el asqueroso ruido de los automotores. Solo se escuchaban los alegres trinos de las aves y el viento que parecía estar cansado porque soplaba a ratos.

 María se hubiera quedado allí sentada toda la tarde si no hubiera sido por el siguiente sonido que escuchó. Era sin duda de un animal pero no podía ver bien por el sol. Había pocos árboles a su alrededor y nada de matorrales. De todas maneras se puso de pie rápidamente, por si el sonido era el de una serpiente. Pero de pronto lo escuchó mejor y se dio cuenta de que era un ave la que hacía el ruido. Miró hacia el cielo, haciéndose sombra con una mano y, después de un rato, por fin lo vio.

 Arriba, casi encima de María, volaba una enorme ave de color pardo con un pico que parecía bastante atemorizante. La chica tomó los binoculares y miró hacia el ave. En efecto era ella que hacía los ruidos. Flotaba suavemente sobre el viento y no aleteaba sino para impulsarse un poco más. De pronto, el ave se dirigió hacia abajo, casi en picada. María pensó que se dirigía hacia ella, lo que la asustó un poco pero resultaba que se dirigía a un punto más abajo y más hacia su derecha, colina abajo.

 Allí sí había muchos árboles altos y el ave se perdió entre ellos mientras descendía. María no lo vio más y de pronto pensó que podían haber sido cazadores, cazando deportivamente o algo por el estilo. Metió a la mochila todo lo que había sacado y se puso de pie. Lo mejor era ir a ver como estaba el animal y si requería ayuda. Además, podría reclamarle al cazador por disparar a una criatura que seguramente estaba protegida.

 María descendió por la montaña lo más rápido que pudo pero no era muy fácil. Había una sección que parecía haber sido víctima de derrumbes frecuentes y estaba completamente cubierta de piedras de todos los tamaños.﷽﷽﷽﷽﷽﷽do victima de derrumbes frecuentes y estaba completamente cubierta de piedras de todos los tamatrinos de las aves ños. La mujer pisó con cuidado cada una de las rocas, tratando de evitar una caída dolorosa. Pero justo cuando iba a llegar a un terreno más amable, la piedra donde estaba apoyando uno de sus pies se movió y ella cayó para atrás, quedando sentada sobre las piedras.

 Todo el cuerpo le dolía pero sobretodo el coxis y toda la zona posterior de su cuerpo, desde la espalda a los muslos. Su mochila no había ayudado mucho a amortiguar la caída y ahora estaba allí, como una tortuga que han volteado al revés. María se quitó, como pudo, la mochila y sacó la botella de agua. Tomó un poco y, luego de guardarla, trato de ponerse de pie pero se dio cuenta de que no podía. Le dolía mucho hacer fuerza contra las piedras, que parecían moverse hasta con el más pequeño movimiento.

 De repente, oyó pasos y recordó al cazador tras el que había ido. Pero de los árboles cercanos no se acercó un cazador sino un hombre de unos sesenta años con el ave que ella había visto en el hombro, como el loro de un pirata. El ave la miraba igual que el hombre, perplejos de verla allí en una posición tan extraña. Sin decir nada, el hombre se acercó y le estiró una mano a María. Pero ella le dijo que no podía levantarse. El hombre no respondió sino que insistió en ayudar a María. El hombre le tomó un brazo, lo puso sobre su espalda y, como pudo, alzó del suelo empedrado a María.

 Antes de llegar a los primeros árboles, el hombre se sacó un silbato de debajo de la camiseta, que tenía colgado alrededor del cuello. Lo sopló un par de veces pero no emitió sonido alguna. Antes de que María pudiera preguntar para que era el silbato, un perro gran danés se acercó a ellos por entre los árboles. El perro era enorme y tenía las orejas bien erguidas, como si estuviera amaestrado para oír todo sonido en el bosque. Pero el perro no venía solo, tenía un palo largo en el hocico.

 El hombre lo recibió y lo pudo en una de las manos de María para que pudiese caminar con normalidad o al menos por si sola. Como pudieron, lentamente y teniendo cuidado con las ramas y las raíces. Atravesaron el enorme bosque hasta llegar a un claro en el que había una pequeña casa, de las que eran típicas a lo largo y ancho del valle. El hombre se adelantó, abrió la puerta y ayudó a María a entrar.

 Ya el hombre dirigió a María ha una silla que parecía ser de madera solida. Dolió un poco al sentarse pero era mejor que un sillón demasiado mullido. El perro enorme se le acercó y se le sentó al lado, poniendo su cabeza sobre uno de sus muslos. María lo acarició aunque todavía la aquejaba el dolor. El hombre salió y entonces la joven oyó el batir de unas alas y el particular chillido del águila que, al parecer, era compañera del dueño de la casa.

 Mientras tanto y para no pensar tanto en su dolor, María miró a su alrededor: el lugar era pequeño pero acogedor. Por las paredes habían varias fotos, todas con el hombre del águila como protagonista. En algunas salía también el perro que María tenía al lado y que parecía disfrutar con sus caricias. No había muchos objetos decorativos además de las fotos. De hecho, no parecía que nadie viviera allí aparte del hombre y el perro. Se notaba que no había una mujer que viviera allí. María hubiera reconocido el toque femenino.

 El hombre entró entonces y, por primera vez, le sonrió. Aunque le faltaban algunos dientes, era una sonrisa amable y dulce, lo que hizo que los temores que María todavía tenía se desvanecieran con facilidad. Le preguntó entonces si podría llamar a algún servicios de emergencias para ayudarla a lo que el hombre respondió asintiendo y señalando el cielo que se veía a través de las ventanas. María automáticamente miró afuera: el sol brillaba como nunca. Que quería decir?

 María entonces se dio cuenta y, con señas y palabras, le preguntó al hombre si no podía hablar. El hombre asintió, apuntando con un dedo a su garganta. Pareció ponerse triste por un momento pero entonces recordó algo y enfiló rápidamente hacia la nevera. Un ligero viento entró por la puerta, que había dejado abierta el hombre. Esta brisa alivió un poco a María, que intentó moverse pero una punzada fuerte le quitó el aire de los pulmones, como si le hubieran clavado algo en la base de la espalda.

 El hombre se dio cuenta y le dio, apresuradamente, lo que había ido a buscar a la nevera: de una jarra de vidrio había servido dos vasos llenos de limonada helada. María le sonrió y, tratando de ignorar el dolor, tomó el liquido despacio. Se dio cuenta que estaba delicioso y se tomó todo el vaso de una sola sentada. El hombre le sonrió, a la vez que el tomaba un pequeño sorbo del suyo. La orejas del perro entonces se erigieron de nuevo y el animal salió corriendo. María miró al hombre que hacía mímica, como si tocara una trompeta. Y luego señalaba al perro.

-       Se llama Trompeta?

 El hombre asintió. Justo entonces entró de nuevo el animal pero no estaba solo. Con él venían un hombre y una mujer que vestían chaquetas con el logo de la Cruz Roja. Era médicos y empezaron a hablar con el hombre, agradeciéndole por avisarles del accidente. Uno de los dos médicos tenía al águila en el hombro que saltó a una silla cercana donde empezó a afilarse el pico.


 Los paramédicos revisaron a María y, con cuidado, la dirigieron hacia fuera donde tenían un camilla con la que la bajaron al pueblo, que no estaba lejos. No volvió a ver al hombre de la montaña y se lamentó no haber podido despedirse de él con propiedad. Por la caída tuvo que volver a su vida en la ciudad donde, cada vez que veía un ave en el cielo, recordaba su corta aventura en el valle.

martes, 13 de enero de 2015

El puente de Mitor

   En el pueblo de Mitor, todo el mundo comía pescado. Era la carne más preciada, más vendida y, por lo tanto, más cara. Los pescadores eran casi adorados, porque pocos se atrevían a navegar mares tan poco predecibles como los que existían cerca de la ciudad. Tanto era el aprecio por ellos y por su producto, que la gente del pueblo había decidido construir un puente que comunicaría la costa con el pueblo, salvando el paso sobre una cañada ganando así veinte minutos de viaje entre el mar y la gente.

El puente tenía un solo arco, bastante amplio sobre el riachuelo que había abajo. Lo habían hecho así porque, en temporada de lluvias, el agua que bajaba de la montaña podría aumentar con violencia y no querían que la llegada de pescado se viera afectada. Se aseguraron de hacer la mejor obra de ingeniería y así fue. Foráneos envidiaban esta gran obra, y admiraban la organización que había requerido de parte de todos los ciudadanos de Mitor.

Desde entonces, el pescado llegó más rápido y, cuando se amplió el puerto y los astilleros, empezaron a llegar nuevos tipos de peces y otras criaturas marinas, que incluso se adquirían a través del comercio, algo impensable años atrás. Era una época de prosperidad para el pequeño poblado y esto se vio reflejado en todas partes. La gente empezó a ser más sana y la ciudad se renovó. Todo iba bien.

Esto hasta que una noche, ocurrió un evento que cambiaría todo. Resulta que una carreta grande, de esas que podían cargar varios kilos de pescado, se desplomó en la mitad del puente de la cañada. Esto ocurría aunque no con frecuencia. El procedimiento era sencillo: el pescador mandaba un mensajero para que vinieran rápidamente con otra carreta que pudiera llevar la carga a la ciudad con celeridad, antes de que se afectara la calidad del producto.

En aquella ocasión, se hizo exactamente igual. Mientras el pescador esperaba por la carreta, se acercó al borde del puente y miró las cascadas que formaba la cañada, descendiendo hacia el mar. Era sorprendente como el pescador conocía tan bien el mar pero de otros cuerpos de agua no sabía nada. De pronto se dio vuelta y se dio cuenta de algo: el montón de pescado era menos grande. Estaba seguro de ello. Miró para un lado y otro de la carretera pero allí no había gatos ni perros. Ningún tipo de animal que se hubiera llevado la carga. Y no había ni un alma cerca.

El pescador se apoyó en la baranda del puente y respiró hondo. Seguro era un error suyo causado por las largas horas de trabajo. La última expedición había tomado más de lo previsto pero había valido la pena. Se relajó un poco pero la dicha no duró mucho: oyó algo tras él y al darse la vuelta vio que solo quedaban unos pocos peces en el suelo. Pidió ayuda gritando y por fin alguien vino en su ayuda y así se propagó la noticia de los sucedido.

A decir verdad, casi nadie le creyó al comienzo. Creían que el hombre se había vuelto loco o trataba de excusar un robo deliberado a través de una historia bastante increíble. Pero eso terminó cuando más eventos iguales tuvieron lugar, siempre cuando el puente estaba solo y únicamente una carreta cruzaba por encima. La gente empezó a temerle al lugar y se propuso tumbarlo pero todos sabían que eso no era posible. Así que determinaron que las carretas solo podrían cruzar de a dos, o más, al mismo tiempo.

Y así se hizo. Pasaron los años, una y otra generación, cambiando de la carreta a los camiones, pero nunca cambiaron sus creencias. Los camiones grandes conectaban al pueblo por una autopista nueva pero los pequeños evitaban el peaje que les habían impuesto a través del puente viejo que solo tenía una regla: cruzar en pares. Visitantes y nuevos habitantes encontraban la tradición una tontería pero les parecía curiosa y ayudaron a que permaneciera.

Lo curioso era que incluso los camiones, bien cerrados y refrigerados, perdían algo de su carga cuando pasaban por el puente. No sucedía siempre pero si lo suficiente para que el mito perdurara. Se habían inventado varios cuentos a raíz de lo sucedido pero nadie sabía si alguno era real, si alguno de verdad retrataba lo que allí sucedía.

El turismo creció, en buena parte gracias al mito del puente y los pescadores. Se organizaban caminatas por la cañada, se vendían camisetas y recuerdos y planeaban visitas tanto al puente como al puerto y los astilleros. Los habitantes de Mitor aprovecharon el misterio que encerraba su pueblo para ganar dinero y atraer a los incautos. Inclusive cuadrillas de arquitectos e ingenieros visitaron el puente y revisaron cada metro pero no encontraron nada fuera de lo común, salvo que se encontraba en un estado excepcional para tener cien años de construido.

Lo que más fascinaba a los visitantes, era que durante los paseos o las caminatas, uno que otro aseguraba que había perdido algo o había visto a la criatura que lo robaba todo. Obviamente, la gran mayoría de avistamientos y sucesos eran mentira. Muchos solo querían tener la atención de otros sobre ellos e inventaban tonterías para ello. Pero, no se podía negar, había ciertos sucesos casi imposibles de explicar: la pérdida de algún objeto personal, muchas veces de comida, mientras veían sobre la baranda del puente.

Nadie investigaba ninguna de esas pérdidas. Se les atribuía a lo distraída que  era la gente con sus objetos personales. Algunas veces, si el robado insistía, se hacía una demanda pero eso nunca había servido más que para perder el tiempo o distraer al departamento de policía del lugar, que tenía un existencia más bien calmada.

Entonces, un buen día, llegó un joven historiador al pueblo. Él no estaba interesado en los cuentos que se decían sobre el puente y el pescado perdido. Él venía a catalogar, para la oficina de patrimonio cultural, varios de los edificios de la región. Era de resaltar, que Mitor tenía una de las iglesias más antiguas del país, de unos ochocientos años de antigüedad y otro par de edificios del mismo periodo.

Al comienzo el chico no se interesó en lo absoluto en la historia del puente, a pesar de que quienes lo ayudaban en su tarea insistían en que debía visitar el lugar ya que, así no le interesara la historia, el puente tenía una historia y arquitectura tan bella que ciertamente podría ser otro elemento del patrimonio de la nación. El chico aceptó ir pero solo cuando todo lo demás fuese clasificado. Así, pasaron dos semanas más en que el tipo solo trabajó en los antiguos edificios, fascinado por todo.

No estaba así cuando, por fin, tuvo que visitar el puente. Un miembro de la alcaldía local y un pescador veterano lo guiaron por el lugar, contándole la historia completa, los mitos, los cuentos, los rumores y todo lo que se debía saber. El joven estuvo ciertamente fascinado por la arquitectura de la estructura e, ignorando el mito, pidió conocer la parte inferior del puente.

Allí abajo estuvo un rato con los dos hombres un buen rato hasta que estos dos se aburrieron, ya que el joven solo estaba interesado en los detalles magníficos del puente. Le dijeron que enviarían a alguien para acompañarlo pero él no escuchó. Mientras estuvo solo vio que había mosaicos en las bases del puente y hubiera querido ver el otro lado también pero se conformó con quedarse allí, fascinado.

De pronto, sintió frío y un extraño viento revoloteó su pelo. Entonces perdió fuerza en sus piernas y cayó arrodillado al polvoso suelo. Se sintió enfermo, como si de repente una horrible enfermedad hubiera penetrado su cuerpo y este no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energía que tenía, tratóo de mover leste no hubiera estado listo para enfrentar algo de ese estilo. Con la poca energque el joven solo estaba interesadoó de mover las piernas pero no quisieron responder. Se sintió mareado pero trató de respirar lentamente y no perder el sentido de la realidad.

Entonces sucedió algo que él sabía que era real pero que no podía haberlo sido, no tenía sentido alguno. De todas partes empezaron a salir animales: lobos, gatos monteses, osos y también otros menos peligrosos como castores, todo tipo de aves y otros mamíferos. Todos parecían verlo pero lo extraño del caso es que lo miraban con ojos brillantes de color azul, o eso veía él al menos. Después de un rato ya no vio nada.

Se despertó de golpe, horas después, en el hospital de Mitor. Dijeron que había sufrido un colapso nervioso y se había golpeado fuertemente contra el duro suelo bajo el puente. Él contó su historia pero esta vez, nadie le creyó. No era como las otras historias respecto del puente. De hecho, esta ni siquiera era una historia como tal sino una escena y una bastante extraña. El chico no volvió a repetirla y decidió irse lo más pronto posible.

Sin embargo, algunos escucharon su relato y así otra historia más se adhirió al mito del puente de Mitor, el puente que había unido a una comunidad con su bien más preciado. Pero que también había dañado irremediablemente el viejo ecosistema de la zona, que había tenido que adaptarse a las nuevas circunstancias, como pasó luego con la autopista.

Sea como fuere, el puente siguió siendo un atractivo único ya que la gente que iba sabía que no iba a ver nada pero de todas maneras aún iba. Era una especie de fe que los impulsaba y los hacía creer que la magia era posible.